HUESOS CON SECRETO

—Me gustan las teteras —declaró Sue, y sus palabras hicieron exhalar a Pam un suspiro de alivio.

—Creí que iba a lloriquear otra vez —cuchicheó Pam a Helga.

Los niños se pusieron en cuclillas para observar, más de cerca, el orificio. El vapor formaba una pequeña charca de agua caliente que, según Olaf dijo, utilizarían para preparar la comida.

Helga abrió unas alforjas y de ellas sacó, con precaución, una huevera. Su hermano puso los huevos en el agua humeante. Cuando hubo transcurrido el tiempo necesario, los sacó con una cuchara. Entre tanto, las niñas habían colocado platos de papel con rebanadas de pan y mantequilla y tajadas de carne.

—¿Quién quiere huevos pasados por agua? —preguntó Olaf.

Todos quisieron. Una vez se hubieron enfriado, los niños hicieron un agujerito, con un cuchillo, en la parte de arriba y saborearon, a cucharaditas, las deliciosas yemas.

Terminada la comida y cuando se hubieron recogido todos los utensilios, cada uno volvió a montar en su jaca. Como Sue se había quedado adormilada, Pam la montó en su caballito, delante de ella. El caballo que quedaba sin jinete, marchaba al final del grupo. Cuando llegaron al lugar que los islandeses querían mostrar a los Hollister, la chiquitina estaba profundamente dormida.

Olaf hizo que se detuvieran los caballos a alguna distancia de un hirviente y gorgoteante hoyo. Los niños arrugaron la nariz, molestos por el desagradable olor que allí se percibía.

—Es un pozo de sulfuro —explicó Olaf—. Tenemos muchos en Islandia.

—Debe de haber fuego subterráneo —comentó Pete.

Y Helga respondió:

—Tienes razón.

—¿Hay alguna otra cosa curiosa para ver? —preguntó el pecoso.

Olaf hizo girar en redondo a los caballos y se pusieron en camino de regreso a casa.

—Claro que sí —respondió el islandés, y señaló una pequeña pila de piedras.

—¿La han construido los gnomos? —preguntó Holly.

Olaf se echó a reír.

—No. Lo hacen personas islandesas. Se llama «varda». El plural es «vordur». Se levantan para señalar los caminos.

—Es que en invierno, cuando todo está cubierto de nieve, es muy difícil que el viajero encuentre el camino sin ellos —aclaró Helga.

—Los «vordur» tienen sorpresas —aseguró Olaf, mientras los caballos continuaban su avance—. En el interior, las gentes que pasan escriben, a veces, notas para que las lean otros viajeros.

—¿Y a que no sabéis dónde ocultan los mensajes? —preguntó Helga—. En huesos de cordero. Precisamente los que se llaman tabas. Es la costumbre.

—¿No podemos detenernos a mirar? —preguntó Pam.

—Sí. Sí.

Para entonces, Sue se había despertado y, tanto ella como sus hermanos, desmontaron para examinar el «varda». Buscaron con atención por toda la pequeña pirámide de piedras, pero no vieron ningún hueso.

—¡Eh! —gritó, de pronto, Olaf—. ¡Mirad!

El muchacho señalaba un «jeep» que avanzaba, a bandazos, por el caminillo desnivelado.

—¿De quién es? —preguntó Pete, protegiéndose los ojos del sol con la mano.

—No lo sé —replicó Olaf—. Por aquí no vive nadie.

—¡Qué misterioso! —comentó Ricky—. ¿Os parece que debemos seguirlo?

Olaf consultó su reloj y dijo:

—Tenemos tiempo. ¿Queréis que lo hagamos?

—No me parece bien —objetó Pam—. Esta pobrecilla está muy cansada.

Y oprimió contra su pecho a Sue, que se abrazó a la hermana mayor.

Por fin, se acordó que los chicos y Holly seguirían al «jeep», mientras Pam, Helga y Sue regresaban a casa.

Holly y los muchachos azuzaron a sus monturas para que emprendieran el trote, con objeto de no perder de vista al misterioso «jeep». Olaf había localizado ya las huellas de neumáticos y la persecución no ofreció dificultad. El «jeep» continuaba subiendo por la falda de la montaña. Hasta que Olaf dijo:

—Pete, no sé si debemos continuar la persecución. Puede tratarse de mi cazador que se dirija al interior de Islandia.

—Sigamos sólo un poquito más —insistió Pete.

Pronto llegaron a la cima de un montículo. Pete y Olaf vieron en seguida el «jeep», que había sido aparcado detrás de una casita.

