En ese instante no podía pensar en ella con concupiscencia ni con pasión. Pero sería un placer ir a posarse a sus pies como un perro, como un miserable perro apaleado; ir a tumbarse a respirar junto a sus pies constituiría para él la dicha más colmada que podía imaginar.
Pero esta simple afectuosidad animal —llegar y posarse lisamente a sus pies— no podía, naturalmente, permitírsela. Estaría obligado a pronunciar algunas palabras corteses y a presentarle sus excusas, y ella, a su vez, le contestaría con otras similares, porque el paso de muchos miles de años lo había complicado todo.
Aún veía el rubor que ayer había teñido sus mejillas cuando le dijo: «Pienso que, en realidad, podría quedarse en… en mi casa». Debía pagar por ese sonrojo, ahuyentarlo, superarlo con la risa. No debía permitir que se turbara de nuevo. Por eso tenía que meditar las primeras frases. Debían ser lo suficientemente educadas y humorísticas para que mitigaran la situación insólita que se creaba al presentarse él en casa de su médico —mujer joven que vivía sola— con el extraño propósito de pasar la noche. Pero acaso fuese mejor no discurrir ninguna frase, sino presentarse a la puerta de su casa, mirarla y decirle sin disimulo, llanamente: «¡Vega! ¡Aquí me tienes!».
De un modo u otro, sería una incontenible felicidad encontrarse con ella, no en la sala o en el gabinete de curas de la clínica, sino en la vulgar habitación de una vivienda para poder platicar a solas de cualquier cosa insospechada. Probablemente él cometería no pocas equivocaciones y diría bastantes desatinos, pues había perdido totalmente el hábito de vivir entre el género humano. Pero sus ojos sabrían expresarle: «¡Ten piedad de mí! ¡Por favor, ten piedad de mí! ¡Soy tan desdichado sin ti!».
¿Cómo había podido desperdiciar tanto tiempo, demorar hasta ahora la visita a Vega? Antes, mucho antes, tendría que haber ido. Y ahora marchaba con premura, sin vacilaciones, temiendo solamente que se frustrara la ocasión de verla. Después de haber deambulado medio día por la ciudad, tenía noción de la disposición de las calles y sabía cómo orientarse. Él caminaba.
Si sentían una mutua simpatía, si les era grato estar juntos y conversar, si él pudiese alguna vez tomar sus manos, rodear sus hombros con sus brazos y mirarla a los ojos de cerca, con ternura, ¿se daría por satisfecho? Y si sucediera algo más, mucho más que eso, ¿lo consideraría suficiente?
Tratándose de Zoya, no cabe duda de que sería poco. ¿Y tratándose de Vega?… ¿Del antílope nilgó?
Porque con el simple pensamiento de poder cobijar sus manos en las suyas se habían tensado unas cuerdas en el interior de su pecho, al tiempo que le embargaba la emoción al figurarse la escena.
No obstante, ¿se conformaría con ello?…
A medida que se aproximaba a su casa la excitación de Oleg iba en aumento. En realidad, estaba poseído de verdadero temor, de un temor que le hacía feliz y de un gozo mitigador. Ese temor le bastaba en ese momento para sentirse dichoso.
Iba andando pendiente de los nombres de las calles; ignoraba la existencia de comercios, escaparates, tranvías y personas. De repente, al volver una esquina, el tumulto le impidió eludir a una anciana. Volvió a la realidad y vio que vendía ramilletes de pequeñas flores de color lila.
Ni en el más remoto rincón de su desmedrada, perturbada y readaptada memoria, había quedado la menor sombra de la costumbre de llevar flores cuando se visita a una mujer. Tenía esta gentileza tan absolutamente olvidada como algo inexistente en este mundo. Había caminado tranquilamente con su ajada, remendada y molesta mochila al hombro, sin incertidumbre que hiciera vacilar sus pasos.
Pero se fijó en las flores. Y esas flores se vendían a la gente, y la gente las compraba para algo. Arrugó la frente. Los reacios recuerdos fueron emergiendo en ella, como el ahogado emerge de las aguas revueltas. ¡Justo! ¡Eso es! ¡En el arcaico, en el casi quimérico mundo de su juventud se solía obsequiar a las mujeres con flores!…
—¿Qué flores son estas? —preguntó con timidez a la florista.
—Violetas, ¿no lo ve? —contestó, casi ofendida—. A rublo el ramillete.
¿Violetas?… ¿Esas mismas violetas poéticas?… No sabía por qué razón, pero las recordaba diferentes. Tenían los tallecitos más esbeltos, más largos, y las florecillas más acampanilladas. Pero, seguramente, su memoria le fallaba. O acaso fuera una variedad local de violetas. En todo caso, allí no ofrecían otras. Una vez que su memoria se lo hubo recordado, no sólo no podía presentarse a Vega sin flores, sino que se avergonzaba de haber pretendido ir a verla sin ellas.
¿Cuántos ramilletes compraría? ¿Uno? Parecía demasiado poco. ¿Dos? Una insignificancia también. ¿Tres? ¿Cuatro? Excesivamente caro. La aguda sagacidad del campo tintineaba en algún escondrijo de su cerebro como un aritmómetro al girar, indicándole que podía regatear y conseguir dos ramitos por rublo y medio o cinco ramitos por cuatro rublos. Pero el preciso tintineo no sonaba, al parecer, para Oleg. Sacó dos rublos y los entregó sin chistar.
Cogió los dos ramilletes. Tenían su perfume, pero tampoco olían como deben oler las violetas, como las violetas de su juventud.
Mientras iba oliéndolas podía llevarlas sin sentirse violento, pero sostenerlas simplemente en la mano le hacía parecer ridículo. ¡Un soldado desmovilizado, enfermo, sin gorro, con macuto y un ramillete de violetas en la mano! No sabía qué hacer con ellas, y no discurrió nada mejor que encoger el brazo y ocultarlas con la manga para que pasaran inadvertidas.
¡Aquel era el número de la casa de Vega!…
Ella le había dicho que se entraba por el patio. Entró, pues, al patio y luego torció a la izquierda.
(¡Algo se le removía en su pecho!).
A lo largo de la casa discurría una terraza abierta de cemento, pero techada, de uso común para todos los inquilinos. Los bajos de la barandilla estaban cubiertos con una rejilla de varas entrelazadas. Encima había mantas, colchones, almohadas expuestas al aire, y en las cuerdas, atadas de pilar a pilar, ropa de la colada.
El espectáculo se le antojó impropio como lugar de residencia de Vega. Sus accesos eran harto desmoralizadores. De cualquier modo, eso era un asunto que sólo la incumbía a ella. Un poco más allá, tras los trapos colgados, estaba la puerta con su número, y al otro lado de la puerta el mundo privado de Vega…
Pasó bajo las sábanas y localizó la puerta. Era una puerta como otra cualquiera, pintada de color canela, desconchada a trozos y con el verde cajetín de la correspondencia.
Oleg sacó las violetas de la manga y se atusó el cabello. Estaba emocionado y se congratulaba de estarlo. ¿Cómo imaginársela sin la bata de doctor, con su atuendo casero?…
¡No, no había arrastrado sus pesadas botas por unas cuantas manzanas para trasladarse desde el zoo hasta allí! Había recorrido los vastos caminos del país dos veces, cada una de siete años de duración, y allí estaba, desmovilizado por fin, ante la puerta tras la cual le estuvo esperando silenciosamente una mujer aquellos catorce años.
Tocó la puerta con el nudillo de su dedo medio.
