UN NUEVO AMIGO

—¡Si estaba aquí hace un momento! —dijo Holly a Pam, que había acudido a su lado al oírla llamar a Sue.

—¿No habrá corrido hacia el bosque?

—Seguramente. Estábamos persiguiendo un cerdito, yo me caí, y entonces…

Pam no esperó a oír más. Se alejó entre la arboleda, llamando a gritos a Sue. Holly regresó al autobús. El conductor, preocupado por la ausencia de los Hollister, estaba haciendo sonar repetidamente, el claxon.

«Qué apuro —pensaba, entre tanto, Pam—. Estamos molestando a todo el mundo».

Haciendo bocina con los dedos, Pam gritó:

—¡Sue! ¿Dónde estás? ¡Sue!

Un gran peñasco se levantaba a poca distancia. Pam corrió hacia el otro lado y estuvo a punto de caer sobre su hermanita. Sue estaba sentada en el suelo, acunando en sus brazos al lechoncillo.

—Sue, ¿por qué no…?

—¡Chisst! No despiertes a «Puerquito». Está cansado.

Pam tomó a Sue de la mano y la forzó a levantarse.

—¡De prisa! ¡Va a salir el autobús!

Con el cerdito, que no cesaba de gruñir, sujeto bajo el brazo, Sue, arrastrada por Pam, corrió a la carretera, donde el conductor de la camioneta estaba cargando el último de los cerdos.

—Mi hermana ha encontrado este otro —dijo Pam al hombre.

El camionero se volvió y pareció sorprendido.

—Este animal no me pertenece. Es demasiado pequeño.

—Pero ¡si se ha caído de su camioneta! —insistió Pam.

—Lo meterían por equivocación.

Sue, comprendiendo algo, se apresuró a aprovechar la ocasión, y dijo:

—Entonces, ¿puedo quedarme con él?

—Claro. ¿Por qué no?

—¡Qué bien! ¡Tendré un cerdito de verdad que sea solo mío! —exclamó, con entusiasmo la chiquitina, acariciando el morro del animal.

—Pero… Pero…, Sue…

La pequeña se sentía demasiado feliz para hacer caso de las objeciones de Pam. Mientras la policía organizaba el tráfico de nuevo, la niña cruzó y subió al autobús.

El conductor se quedó mirándola con incredulidad.

—¿Qué es lo que traes ahí?

—Un cerdito.

—¡No puedes llevar eso en el autobús! —protestó el conductor.

La expresión de dicha de Sue se transformó en expresión de desespero, en menos tiempo que lleva retorcerle el rabo a un cochinillo.

—¡Aaaah! —gritó con desespero—. ¡Yo «quero» mi cerdín!

Una anciana que iba sentada cerca del conductor, dijo al hombre que se estaba comportando con verdadera maldad.

—Pero, señora, hay que obedecer las ordenanzas —se defendió el conductor.

Y añadió que estaba prohibido llevar perros en autobuses, a menos que fuesen encajonados o dentro de algún maletín.

—Pero no hay ninguna ordenanza que hable de los cerdos —dijo la anciana.

Cuando uno de los policías vio a Sue llorando a lágrima viva, se acercó a preguntarle qué ocurría.

—Espera un momento —le dijo, cuando se enteró de su problema—. Llevo una caja de cartón en la parte trasera de mi coche.

—¡Canastos! ¡Qué preciosa casa de cerdos!

El conductor sacudió la cabeza con aire de aburrimiento. Y con voz cansada acabó diciendo:

—Está bien. Meted ese animal en la caja y sigamos el viaje en paz. ¡Llevamos veinte minutos de retraso ya!

Al atardecer, Sue estuvo jugando con su nuevo amiguito, mientras Pam entretenía a Ricky y Holly haciéndoles practicar sobre el alfabeto Braille. Pete leía una revista. Al oscurecer, los cansados viajeros fueron quedando dormidos. Todos despertaron cuando, entrada la noche, el autobús se detuvo.

El conductor, recobrado ya el buen humor, anunció:

—¡Froston! ¡Aquí es donde bajan los Hollister y su lechón!

En la plataforma había un hombre enjuto y arrugado, de unos sesenta años.

—¡Abuelito!

Los cinco hermanos prorrumpieron en exclamaciones de alegría, y se apresuraron a rodear a su abuelo, para besarle y abrazarle. Luego el abuelo consultó, su reloj y comentó:

—Llegáis con retraso. ¿Qué ha sucedido?

