—¡Espera! —advirtió Pam, cuando la silueta estuvo más cerca.
Entonces Ricky exclamó:
—¡Canastos! ¡Pero si es «Fantasma»! Ha debido de seguimos.
—Y ha espantado a los duendes —dijo Pete, con desencanto—. Ricky, «Fantasma» fue idea tuya. ¿Por qué no te ocupas tú de llevarlo a la casa?
—Está bien —respondió el pecoso, saltando sobre el caballito—. ¡En marcha, amigo!
—Y cuando vuelvas, no hagas ruido —advirtió el hermano mayor.
Helga rebobinó la cinta y volvió a insertarla en el punto de principio. Los niños se tendieron en el suelo y escucharon. Al poco hubieron unos susurros y Ricky fue a colocarse al lado de Pete. En un cuchicheo dijo:
—Los abuelitos no están en casa.
—¡Chist! —advirtió Pete—. No grites tanto.
Ricky bajó la voz hasta que no fue más que un ronco susurro:
—Han salido y no sé adónde han ido.
—¿Estaba Sue en casa? —quiso saber Pete.
—Tampoco. La casa está vacía.
—Estoy asustada —notificó, entonces Holly—. Pam, ¿no te parece que deberíamos volver? Está empezando a lloviznar.
Antes de que Pam hubiera tenido tiempo de responder, se oyó algo en las sombras, cerca del magnetófono. Mientras a todos les recorrían las espaldas fuertes escalofríos, los niños se esforzaron por distinguir algo en la oscuridad. Sin embargo, no se vio cosa alguna.
Otra vez se oyó el rumor entre la maleza que se extendía en frente de ellos.
—Puede que sea una ardilla —opinó Pam, hablando en cuchicheos con Holly, que parecía tener la lengua atada por el miedo.
En aquel momento se oyó un estornudo en las proximidades de la cinta magnetofónica.
Ricky dio un tirón de la manga de Pete.
—¡Vamos! —masculló, mientras el sonido se alejaba de ellos.
—Lo seguiremos —decidió Pete—. Agarraos todos de la mano.
Se colocaron en fila india. Pete abría la marcha, los más pequeños quedaban en medio, y Pam iba a la cola. Pero, a pesar de lo rápida y silenciosamente que avanzaron bajo las sombras de la noche, el ruidillo siempre quedaba a buena distancia de ellos.
De repente, Pete se detuvo en seco. Frente a ellos acababa de aparecer, muy difuminada, una figurilla: ¡un gnomo!
El corazón de Pete pareció a punto de paralizarse. El chico se volvió en redondo para cuchichear algo a Ricky.
—¿Dónde? —preguntó el pelirrojo, atisbando por encima del hombro de Pete.
—¡Allí!
El lugar que Pete señalaba estaba vacío. ¡El duende se había esfumado!
De súbito, tras el grupo de niños se produjo un chasquido. Todos giraron sobre sus talones, pero… Nada se movía en la serenidad de los bosques.
Y entonces Ricky sintió una punzada en la espalda:
—¡Huy! ¡Pete, deja de hacer eso!
—¡Chisst! —ordenó, roncamente, Pete—. ¿Que no haga qué?
—¿No me has tocado?
—¡Claro que no!
Desde la espesura llegó una risilla, y luego crujidos, como si alguien se alejase, corriendo.
Los niños permanecieron muy unidos; a todos les castañeteaban los dientes. Durante unos minutos no se atrevieron a moverse. Pero luego todo pareció quedar silencioso y normalizado.
—Vámonos a casa —pidió, por fin, Holly.
—Está bien. Pero será mejor que, antes, recojamos la grabadora —dijo Pete, abriendo la marcha hacia el lugar en que la habían dejado.
Al aproximarse oyeron un ruidoso parloteo ininteligible.
Helga cogió con fuerza la mano de Pam.
—¡La cinta! ¡Está moviéndose hacia atrás!
—¡Y el volumen es más alto que antes! —observó Pam que, del susto, se había quedado con sólo un hilillo de voz.
Pete se armó de valor para acercarse al magnetófono, desconectarlo y recogerlo. Todos volvieron, corriendo, hacia el Campamento Copo de Nieve. Delante de la casita distinguieron la silueta de «Fantasma», atado a un árbol. El animal relinchó sin estridencias.
—¡Abuela! ¡Abuelo! —llamó Pete.
No hubo respuesta. Pete abrió la puerta y todos entraron. ¡La casa estaba vacía!
Holly se echó a llorar.
—Puede que los gnomos se los hayan llevado —dijo entre hipidos.
—¡Qué tontería! —replicó Pam, con acento firme, rodeando a su hermanita con un brazo.
—No pueden haber ido muy lejos. El coche está aquí —observó Pete.
Volvió a salir de la casa y llamó en voz tan sonora como pudo. Pronto, desde la carretera, llegó un «¡hooolaa!». Era la voz de la abuela.
—Están en casa de mis tíos —dijo Helga.