Sin que, en realidad, le diese tiempo a llamar, la puerta empezó a abrirse. (¿Le habría divisado ella desde la ventana?). Y al abrirse del todo, apareció un malcarado muchachote de nariz tumefacta y achatada, que empujaba directamente hacia Oleg una motocicleta de un rojo chillón, de considerable tamaño para pretender sacarla por la estrecha puerta. Ni siquiera preguntó a Oleg lo que se le ofrecía y a quién buscaba. Enfiló la moto directamente a la salida (por lo visto no estaba acostumbrado a ceder el paso) y Oleg tuvo que echarse a un lado.
Se quedó perplejo, confundido, y se anticipó a conjeturar. ¿Qué tenía que ver ese chico con Vega, que vivía sola? ¿Por qué salía de su casa? Pese a los años transcurridos, ¿había olvidado de modo tan absoluto que generalmente la gente no disfrutaba de una vivienda independiente, que tenía que habitar en pisos comunales? No pudo haberlo olvidado, aunque tampoco tenía la obligación de acordarse de ello. En la barraca del campo, la estampa que uno se forja del mundo libre es la diametralmente opuesta a esa barraca, y, en modo alguno, la de un piso comunal. Incluso en Ush-Terek todo el mundo vivía en su casa particular, no se conocían viviendas colectivas.
—¡Oiga! —se dirigió al muchacho. Pero este, después de empujar la moto por debajo de una sábana tendida, la bajaba ya por los escalones, golpeando ruidosamente las ruedas contra los peldaños.
Y la puerta la había dejado abierta.
Oleg, indeciso, entró. Al fondo del corredor mal iluminado vio una, dos, tres puertas. ¿Cuál de ellas sería? De la semipenumbra surgió una mujer que no se molestó en encender la luz. Inmediatamente le preguntó con tono agresivo:
—¿Por quién pregunta?
—Por Vera Kornílievna —contestó Oleg con timidez desusada en él.
—No está —le informó la mujer con hostil y tajante brusquedad y sin llamar a la puerta de Vera para cerciorarse. Se fue en línea recta hacia Oleg, forzándole a retroceder.
—¿Quiere hacer el favor de llamar? —Kostoglótov recobró su inveterado modo de ser. Su anterior circunspección se debía a que esperó encontrarse con Vega, pero a los ladridos de la vecina podía responder con los suyos—. Hoy no trabaja.
—Lo sé, pero no está. Ha estado aquí, pero luego se ha ido —la mujer, de frente baja y abultados carrillos, le observaba con detenimiento.
Ya había visto las violetas, por lo cual era inútil ocultarlas.
Si no hubiese sido por aquellas violetas que sostenía en la mano, él habría sido el de siempre. Habría llamado a la puerta, habría hablado con desenvoltura y habría insistido para enterarse si hacía mucho que se había ido, si volvería pronto y hasta le habría dejado un mensaje. (¿Le habría dejado ella alguna nota?).
Pero las violetas le conferían cierto aire suplicante, obsequioso, de tonto enamorado…
Y ante el resuelto ataque de la mujer de carrillos abultados, retrocedió hasta la terraza.
Y ella, mientras le hacía recular de su campo de operaciones, no le quitaba ojo, no fuera que aquel vagabundo, en cuyo zurrón ya se notaba un bulto, tramase escamotearles algo.
En el patio, la moto, sin tubo de escape, emitía fuertes e impúdicos estallidos. El motor se paraba, volvía a crepitar y se atascaba de nuevo.
Oleg se quedó indeciso.
La mujer seguía mirándole irritada.
¿Cómo Vega no estaba en casa si se lo había prometido? Sí, pero él le dio a entender que podía esperar antes su visita y, al no presentarse, se habría ido a cualquier sitio. ¡Qué desgracia! Porque no era una mala suerte ni una contrariedad, sino una verdadera desgracia.
Oleg introdujo la mano con las violetas en la manga del abrigo como si la tuviese amputada.
—Dígame, ¿volverá o se ha ido ya al trabajo?
—Se ha ido —recalcó la mujer.
No era una respuesta concreta, pero sería absurdo continuar de pie ante ella y esperar.
La motocicleta se convulsionó, escupió, dio un estallido y se ahogó de nuevo.
En la barandilla se aireaban al sol pesadas almohadas, colchones, mantas y cobertores de edredones.
—Bien, ¿qué es lo que espera, ciudadano? —oyó.
Aquellos voluminosos baluartes de ropa camera contribuían a dejar en blanco la mente de Oleg.
La mujer, que le examinaba de pies a cabeza, le impedía pensar.
Por otro lado, la maldita moto le hacía trizas, no acababa de arrancar.
Oleg retrocedió ante los baluartes de almohadas y se batió en retirada escaleras abajo, hacia adonde había venido. Le habían obligado a replegarse.
De no ser por aquellas almohadas —con una punta chafada, con dos de ellas colgando cual ubres de vaca, y con la tercera erecta como un obelisco—, habría ideado algo, habría tomado alguna determinación. No debía irse así, apresuradamente. Vega quizá regresara. Y tal vez pronto. Entonces también lo lamentaría, ¡claro que lo lamentaría!
Pero las almohadas, los colchones, los edredones con sus cobertores y las sábanas estandartes implicaban esa experiencia inconmovible, comprobada por los siglos, que él no estaba en condiciones de arrostrar porque carecía de fuerzas. No le asistía ningún derecho.
Especialmente ahora. Especialmente a él.
Un hombre solitario puede dormir sobre tablas o en el entarimado mientras anide en su corazón la fe o la ambición. También el prisionero duerme en un desnudo catre de madera porque no se le ofrece otra alternativa, así como la esposa del prisionero se ve separada de él por la fuerza.
Pero cuando un hombre y una mujer conciertan unirse, esas almohadas, necesarias y blandas, esperan confiadas su tributo. Y saben que no se equivocan.
Así pues, desde la inaccesible fortaleza que sobreexcedía a sus fuerzas, con el férreo mazacote de la plancha a su espalda y con una mano amputada, Oleg se dirigió, arrastrando penosamente los pies, hacia el portón del patio. Y los bastiones de almohadas ametrallaron gozosamente su espalda.
¡La maldita motocicleta no terminaba de arrancar!
Fuera del patio, sus explosiones sonaban más amortiguadas. Oleg se detuvo para esperar un poco más.
Aún podía aguardar la llegada de Vega. Si volvía, no tendría más remedio que pasar por allí. Se sonreirían y ambos se alegrarían de verse: «¡Hola…! ¿Sabe usted…? Ha sido graciosísimo…».
¿No sería entonces el momento oportuno de brindarle las estrujadas, lacias y marchitas violetas que ocultaba en la manga?
Podía esperar su regreso y entrar nuevamente en el patio, ¡pero ni ella ni él podrían ya eludir los blandos y ufanos baluartes!
Juntos, no los eludirían.
Si no hoy, cualquier otro día. Vega, la de pies ligeros, la etérea, la de claros ojos castaños, la mujer completamente ajena a las inmundicias del mundo, también tenderá al aire en aquella terraza todo lo sutil, delicado y embriagador de su lecho.
Ni el pájaro vive sin nido, ni la mujer sin lecho.
Por muy íntegra, por muy elevada que te mantengas, no podrás evadirte de esas inevitables ocho horas nocturnas.
Ni de los adormecimientos.
Ni de los despertares.
¡Arrancó! La motocicleta purpúrea se había puesto en marcha rematando, de paso, a Kostoglótov, dándole el tiro de gracia. El muchacho de la nariz chata miró triunfante la calle.
