HELICÓPTERO OPORTUNO

—¡Alguien ha robado nuestras monturas! —exclamó Pete.

—¡Canastos! ¡Estamos frescos! —se lamentó el pecoso.

Olaf, procurando conservar la sangre fría, dijo:

—Pensemos en lo que podemos hacer.

En voz baja hablaron de la situación. Por lo visto, alguien les espiaba. La persona oculta tras el peñasco debía de tener un cómplice al pie de la montaña, observando a cualquiera que pudiese llegar.

—Pero ¿por qué se portarán así? —preguntó Ricky.

—Porque tienen algo que ocultar —razonó Olaf.

Varias suposiciones se hicieron sobre qué podía ser lo que ocultaran. ¿Algo robado? ¿Algún lugar que les servía de escondite?

Pete opinó que el resplandor que Ricky había visto podía haber sido producido por un espejo, utilizado para hacer señales a alguien que estuviera al pie de la colina.

—Yo creo que se han llevado nuestros caballos para quitarnos las ganas de volver —opinó Pete.

Olaf consultó su reloj y frunció las cejas.

—Nos llevaría mucho tiempo llegar a casa, aunque fuéramos todo el rato corriendo.

—Pues no podemos hacer otra cosa más que ir andando. En marcha, amigos —dijo Pete.

Decidieron caminar de prisa, pero no correr, para conservar las energías. Mientras escudriñaban la distante loma, observaron en el cielo un puntito negro que, progresivamente, fue agrandándose. Luego, el silencio reinante se vio roto por el zumbido de un motor.

—¡Es el hombre del helicóptero! —exclamó Ricky.

Los tres chicos, de común acuerdo, empezaron a dar saltos y a sacudir los brazos, con la esperanza de llamar la atención del piloto.

El helicóptero descendió en picado, paralelo a la ladera, como una vagoneta de las montañas rusas. Planeó luego durante unos segundos, y acabó por posarse en tierra, cerca de los muchachos.

El piloto salió del aparato, retiró hacia atrás las gafas, y desató la correa de su casco.

—¿Qué andáis haciendo por aquí? —preguntó.

—Alguien ha robado nuestros caballos y tenemos que volver andando a casa —explicó Olaf.

El señor Kristinsson se rascó la cabeza.

—¡Ajá! ¿Con que era eso? He visto a un hombre a caballo, que conducía tres jacas y me pregunté qué querría hacer con los animales.

—¿Podría usted perseguirle y detenerle? —pidió Pete.

—Podría, pero… ¿quién os devolvería los caballos?

Ricky, que se sentía un poco avergonzado por haber corrido al oír el ruido misterioso, abombó el pecho y dijo, valerosamente:

—Yo podría montar con usted, señor Kristinsson. No me da miedo. Así yo me encargaría de traer los caballos.

Olaf y Pete miraron a Ricky con asombro.

—¿Acaso quieres ir sentado en mis rodillas? —dijo el piloto, riendo. Pero en seguida se puso serio y añadió—: Puede ser una buena idea. ¿Cuánto pesas?

—Veinticinco kilos. Y también tengo músculos.

Y Ricky dobló un brazo para mostrar sus bíceps. El señor Kristinsson palpó el brazo del pequeño.

—Muy bien. Valor y músculos constituyen una buena combinación.

Se decidió que Ricky iría sentado en las piernas del piloto. Los dos juntos no sobrepasaban el peso límite. El cinturón de seguridad era bastante largo para abarcar a los dos. De modo que harían un vuelo juntos, buscando al ladrón de los caballos.

—Nosotros seguiremos andando —dijo Pete—. ¡Zambomba, lo que daría yo por poder efectuar un paseo como éste!

Los dos muchachos mayores observaron como el señor Kristinsson se instalaba en su asiento y Ricky se aposentaba encima.

—Mira; tengo un par de gafas de repuesto —dijo el piloto, poniéndoselas a Ricky.

Luego se puso en marcha el motor y el rotor entró en funcionamiento, levantando una polvareda y sacudiendo las briznas de hierba.