—Es extraño —comentó Olaf—. Me gustaría saber qué puede hacer por aquí el conductor del «jeep».

Ricky propuso:

—Vayamos a preguntárselo.

—No, hombre —protestó Pete—. No es así como trabajan los detectives.

Y Pete opinó que podían ir a dejar los caballos al pie de la ladera, para volver a subir, andando con sigilo, para observar al hombre.

Bajaron, pues, rápidamente, y ataron los caballos en un pedrusco. Luego, a cuatro pies, treparon por la cuesta de tierra negruzca.

De pronto, de la casita salieron dos hombres. Uno de ellos se encaminó a la pared posterior, miró hacia una pila de negras rocas, e hizo señas al otro hombre para que le siguiera.

—¡Canastos! Vienen hacia aquí —dijo Ricky, inquieto.

—¡Hay que esconderse de prisa! —ordenó Olaf.

Y todos los niños descendieron un trecho, para ir a ocultarse tras unas rocas volcánicas.

Oyeron ponerse en marcha el motor del «jeep», pero el sonido fue decreciendo hasta desaparecer por completo.

Tranquilizado, Olaf dijo:

—Se han marchado por el otro lado. ¡Volvamos arriba!

—¿Y si queda alguien más en la casa? —apuntó Holly.

—Nos moveremos con precaución.

Los niños se acercaron con sigilo a la casita. Estaba vacía. Pete fue a echar un vistazo por la parte trasera. Y se quedó mirando las grandes pilas de rocas durante unos segundos; por fin dejó escapar un silbidillo.

—¡Olaf! ¡Mira esto!

—Es exageradamente grande para ser un «varda» —afirmó el islandés.

Pete empezó a quitar algunas piedras de la superficie. De pronto, en el interior se vio una pieza de madera.

—¡Venid todos y ayudadnos a sacar esta caja! —llamó Pete, muy emocionado.

Cuatro pares de manos se apresuraron a ir sacando piedras.

—¡Los embalajes robados de papá! —gritó el mayor de los Hollister—. ¡Uno…, dos, tres!

—¡Hemos encontrado el planeador! —exclamó Ricky.

Una rápida ojeada general demostró que en los embalajes iba escrito el nombre de su padre y el destino del envío. Uno de los embalajes estaba abierto.

—Es un buen escondite —declaró Olaf, que estaba completamente perplejo.

Holly apremió a iodos, diciendo:

—¡De prisa! ¡Tenemos que volver y decírselo a papá!

Sin entretenerse en revisar la vieja cabaña, los niños corrieron a sus caballos, montaron y regresaron, al galope, a la granja de los Sveinsson.

En pocos minutos llegaron a la cuadra, sonrojados por la emoción. El señor Hollister y el señor Sveinsson acababan de llegar de Thingvellir y bajaban del coche.

Los jóvenes detectives corrieron a su encuentro.

—¡Papá, hemos encontrado tu planeador! —anunció Pete, sin aliento.

—¿Cómo?

—Y tenemos que volver a buscarlo en seguida, antes de que regresen los malos —apremió Holly.

—¿De verdad lo habéis encontrado? —preguntó el señor Hollister, que apenas podía creer lo que estaba oyendo.

—Claro. Hemos seguido la pista a los malos —dijo el pecoso.

Hablando apresuradamente, en islandés, Olaf habló a su padre de todos los acontecimientos del día.

—Bien —dijo el señor Sveinsson, preparado para entrar en acción—. John, iré a buscar mi camioneta.

Y se encaminó al garaje, construido a un lado de la cuadra.

No tardó en aparecer al volante de una camioneta de sólido aspecto.

—Hay sitio para otros dos —dijo el señor Hollister, indicando a Olaf y a Pete que subieran al vehículo.

—Nosotros, entre tanto, iremos a contárselo a los demás —decidió Ricky—. Ven, Holly.

Los dos pequeños entraron, corriendo, en la casa, mientras los otros cuatro salían a toda velocidad en dirección a la cabaña misteriosa.

Durante el viaje, una larga antena situada junto al volante oscilaba al viento.

El señor Sveinsson conectó un micrófono, encajado en el tablero de mandos y llamó a la policía local, a través de su emisor-receptor de radio.

Cinco minutos más tarde se veía un helicóptero, que sobrevolaba en círculos aquella zona, mientras por tierra llegaban dos «jeeps». Todos convergieron en la cabaña al mismo tiempo. El helicóptero bajó a tierra y de él salió un policía, que se unió a otros oficiales que salían de los coches.