Kostoglótov, derrotado, se alejó de allí.
A su encuentro caminaban dos escolares uzbekas con idéntico peinado, con el cabello entrelazado en innumerables trencillas negras, tan estrechas como el cordón eléctrico[40]. Oleg les tendió ambas manos ofreciéndoles un ramillete en cada una:
—¡Tomad, chicas!
Ellas, sorprendidas, se miraron entre sí. Luego le miraron a él y se dijeron algo en uzbeko. Comprendieron que no estaba borracho ni abrigaba la intención de importunarlas. Quizá comprendieron también que el infortunio impelía a aquel soldado veterano a regalar las flores.
Una de las chicas las aceptó, asintiendo agradecida.
La otra también las tomó, con un movimiento de cabeza.
Y se alejaron rápidas, unidos los hombros y hablando con excitación.
Y ya sólo le quedó a él el mugriento y resudado macuto colgado a la espalda.
Tendría que pensar de nuevo dónde pasaría la noche.
No podía dirigirse a los hoteles.
Ni a casa de Zoya.
Ni a casa de Vega.
Pero sí, sí podía. Estaría contenta, aunque nunca lo dejaría entrever.
Pero eso estaba más que vedado para él.
Y sin Vega, aquella magnífica y exuberante ciudad con su millón de habitantes se le hacía tan onerosa como un pesado saco sobre las costillas. Ahora le extrañaba que por la mañana le agradara tanto y deseara prolongar su estancia en ella.
Y, lo que era aún más raro, ¿por qué se había sentido tan gozoso al comenzar el día? De repente, su curación dejó de antojársele una singular ofrenda.
Antes de recorrer la primera manzana de casas, Oleg se percató de lo hambriento que estaba, del cansancio de sus pies, de su agotamiento físico y de que en su interior se movía el no rematado tumor. Sólo anhelaba ponerse en viaje lo antes posible.
Pero el retorno a Ush-Terek, ahora completamente expedito, tampoco le atraía ya. Intuyó que, en adelante, la tristeza le consumiría todavía más.
En ese instante no se imaginaba lugar o hecho capaces de ponerle de buen humor.
Excepto si regresaba al domicilio de Vega.
Se arrojaría sin falta a sus pies: «¡No me rechaces, no me rechaces! ¡No tengo yo la culpa!».
Pero eso estaba más que vedado para él.
Miró al sol. Empezaba a descender. Debían de ser casi las tres. Tenía que tomar alguna decisión.
Vio un tranvía con el número que iba hacia la zona de la Comandancia. Buscó su parada más próxima.
Y rechinando sobre todo en las curvas, el tranvía, renqueando como un enfermo grave, le llevó por angostas y adoquinadas calles. Oleg, agarrado al suspensor de cuero, se agachaba para ver por la ventanilla los sitios por los que pasaba. Pero por allí no había verdor, ni avenidas. Únicamente calles empedradas y desnudas casas. Vislumbró el cartel de un cine al aire libre. Hubiese sido interesante saber cómo funcionaba, pero había algo que frenaba su curiosidad por las novedades del mundo.
Ella se enorgullecía de haber resistido catorce años de soledad. Pero no tenía la menor idea de lo que puede suponer medio año de vivir juntos, pero sin intimidad…
Reconoció la parada y se apeó. Tenía ahora kilómetro y medio que andar por una calle ancha y desanimada de una barriada fabril. Por su calzada rodaban, incesantes y estrepitosos, camiones y tractores en ambas direcciones. La acera se extendía a lo largo de un prolongado muro de piedra. Luego cruzó los raíles del ferrocarril de la factoría y un terraplén de carbonilla; pasó junto a un solar surcado de zanjas, volvió a cruzar los raíles, se encontró otra vez con el muro y, finalmente, ante un conglomerado de barracas de madera de un solo piso, de las llamadas oficialmente «viviendas populares provisionales», que perduran, sin embargo, diez, veinte y hasta treinta años. Hoy, por lo menos, no había el barro de enero, cuando Kostoglótov, bajo la lluvia, iba en busca de la Comandancia por primera vez. De todos modos, aquella calle era deprimente, larga, y resultaba difícil creer que formara parte de la misma ciudad de amplias avenidas circulares, inmensos robles, boyantes álamos y del rosado prodigio de albaricoquero.
… Por mucho que ella tratase de convencerse a sí misma de que así convenía, de que era lo correcto y lo mejor, cuando le viniera el decaimiento se le desgarraría el corazón.
¿Qué propósito persiguieron al instalar en paraje tan escondido de las afueras la Comandancia regidora del destino de todos los desterrados de la villa? Ahí estaba, en medio de barracas, sucios callejones, ventanas rotas cegadas con chapas de madera y ropa y más ropa tendida. Sí, ahí estaba.
Oleg recordó la repulsiva expresión del rostro del comandante, aquel que se ausentaba de la oficina en horas de trabajo, y el recibimiento que le dispensó. Y ahora, ya en el pasillo de la barraca de la Comandancia, Kostoglótov se demoraba para componer su rostro, para prestarle una apariencia independiente y hermética. Nunca se había permitido sonreír a los carceleros, aunque ellos le sonriesen. Consideraba un deber recordarles que él lo recordaba todo.
Llamó a la puerta y entró. La primera habitación estaba absolutamente desnuda y vacía: sólo había dos largos bancos paticojos sin respaldo y una mesa, aislada por una barandilla, ante la que probablemente se verificaba dos veces al mes el sagrado rito del control de los desterrados locales.
En ese momento no había nadie en ella. En la puerta del fondo, abierta de par en par, había un rótulo que decía: «Comandante». Oleg se acercó hasta el umbral y preguntó secamente:
—¿Se puede?
—¡Pase, pase, por favor! —le invitó una voz complaciente y cordial.
¡Increíble! Jamás escuchó Oleg tono semejante en el NKVD[41]. Entró. El comandante se hallaba solo, sentado a su mesa. No era el mismo que el de la vez anterior, no se trataba de aquel idiota abstruso con aires de pozo de ciencia. Ocupaba su lugar un armenio de fisonomía afable, de rostro inteligente, exento de toda arrogancia. No vestía uniforme, sino un traje de impecable corte que desentonaba en aquella barriada de chabolas. El armenio le recibió con tal placer como si su trabajo consistiera en expender entradas de teatro y se alegrara porque Oleg llegaba con un buen pedido de ellas.
Después de sus años de campo, Oleg no podía tener a los armenios en alto aprecio. Allí eran poco numerosos, pero se favorecían, se sacaban de apuros unos a otros con denodada solidaridad y siempre se situaban en puestos privilegiados, en los almacenes de víveres, en el del pan o en el de grasas. Pero, si se razonaba con sensatez, eso no era motivo para tenerles ojeriza, pues ni los campos de trabajo ni Siberia eran invención suya. Después de todo, ¿en aras de qué ideal tendrían que haber evitado socorrerse mutuamente, esquivar el trapicheo y, por el contrario, aplicarse a cavar la tierra con el azadón?
A la vista de ese armenio jovial, predispuesto a su favor, que se sentaba tras una mesa oficial, Oleg brindó un pensamiento efusivo a la frivolidad y al espíritu emprendedor de los armenios.