Ricky tuvo una sensación de enorme vacío en la boca del estómago cuando el helicóptero se levantó del suelo, zumbando para alejarse a toda velocidad.

Las negras rocas volcánicas y los trechos de hierba pasaban como una exhalación ante su vista, mientras el aparato marchaba, zumbando, en la dirección tomada por el ladrón de los caballos.

El pequeño abrió la boca, para hacer una pregunta, pero el fuerte viento le cortó la respiración. El corazón le latía tan fuertemente como zumbaba el rotor. Sentía un extraño cosquilleo en los dedos.

Al cabo de pocos minutos, la mano del señor Kristinsson le tocaba el hombro, y señalaba al frente. A lo lejos, semejantes a juguetes vivientes, se veía a un hombre que conducía tres caballos.

Pronto el helicóptero estuvo planeando por encima del ladrón; luego descendió rápidamente.

El jinete miró hacia arriba asustado. Ricky le reconoció al momento. ¡Era el mismo hombre que había visto en Shoreham y en Keflavik!

El helicóptero descendió casi directamente encima del ladrón, y éste dejó caer el ronzal con que tiraba de los animales, inclinó la cabeza, espoleó al caballo y galopó tan rápidamente como pudo.

El señor Kristinsson le persiguió durante un minuto; luego describió un círculo y fue tras los caballos. De momento, los animales habían retrocedido, pero luego quedaron inmóviles, formando un asustado grupo.

El helicóptero tomó tierra lo bastante lejos para no asustarles más y hacer huir a los animales.

Cuando bajó del aparato, a Ricky le temblaban un poco las piernas. Respiró profundamente y, sonriendo al piloto, exclamó:

—¡Carambita! ¡Qué paseo tan bueno!

—¿Estás bien? —preguntó el señor Kristinsson.

—Claro. Pero ¡yo he visto antes a ese hombre!

Ricky contó lo que sabía del ladrón de los caballos.

El piloto se asombró mucho al enterarse.

—Parece como si ese hombre la hubiera tomado contra vosotros, los Hollister. Bien. Lo mejor será que, ahora, tú regreses con los caballos junto a los muchachos.

Ataron a los animales uno tras otro, y Ricky montó en el de delante.

—Por cierto —añadió, sonriente, el piloto—; podrías quedarte con esas gafas. Te sientan muy bien.

—Gracias —dijo Ricky, risueño.

Hizo dar la vuelta a los caballos y se puso en camino. El helicóptero se elevó por los aires y pronto desapareció de la vista.

El pelirrojo se sentía todo un héroe escandinavo, volviendo de la batalla con el botín de la conquista.

Se había fijado bien en los hitos indicadores durante el ascenso y le fue fácil encontrar el camino. Al poco rato vio a Pete y Olaf que llegaban a su encuentro.

—Aquí están tus caballos —dijo Ricky.

—¡Eres un gran chico!! —contestó Olaf.

Iniciaron el regreso a casa y los dos mayores asaetearon a Ricky con preguntas, relativas al estupendo viaje en helicóptero.

Habían hecho más de medio camino cuando vieron de nuevo el helicóptero.

Estaba posado en tierra y junto a él se veían dos hombres.

Al aproximarse, los chicos vieron que el piloto vigilaba al otro hombre, que tenía las manos atadas a la espalda.

—¡Le ha detenido! —exclamó Ricky.

Los caballitos cabalgaron.

—¿Cómo lo ha conseguido? ¿Cómo ha conseguido atraparle? —preguntó Pete.

El señor Kristinsson dijo que había estado planeando y zumbando por encima del hombre.

—El caballo acabó asustándose y arrojándole al suelo. Quedó atontado, y yo aproveché eso para atarle. Ya he avisado por radio a la policía. Llegará de un momento a otro.

El detenido estaba muy enfurruñado y masculló algo al ver a los chicos. Pero no quiso contestar a ninguna de sus curiosas preguntas. Por fin el señor Kristinsson dijo:

—Será mejor que os marchéis. Se está haciendo muy tarde.