Ellos tomaron nota sobre las mercancías robadas, echaron una rápida ojeada a la cabaña y, luego ayudaron al señor Hollister y a su amigo a cargar los embalajes en la camioneta. Uno de los policías llevó su «jeep» a alguna distancia y permaneció vigilando, por si llegaba alguien más. Luego, todo el mundo se marchó.

Aquella noche, en casa de los Sveinsson todos se sentían muy contentos. Lo perdido había sido hallado y sería posible que, al día siguiente, el señor Hollister hiciese una prueba con el planeador.

—Gracias a mis jóvenes detectives —dijo, sonriendo, el señor Hollister.

—Espero que la policía detenga pronto a esos hombres —dijo Olaf, durante la cena—. Nosotros hicimos la descripción de los dos que vimos, tan concretamente como nos fue posible.

—Y yo he dado la descripción del hombre que quiso robar el modelo a Ricky —añadió el señor Hollister—. Quisiera que descubrieran a los tres.

—Lo que yo quisiera saber es qué han tenido que ver en todo esto los gnomos.

—A lo mejor los gnomos han «disaparecido» —dijo la chiquitina.

—Bueno, muchachos. ¿Os gustaría salir mañana de pesca? —sugirió el señor Sveinsson—. Hay un magnífico arroyo de salmones que cruza la población.

—¡Zambomba! A mí me parece una gran idea —contestó Pete—. ¿Tienes alguna caña de sobra, Olaf?

—Puedes utilizar la mía —ofreció Helga.

Y una vez más Ricky experimentó un asombro total ante las muchas cosas que es capaz de hacer una niña ciega.

—Ya sé a dónde podemos ir nosotras —añadió Helga, dirigiéndose a las niñas—. Al museo. Tenemos un buen museo nacional, lleno de cosas interesantes.

A la mañana siguiente salieron los hombres, llevándose las piezas. Las niñas fueron en coche al museo, mientras los chicos cargaban los aparejos de pesca en los caballos, para trasladarse a un arroyo de rápido curso, situado a una milla de distancia.

Mientras sus monturas les transportaban cómodamente, Pete levantó la vista hacia una colina, al sur de Reykjavik, y preguntó:

—Esos depósitos ¿son para almacenar petróleo, Olaf?

—No. Son depósitos de agua.

—Estás bromeando…

—No. Es verdad.

Olaf dijo a Pete y Ricky que el agua de los arroyos subterráneos calientes se recogía en aquellos grandes depósitos.

—Se utiliza para calentar todas las casas de la ciudad.

—¡Qué económico! ¡La naturaleza os lo da todo a punto!

—También tenemos piscinas de agua caliente. Las utilizaremos mientras estáis aquí.

—¡Eso, eso! —aplaudió el pelirrojo—. Pero, antes, a ver si pescamos un salmón bien gordo.

Los tres chicos llegaron a orillas del arroyo y desmontaron. Después de sujetar los caballos, se aproximaron al agua, provistos de los aparejos.

El lecho, de aguas rápidas y con muchos remolinos, medía unos nueve metros de ancho y no parecía muy profundo. Olaf colocó moscas artificiales en las cañas y luego todos arrojaron el hilo al agua.

—Veamos quién pesca primero. Por lo general, son los visitantes los primeros —dijo Olaf, sonriendo.

Pete y Ricky habían oído con frecuencia a pescar truchas con su padre, y sabían manejar la caña. Después de arrojar el hijo, movieron las cañas arriba y abajo, por si había algún pez cerca.

Nada sucedió durante unos minutos. Luego, la predicción de Olaf se hizo realidad. Pete notó un fuerte tirón en su caña y supo que había pescado algo.

—¡Vaya! ¡Es un gigante!

Pete lucho con el salmón durante unos minutos. El pez iba y venía, y daba saltos fuera del agua, en un esfuerzo por liberarse. Pero el anzuelo le sujetaba con fuerza.

Ricky se sintió tan emocionado que dejó sus aparejos y se acercó más a la orilla.

Pete retrocedió un poco. Quería ser él solo quien dejase el pez en el suelo. Pero, antes de haber podido pedir a su hermano que se apartase, el pelirrojo se apoderó de la caña.

El pelirrojo la agarró con fuerza y empezó a tirar del pez que no cesaba de dar coletazos. Se inclinó más, más y… De pronto, perdió el equilibrio.

¡Pobre Ricky! ¡Cayó de cabeza al río!