El comandante, tras oír el apellido de Oleg y de enterarse de que estaba inscrito en el registro provisional, se levantó deferente y presto, pese a su corpulencia, y se puso a repasar unas fichas en uno de los archivos. Al mismo tiempo, como si quisiera proporcionar distracción a Oleg, articulaba incesantemente algo en voz alta, bien interjecciones triviales, bien apellidos que no estaba autorizado a pronunciar por prohibírselo las severísimas instrucciones:
—Bien… Veamos… Aquí están los Kalifotidi…, los Konstantinidi… Pero, siéntese, por favor… Kuláyev… Karanuríev. ¡Vaya, he roto una esquina!… Kazymagomáyev… ¡Kostoglótov!
Y nuevamente, para mayor detrimento de todas las reglas del NKVD, adelantó su nombre y su patronímico en vez de preguntárselo a él:
—¿Oleg Filimónovich?
—Sí.
—O sea… que desde el 23 de enero ha estado en tratamiento en la clínica oncológica… —y levantó del papel sus vivaces y humanos ojos—. ¿Y qué? ¿Se encuentra mejor?
Oleg, realmente conmovido, se notó cierto atenazamiento en la garganta. ¡Qué poco se necesitaba! Situar a hombres humanitarios tras aquellos enfadosos escritorios y la vida sería completamente distinta. Perdió su retraimiento y respondió con naturalidad:
—Pues no sé qué decirle… En un aspecto, me encuentro mejor; en otro, peor… —(¿Peor? ¡Cuán desagradecido es el hombre! ¿Hay algo que pueda ser peor que yacer en el suelo de la clínica ansiando la muerte?)—… En general, mi estado es más satisfactorio.
—¡Me alegro! —se congratuló el comandante—. Pero ¿por qué no toma asiento?
¡Cumplir las formalidades que requerían las entradas del teatro exigía también su tiempo! Estampar un sello en determinado lugar, escribir la fecha con tinta, inscribirle en un libro y darle de alta de otro. El armenio hizo todas aquellas operaciones de buen talante, sin desabrimiento, y despachó el certificado de Oleg autorizándole el viaje. Al ofrecérselo, le miró de modo significativo y le dijo con tono no oficial y en voz más baja:
—Procure no afligirse más… Pronto acabará todo esto.
—¿A qué se refiere? —Oleg se sorprendió.
—¿Cómo que a qué? A los registros, al destierro, ¡a los co-man-dan-tes! —le sonrió despreocupado. (Por lo visto, les esperaba un trabajo más agradable).
—¿Qué dice? ¿Ya hay alguna… disposición al respecto?
Oleg quería a todo trance arrancarle información.
—No, no hay disposiciones —suspiró—, aunque sí ciertos indicios. Puede creerme, ya verá como acabará todo. No desmaye, recobre la salud y aún podrá volver a la vida normal.
Oleg se sonrió torcidamente:
—Yo ya estoy de vuelta.
—¿Cuál es su profesión?
—No tengo ninguna.
—¿Está casado?
—No.
—¡Mejor! —opinó, convencido, el comandante—. Los que se casan en el destierro generalmente se divorcian luego de sus mujeres. ¡Todo un lío! Cuando recobre la libertad volverá usted a su tierra y se casará.
Se casará…
—Bueno, si es como dice, muchas gracias —Oleg se levantó.
El comandante le despidió con un amable movimiento de cabeza, sin ofrecerle, no obstante, la mano.
Al cruzar los dos despachos camino de la calle, Oleg iba cavilando. ¿Por qué se había comportado el comandante de aquella manera? ¿Por su índole natural, o porque soplaban otros vientos? Su destino allí, ¿sería permanente o temporal? ¿O ahora designaban deliberadamente para ese cargo a personas como él? Habría sido importante conocer la respuesta, pero no era cuestión de volver para preguntárselo.
Volvió a pasar junto a las barracas, cruzó de nuevo los raíles y el terraplén de carbonilla y recorrió la larga calle de la zona fabril lleno de entusiasmo, con andar más rápido, con paso más uniforme. El calor le obligó en seguida a desembarazarse del abrigo. El cubo colmado de alegría que el comandante había vertido sobre él fue paulatinamente esparciéndose, difundiéndose por su interior.
A Oleg, el entendimiento le había hecho perder la fe en los hombres que ocupaban aquellos escritorios. ¿Podía olvidar las falsedades deliberadamente propaladas por personajes oficiales, capitanes y comandantes, para hacerles creer en los años de la posguerra que se proyectaba una amplia amnistía para los presos políticos? Y cómo los creían: «¡Me lo ha comunicado el mismo capitán!». A dichos oficiales se les había ordenado, simplemente, infundir ánimos a los desmoralizados prisioneros, a fin de que siguieran aguantando, de que cumplieran las normas de trabajo, de que tuviesen una ilusión por seguir viviendo.
En cuanto al armenio, si en algo se hacía sospechoso era que parecía estar más informado de lo que podía esperarse por el cargo que ocupaba. Aunque, bien mirado, ¿acaso el propio Oleg no aguardaba eso mismo basándose únicamente en detalles captados en la prensa?
¡Ya era hora, Dios mío! ¡Hacía tiempo, mucho tiempo que debieron haberlo hecho! Si el hombre muere por causa de un tumor, ¿cómo puede vivir un país infestado de campos de trabajo y destierros?
Oleg volvió a sentirse feliz. Al fin y al cabo, no había muerto.
Y pronto podría tomar un billete para Leningrado. ¡Leningrado!… ¿Le sería posible algún día acercarse a la catedral de San Isaac y pasar la mano por una de sus columnas?
Pero ¿qué importancia tenía San Isaac? Ahora todo adquiría un nuevo cariz entre Vega y él. La cabeza le daba vueltas vertiginosas. Sí, en efecto, si era cierto… ¡porque no era una fantasía más! Él podría vivir aquí, con ella.
¡Vivir con Vega! ¡Juntos! Con sólo imaginárselo su pecho amenazaba estallar.
¡Qué contenta se pondría si ahora iba a contárselo todo! ¿Y por qué no notificárselo? ¿Qué le impedía dirigirse a su casa? ¿Acaso aparte de ella tenía en el mundo otro ser con quien compartir su alegría? ¿A quién más le interesaba su libertad?
Llegó a la parada del tranvía. Debía decidirse: ¿qué número tomar? ¿El de la estación? ¿El que conduciría al domicilio de Vega? Y debía apresurarse, de lo contrario ya no la hallaría en casa. El sol ya no estaba en lo alto.
De nuevo se sintió excitado y deseó otra vez ir en busca de Vega. Los convincentes argumentos que fue acumulando camino de la Comandancia se disiparon sin dejar rastro.
¿Por qué se creía obligado a eludirla como si fuera culpable o estuviera infecto? ¿En qué pensaba cuando le aplicaba el tratamiento?
¿Por qué se callaba y se metía en su concha cuando él le planteaba ciertas preguntas y le rogaba suspender ese tratamiento?
¿Qué razón había para no ir a verla? ¿Por qué no intentaban ambos situarse a nivel más elevado? ¿Es que no eran capaces de superarse? ¿Es que no eran seres humanos? ¡Vega, sí! ¡En todo caso, Vega sí lo era!
Forcejeó para abrirse paso hacia el tranvía. En la parada se agolpaba un numeroso gentío la mayor parte del cual se precipitó, precisamente, hacia el mismo tranvía. ¡Todo el mundo al mismo! Oleg llevaba una mano ocupada con el abrigo y, la otra, con el macuto, y se veía imposibilitado para agarrarse a la barra. Le estrujaron, le zarandearon y terminaron por izarle a la plataforma y empujarle dentro del vagón.