—Fue por el cerdo de Sue… —empezó a decir Holly.

—¿Cómo? ¿Es que ha traído un cerdo?

—Aquí está —informó Ricky, señalando la caja que acababan de bajar.

—Pero… ¿Cómo?… —balbuceó el abuelo, con los ojos desorbitados.

—Es largo de explicar. Será mejor que te lo contemos en el coche —sugirió Pete.

—Buena idea. Vamos.

—¿Dónde está la abuelita? —quiso saber Pam.

—En casa, con un huésped sorpresa.

—Y ¿quién es ese huésped? —indagó Ricky.

—Mañana lo sabréis —repuso el abuelo, abriendo la marcha hacia la calle. Ricky se encargó de llevar la caja con el cerdo, pues Sue estaba tan cansada que se le doblaban las piernas.

Cuando estuvieron instalados en el coche, Pete explicó con pocas palabras cómo había llegado a sus manos el cerdito y luego, lleno de curiosidad, pidió:

—¡Ahora, háblanos tú de los gnomos de medianoche, abuelo!

El abuelito Hollister sonrió, mientras conducía el coche hacia la carretera.

—Estaba esperando que me hicieseis esa petición.

Entre bostezo y bostezo, Ricky dijo:

—No existen gnomos ni cosas de ésas. Son imaginaciones, ¿verdad, abuelo?

—Cierto. Pero la verdad es que están sucediendo cosas muy raras en el Campamento Copo de Nieve.

—¿Qué cosas? —preguntó Holly, retorciéndose, nerviosamente, una de sus trenzas.

—No creo que debamos ocupamos de eso esta noche —repuso el señor Hollister—. Hablaremos de ello mañana, cuando conozcáis a nuestro huésped.

El coche marchaba ahora por las afueras de la ciudad.

Mientras los Hollister avanzaban, veían parpadear haces luminosos procedentes de las casitas semiocultas en el bosque.

Sue se había dormido en el regazo de Pam. Los demás iban adormilándose. De súbito, Holly se despabiló, sobresaltada.

—¡He visto un duende! —gritó.

El abuelo hundió el pie en el freno.

—¿Dónde?

—Detrás de aquellos arbustos.

Los demás estaban otra vez bien despiertos y miraron con atención, mientras el coche retrocedía y los faros brillaban en el trecho indicado por Holly. Nada se movía en los bosques silenciosos.

—¿Estás segura de haberlo visto? —preguntó Pam.

—Debía de estar soñando —opinó Ricky.

El abuelo, frunciendo el ceño, preguntó:

—¿Cómo era el duende, Holly?

—Solo puedo decir que era muy pequeño.

—Bueno. Lo que quiera que fuese, se ha marchado —declaró el abuelo. Y reanudó la marcha.

Pocos minutos más tarde detenía el coche ante una gran casa de madera. En tomo a ella había varias casitas pequeñas.

—Hemos ampliado la casa principal, desde la última vez que estuvisteis aquí —explicó el abuelo—. Ahora podréis estar todos con nosotros.

La puerta se abrió y una señora de cara redonda y sonriente salió corriendo, con los brazos abiertos.

—¡Abuelita! —exclamaron los niños, abrazándola.

Luego ella tomó a Sue de los brazos de su marido, y la llevó adentro. Los demás la siguieron.

—Abuelita —murmuró Sue, adormilada—, ¿dónde está mi cerdito?

—Pondremos su caja en la cocina, junto al fogón —dijo el abuelo, que luego explicó a su mujer todo lo relativo al animal propiedad de Sue.

Una vez que los abuelos les indicaron cuáles eran sus literas, apenas tuvieron tiempo los cinco hermanos de apoyar la cabeza en la almohada, cuando quedaron profundamente dormidos.

A pesar dé lo largo y fatigoso que había sido el viaje, se despertaron cuando los primeros rayos de sol se filtraban por las cortinas. Se vistieron a toda prisa y acudieron a la cocina. La abuelita les estaba preparando ya una alimenticia papilla caliente y huevos revueltos.

Sue se acercó al fogón para ver su cerdito. Y ni siquiera se fijó en una niñita que estaba sentada a la mesa. Tenía algunos años más que Pam, pero era más bajita. El cabello oscuro le llegaba a los hombros, e inclinada ligeramente hacia delante la cabeza, mirando en línea recta.

