Pete quedó inmóvil, aterrorizado, temeroso de volver la cabeza hacia la cosa que ascendía por su pierna. Si se trataba de una serpiente, podía morderle en cualquier momento.
Estaba a punto de dar un manotazo a aquella cosa desconocida, cuando a su espalda una voz dijo:
—No tengas miedo.
Con las rodillas trémulas, Pete volvió la cabeza lentamente para mirar por encima de su hombro. Y se encontró con un hombre delgado, encorvado, de ojos que no parpadeaban.
En la mano llevaba un blanco bastón, con el que daba golpecitos en la pierna de Pete.
El muchacho seguía tan asustado que no logró hacer salir de sus labios una sola palabra. El hombre le preguntó:
—¿Eres uno de los Hollister?
—Sí… Soy Pete. —Al decir esto consiguió sonreír con un esfuerzo—. ¡Qué susto me ha dado! ¿Fue usted quien salió corriendo de nuestro jardín?
—Sí. Pero ten la bondad de llevarme a tu casa, Pete —pidió el desconocido—. Y no permitas que tu perro me muerda. Tú ve delante, yo te seguiré.
Pete quedó un momento pensativo. Pero el desconocido le pareció una buena persona.
—Está bien —dijo.
Dio media vuelta y echó a andar por el camino del jardín, lentamente. Tras él iba el desconocido, golpeteando con su bastón.
De repente se dio cuenta de que el desconocido debía de ser ciego. Inmediatamente se detuvo para preguntar:
—¿Me permite que le tome del brazo, señor?
—No, no. Tú ve delante, hijo. Puedo seguirte perfectamente.
El señor y la señora Hollister se encontraban en el porche.
—Papá, mamá, este señor quiere veros —dijo Pete, conduciendo al visitante a la sala.
—¿Cómo está usted? —preguntó, amablemente, la señora Hollister, comprendiendo en seguida.
El padre de los Hollister se presentó y ofreció asiento al desconocido. Mientras palpaba el asiento con el bastón, el ciego dijo:
—Me llamo Kovac. Tengo algo que les pertenece.
Encontró la posición del sofá y se sentó, al tiempo que buscaba en su chaqueta, de la que sacó un mensaje escrito en sistema Braille.
—¡Santo cielo! —exclamó la señora Hollister—. ¡Si parece la carta que perdieron mis hijos!
—¡Claro que lo es! —concordó Pete.
—Muchas gracias —dijo Pam—. Pero ¿cómo sabía usted que era para nosotros?
El señor Kovac sonrió al responder:
—Va dirigida a los Felices niños Hollister. ¿Queréis que os lea la carta?
—¡Sí, sí! Háganos el favor —pidió Pam—. La carta es de nuestra abuela.
Los dedos del ciego fueron pasando sobre la carta. Empezó a decir:
—«Queridos niños: Hoy la abuelita os escribe en clave. Es Braille. ¿Os gustaría venir a visitarme y conocer a una amistad mía muy especial? Además, quisiera que pudieseis resolver el misterio de los gnomos de medianoche. Con cariño de vuestra abuela». Eso es todo —concluyó Kovac.
Entre tanto, tres siluetas en pijama aparecieron en lo alto de las escaleras y empezaron a descender paso a paso, sigilosamente, como ratoncillos.
De repente, la vocecilla chillona de Sue anunció:
—Yo «sabo» lo que es un «tomo». Es un libro de la biblioteca del colegio.
El señor Kovac se volvió hacia el lugar de procedencia de la vocecilla y, sonriendo, dijo:
—De modo que son cinco los Felices Niños Hollister…
Pam se sintió atónita.
—Pero ¡si sólo ha oído usted hablar a tres de nosotros, señor Kovac!
—He oído a los otros dos bajando, sigilosos, las escaleras —repuso el ciego.
En seguida se hicieron las presentaciones, y los más pequeños estrecharon la mano al señor Kovac. Holly dijo entonces:
—Pero no nos ha dicho usted cómo ha encontrado la carta que nos quitó Joey Brill.
Aún no había tenido tiempo el señor Kovac de responder, cuando la señora Hollister murmuró, al oído de Pam:
—Pon agua en el fuego, hijita, y prepara un té para nuestro visitante.
—La carta no la encontré yo —decía, ya, el señor Kovac—. Fue una señora. No recuerdo su nombre, pero ella sabe que soy ciego y me la llevó.
—Y ¿cómo averiguó usted dónde vivimos? —quiso saber Pam.
El señor Kovac sonrió y enlazó las manos sobre el mango del bastón, que tenía sujeto con las rodillas.
—Hace muy poco que vivo en Shoreham, pero ya he oído hablar de la familia Hollister.
