Los niños guardaron silencio, Helga oprimió la mano de Pam, mientras esperaban a que la señora Peterson concluyese de hablar con su hijo.
—Muy bien, Harold. Entonces, ¿te encargarás tú de llevarles a Islandia?… Espera, que se lo preguntaré. —La señora se volvió a los Hollister—: ¿Qué hay de los pasaportes?
—Los hemos traído, por si acaso —dijo el señor Hollister.
—Sí, Harold… Todo está a punto… Adiós, hijo.
—¡Yuuupiii! —gritó Ricky, dando una voltereta en el sofá.
Pam y Holly corrieron a abrazar a la señora Peterson. Helga dio un fuerte abrazo a su tía. Pam nunca había visto tan emocionada a Helga.
—Podréis vivir en mi casa. Telefonearé a mi madre esta noche —dijo la cieguecita, rebosando alegría.
—Pero nosotros somos siete —le recordó Pam—. ¿Será bastante grande tu casa?
—Ya lo creo. Tenemos una casita para invitados.
—¡Qué suerte! ¡Ahora podremos ver a papá en él concurso de planeadores! —dijo Pete, con una sonrisa feliz.
El señor y la señora Hollister parecían haber perdido el habla.
—Es demasiada molestia para su hijo, señora Peterson —logró objetar, al fin la señora Hollister.
—Nada de eso. Les esperará a ustedes en Froston, mañana por la mañana.
El abuelito parecía tristón.
—Yo que pensaba tener una agradable visita en él Copo de Nieve… Y ahora todos os marcháis.
—No te apures —le dijo, mimosa, Sue, subiéndose a sus rodillas—. Te puedes quedar con mi cerdín.
Y Ricky se apresuró a añadir:
—Si los gnomos no están ya en Islandia, volveremos a buscarles aquí.
Se iniciaron los preparativos a toda prisa. Había vestidos para lavar y planchar, era preciso bañarse, tenían que hacerse las maletas. Helga prometió reunir^ se con los Hollister a la mañana siguiente, después del desayuno.
Cuando, al fin, se apagaron las luces, era casi medianoche. Pero era tanto el nerviosismo de los niños, que no tuvieron ninguna dificultad para levantarse temprano; y poco después llegaban los Peterson en coche, con Helga y su equipaje. La niña dijo que había telefoneado a sus padres y que irían a esperar el avión de Harold al aeropuerto de Keflavik, que estaba a unos treinta y cinco millas de la capital.
La abuelita Hollister se enjugó una lágrima, al despedir a sus nietos con fuertes abrazos.
El abuelo dijo:
—Cuidaré de tu cerdo, Sue.
Y también prometió devolver el caballo al señor Beem.
Luego, los viajeros se pusieron en camino en dos coches. Ya en el aeropuerto de Froston, el señor Hollister devolvió el vehículo alquilado.
Diez minutos más tarde tomaba tierra el aparato de Harold Peterson.
En el asiento de mano derecha se sentaba el copiloto. Los padres de Harold tuvieron una gran alegría al ver a su hijo, que se parecía muchísimo al señor Peterson.
—¿De modo que éstos son los Felices Hollister? —dijo Harold, sonriendo a las caritas de los niños, levantadas hacia él—. Veo que has hecho un montón de amigos, Helga.
—Son detectives —explicó Helga—. ¡Y van a resolver el misterio de esos gnomos que salen a medianoche!
Harold dejó escapar una risilla.
—Bien, bien… Hace años que no veo un gnomo. Parece que los adultos no tenemos derecho a verlos.
Luego, el señor y la señora Hollister y todas las personas mayores fueron presentados al piloto y charlaron durante un buen rato. Después Harold hizo un guiño a sus padres y todos se despidieron.
—Tenemos que darnos prisa. ¿Están los equipajes preparados? —preguntó—. Pues ¡todos a bordo!
Pete observó que en el morro iba pintada la palabra «Snarfaxi».
Helga le dijo que «faxi» era la palabra islandesa que significaba caballo, y «Snarfaxi» quería decir caballo veloz.
—Como «Fantasma» —comentó Ricky, mientras subía la escalerilla y entraba en el avión.
Unos minutos más tarde los viajeros se ajustaban los cinturones, los motores zumbaban y pronto se encontraron sobrevolando Froston.
Una vez se hubieron elevado lo bastante y se dirigían al océano, Harold Peterson delegó su trabajo de conducción en el copiloto y pasó al departamento de viajeros para charlar con los Hollister.
Les habló algo de la historia de Islandia y señaló el escudo de armas, de variado colorido, pintado en la pared de la cabina. Se trataba de un escudo azul, en el que había cuatro figuras.
A la derecha, un gigante sosteniendo un báculo. A la izquierda, un buey. En la parte alta del escudo un dragón, y un enorme pájaro.
—Hace muchos años —explicó Harold— hubo un vikingo muy malo, llamado Gormsson. Quería conquistar Islandia y mandó a su hombre de confianza para que hiciese una visita de reconocimiento. Aquel hombre dominaba la magia y se transformó en ballena.
Holly abrió los ojos enormemente.
—¿Una ballena grandota?
El piloto asintió:
—Sí. La ballena nadaba alrededor de la isla. En la orilla este encontró un dragón que vomitaba fuego venenoso. El dragón iba acompañado de lombrices y serpientes gigantescas, que tenían unas bocas así de grandes.
Sue se llevó una mano a la mejilla y rió, diciendo:
—¡Agg! ¡Qué asco!
—Eso mismo pensó la ballena —afirmó Harold—. Por eso se alejó, nadando, a la orilla norte.