—Bien —dijo la abuelita, dejando la espátula de revolver los huevos—. ¿Cómo están mis indios hambrientos? Niños, quiero presentaros a nuestra invitada, Helga Karlsdottir, de Islandia.

Los recién llegados miraron a Helga, sorprendidos.

—Hola —saludó la niña—. Me alegro de conoceros. Vuestra abuela me ha contado muchas cosas de los Hollister.

En aquellos momentos, Pam ya sabía por qué la abuela se había referido a Helga, llamándola «un invitado muy especial». Aquella niña era ciega.

Pam avanzó unos pasos y alargó la mano. Al notarlo, Helga también le ofreció su mano.

—Me alegro de conocerte —dijo Pam, que luego miró a la abuela interrogadoramente.

—Ya sé lo que estás pensando —afirmó la señora Hollister—. Quieres saber por qué Helga ha venido a Froston, a visitamos.

Pam y los demás asintieron y la abuela añadió:

—Es nieta de los señores Peterson, que viven en la carretera, un poco más abajo que nosotros.

Por lo visto, los Peterson habían tenido que ir a la costa Oeste, por una emergencia de familia y la abuelita Hollister se había ofrecido a cuidar de la niña hasta que ellos regresasen.

—Me gusta venir al Canadá de vacaciones —declaró Helga.

—Hablas muy bien el inglés —dijo Ricky.

La niña visitante sonrió y repuso:

—Mi madre es canadiense. Además, en Islandia hay muchos niños que aprenden a hablar inglés.

Holly se volvió a su abuela para decir:

—Recibimos tu carta en clave y la desciframos. Hay un señor ciego que vive cerca de nuestra casa.

—Sí —añadió Pam—. El señor Kovac nos ha enseñado el alfabeto Braille.

Al oír aquello, la carita de Helga se iluminó.

—¿Has aprendido el alfabeto, Pam?

—Sí. Bastante bien.

—Estupendo. Porque yo he traído mi juego de cartas, en Braille. A lo mejor luego podemos jugar una partida.

Se trataba de una baraja corriente con caracteres Braille grabados en cada carta.

—Qué curioso —comentó Pam.

Durante el desayuno, Helga dijo a los Hollister que había llegado de Reykjavik, la capital de Islandia, y que su madre y la señora Peterson eran hermanas.

Mientras untaba una tostada con la sabrosa mermelada que hacía la abuelita, Holly preguntó:

—Helga, ¿cómo es tu radar?

La niña ciega quedó un momento pensativa y luego se echó a reír.

—¿Cómo estás enterada de eso?

—El señor Kovac nos lo dijo.

Pero Pete, que estaba muerto de impaciencia, interrumpió aquellos comentarios para decir:

—Abuela, ¿querrás hablarnos de los gnomos de medianoche?

—Veréis. Es que, últimamente, han estado sucediendo cosas muy raras —dijo la abuela—. A veces, a medianoche, oímos una tonadilla fantasmagórica que alguien silba en los cercanos bosques. Otras veces, el rumor llega desde la carretera.

—¿Habéis oído algo anoche? —preguntó Pam.

—Sí.

—¿Cómo sonaba? —inquirió Ricky.

—Es una parte de una canción folklórica islandesa —dijo Helga—. Y la semana pasada encontramos huellas de pisadas muy pequeñas, a la puerta de la casa de mis tíos.

—¡Estás bromeando! —dijo el pecoso.

—¡No bromea! ¡Ya os dije yo que había visto un gnomo anoche! —recordó Holly a su hermano.

—Pues escuchad esto —continuó la ciega—. Una vez estaba yo sentada bajo un árbol, cuando oí crujidos entre las ramas. Luego cuchicheos, y risas, y… —se inclinó hacia los Hollister, con el rostro sonrojado por la emoción—. ¡Y me golpeó en la cabeza una manzana!

—¿Y qué tiene eso de raro? —preguntó Pete.

—¡Que el árbol era un pino!

Los demás niños se echaron a reír, al oír aquello, pero Helga no consideró que tuviera ninguna gracia.

—Creo que los duendes me siguieron hasta aquí, desde Islandia —declaró, con suma gravedad.

—¿Tenéis duendes en Islandia? —se interesó Pam.

—Sí. Y desaparecen igual que las gentes ocultas.

—¿Gentes ocultas? ¿Qué son?

—Personas diminutas que habitan en las colinas verdes.