El ciego explicó que vivía en una casa pequeña, a menos de quinientos metros del hogar de los Hollister.
Al poco, un silbido de la tetera automática, hizo correr a Pam a la cocina. La hermana mayor pidió a Holly que preparase una mesa.
Holly se encargó de llevar dos mesitas de servicio a la sala y Pam sirvió té a los mayores. Luego ofreció un platito de pastas al señor Kovac. El ciego dejó el bastón junto a su silla y se sirvió unas golosinas.
—Muchas gracias —dijo.
Mientras él saboreaba el té, la señora Hollister le habló de la abuelita Hollister, que trabajaba en favor de los ciegos.
—Eso demuestra que es una buena persona —declaró el ciego.
—A mí también me gustaría ayudar a los ciegos —dijo la bondadosa Pam—. ¿Es difícil aprender el Braille?
—En absoluto, cuando se trata de jóvenes inteligentes.
Dicho esto, el señor Kovac invitó a Pam a que fuese a visitarle a su apartamento, acompañada de todos sus hermanos.
Se marchó poco después, con las palabras de agradecimiento de los Hollister zumbándole en los oídos. Pero el señor Hollister no le permitió marcharse a pie, sino que insistió en acompañarle en coche a su casa.
Al regresar, el padre de los Hollister encontró a sus hijos riendo alegremente, mientras hablaban de los gnomos.
—El «tomo» que tú dices, Sue, se deletrea así: t-o-m-o. Lo que dice la carta de la abuelita es «gnomos»: g-n-o-m-o-s.
—Pues a mí me parece igual —contestó Sue. Y echándose a reír, preguntó—: ¿Los gnomos tienen tomos?
Pero Pam ya no pudo oír el chiste, porque estaba sacando de un estante varios tomos de la enciclopedia. Dejó los libros en el suelo y empezó a pasar hojas, rápidamente.
—Aquí están —dijo, al fin, ofreciendo un libro a Sue—. Éstos son gnomos. ¡Míralos!
Mientras Sue, Holly y Ricky se divertían contemplando los simpáticos enanitos, de cómicas vestimentas y gorros puntiagudos, Pam buscó la palabra Braille.
—Escucha esto, Pete —dijo. Y leyó, en voz alta— «Louis Braille, un estudiante francés, ciego, de quince años, en 1824 ideó un sistema de lectura, con puntos en relieve, basado en un rectángulo formado con seis puntos. Con las sesenta y tres combinaciones que pueden hacerse con esos puntos obtuvo Braille un alfabeto, signos de puntuación y números. El ciego lee pasando sus dedos por encima de esos puntos. Y puede escribir en una máquina de seis teclas, conocida como máquina Braille».
—Eso es lo que utiliza vuestra abuela. Y estoy segura de que tú también podrías aprender a utilizarla, Pam —opinó la madre.
Cuando acabaron de consultar los libros, todos los hermanos siguieron hablando, pues tenían cientos de preguntas que hacer. Y la más importante de todas era: ¿Podrían ir a visitar a los abuelitos al Canadá?
—Tal vez sí —respondió a eso la señora Hollister—. Pero no olvidéis que papá tiene que probar su planeador.
—Podríamos ir solos —sugirió Pete.
Y su hermana mayor añadió, en seguida:
—Claro que sí. Y resolveríamos el misterio de los gnomos de medianoche. ¿Qué será lo que hacen a medianoche?
—Bueno. Ahora lo que tenéis que hacer es acostaros —indicó la madre.
—Yo quiero soñar con los gnomos —dijo Ricky.
—Pues yo quiero ser un «gomo» —declaró Sue, mientras subía lentamente las escaleras, camino de su habitación.
—Ya lo eres —bromeó Ricky—. Sólo te falta el gorro de cucurucho.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, los niños volvieron a insistir a sus padres sobre la visita a los abuelos.
—Tendremos que esperar a que papá haya probado su aeronave —dijo Pete.
Su padre les había dicho que, dentro de pocos días, pensaba participar en una competición que se celebraría en el Estado de Nueva York, y de ser posible, en el gran concurso internacional que tendría lugar en Islandia.
—Es un país de Escandinavia —dijo Pam, meditativa—. ¿Creéis que allí habrá gnomos?
Holly hundió la cabeza entre los hombros y se adornó con un espléndido bigote, formado por sus trenzas. Esto hizo que Sue estallara en risas y dejase caer, sin querer, una cucharada de la papilla de maíz en su vestido.
—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Pam, apresurándose a limpiar el vestido de su hermanita con la servilleta. Luego añadió—: Oíd, niñas. Tengo una idea. Podemos ir a visitar al señor Kovac.
