MENSAJES CON ALFILER

El señor Sveinsson y el señor Hollister salieron a toda prisa de la casa grande, provistos de linternas.

—Holly, llévate dentro a Sue —pidió el señor Hollister, uniéndose a los demás en la búsqueda de los intrusos.

Mientras las niñas desaparecían en el interior de la casa, los otros prosiguieron la búsqueda, separándose en abanico para abarcar una amplia área. Pero no lograron descubrir a nadie.

—De nada valdría seguir buscando —dijo, al fin, el señor Sveinsson—. No daremos nunca con esos hombres.

Los niños siguieron al dueño de la casa hasta el teléfono. El padre de Helga puso al corriente de lo ocurrido a la policía. También preguntó al sargento de guardia si había vuelto alguien a la cabaña misteriosa.

No. Nadie había ido, pero sí se vio a un hombre observando el lugar desde lejos, con prismáticos.

—Entonces, los ladrones saben que hemos recobrado el planeador —dedujo Pete—. ¡Ahora no pueden volver a su escondite!

Pam seguía sintiendo curiosidad por lo que Sue había llamado un «esquetelo».

—Es una cosa con rayas —explicó la pequeñita—. Como la que vi en el museo.

Holly propuso ir al museo al día siguiente. Tal vez, así, conseguirían una buena pista.

La señora Sveinsson prometió llevarles, pero pidió que, de momento, todos volvieran a la cama.

—Y cerrad la puerta con llave, por si acaso —añadió.

A la mañana siguiente, los niños despertaron temprano. Al salir al brillante sol, los duendes nocturnos quedaron olvidados. Helga propuso un juego para entretenerse, antes del desayuno.

—Hay un «varda» en el camino de nuestros campos. Podemos jugar a que somos viajeros y nos dejamos notas unos a otros.

Olaf fue a dar de comer a los caballos. Pete le acompañó y Sue fue tras los dos chicos. Los otros formaron dos grupos. Helga y Holly iban por un lado y Pam y Ricky por el otro.

—¿Ves el «varda»? —preguntó Helga a Pam.

Pam se llevó una mano a la frente, para protegerse los ojos del sol, y miró hacia la parte posterior de la granja.

—¡Ah, sí! Allí lo veo.

—Bien. ¿Lo ves tú, Holly?

—Sí —replicó la niña, sacudiendo las trenzas.

—Entonces, llévame allí y dejaremos una nota —pidió Helga.

Ella y Holly, enlazadas de la mano, cruzaron el campo, pareció transcurrir un siglo, antes de que regresaran, y Ricky ya estaba rezongando sobre lo mucho que se retrasaba el juego.

—Dales tiempo, hombre —aconsejó Pam, conciliadora—. No hay ninguna prisa.

—Pero es que no entiendo por qué tardan tanto.

Antes de que Pam tuviera posibilidad de responder, llegaron las dos niñas corriendo. Tenían un secreto, pero no iban a decirlo.

Inmediatamente salieron Pam y Ricky. Las altas hierbas y los tallos de margaritas les rozaban las rodillas, mientras los dos corrían por los perfumados campos.

Por fin llegaron al «varda». Ricky empezó a levantar las piedras de encima.

—Pero ¿dónde estará esa nota? —exclamó, impaciente.

Pam se arrodilló en el suelo, para examinar las capas de piedras más cercanas al suelo. Inclinando mucho la cabeza, distinguió algo blanco, muy hundido en el interior.

—¡Aquí está!

Las manos de Ricky eran más pequeñas que las de Pam y fue él quien pudo sacar un trocito de cartulina. En seguida miró la cartulina por una cara y por la otra.

—No hay nada. ¡Nos han gastado una broma!

—Déjame ver —pidió Pam.

La niña revisó la cartulina con atención y no tardó en descubrir unos minúsculos agujeros.

—¡Ricky, está escrito en Braille!

—¿Qué dice?

Pam deletreó el mensaje.

—«Ricky y Pam, muy inteligentes, por encontrar la nota tan rápidamente».

Una vez más, Ricky sintió gran admiración por Helga.

—¡Canastos! Helga hasta sabe escribir versos en Braille. Es una chica listísima.

Los dos hermanos volvieron a colocar las piedras y corrieron a la casa, donde ya les esperaba el desayuno. Al sentarse a la mesa, Pam dijo:

—Hemos encontrado tu nota, Helga. Has tenido una buena idea. Nosotros no hemos dejado nada, porque no llevábamos alfiler.

—Pues deberías llevar siempre uno —dijo Helga, con burlona seriedad, mientras se llevaba a la boca una cucharada de papilla.

Al terminar el desayuno, los niños se acomodaron en la furgoneta, como saltarines arenques islandeses, y pronto se encontraron a la puerta del Museo Nacional.

—A ver si nos enseñas ese «esquetelo», Sue —pidió Pam, tomando a su hermana de la mano para subir las escaleras de piedra.

La pequeñita condujo al grupo a una gran sala llena de reliquias antiguas.

—Aquí es donde está el «esquetelo».

—¡Huy! Este sitio es tenebroso —dijo Holly.

Acababan de detenerse ante el esqueleto de un islandés prehistórico, colocado en la misma postura inclinada en que fue hallado muchos años atrás. Con él había cuentas de collar y pedazos de viejas vasijas.