Los Hollister no quisieron herir los sentimientos de Helga, aun cuando ellos consideraban que todo aquello no eran más que supersticiones. Por eso Pete sugirió:

—Podemos salir y buscar pistas.

Los niños pasaron todo el día buscando pistas alrededor del Campamento Copo de Nieve y de la casa de los Peterson, pero ni en un sitio ni en el otro descubrieron nada.

Aquella noche, el tiempo se tomó desapacible y el abuelo pidió a los chicos que encendieran fuego en la chimenea. Cuando la chimenea estuvo chisporroteando alegremente, Pam pidió a Helga que les contase más cosas sobre los duendes de Islandia.

—Y no debíamos usar otra luz que no sean velas —opinó Pam—. Eso hace más misterioso todo. ¿Podemos, abuelita?

Sonriendo, la ancianita encendió dos velas y las colocó sobre la mesa.

—¿Queréis saber algo del gato Yule?

—Sí, sí. Cuéntanos. ¿Qué es? —se interesó Holly.

—Es un monstruo que se come a todos aquellos que no tienen vestidos nuevos para Navidad. Por eso todo el mundo, por pobre que sea, recibe algo que ponerse.

Holly se estremeció.

—Me gusta más la Navidad en mi casa. Allí nos regalan juguetes.

—¿Y los duendes son tan malos como ese Yule? —inquirió Ricky.

—No. Los duendes sólo son un estorbo. Hubo una duendecita que se llama Gryla. Ella tenía a su mando un equipo de duendes. A uno se le llama Golpea-Puertas. No hace más que molestar a la gente, cerrando puertas con un empellón.

En aquel momento, una fuerte ráfaga de viento cruzó el claro y la puerta trasera de la casa… ¡Bam!, golpeó ruidosamente.

—¡Canastos! Me ha dado un susto —confesó Ricky.

Helga siguió hablándoles de un duende llamado algo así como Garfio Hambriento.

—En Navidad, baja por las chimeneas y roba los dulces.

Helga movió la cabeza como si estuviera mirando a los Hollister y pudiera comprender las expresiones de sus rostros. De pronto, por la chimenea bajó una bocanada de viento.

—¡Oh!… ¡Oh!… —exclamó Holly, con voz temblorosa—. ¡Ya llega Garfio Hambriento! ¡Abuelita, esconde los dulces!

Helga había oído el rumor del viento y rió silenciosamente.

—Pues hay otro duende malo que se llama Quita Velas. Robaba las velas a los niños, en los tiempos en que las velas tenían mucha importancia.

Otro soplo del viento penetró por la chimenea y una de las velas se apagó.

Inesperadamente el cerdito, que seguía en la cocina, dio un grito estridente y rompió el hechizo que parecía rodear la escena. Los Hollister se echaron a reír.

—Me parece que nosotros no creemos en los duendes —dijo Pam, sonriente.

—De todos modos, yo vi uno —murmuró Holly, arrugando el entrecejo—. Al menos, me pareció verlo.

—Haremos una cosa, Holly —decidió Pete—. Para asegurarnos, Ricky y yo iremos a aquel trecho e investigaremos.

—Pero tened cuidado de no ir demasiado lejos; no vayáis a perderos —advirtió el abuelo.

—No te preocupes. Conocemos aquel trecho desde la última vez que os visitamos —aseguró Pete.

Durante la mañana Sue, estuvo jugando con el cerdo, mientras Pam y Helga ayudaban a la abuela a preparar tarta de manzana al horno. Holly observaba fascinada, como la masa era aplanada en delgadas capas bajo el rodillo de madera.

Pete y Ricky, entre tanto, hacían una excursión, carretera abajo, en dirección al lugar en donde Holly decía haber visto el gnomo. Pete abría la marcha y su hermano le ayudaba a apartar la maleza, para inspeccionar todos los rincones, por si aparecía algo que tuviera relación o parecido con un duende.

—Yo creo que Holly estaba soñando —declaró Pete, al cabo de un rato de búsqueda sin resultados—. Iba tan adormilada…

Ricky concordó con su hermano y dijo:

—Podemos volver ya.

Habían recorrido unos pasos, cuando el pelirrojo señaló el suelo, exclamando:

—¡Mira lo que ha dejado caer el duende!

Y se agachó a recoger un gorrito minúsculo, de tejido escocés.

En ese momento, alguien se echó a reír en tono apagado.

Perplejos, Pete y Ricky miraron a su alrededor.

¡Momentos después una risotada sonora y misteriosa llegaba de los bosques!