—¡Vivaaa! —se entusiasmó Holly.
Los dos chicos se quedaron con su padre, para observar las pruebas del planeador, mientras las niñas se alejaban, calle adelante, en dirección a la casa del señor Kovac.
Le encontraron sentado, tomando el sol, en un trecho de césped, delante de la fachada de su casa. Les oyó aproximarse y, antes de que ninguna hubiese hablado, exclamó:
—¡Qué agradable visita la de los Felices Hollister!
—Hemos venido a aprender Braille —le dijo Pam.
—Muy bien. Esperad un momento.
El señor Kovac entró en su casa y volvió con una mesita para cartas, que instaló bajo el sol. Después sacó una máquina Braille y hojas de papel grueso.
Pam le ayudó a llevar tres sillas plegables y todos se sentaron para principiar la lección.
La máquina Braille era como una máquina corriente, pero con solo seis teclas. El señor Kovac puso papel en el carro y empezó a presionar las teclas con fuerza.
—Voy a escribiros el alfabeto —dijo.
¡Clac, clac, clac, clac! El papel salió lleno de pequeños puntos.
—¿Veis estas dos hileras paralelas de tres puntos cada una? —preguntó el señor Kovac—. Pues todas nuestras letras están formadas por esto.
Y siguió explicando que la «a» era el punto número 1. La «b» eran el punto 1 y el 2, la «c» el 1 y el 4, la «e» el 1 y el 5, y así sucesivamente.
Pam prestaba enorme atención. Después de haber estudiado durante un rato aquel extraño alfabeto, dijo:
—Señor Kovac, ¿querrá usted ayudarnos a escribir una carta a nuestra abuela?
—Claro que sí. ¿Qué queréis decirle?
El ciego puso un papel nuevo en la máquina Braille, y Pam dictó lo siguiente:
—Querida abuelita: Gracias por tu carta en Braille. Procuraremos ir a visitarte y conocer a ese amigo tuyo, tan especial. Ahora estamos recibiendo lecciones de sistema Braille con el señor Kovac.
Mucho cariño de todos. Pam.
El señor Kovac entró en su casa y volvió con un sobre oscuro. Mientras Pam escribía la dirección, el ciego dijo:
—Habéis aprendido mucho, hoy. Sois muy buenos estudiantes.
Cuando hubieron recogido la mesa y las sillas, las niñas dieron las gracias y se despidieron para volver a casa. El señor Kovac salió con ellas a la calle y las acompañó un trecho.
De repente, las niñas vieron que hacía un ruidillo con la lengua y golpeteaba el suelo con los pies.
Holly se echó a reír y dijo:
—No sabía que fuese usted cómico, señor Kovac.
—No lo soy. Y, realmente, no tendría que hacer esto.
—¿Por qué no?
El ciego explicó que los ruidos que hacía con la lengua y los pies enviaban sonidos delante de él. Estos sonidos tropezaban en aquello que hubiera frente a él y volvían, advirtiéndole de que había algo en su camino.
—¿Todos los ciegos hacen eso? —preguntó Holly.
—No. Muy pocos —respondió el señor Kovac con un encogimiento de hombros—. Pero yo debería utilizar mi radar.
Pam abrió inmensamente los ojos.
—¿Quiere usted decir que tiene un radar en su persona?
—Naturalmente. Todo el mundo lo tiene —afirmó el señor Kovac, pasando alrededor de un árbol que ocupaba parte de la acera. Y siguió explicando que si una persona caminaba con los ojos cerrados, ciertas vibraciones del aire le daban en la cara y le advertían de los obstáculos.
—Eso es maravilloso. Tendremos que probarlo alguna vez —dijo Pam.
Después de repetir las gracias al ciego, las tres se alejaron, corriendo.
En el primer buzón que encontraron echaron la carta para la abuela.
Cuando llegaron a casa, encontraron a su padre y a Pete sentados en el planeador.
El señor Hollister, que estaba manipulando los controles, decía a su hijo:
—Todo está en perfecta forma, Pete. Estoy deseando volar.
En ese momento la señora Hollister llamó a su familia para comer. Durante la comida, Pam habló de la carta que habían escrito la abuela y de lo que habían aprendido con el señor Kovac.
Todos pasaron el resto del día emocionados con las novedades, en las que no dejaron de pensar hasta que, a la hora de dormir la última luz de su casa estuvo apagada.
Hacia la medianoche todo estaba absolutamente silencioso. De repente se oyó un sonoro ¡CLOC!
La señora Hollister se sentó en la cama de un brinco.
—¡¡John!! —dijo, despertando a su marido—. ¡Ese ruido ha sonado en la habitación de Holly!