—¡Uuuf! —exclamó el abuelito Hollister cuando Pete cayó casi encima de él.
—Lo siento, abuelo —dijo Pete, ayudando al anciano a ponerse en pie.
Entre tanto, el coche se había detenido.
—¡Nos han descubierto! —cuchicheó Pete.
Los dos miraron con cautela desde la hondonada. Las puertas del coche se abrieron y del vehículo salieron un hombre y una mujer. Pete casi no podía creer lo que estaba viendo.
—¡Papá! ¡Mamá! —exclamó subiendo al borde de la carretera.
El abuelo le siguió.
—Me pareció ver que alguien caía en la cuneta —dijo la señora Hollister, estrechando a Pete en sus brazos.
—No. Hemos saltado a propósito —replicó el chico, algo avergonzado, mientras los cuatro se miraban a la luz de los faros—. Como cambiabais la potencia de los faros continuamente, creímos que podían ser los ladrones.
Viendo que el señor Hollister parecía perplejo, el abuelo añadió:
—Pensamos que podía tratarse de alguien que estuviera haciendo señales a los picaros que han registrado la casa de los vecinos y que nos han dejado sin línea telefónica ni luz.
—¡Vaya! ¿Pero qué es lo que está ocurriendo? —preguntó la señora Hollister.
—Llévanos a la ciudad, papá, y os lo contaremos todo por el camino —dijo Pete—. Tenemos que dar aviso a la compañía telefónica y a la de electricidad.
—Y también a la policía —añadió el abuelo.
El coche efectuó un viraje y pronto los Hollister se aproximaron al centro comercial de Froston. Por el camino, Pete dijo a sus padres:
—¡No esperábamos veros por aquí!
—¿Qué es lo que os ha inducido a venir a estos mundos apartados de la civilización, John?
—En realidad —empezó a explicar John Hollister—, estoy de paso a Islandia. Elaine ha decidido pasar esos días en Froston, con vosotros y los niños.
—¡Qué suerte! —exclamó Pete—. ¡Y qué sorpresa!
—Hemos venido en avión. Intentamos telefonear desde el aeropuerto, pero no teníais línea. Por eso alquilamos este coche y llegábamos sin avisar.
—Pero ¿dónde está tu planeador, papá?
—Ha sido enviado a Islandia por correo aéreo. Tres días ha llevado embalarlo —repuso el padre.
El abuelo dio un golpecito a Pete y dijo:
—¿No podrías haberlo llevado a remolque de tu avión a propulsión?
Reían todos aún de la broma del abuelo, cuando empezaron a aparecer las luces de la ciudad de Froston.
El abuelo entró en un «drugstore» que estaba abierto, e hizo llamadas telefónicas a las compañías de luz y teléfonos, así como al jefe provincial de policía, quien prometió investigar sobre el intento de robo. Después regresaron al Campamento Copo de Nieve.
Cuando llegaron, todos, excepto la abuelita, dormían ya.
El señor y la señora Hollister encontraron cama en una de las casitas cercanas, detrás de la cual aparcaron el coche. Después de esto, el Campamento Copo de Nieve quedó envuelto en el silencio.
A la mañana siguiente, la abuelita puso dos cubiertos más en la mesa del desayuno. Holly se fijó inmediatamente en aquel detalle.
—¿Para quiénes son, abuelita? ¿Es que vienen los gnomos a comer con nosotros?
Pete, a quien se había pedido que guardase el secreto, no dijo nada.
—¡Ya sé! —afirmó Ricky—. Es para los hombres que vienen a reparar las averías.
Y miró hacia la carretera. A lo lejos se veían dos camionetas que entraron en el caminillo del campamento.
La abuela sonrió, diciendo:
—Ya veremos…
Tan pronto como estuvo reparada la avería eléctrica, la abuelita Hollister preparó un desayuno de tipo campesino.
Todos se sentaron.
—Ahora, cerrad los ojos —pidió la abuela—, y no los abráis hasta que yo os lo diga.
Desde la ventana había visto al señor y la señora Hollister que cruzaban el claro. Cuando entraron en la casa, la abuelita se llevó un dedo a los labios y señaló la mesa. Los dos obedecieron, sonriendo alegremente.
La abuela dijo entonces a los niños:
—¡Ahora, abrid los ojos!
Todos quedaron boquiabiertos y con los ojos redondos de asombro, durante unos instantes. Luego, las sillas cayeron al suelo estrepitosamente, pues todos los Hollister se pusieron de pie con la rapidez de un rayo y corrieron a abrazar a los visitantes, sin atender a nada más.