Reanudaron, pues, la marcha y no tardaron en cruzarse con un «Land Rover» en el que iban dos policías, que se acercaba al helicóptero.

—¿Qué será lo que averigüen sobre ese maleante? —comentó Olaf.

Cuando los chicos llegaron a casa, los padres y las niñas acudieron corriendo al establo, para saludarles y averiguar qué les había hecho retrasarse tanto. Todos se sorprendieron mucho al conocer las noticias.

—¡Enhorabuena! —exclamó el señor Sveinsson—. ¿Así que ya ha sido capturado uno de esos malhechores? Confío en que pronto sigan los otros el mismo camino.

—Alguien os está esperando dentro —dijo el señor Hollister.

Los chicos, con tantas sorpresas, ya no sabían qué esperar. Mientras iban desde la cuadra a la casa, Holly les abrumó con su parloteo. Dijo que un policía gigante la había sacado de debajo de un tablado, sólo porque el presidente de Islandia iba a hablar desde allí.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¿Has visto al presidente?

—Y me ha abrazado.

Ya entraban en la sala, donde un hombre alto, de rostro ancho y grandes manos, les saludó. Le presentaron como el teniente Gunnarsson, de la policía islandesa. El hombre sonrió a los chicos y tomó asiento.

—He venido a que me lo contéis todo, para tratar de montar todas las piezas de este extraño jeroglífico, y ver si encajan.

Miró fijamente los rostros de los niños, uno por uno, y pidió:

—Ahora, empezando desde el principio, contadme exactamente cómo empezó este misterio.

Pam empezó hablando de la carta escrita en Braille por su abuela, pidiéndoles que fuesen a Froston a conocer a Helga.

Luego Holly habló del desconocido que intentó quitarles el modelo de planeador, en Shoreham. El detective escuchaba atentamente, tomando notas del extraño misterio; de lo que estuvo a punto de ser un accidente con el planeador; del duende a un lado de la carretera, en plena noche, camino de casa de la abuelita, del sombrerito encontrado, que parecía pertenecer a un gnomo; del desbarajuste producido en casa de los Peterson, de cómo se cortó la energía eléctrica y el teléfono, y de las extrañas huellas de pisadas.

El teniente Gunnarsson abrió irnos ojos como platos al oír hablar de una pista consistente en un envoltorio de caramelo islandés.

—¡Huuum! Excelente trabajo detectivesco, niños.

Todavía hizo unas preguntas más sobre el robo de los embalajes, los merodeadores y, finalmente, el episodio del refugio de invierno.

—Iré allí mañana para investigar. —Mirando a los chicos mayores, el detective preguntó—. ¿Querréis venir conmigo?

—¡Desde luego! —replicaron, a un tiempo, Olaf y Pete.

—A mí también me gustaría ir —dijo Pam.

Holly, Helga, Ricky y Sue también deseaban ir, pero sus madres pusieron objeciones.

—Demasiados detectives pueden estropear el caldo —dijo, sonriendo, la señora Hollister.

Hacia la diez de la siguiente mañana, llegó el teniente Gunnarsson, con dos «Land Rover» y cuatro policías. Los tres niños se instalaron en los vehículos, que se pusieron en marcha, camino del misterioso refugio de invierno.

Después de recorrer un largo trecho al pie de varias montañas, cubiertas de pedruscos, los «Land Rover» iniciaron la subida hacia el lugar en el que los chicos dejaran, el día anterior, los caballos. Allí se aparcaron los vehículos y todo el mundo desmontó.

El teniente les llamó para decirles:

—Debemos movernos con sigilo. Puede que los ladrones tengan un refugio permanente aquí.

Pete y Olaf asintieron e iniciaron la marcha, los primeros montaña arriba.

De pronto, Pam prorrumpió en un grito estridente. Los chicos levantaron la cabeza.

¡Un enorme pedrusco redondeado descendía montaña abajo, hacia ellos!

Según bajaba, ganaba velocidad y… ¡El pedrusco se deslizaba en línea recta hacia Pete Hollister!