Bárbaramente apretujado por todos los lados, se halló tras dos muchachas con pinta de estudiantes. Las dos, una rubia y la otra morena, estaban tan próximas a él que seguramente percibían su respiración. Tenía los brazos tan maniatados que no sólo no podía pagar a la enfurecida cobradora, sino ni siquiera moverlos. Con el izquierdo, en el que sostenía el abrigo, daba la impresión de abrazar a la joven morena. Su cuerpo lo tenía por entero aplastado contra el de la rubia, cuya anatomía, desde la barbilla a las rodillas, percibía netamente y era imposible que ella no sintiese también la suya. La mayor de las pasiones no habría podido unirlos tan estrechamente como la muchedumbre que los rodeaba. Su cuello, sus orejas, y los ricitos de su cabello los tenía más próximos de lo imaginable. A través del raído paño de su guerrera absorbía su tibieza, su suavidad, su juventud. La morenita continuaba hablándole de algún asunto del instituto, pero la rubia dejó de contestarle.
En Ush-Terek no había tranvías. Solamente había visto apretujarse así a las personas en los hoyos dejados por los obuses o las bombas. Pero no siempre se mezclaban en ellos hombres y mujeres. La sensación que experimentaba ahora hacía decenas de años que no le excitaba ni le reconfortaba. ¡Y cuanto más prístina era, con mayor pujanza se manifestaba!
Representaba una dicha y, al mismo tiempo, un dolor. En esa sensación había un umbral que él no estaba en condiciones de franquear ni siquiera con la autosugestión.
¡Ya se lo habían advertido! Conservaría la libido. ¡Sólo la libido!
Así viajaron dos paradas. Después, aunque no cesaron las apreturas, la gente de atrás aminoró su presión y Oleg hubiese podido apartarse un poco. Pero no lo hizo, falto de voluntad para separarse y finalizar con aquella deleitosa tortura. En ese momento no tenía mayor deseo que el de seguir como estaba. Aunque el tranvía tomara el rumbo de la Ciudad Antigua, aunque se volviera loco y corriese chirriante sin parar de dar vueltas hasta la noche, aunque se aventurase en un viaje alrededor del mundo, Oleg carecía de voluntad para despegarse el primero. Prolongando esa dicha, la más alta a la que a la sazón podía aspirar, grabó con gratitud en su memoria los ricitos de la nunca de la joven (a la que no llegó a ver la cara).
La rubia se apartó de él y se fue hacia adelante.
Enderezando sus rodillas debilitadas y temblorosas, Oleg vio claro que, yendo hacia Vega, iba al encuentro de la tortura y el engaño.
Que él iba a exigirle a ella más de lo que podía exigirse a sí mismo. Se habían identificado de modo tan sublime que su comunión espiritual venía a ser más valiosa que cualquiera otra. Sus manos y las de ella habían tendido un elevado puente; pero él intuía que las de ella empezaban a ceder. Se dirigía a ella para convencerla a toda costa de algo mientras pensaba angustiosamente en otra cosa distinta. Y cuando le dejara solo en su habitación, él suspiraría afligido sobre su ropa, sobre cada bagatela.
No. Debía dar muestra de más prudencia que una mentecata muchacha. Su ruta era la de la estación.
Se abrió paso hacia la plataforma posterior, no hacia la de delante, para no pasar junto a las dos estudiantes, y saltó del tranvía al tiempo que alguien lanzaba un reniego.
Por las inmediaciones de la parada también vendían violetas…
El sol declinaba ya. Oleg se puso el abrigo y tomó el tranvía que le conduciría a la estación. En él las apreturas eran menores.
Anduvo por la sala de la estación empujado por unos y otros; preguntó por el lugar donde se expendían los billetes para los trenes de larga distancia, y tras varios informes inexactos dio finalmente con el sitio, parecido a un mercado techado.
Había cuatro ventanillas, y ante cada una aguardaban turno unas ciento cincuenta o doscientas personas, sin contar las que, posiblemente, habían dejado la cola por unos instantes.
Este espectáculo de las colas en las estaciones para conseguir el billete, colas que había que guardar durante días, era familiar para Oleg. Muchas cosas cambiaron en el mundo: las modas, los faroles de las calles, los hábitos de los jóvenes…, pero esto, hasta donde alcanzaba su memoria, era idéntico. Así ocurría en el 46 y en el 39, así en el 34 y en el 30. Podía recordar incluso los escaparates atestados de productos en el período de la Nueva Política Económica, pero no podía imaginarse una ventanilla de estación accesible. Quienes disponían de tarjetas oficiales o de certificados especiales para casos justificados eran los únicos que no hallaban dificultades a la hora de ponerse en viaje.
Él disponía ahora de un certificado que, aunque no valía mucho, le vendría bien.
El calor resultaba sofocante, y Oleg estaba bañado en sudor. Sacó de la mochila su ajustado gorro de piel y lo encasquetó en su cabeza como en una horma dilatadora. Se colgó el macuto al hombro y confirió a su rostro la expresión que habría tenido si dos semanas atrás se hubiese tumbado en la mesa de operaciones bajo el bisturí de Lev Leonídovich. Y con ese afectado aire exhausto y la mirada apagada, se arrastró penosamente entre las colas y se encaminó a la ventanilla más cercana.
Debido a la presencia de un policía, muchos ocupantes de las colas no se agolpaban en la ventanilla ni se peleaban.
Con ademanes desfallecidos, sacó ostensiblemente el certificado del sesgado bolsillo interior del abrigo. Se lo tendió confiadamente al «camarada policía».
Este, un gallardo uzbeko bigotudo con empaque de joven general, lo leyó con porte solemne y, acto seguido, anunció a los que formaban la cabeza de cola:
—A este le situaremos delante. Está recién operado.
Indicó a Oleg el tercer lugar.
Oleg miró con desmayo a sus nuevos compañeros de tumo. No hizo intentos de introducirse en su puesto y se quedó de pie a un lado, con la cabeza gacha. Un uzbeko gordo y entrado en años, amparado bajo la broncínea sombra de las alas de un sombrero aterciopelado de color castaño que semejaba un platillo, le empujó con suavidad y le incorporó a la fila.
Era entretenido aguantar cerca de la ventanilla. Veía los dedos de las expendedoras que suministraban los billetes y que tomaban el dinero de los viajeros empapado en sudor, porque lo habían tenido apretado en su puño por haberlo extraído con tiempo sobrado de las profundidades del bolsillo o de los pliegues de la faja, y se escuchaban los tímidos ruegos de los pasajeros y los inexorables desaires de las taquilleras. La cosa marchaba, y no precisamente con lentitud.
A Oleg le llegó el tumo de inclinarse ante la ventanilla.
—Por favor, un billete de tercera a Jan-Tau.
—¿Adónde? —le pidió que repitiese su punto de destino.
—A Jan-Tau.
—No me suena ese lugar. —Encogiéndose de hombros se puso a hojear una voluminosa guía de ferrocarriles.
—Oiga, buen hombre, ¿por qué toma usted un billete de tercera? —se compadeció una mujer que estaba a sus espaldas—. ¿Pretende viajar en tercera después de una operación? Se le pueden romper los puntos si se encarama a una litera alta. Debería coger billete con asiento reservado.
—No tengo dinero —sugirió Oleg.
Y era cierto.
—¡No existe esa estación! —gritó la expendedora, cerrando la guía de golpe—. Tome billete para otra.
—¿Cómo que no existe, si hace un año que funciona? —Oleg sonrió débilmente—. Yo mismo partí de ella y de haberlo sabido habría reservado el billete.
—¡No sé nada! Si no está inscrita en la guía, es que no existe.