—¡Mami! ¡Papá!
—¿De dónde venís?
—¿Cómo habéis llegado sin que nos hayamos enterado?
—¡Canastos! ¡Y nosotros que pensamos que iban a llegar los duendes!
Después de repartir gran cantidad de besos y abrazos, todos se sentaron a disfrutar del sabroso desayuno. Los niños presentaron a Helga y se fueron turnando para explicar cuanto sabían del extraño misterio que deseaban resolver.
Algo más tarde, cuando ni siquiera se habían fregado los platos, sonó en el exterior una bocina. Helga la reconoció al momento.
—¡Tío Sig y tía Stina! —exclamó, poniéndose en pie y corriendo a la puerta.
Curiosos, los Hollister la siguieron. Un hombre alto y una mujer bajita y elegante, de cabello blanco, salieron del coche y corrieron a abrazar a la niña.
Luego Helga presentó a sus tíos y a sus nuevos amigos.
Los dos hombres entablaron en seguida una conversación sobre el planeador con motor de Karl Sveinsson, pero se interrumpió todo rápidamente, cuando la abuelita anunció:
—Lamento deciros que han entrado ladrones en vuestra casa.
La expresión del señor Peterson se tomó colérica.
—¡Casi esperaba que fuese así! —dijo, indignado.
El abuelo se mostró muy sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—La emergencia que me reclamaba a la Costa Oeste ha resultado ser o un engaño o una equivocación —explicó el vecino de los abuelos—. ¡Nuestros parientes no sabían nada de tal emergencia!
—¡Entonces, todo fue una añagaza para alejaros de aquí! —exclamó el abuelo.
—Exacto. Por eso celebro tanto que hayáis cuidado vosotros de mis documentos y tesoros de Stina.
—¿Qué tesoros? —inquirió Holly.
Todos, incluidos los mayores, sintieron curiosidad, y siguieron a la abuela a la sala, en donde ella sacó de un armarito un sobre marrón y una caja de cartón que entregó a sus vecinos.
La señora Peterson levantó la tapa de la caja y extrajo un joyero de terciopelo color púrpura, que abrió lentamente.
—¡Oooh! —exclamó Pam, con un suspiro admirativo.
En el estudie había varios broches y otras piezas de joyería, formadas por diminutas porciones de oro y plata.
—¡Qué lindo trabajo de filigrana! —comentó la señora Hollister.
—Mi madre también tiene una colección —dijo Helga.
La señora Peterson explicó que aquella labor de filigrana estaba hecha por artesanos islandeses, que seguían la tradición de sus antepasados. Eran especialistas en moldear las laminillas de plata y oro para convertirlas en rosas y otros diseños.
—Los turistas extranjeros saben lo que hacen cuando compran filigrana en Islandia —prosiguió la señora Peterson—. Nuestros joyeros han trabajado para muchos reyes y reinas. ¡Miren esto!
Y sacó un precioso broche de oro.
—Se hizo para una exhibición internacional hace algún tiempo. Fue robado, pero el ladrón fue detenido y se devolvió el broche. Entonces fue cuando yo lo compré.
Pam miró con gran interés unos pendientes.
—¿Quieres probártelos? —le preguntó, amablemente, la tía de Helga.
—Me gustaría mucho —repuso la niña, y se apresuró a ponérselos.
De repente, Ricky pensó algo y lo dijo en voz alta:
—Yo creo que los ladrones no buscaban el invento del señor Peterson. Lo que querían era estas joyas.
—Es posible —admitió Pam, devolviendo los pendientes a su dueña—. Pero entonces, ¿por qué aquel hombre de Shoreham intentó robamos el modelo?
—No cabe duda de que alguien desea esos planos —razonó Pete.
—Puede que haya dos bandas de ladrones diferentes —insistió Ricky.
La señora Peterson se echó a reír, y dijo:
—Te lo ruego. No presentes las cosas peor de lo que están. —Luego se volvió a su marido para pedir—: Vamos a ver cómo está nuestra casa.
—Completamente desordenada —dijo Pam.
Se acordó que todos ayudarían a ordenar la casa de los Peterson, pero, antes, la abuelita prepararía desayuno para sus vecinos. El resto de la mañana se dedicó a recoger papeles, ordenar muebles y pasar la aspiradora por la sala de los Peterson. ¡No faltaba cosa alguna!
—Lo que yo no sabía —dijo la tía de Helga— es que hubieran gnomos en Canadá. Creí que eso sólo existía en Islandia.