La ciega cogió de la mano a Pam y recorrió a toda prisa el camino que separaba las dos casas. Los demás la siguieron.
Pronto se pudo ver una linterna, cuyo haz luminoso iba y venía por el césped de la entrada de los Peterson. La abuela salió al encuentro de los niños, llevando a Sue en brazos.
—¡Abuelita! Os estábamos buscando. ¿Qué…?
—¡Alguien ha estado registrando aquí! —dijo la señora Hollister, interrumpiendo a su nieto.
—¡No puede ser! —exclamó Helga, apurada.
—En casa, de pronto, se apagaron las luces —explicó la abuela—. No encontré más que una vela, pero sabía que la señora Peterson tenía un paquete entero de velas en un cajón de la cocina. Como tengo su llave, vine aquí y comprobé que alguien ha cortado los hilos eléctricos entre las dos casas. ¡La casa es un desbarajuste!
—¿Habéis llamado a la policía? —preguntó Pete.
—También los teléfonos han quedado sin línea.
—¿Dónde está el abuelo?
—Dentro. Venid.
Los niños siguieron a la señora Hollister hasta la sala de los Peterson, por donde el abuelo fue pasando el haz de la linterna. Todo estaba en desorden. De una cómoda habían sido sacados todos los cajones y su contenido estaba desparramado por todas partes.
—Tu tío nos dio algo antes de marchar —dijo, pensativo, el señor Hollister—. Un gran sobre alargado, con los planos de un invento. Como tuvo que marchar apresuradamente, no tuvo tiempo de llevarlo a su caja de seguridad en el banco, y no quería dejarlo de cualquier manera. Me dijo que todavía no ha patentado el invento y que valía una fortuna.
—¿Qué clase de invento es? —preguntó Pete.
—Un motor auxiliar para un planeador, que el padre de Helga y él han ideado.
Pete hizo chasquear los dedos al exclamar:
—¡Zambomba! Apuesto algo a que el señor Peterson es el pariente que el señor Sveinsson mencionó en su carta a papá.
—Sigo sin comprender cómo alguien puede estar enterado de la existencia de esos planos —comentó el abuelo.
—¡Pues nosotros atraparemos a esos ladrones, aunque sea la última cosa que hagamos en nuestra vida! —afirmó Ricky, sacudiendo un puño amenazador.
—Debemos salir a buscar pistas ahora mismo —opinó Pete—. ¿Puedes prestarme tu linterna, abuelo?
—Claro. Pero volved pronto. Lo mejor será que vayamos lo antes posible a informar a la policía.
Pete tomó la linterna, y él y Pam estuvieron buscando alrededor de la casa. Pronto encontraron lo que habían esperado hallar. ¡En la parte trasera de la casa, la tierra empapada por el agua de las lluvias, presentaba una serie de pisadas!
Una de aquellas huellas las habían dejado pesadas botas. Las otras eran más pequeñas.
—¿Tú crees que son huellas de un gnomo? —preguntó Pam.
—Puede ser —admitió Pete—. O de un hombre pequeñajo.
La abuela salió a la puerta para decir, a voces:
—¡Pete, tú y yo iremos a Froston para avisar a la policía!
Abuela y nieto se apresuraron a entrar en el coche. Pero el motor no se puso en marcha.
El abuelito hizo aparecer una expresión obstinada en su rostro.
—Ha sido averiado adrede. Pero ven. Iremos, de todos modos.
La carretera estaba oscura como boca de lobo y la luz de la linterna del abuelo saltaba, veloz, entre las tinieblas, mientras abuelo y nieto caminaban a buen paso.
Pete habló con el anciano Hollister sobre la experiencia que tenía de los bosques.
—Yo no creo en gnomos —concluyó—. Pero ¿qué opinas tú de todo esto?
—Que podría tener una relación con el robo ocurrido en casa de los Peterson. Pero, por otra parte —murmuró el abuelo—, esa tontería de los gnomos está dándonos la lata desde hace bastante tiempo. Es un verdadero crucigrama.
—¿Sabes una cosa? Alguien intentó robarnos el modelo de planeador que el señor Sveinsson envió a papá, poco antes de que saliéramos para Froston.
A continuación, Pete habló del episodio de Shoreham.
—Haremos que intervenga la policía. Estoy seguro de que ellos podrán aclarar las cosas —replicó el abuelo.
Habrían recorrido un cuarto de milla, cuando a lo lejos de la carretera, vieron faros de coche que iban variando de intensidad desde brillante a normal. Pete y el abuelo se apartaron a la derecha.
—Puede que quien va en el coche esté haciendo señas a los ladrones —murmuró Pete.
Cuando el vehículo estuvo más cerca, el abuelo tomó a Pete por un brazo, al tiempo que decía:
—¡Será mejor quitarse de la circulación!
Juntos saltaron a la cuneta del camino. Pero la oscuridad era tan profunda que no pudieron ver que allí había una honda zanja.
¡El muchacho y el anciano se hundieron en ella!