—¡Pero si los trenes paran en ella! —empezó a discutir Oleg con más ardor del que se hubiera esperado en un recién operado—. ¡Y funciona una taquilla!
—¡Ciudadano! Si no quiere el billete, apártese. ¡El siguiente!
—¡Muy bien! ¿Por qué hace perder el tiempo? —murmuraron desaprobadoramente a su espalda—. ¡Cójalo para donde se lo den!… ¡Acaba de salir de una operación y aún tiene ánimos para porfiar!
¡Desde luego que tenía ánimos para porfiar! De buena gana habría ido en busca del jefe de servicio y del jefe de estación para presentarles sus quejas. ¡Con cuánta satisfacción daría a aquella gente en la testa y haría prevalecer la justicia que, aunque parva, era justicia al fin y al cabo! Aunque no fuese más que por sentir su cualidad humana en defensa de la razón.
Pero la ley de la oferta y la demanda era férrea, al igual que la del transporte planificado. La bondadosa mujer, que momentos antes le exhortó a adquirir un billete con reserva, ahora se esforzaba por tender su dinero a la taquilla por encima de los hombros de Oleg. El policía que acababa de situarle a la cabeza de la cola levantaba ya una mano para apartarle a un lado.
—Esa estación dista treinta kilómetros de mi residencia y la otra setenta —lamentó todavía Oleg ante la ventanilla. Pero, como se decía en el campo, ya era gastar saliva en balde. Y se dio prisa en condescender—. Está bien, démelo hasta la estación de Chu.
La taquillera conocía de memoria esta estación, así como el precio del billete. Como, además, quedaban plazas disponibles, Oleg debía estar contento. Allí mismo, sin alejarse, comprobó al trasluz los datos perforados en el billete, el número del vagón, el precio y el dinero que le habían devuelto. Y lentamente se alejó de allí.
Al distanciarse de la gente que le creía un recién operado, su cuerpo se irguió y él se despojó del estrecho gorro, volviéndolo a guardar en el macuto. Disponía de dos horas hasta la salida del tren y estaba encantado de poderlas pasar con el billete en el bolsillo. Estaba en condiciones de darse un festín comiéndose un helado (ocasión que no se le presentaría en Ush-Terek, porque no los había) y bebiéndose un vaso de kvas (que tampoco había); además, tendría que comprar pan negro para el viaje, sin olvidarse del azúcar. Y llenar pacientemente una botella con agua hervida (¡era muy conveniente disponer de agua hervida en el viaje!). Bajo ningún concepto debía comprar arenques ahumados. ¡Con cuánta más independencia y tranquilidad se viajaba así que en los vagones de mercancías, convertidos en prisiones transportables! No los registrarían al subir al tren, ni irían hacinados, ni los acomodarían en el suelo rodeados de guardias, ni viajarían dos días y dos noches atormentados por la sed. Y si, por añadidura, tenía la suerte de coger la tercera litera, la de los equipajes, podría tenderse en ella cuan largo era sin tener que compartirla con dos o tres personas más. La disfrutaría él solo, viajaría tumbado y, si el tumor no le molestaba, ¡su felicidad sería completa! ¡Era un hombre dichoso! ¿De qué podía quejarse?…
Además, el comandante se había ido de la lengua en lo referente a la amnistía…
¡Por fin llegaba la felicidad tan ardientemente invocada! ¡Sí, había llegado, y Oleg, inexplicablemente, no la reconoció!
En resumidas cuentas, ella contaba con Lev, al que nombraba por su diminutivo y le tuteaba. Y, tal vez, con algún otro. Y si no era así, las oportunidades que tenía eran numerosas, porque en la vida de una persona puede surgir otra de modo inopinado.
Cuando vio la luna mañanera, él había confiado en ella. Pero esa luna estaba en decadencia…
Tenía que dirigirse sin pérdida de tiempo al andén, para estar en él mucho antes de que autorizaran a los viajeros a subirse al tren. Así, cuando el convoy entrase vacío en la estación, localizaría su vagón, correría hacia él y se colocaría en la cola. Fue a echar una ojeada al horario. Había un tren con destino opuesto al suyo, el número 75, cuyos viajeros ya habían recibido la orden de acomodarse. Fingiendo llegar jadeante, se abrió paso a empujones hacia la puerta del andén y, con el billete entre los dedos, preguntó a cuantos se ponían por delante, incluyendo al empleado que guardaba la puerta:
—El setenta y cinco, ¿está ya en el andén?… ¿Está ya en el andén?
Parecía asustadísimo de llegar tarde al tren número 75. El verificador de billetes, sin comprobar el suyo, le hizo pasar, empujando el pesado y abultado macuto que colgaba de sus hombros.
Ya dentro del andén, Oleg se puso a pasear con toda tranquilidad. Luego se detuvo y tiró el macuto en un poyo de piedra. Recordaba otro caso igualmente cómico que le aconteció en Stalingrado en 1939, en sus postreros días de libertad. Sucedió después de la firma del tratado con Ribbentrop, pero antes del discurso de Mólotov y de la orden de movilización de los muchachos de diecinueve años. Aquel verano, él y un amigo descendieron por el Volga en lancha. En Stalingrado vendieron la embarcación, y debían regresar en tren para incorporarse a sus estudios. En el viaje de descenso fueron reuniendo numerosos trastos que luego difícilmente podían transportar con las cuatro manos. En la tienda de un apartado lugar, el amigo de Oleg había adquirido un altavoz para la red de radiodifusión, que por entonces no se encontraba en Leningrado. El altavoz era de grandes dimensiones, sin funda, con el tambor al descubierto. Su amigo temía chafarlo en el momento de tomar el tren. Entraron en la estación de Stalingrado e inmediatamente se vieron al final de una larga y compacta cola, amojonada por maletas de madera, sacos y baúles, que ocupaba toda la sala de la estación. No había manera de pasar al andén antes de que lo autorizasen, pues la puerta se vigilaba estrechamente. Sobre ellos pendía la amenaza de dos días y sus respectivas noches de viaje sin sitio donde acostarse. A Oleg se le ocurrió una idea: «Ya hallaremos el modo de trasladar los bártulos al vagón, aunque sea al último». Cogió el altavoz y con paso ligero se encaminó a una puerta accesoria que estaba cerrada. Con ademán significativo mostró a través del cristal el altavoz a la chica que estaba allí de servicio. Le abrió la puerta y Oleg le dijo: «Instalaré este más y habré terminado». La mujer asintió con comprensivo movimiento de cabeza, como si el día entero hubiese rondado por allí trayendo y llevando altavoces. El tren entró en el andén y Oleg tuvo tiempo de subir el primero y ocupar dos literas para equipajes antes que nadie.
Al cabo de dieciséis años, nada había cambiado.
Deambulando por el andén, Oleg vio a otros tan astutos como él. También habían entrado diciendo que iban a un tren que no era el suyo, y ahora estaban a la espera cargados con sus equipajes. No eran pocos, pero, de todos modos, el andén estaba mucho más despejado que el recinto de la estación y que los jardines próximos a ella. También paseaban por él con despreocupación algunos viajeros del tren 75. Eran tipos desenvueltos, de buen porte, que disfrutaban de plazas numeradas que sólo ellos podían ocupar. Había también mujeres que habían sido obsequiadas con ramos de flores, hombres con botellines de cerveza, y algunos, cuyas vidas alcanzaban un nivel inaccesible y casi inexplicable para Oleg, sacaban fotografías. En aquella calurosa tarde primaveral, el largo andén marquesinado le hizo recordar cierto lugar meridional de sus años infantiles. Probablemente, el balneario de Minerálnye Vódy.