—¿Y qué pasó allí? —preguntó Ricky, muy interesado.
—Allí fue recibida por un pájaro enorme, como un halcón, cuyas alas tocaban las montañas en ambos lados de un fiordo. Había con él otros muchos pájaros, grandes y pequeños.
—Y entonces la ballena volvió a marcharse —adivinó Pam.
—Naturalmente. Entonces se fue a la costa oeste. Allí tropezó con un toro, que se precipitó al agua, cargando contra la ballena y mugiendo fieramente. Con él iban los guardianes de la tierra: Los gnomos y las gentes ocultas.
—Yo me habría ido corriendo —confesó Ricky.
—Eso fue lo que hizo la ballena. Se fue, nadando, hasta la orilla sur.
—¿Y el gigante la persiguió? —preguntó Holly.
Harold movió la cabeza, asintiendo.
—La cabeza del gigante era más grande que la montaña. Y con él iban otros muchos fieros gigantes. Por lo tanto, la ballena se alejó a nado e informó al rey de que era preferible no intentar siquiera la conquista de la isla.
—Y desde aquel día, esas criaturas son conocidas como los defensores de Islandia —concluyó Helga.
—¿Sabes más cuentos así, Harold? —preguntó Sue.
El piloto se echó a reír.
—Yo tengo que irme. Pero, cuando pasemos sobre Groenlandia, Helga podrá hablaros de esa tierra.
El avión zumbaba, zumbaba. Era un sonido pesado, que atontaba. Los Hollister fueron adormilándose, uno tras otro. Varias horas más tarde, Pete se frotó los ojos y observó una gran montaña blanca, que surgía del océano, a la izquierda del avión.
—¡Oye, Helga! ¿Esa montaña de allí es Groenlandia? —preguntó.
Al oírle, todo el mundo se despertó.
—¿La de hielo? Sí.
—Yo creía que Groenlandia o Greenland, que significa Tierra Verde, era verde —dijo Ricky, que algo había aprendido en la geografía.
Helga soltó una risilla.
—No. No es verde. Hace muchísimos años, Eric el Rojo zarpó de Islandia para explorar una nueva tierra que se extendía al oeste. La llamó Groenlandia, o Greenland, que sí quiere decir tierra verde, pensando que los hombres sentirían más deseos de ir allí, si la tierra tenía un buen nombre.
—¡Bonita broma! —rezongó Ricky.
—En el verano del año 986 —continuó Helga—, una flota de veinte barcos zarpó para Groenlandia. Allí se aposentaron y la colonia duró casi quinientos años.
—¿Y luego? —preguntó Pete.
—Nadie sabe con exactitud. Pero hacia el año mil quinientos, el poblado desapareció.
Helga añadió que en Groenlandia aún quedaban muchas ruinas de entonces.
Ahora «Snarfaxi» se alejaba de las frías y solitarias montañas y al poco otra enorme isla apareció abajo.
—¡Ajústense los cinturones! —dijo Harold, por el intercomunicador—. Vamos a iniciar el descenso sobre Keflavik.
Los Hollister hundieron las caritas en el cristal de la ventanilla, para contemplar, cuanto antes, la tierra natal de Helga.
Pete quedó desencantado.
—¿Cómo? ¿Es esto? ¿Esas montañas áridas?
—Espera —replicó Helga.
El avión describió un giro, para aproximarse al aeropuerto. A lo lejos se veía un puerto, con un grupo de casitas en la orilla. Los tejados eran verdes, rojos, azules… De todos los colores. O al menos, así se lo pareció a los niños.
Por. fin el avión tocó tierra y ante las ventanillas desfilaron varios cobertizos, hasta que el aparato fue a detenerse delante de un edificio alargado y bajo.
El copiloto abrió la portezuela e hizo bajar los peldaños, señalando a los Hollister dónde debían presentar sus pasaportes.
Después de dar las gracias a Harold por el viaje, y de despedirse de los dos hombres, los Hollister bajaron.
Un viento levantisco barría el aeropuerto y Ricky caminaba con dificultad hacia la puerta del edificio.
De pronto, dicha puerta se abrió y un hombre se asomó a mirar. Ricky experimentó la sensación de haber sido herido por un rayo. El hombre era bajo y fornido, con el rostro surcado por profundas arrugas. Al momento, el pelirrojo se volvió y agarró a su padre de la mano.
—¡Papá, he visto al hombre que nos molestó a Holly y a mí!
—¿A quién?
—¡Al hombre que quiso quitarnos el modelo de planeador, en Shoreham!
—¿Estás seguro?
—¡Del todo! Ven. Vamos a hacerle unas preguntas. ¡Tenemos que saber qué está haciendo en Islandia!
Padre e hijo entraron a toda prisa en el edificio y el resto de la familia les siguió. Echaron un vistazo por la sala de espera, donde los oficiales de aduana estaban revisando el equipaje de otros viajeros. Pero no se veía al hombre por ninguna parte.
En aquel momento, un hombre alto y de buena presencia se aproximó e hizo una ligera inclinación. Dijo pertenecer a la compañía de fletes.
—¿Es usted el señor Hollister, de los Estados Unidos?
—Sí. Yo soy John Hollister.
—¿El que envió el planeador por avión?
—Exacto. ¿Han llegado ya los embalajes?
—Sí, señor. De hecho, llegaron antes de lo esperado. Yo no estaba aquí cuando se efectuó la descarga. —El hombre hizo una pausa, antes de decidirse a decir—: Lamento tener malas noticias para usted.
—¿Malas noticias? —preguntó el señor Hollister, inquieto.
El de la compañía de transportes afirmó con la cabeza.
—¡Los embalajes han sido robados!