—¡Un esqueleto! —exclamó Pam—. ¿Y esto es lo que viste rondando alrededor de la casa, Sue?

Sue dijo que sí con la cabeza.

Pete y Olaf que se habían quedado algo rezagados, se miraron, interrogadoramente. ¡Quizá los merodeadores intentaban asustar a alguien!

—Pues nosotros no creemos en fantasmas —declaró Pete.

—Bueno… Hay personas que creen —dijo Olaf—. Hay islandeses, por ejemplo, que tienen ESP. Ya sabes: Percepción extra sensorial. Y no lo llames superstición.

—Está bien. No te ofendas, Olaf.

El celador del museo, un señor bajo y bien vestido, de cabello gris y ojos azul pálido, pasaba cerca. Al ver al grupo de los Hollister, reunido ante una determinada muestra, se acercó a preguntar si tenían un interés particular en algo.

Pam no le habló del misterio, pero sí dijo lo suficiente para que el celador se diera cuenta de que los americanos eran detectives.

—¡Caramba! Pues tal vez vosotros podáis ayudarnos —dijo, sonriendo—. Hay muchas cosas antiguas que siguen ocultas. Sabemos de un tesoro, en particular, que estamos buscando.

—¿Qué es? —preguntó Pete, aproximándose.

—Una bolsa de monedas antiguas, algunas del Imperio Romano.

El celador prosiguió explicando que un pergamino, descubierto recientemente, decía que las monedas habían sido escondidas por un caudillo, en un «varda» cercano a Reykjavik.

—Hemos estado buscando en todos los «vordur» cercanos. A lo mejor vosotros queréis ayudamos.

—Claro que sí —contestó Pam—. ¿No se esconderían esas monedas en un hueso?

—No. El pergamino dice que las monedas se guardaron en una bolsa hecha de cadenas de plata.

—¡Canastos! Hay que empezar a buscar ahora mismo —dijo Ricky, corriendo a la salida.

Los demás le siguieron, sin olvidar despedirse antes del simpático celador.

Mientras iban entrando en el vehículo, la señora Hollister comentó:

—¿No os parece preferible atacar un problema después del otro?

Pete movió de un lado a otro la cabeza y con una afable sonrisa, dijo:

—Cuantos más, mejor, mamá.

Llegaron a casa poco antes de la hora de comer. La señora Sveinsson dijo que había planeado un viaje a cierta platería de la ciudad, para aquella tarde.

—Allí me están haciendo un broche de filigrana.

Las niñas pidieron que se les dejase ir, pero los chicos prefirieron dedicar la tarde a buscar el «varda».

Con unos cuantos bocadillos en las alforjas, se pusieron en camino, montados a caballo.

Las niñas comieron en casa y luego, en coche, marcharon a la ciudad. La señora Sveinsson aparcó el coche en Adalstraeti, y condujo a sus acompañantes, a pie, hasta un pequeño establecimiento de orfebrería.

El propietario, un hombre fornido, que llevaba gafas sin montura, saludó cordialmente, en islandés, a la madre de Helga. Pero, después de oír a la señora Hollister hablar en inglés, también él habló en inglés.

—El trabajo de su broche sigue progresando, señora Sveinsson. Siéntese y se lo mostraré.

Las dos señoras y Helga se sentaron en unas banquetas bajas ante un mostrador de cristal. Pam y Sue contemplaron, por encima de los hombros de las mujeres el broche a medio acabar, que el platero había colocado sobre un terciopelo negro.

—Es lindísimo —afirmó la señora Hollister.

Mientras las demás charlaban con el platero, Holly se dedicó a husmear por el establecimiento.

Al fondo, una portezuela daba acceso a un par de escalones que bajaban a un pequeño taller. La niña asomó la cabeza y vio a dos hombres sentados ante un banco. Uno era de estatura corriente. El otro era un enano.

De pronto, llegaron hasta la tienda unas notas musicales. Holly se volvió a la puerta principal.

Por la parte baja de la ciudad se veía avanzar una banda de música, dirigida por un tambor mayor. Tras él se alineaban hombres uniformados en rojo y azul, que soplaban sus instrumentos de viento, mientras desfilaban marcando el paso.

¡BUMM! ¡BUM! Era el tambor mayor el que sonaba.

A Holly le gustaba oír las bandas de música. También a Sue y a Pam, y todas salieron a la calle. Cuando el desfile hubo pasado, un grupo de chiquillos marchó tras él.

Holly se unió a ellos, y con ellos dio la vuelta en una esquina y llegó a la plaza, ante el edificio del Parlamento Islandés.

Allí se detuvo el desfile y los músicos se situaron en la plataforma que les estaba destinada. Holly estaba tan emocionada que sacó la pelotita de goma y empezó a hacerla bailar. De pronto, el cordón elástico se rompió y la pelota rodó bajo el tablado de la orquesta.

«¡Oh! ¿Qué haré ahora?», pensó Holly.

A lo mejor Pam podía ayudarla. Holly volvió la cabeza, buscando a Pam, pero no la vio entre el gentío.

«Tendré que buscarla yo sola», se dijo, resueltamente, Holly. Y se arrastró bajo la plataforma.

Rápidamente recuperó la pelotita, y estaba a punto de retroceder y salir, cuando vio un gran pie que le cortaba el paso.

Holly sacó con cuidado la cabecita y… ¡Se encontró con la cara de un policía que la estaba observando!