A Ricky empezaron a temblarle las rodillas y las niñas de sus ojos giraron vertiginosamente, al volverse a mirar a Pete.
—¿Qué… qué ha sido… eso?
—Yo lo averiguaré —cuchicheó Pete.
Otra vez sonó la risa. En esta ocasión Pete avanzó a través de los bosques, pero Ricky no quiso tomar parte en la búsqueda. Muy al contrario, dio media vuelta y salió corriendo.
Al poco llegaba junto a una cerca, en el borde de unos campos donde pastaban caballos y jacas. Muy decidido dio un salto para saltar la cerca, pero el pie derecho tropezó con el borde, y Ricky se precipitó hacia abajo, de cabeza, aterrizando en la hierba con gran estrépito.
Después de permanecer unos momentos atontado, de los labios del pobre Ricky salió un quejido, que llegó a oídos de su hermano, que continuaba buscando entre la maleza.
Al momento, Pete dio media vuelta para correr junto al pequeño. Cruzó la cerca de un salto y ayudó a levantarse al pelirrojo.
—¿Has encontrado al fantasma? —preguntó Ricky, mientras se palpaba primero una pierna y luego la otra, para cerciorarse de que no se le había roto ningún hueso.
—No. Pero podría haberlo encontrado, si tú no hubieras gritado como si te estuvieran degollando.
—Si no era un fantasma, puede que haya sido el duende Ríe-Entre-Los-Bosques —apuntó Ricky.
—De acuerdo. Ha sido Ríe-Entre-Los-Bosques. Volvamos —decidió Pete.
Los dos chicos volvieron sobre sus pasos, pero la risa había cesado y, por mucho que buscaron, no pudieron encontrar nada.
Al poco iniciaron un trote lento camino de casa de los abuelos, y al aproximarse les dio la bienvenida un delicioso olorcillo a dulces, que salía del homo.
—Pronto estarán listos —dijo la abuelita Hollister. Y luego, mirando extrañada a su nieto pequeño, preguntó—: ¿Qué te ha ocurrido en la espalda? ¡Está verde!
—Es que tuvo que salir huyendo del duende Ríe-Entre-los-Bosques, y aterrizó en unos pastizales —explicó Pete, burlón.
—Había muchos caballos y jacas allí —añadió Ricky—. Tuve suerte de no aterrizar sobre uno de ellos.
—¿No habéis atrapado al duende? —preguntó el abuelo.
—No. Pero tenemos su gorro —repuso Pete.
—¡Dejadme verlo!
Ricky buscó en sus bolsillos y… ¡Estaban vacíos!
—¡Canastos! Se me habrá caído mientras corría. Pero lo encontraré, abuelito.
—De acuerdo. Pero creo que, esta vez, yo os acompañaré. Puede haber algo raro en este asunto de los duendes.
Los tres salieron a la carretera, para internarse en el bosque y llegar al lugar en donde los dos hermanos habían oído las risas. ¡Y esta vez no pudieron encontrar el gorrito!
Con Ricky al frente del grupo, se dirigieron al pastizal. Tampoco allí vieron nada que tuviera parecido con el gorro.
—A lo mejor se lo ha comido alguno de los caballos —razonó Ricky.
Pete no estaba muy conforme con que hubiera sido eso, y declaró:
—Será que su dueño ha vuelto a buscarlo.
El abuelo frunció el ceño y sacudió la cabeza, al decir:
—¿Estáis seguros, diablillos, de que no habéis querido burlaros de mí?
—De verdad que no, abuelo —declaró Pete, muy serio—. Todo lo que hemos dicho es verdad.
De regreso a casa, el abuelo dijo que daría la noticia a la policía, por si había algún intruso merodeando por las cercanías de las casitas.
Después de la comida pasó el cartero rural. Sacó la cabeza por la ventanilla de su coche y dijo que había dejado correo en casa de los Peterson.
—Puede que haya algo para mí —dijo Helga.
Y ella, Pam, Holly y Sue salieron hacia la blanca casita de sus tíos. La niña ciega caminaba como si pudiera ver con toda claridad cuanto se encontraba ante ella. Cuando Pam habló de ello, Helga contestó:
—Es que puedo verlo en mi imaginación.
Fue directamente al buzón y sacó varios sobres. Entonces se echó a reír.
—Ahora sí que necesito tu ayuda, Pam. ¿Hay alguna carta para mí?
—Sí. Hay una.
Helga abrió el sobre alargado y sacó de él varias hojas escritas en Braille. Se mordía los labios, emocionada, cuando sus dedos empezaron a deslizarse por los signos en relieve.
—¿Qué dice? —preguntó Sue, que daba saltitos de impaciente curiosidad.
La niña islandesa prorrumpió de pronto en una exclamación.
—¿A que no sabéis una cosa? ¡Papá ha enviado un planeador que es invención suya, a un señor de Shoreham, llamado Hollister!
—¡Es nuestro padre! —exclamó Holly.
—¡Parece mentira! —añadió Pam—. Pensar que tu padre y el nuestro se conocen…
Las niñas emprendieron el regreso a casa de los abuelos. En su nerviosismo, Helga había olvidado acabar de leer la carta.