En estas, Oleg divisó una oficina de Correos con entrada por el andén. Casi en el mismo andén había un pequeño pupitre de cuatro vertientes para quienes desearan escribir.
Tuvo una idea repentina. Debía hacerlo, y aquel instante era el oportuno, antes de que sus impresiones se dispersasen, se volviesen imprecisas.
Con su mochila a la espalda, se hizo paso a empellones y entró en la oficina. Compró un sobre. Lo pensó mejor y pidió otro y dos hojas de papel, y, luego, una tarjeta postal. Volvió a apartar a la gente para salir al andén. Colocó el macuto con la plancha y las hogazas de pan entre las piernas, se apoyó en el inclinado pupitre y comenzó por lo más fácil, por la tarjeta:
«¡Hola, Diomka!
Sabrás que he estado en el parque zoológico, y he de decirte que es algo digno de verse. Nunca había contemplado nada semejante. Visítalo sin falta. Hay osos blancos, ¿te imaginas? Y cocodrilos, tigres, leones. Tendrás que dedicar un día entero para recorrerlo. En su interior venden empanadas. No dejes de ver el macho cabrío de cornamenta espiriforme, pero míralo con calma, sin precipitarte; obsérvalo de cerca y recapacita. Si ves al antílope nilgó, haz lo mismo… Hay muchos monos que te divertirán. Pero falta uno, el Macaco-Rhesus, al que un hombre malvado arrojó tabaco a los ojos por puro capricho, sin razón alguna, y le dejó ciego.
El tren está a punto de llegar y tengo prisa.
Que recobres la salud y seas un verdadero hombre.
¡Cuento con ello!
Transmite mis mejores deseos a Alexéi Filíppovich. Confio en que también sanará.
Estrecho tu mano.
Oleg».
Escribía con facilidad, pero la pluma fallaba. Todas las que allí estaban a disposición del público tenían las puntas torcidas o estropeadas del todo, arañaban el papel clavándose en él como palas. Así es que, por mucho que se esmerase, la carta ofrecía al final un aspecto desastroso.
Empezaba así:
«¡Zóyenka, mi pequeña abejita!
Le estoy muy agradecido por haber tolerado que rozara con mis labios la auténtica vida. De no ser por aquellos atardeceres, ahora me sentiría totalmente, sí, totalmente escamoteado.
Ha sido usted más juiciosa que yo; en cambio, puedo irme sin remordimientos. Me invitó a visitarla, pero no he ido. ¡Gracias por todo! He pensado que es preferible conformarse con lo que hubo y no echarlo a perder. Recordaré siempre con gratitud todo lo suyo.
¡Sincera y honradamente le deseo el más feliz de los matrimonios!
Oleg».
Venía a ser como en la cárcel. En los días de peticiones oficiales te proveían de la misma porquería vertida en el tintero, de una pluma parecida a aquella y de un trozo de papel más reducido que una tarjeta postal, por el que la tinta se corría y rezumaba a través de él. Puedes escribir todo lo que quieras y a quien quieras.
Oleg repasó la carta, la plegó y la introdujo en el sobre. Quiso cerrarlo (le vino a la memoria una novela detectivesca que leyó en su infancia, en la que todo empezaba con la confusión de unos sobres), pero ¡vano empeño! Sólo un trazo oscuro bordeando la solapa marcaba el sitio donde, según la Oficina Estatal de Sistematización, se presumía que debía haber goma. Pero, naturalmente, no la había.
Oleg, después de elegir, entre las tres plumas, la de punta menos averiada, se quedó meditando en la última carta. Si antes pisaba terreno firme y hasta se sonreía al escribir, ahora todo se le tornó incierto. Estaba convencido de que encabezaría la carta escribiendo: «Vera Komílievna». Pero, en su lugar, escribió:
«¡Querida Vega!
(Todo el tiempo he anhelado llamarla así. Lo haré, por lo menos, ahora).
¿Me permite escribirle con absoluta franqueza, con la franqueza que no hemos empleado en nuestras conversaciones, pese a los pensamientos que abrigábamos? Porque, ¿verdad que no es un paciente cualquiera aquel al que su médico le ofrece su habitación y su lecho?
Varias veces he estado tentado hoy de dirigirme a su casa. Una de ellas llegué hasta su misma puerta. Iba hacia usted emocionado, tan emocionado como si tuviese dieciséis años, lo cual quizá resulte indecoroso en un hombre con biografía como la mía. Me he sentido turbado, cohibido, gozoso y acobardado. Porque se precisan muchos años de peregrinaje para calar en el sentido de “Dios me lo concede”.
Pero tenga en cuenta, Vega, que si la hubiese hallado en casa posiblemente habría dado comienzo algo falso entre nosotros, ¡algo calculado y artificioso! Después anduve paseando y llegué a la conclusión de que era preferible no haberla encontrado. Todo cuanto hasta la fecha ha sufrido usted, y todo cuanto he padecido yo, se puede, por lo menos, reconocer y mencionar. Pero lo que habría surgido entre usted y yo ni siquiera hubiera sido para confesárselo a nadie. Usted, yo, y, entre ambos, esto: una especie de plomizo y decrépito dragón en constante crecimiento.
Soy más viejo que usted, no tanto en años como en experiencia. Créame, pues. Tiene usted razón en todo, absolutamente en todo, en su pasado y en su presente. Lo único que no le es permitido es adivinar su futuro. Quizá no esté de acuerdo conmigo, pero yo le pronostico que, antes de que se aproxime a la indiferente senectud, bendecirá el día en que no compartió mi vida. (No me refiero al destierro. Sobre él se rumorea incluso en voz alta que está llegando a su fin). Ha sacrificado usted media vida como quien sacrifica un corderillo. ¡Apiádese de la otra media!
Ahora, cuando de todos modos me marcho (y si acaba esto del destierro no acudiré a su clínica a reconocimiento ni a posterior tratamiento, lo que quiere decir que estamos despidiéndonos), le haré una revelación: cuando conversábamos de los sentimientos más puros y espirituales, en los que honestamente creía y confiaba, siempre, en todo momento, ansiaba tomarla en mis brazos y besarla en los labios.
Intente comprenderlo.
Y, ahora, sin compromiso, los beso».
Lo mismo sucedía con el segundo sobre. Aparecía el trazo oscuro, pero sin goma. Oleg, por alguna razón, siempre sospechaba que tales deficiencias no eran casuales, sino para ahorrar trabajo a la censura.
A su espalda —todas sus previsiones y su astucia habían resultado vanas— estaban acercando el tren al andén y los pasajeros corrían hacia él.
Cogió la mochila, así como las cartas, y, a codazos, se metió en la oficina de Correos.
—¿Dónde está la goma? ¿Tiene usted la goma?
—La gente se la lleva —le aclaró la chica que le miró y puso indecisa un tarrito ante él—. ¡Péguela aquí mismo, delante de mí! Sin apartarse.
Dentro de la espesa y negra goma había un pincelito de los que usan los escolares, con su cuerpecillo fusiforme cubierto de zurrapas de goma, frescas las unas y resecas las otras. Casi no había por dónde cogerlo. Para aplicar la goma era preciso pasar todo el mango, como si fuese una sierra, por la orilla de la solapa del sobre. Después tuvo que quitar el sobrante con los dedos, cerrarlo y, finalmente, limpiar, también con los dedos, los churretes de goma que habían fluido al presionar el papel.