—Es que nosotros no hemos asegurado que sean gnomos —dijo Pete, y añadió que podía tratarse de personas de la población que se disfrazasen para evitar ser detenidos.
Helga se trasladó a la casa de los Peterson pero, después de comer, cruzó los bosques hasta la casita de los Hollister.
—El tío Sig piensa salir a cazar gnomos esta tarde —anunció la cieguecita.
—Me parece muy bien —aplaudió el señor Hollister—. Iremos todos.
—¿No te parece que convendría que se quedase alguien para vigilar la casa de los Peterson? —dijo Pete.
Los mayores consideraron que era una buena idea. Podía ocurrir que los ladrones volviesen y saquearan la casa.
Se decidió, pues, que la señora Hollister, la abuelita y la señora Peterson se quedasen en casa, mientras los demás iban a los bosques.
Manteniendo una separación entre cada uno de ellos de unos sesenta centímetros, caminaron en línea recta.
El lugar donde los niños estuvieron a punto de dar caza a los gnomos fue recorrido varias veces. Pam estaba asombradísima, viendo cómo Helga eludía los árboles, utilizando su «radar».
Finalmente, fue Helga quien descubrió algo. Su pie tocó algo que crujió. Se inclinó y recogió un trocito de papel.
—¿Qué es esto, Pam? —preguntó.
—Parece el envoltorio de un caramelo. Pero nunca he visto esta marca: «Snaefell Stikki».
Helga ahogó una exclamación.
—¡Tío Sig! ¡Tío Sig! —llamó luego—. ¡Hemos encontrado una pista!
El señor Peterson llegó corriendo, y preguntó:
—¿De qué se trata?
Pam le entregó el papel, apropiado para envolver una barrita de caramelo.
—¿Sabéis de qué es esto? —dijo el señor Peterson—. ¡Pues de una barrita de caramelo islandés!
—Entonces, son verdadero gnomos islandeses —razonó Ricky, muy emocionado—. ¿Cómo habrán llegado hasta aquí?
El señor Peterson declaró:
—Gnomos o no, quienes quiera que sean proceden de Islandia.
—Y como no encontraron los planos de tío Sig, puede que hayan vuelto para buscarlos —dijo Helga.
—No creo que tengamos que seguir buscando más. Este misterio señala hacia un lugar determinado: Islandia.
Cuando regresaron todos a casa, las señoras se sintieron emocionadísimas. La señora Peterson dijo:
—Precisamente me estaban hablando ahora de los Felices Hollister y de su manera de resolver misterios. Creo, Sig, que deberían ir todos a Islandia y ponerse a investigar de lleno.
La señora Hollister sonrió y movió la cabeza, sin entusiasmo.
—No creo que eso sea posible —dijo—. Francamente, cuesta demasiado dinero el viaje en avión para tantos niños.
—¡Oh, mamá!… —exclamó Ricky, desencantado.
Los Peterson se miraron el uno al otro y sonrieron. Al parecer los dos habían pensado lo mismo.
—Puede que yo tenga la solución al problema —dijo la señora Peterson—. Nuestro hijo Harold dirige una compañía de aviones de alquiler en la capital de Islandia. Sé que tenía que llevar a unos ejecutivos a Montreal, esta semana. Tal vez él pueda llevarles a ustedes a Islandia.
La señora se acercó al teléfono y, a los pocos minutos, estaba comunicando con su hijo.
—Hola, Harold. ¿Cómo estás?… Eso es bueno. —La señora escuchó un rato. Luego continuó—: ¿Y tío Karl? ¿Tendrá su planeador preparado?
Pete estaba ansioso por oír a la señora cambiar de tema y hablar del vuelo a Islandia. Miró a los otros. Todos estaban muy nerviosos. Ricky no cesaba de rascarse las pecas de su naricilla.
Después de charlar unos minutos más, la señora Peterson dijo:
—Harold, ¿llevaste, por fin, a esos señores a Montreal? —Una pausa—. ¿Eso quiere decir que volverá a Reykjavik un avión vacío? —Otra pausa—. ¿Que por qué te lo pregunto? Ha sido una buena pregunta la tuya —siguió la tía de Helga, riendo.
Después de un silencio para recobrar el aliento, la señora Peterson añadió:
—¿Tendrías espacio para llevar a unos amigos míos? Sí. A Reykjavik… ¿Que cuántos son?
La señora quedó quieta y contó mentalmente a los niños:
—Dos adultos, Harold, y seis niños, entre ellos tu prima Helga.