—Ahora que recuerdo —dijo Pam, de repente, con expresión de extrañeza—. Papá se escribe con un señor de Islandia que se llama Karl Sveinsson, pero nunca le he oído hablar de alguien que se llame Karlsdottir.
Helga se echó a reír.
—¿Qué es lo que te hace gracia? —quiso saber Holly.
—Es que en Islandia tenemos una manera especial de llamar a las personas —repuso Helga; y luego explicó que Karl Sveinsson era su padre. En Islandia, los hijos de un hombre que se llamase Karl eran conocidos como Karlsson o Karlsdottir.
—Entonces, si yo viviera en Islandia me llamaría Pam Johnsdottir —reflexionó Pam.
—Eso es —repuso Helga.
Cuando llegaron a la casa de los abuelos, llamó a Ricky diciendo:
—¡Eh, Ricky Johnsson!
—¿Qué? —murmuró el pelirrojo, sin comprender.
Las niñas explicaron a sus hermanos lo que sabían sobre los extraños nombres que se empleaban en Islandia.
Los abuelitos Hollister quedaron muy sorprendidos al enterarse de que su hijo John y el padre de Helga habían estado manteniendo correspondencia.
—¡Cuánto me gustaría ir a Islandia! —suspiró Pam.
—Y a mí —concordó Holly—. Podríamos ver osos polares y esquimales y…
Otra vez se echó a reír Helga.
—Casi no hay osos polares en Islandia y, desde luego, no hay esquimales.
—¡No bromees! —dijo Pete—. Yo creía que había cientos de iglús.
Helga movió negativamente la cabeza.
—No hay ni uno.
Los Hollister empezaban a sentir más curiosidad que nunca con respecto a Islandia y asaetearon a Helga con sus preguntas.
La cieguecita les dijo que su patria, una gran isla, se encontraba inmediatamente debajo del Círculo Ártico. Fue colonizada por los escandinavos en el año 874.
En la actualidad, los islandeses siguen usando la lengua que hablaban los habitantes del norte de Europa en el año 1000.
—¡Canastos! ¡Qué vieja debe de ser la gente de Islandia! —exclamó Ricky.
Estaban todos riendo la ocurrencia de Ricky cuando un hombre llamó a la puerta. Llevaba el uniforme de oficial de policía y dijo ser miembro de la fuerza provincial.
—Recibí su mensaje, señor Hollister —dijo al abuelo—. Pero, si he de decirle la verdad, no veo las cosas muy claras.
—¿Está usted hablando de los gnomos? —preguntó Ricky, lleno de curiosidad.
—Gnomos o lo que quiera que sean —declaró el abuelo con firmeza—. Tengo la certeza de que algún desconocido merodea por estos alrededores.
Y Holly notificó:
—Mis hermanos han oído a un duende que se llama Ríe-Entre-Los-Bosques. ¿Verdad, Ricky?
El policía sacó lápiz y papel, y empezó a tomar nota de lo que le decían los niños. Al final se puso en pie, se rascó la cabeza y dio a todos las gracias por su información.
Al abrir la puerta hizo señas al señor Hollister para que le acompañase. Los dos hombres estuvieron unos momentos fuera. Luego el oficial se marchó.
—¿De qué hablabais, abuelito? —preguntó Sue.
—No creo que este hombre dé mucho valor a nuestro informe —replicó el abuelo.
Aunque, siguió diciendo, el policía pasaría de vez en cuando por las casitas, manteniendo una cierta vigilancia.
Más tarde, mientras Pam, Pete y Helga hablaban de Islandia, Ricky se echó al suelo, y caminando sobre manos y rodillas, dio un paseo a «caballo» a Sue.
—Mira, Helga. Sue va dando un paseo. ¡Uff, uff! Soy un perro de San Bernardo.
—No, no —rectificó Sue, entre risillas—. Eres un caballo.
Ricky subía y bajaba la espalda. Sue intentaba sujetarse a sus orejas, pero acabó cayendo y dándose un buen golpe.
Mientras los más pequeños jugaban, Pam preguntó a Helga si tenía perro lazarillo.
—No —replicó la niña islandesa—. Pero tengo un caballito lazarillo. Se llama «Thor».
—¿Un caballo lazarillo?
Todos los niños quisieron conocer detalles sobre aquel caballo.
Helga explicó que en Islandia había numerosos caballitos y que, durante muchos años, esos animales constituyeron el único medio de transporte.
—«Thor» es un animalito maravilloso. Me lleva a cualquier parte que yo le diga. Le echo mucho de menos. Ojalá hubiera podido traerlo.
—Eso sí que habría estado bien —declaró Ricky.
Las niñas de sus ojos hicieron varios giros vertiginosos, como si tuviera una idea secreta, y salió apresuradamente de la casa.
—¿Adónde vas? —le preguntó Holly.
—A un sitio —fue la respuesta de Ricky, que corría ya por el camino.
Veinte minutos más tarde los Hollister escuchaban un inesperado alboroto. Ricky llegaba a paso de carga sobre un caballito negro. Tras él, un hombre también montado a caballo, gritaba:
—¡Detente! ¡Ladronzuelo! ¡Detente!