Y, mientras tanto, la gente corría.
Después entregó la goma a la joven, tomó el macuto (que lo conservó permanentemente entre las piernas para que no se lo hurtasen), depositó las cartas en el buzón y salió a escape.
Parecía que sus piernas no podían dar más de sí, que no tenía fuerzas, pero ¡vaya modo de apretar los talones!
Sorteando a los que arrastraban abultados fardos desde la entrada principal a la plataforma de facturación, llegó raudo a su vagón, ocupando aproximadamente el vigésimo puesto en la cola. Pero, a los que ya estaban allí, se fueron agregando algunos familiares, de modo que tal vez su lugar fuera el trigésimo. Ya no podía aspirar a la segunda litera que, por otro lado, tampoco le convenía, dada la longitud de sus piernas. Lo que sí encontraría libre sería el compartimento de equipajes.
Todo el mundo portaba cestos de tipo similar y cubos. ¿Llevarían en ellos las primeras verduras? ¿Irían con destino a Karagandá para, como Chály dijera, enmendar los yerros del sistema de abastecimiento?
Un vejete de pelo blanco, empleado del vagón, daba gritos al gentío exhortándole a formar fila a lo largo del vagón, a que no intentaran colarse, pues habría sitio para todo el mundo. Se notaba que esto último lo decía sin mucho convencimiento. Detrás de Oleg la cola crecía por momentos. Oleg se percató en el acto de una maniobra que temía se produjera: la maniobra de algunos de desbaratar la fila abriéndose paso a través de ella para subir los primeros. El iniciador fue un individuo belicoso y gesticulador, cuya treta le permitió aproximarse a la misma puerta del vagón. Cualquier profano le habría tomado por chiflado y, en consideración a su estado psíquico, no hubiese tenido inconveniente en dejarle pasar. Mas Oleg inmediatamente reconoció en él a un preso común por sus características maneras de amedrentar a la gente. Y en pos del vocinglero sujeto presionaban protestando otros más normales y pacíficos: «¿Por qué no podemos subir nosotros y ese sí?».
También Oleg, naturalmente, hubiese podido valerse de la misma estratagema para asegurarse una litera. Pero tantos años de argucias le tenían hastiado; quería actuar honestamente, con orden, tal como recomendaba el viejo empleado del tren.
Este, de todos modos, no cedía el paso al bravucón, quien arremetía contra él empujándole en el pecho y haciendo uso de un lenguaje pasmosamente soez con la naturalidad de quien pronuncia las palabras más corrientes del léxico. Y en la cola ya empezaban algunos murmullos compasivos:
—¡Qué pase! ¡Es un hombre enfermo!
Oleg, entonces, abandonó como una centella su sitio. En unas zancadas se plantó ante el pendenciero y en su mismo oído, sin compadecerse de su tímpano, le vociferó:
—¡Eh, tú! ¡Que yo también soy de allí!
El otro se apartó, frotándose la oreja.
—¿De dónde?
De sobra sabía Oleg lo débil que estaba para meterse en peleas; tampoco ignoraba que sus últimas fuerzas se agotaban ya. Pero, por lo que pudiera suceder, tenía desembarazados sus dos largos brazos, mientras el bravucón tenía uno ocupado con una cesta. Se encaró arrogante con él y, contrariamente a como le hablara antes, le dijo en tono bajo y significativo:
—De allí donde noventa y nueve lloran y uno ríe.
La gente de la cola no comprendía la medicina que le habían suministrado al belicoso, pero vio que se le bajaban los humos, que parpadeaba y que respondía al larguirucho con abrigo militar:
—No, si no digo nada. Por mí, puedes subir si quieres.
Pero Oleg se quedó allí de pie junto al bravucón y al empleado del tren. En el peor de los casos, no estaba mal situado para meterse en el vagón. Sin embargo, los atacantes se fueron retirando a sus respectivos puestos en la cola.
—Bien, de acuerdo —accedió a regañadientes el belicoso—. Esperaremos.
Y ante ellos pasaron viajeros cargados con cestos y cubos. Bajo un trozo de saco asomaba a veces un rábano rosado violáceo, gordo y alargado. Dos de cada tres personas enseñaban billetes con rumbo a Karagandá. ¡Y para esa clase de gente había impuesto Oleg orden en la cola! También subían al tren viajeros normales y corrientes, incluida una mujer de respetable aspecto, con chaqueta azul. En cuanto Oleg se metió en el vagón, el alborotador le siguió imperturbable.
Oleg recorría el vagón con paso rápido, cuando descubrió una litera para equipajes, cómoda por su disposición y casi vacía.
—¡Bien! —anunció—. Esta cestita la cambiaremos ahora de lugar.
—¿Adónde? ¿Cuál? —se alarmó cierto individuo cojo, pero de robusta complexión.
—¡Esa! —le contestó Oleg desde arriba—. No hay sitio para que las personas se acuesten.
Se instaló enseguida. De momento, puso el macuto a la cabecera tras sacar la plancha de él; se quitó el abrigo y lo extendió en la tabla, y se despojó de la guerrera. Allí arriba podía permitírselo todo. Y, por fin, se tumbó para reposar. Sus piernas, enfundadas en botas del cuarenta y cuatro, pendían hasta media pantorrilla sobre el pasillo del vagón, pero tan alto que a nadie molestaban.
Abajo también se acomodaban y, más apaciguados, los viajeros iban trabando conocimiento unos con otros.
El cojo resultó ser un tipo sociable. Contó que había sido asistente de veterinario.
—¿Y por qué abandonó su profesión? —le preguntó alguien, sorprendido.
—¡Qué quiere! Prefiero vivir de la pensión de inválido y traficar con verduras que responder en el banquillo por la muerte de cada ovejuela —explicó el cojo a viva voz.
—¿Qué hay de malo en ello? —intervino la mujer de la chaqueta azul—. En tiempo de Beria perseguían a los que traficaban con verduras y frutas. Ahora sólo detienen a los que negocian con artículos manufacturados.
Probablemente el sol enviaba ya sus últimos rayos, pero estos quedaban ocultos por el edificio de la estación. En los asientos de abajo todavía se disfrutaba de cierta claridad, pero arriba, donde estaba Oleg, predominaban las tinieblas. Los viajeros de primera clase y los del coche-cama paseaban por el andén, mientras los del vagón de tercera seguían sentados en el sitio que habían logrado ocupar o se afanaban por buscar lugar para sus bultos. Oleg se estiró cuan largo era. ¡Se estaba tan bien así! ¡Con lo terrible que era viajar dos días y dos noches con las piernas encogidas en los trenes de mercancías que utilizaban para el traslado de presos! En un compartimiento como aquel viajaban mal 19 personas, pero si fuesen 23 viajarían aún peor.
Otros no sobrevivieron. Él, sí. Y no había muerto de cáncer. Y el destierro se resquebrajaba ya como la cáscara del huevo.
Recordó el consejo del comandante de que se casara. Pronto le aconsejarían todos lo mismo.
¡Qué bien se estaba tumbado! ¡Qué bien!
Pero cuando el tren se estremeció y se puso en marcha, en el punto más importante de su pecho —allí donde se encuentra el corazón o donde está el alma— sintió un zarpazo que le tiraba hacia lo que dejaba. Se dio la vuelta, y se echó de bruces sobre el abrigo, y apretó su rostro crispado contra el anguloso macuto que contenía las hogazas de pan.
El tren corría. Las botas de Kostoglótov, como muertas, se bamboleaban sobre el pasillo con las punteras hacia abajo.
1963-1967