Ese mismo día rompió a llover. Toda la noche cayó agua acompañada de viento, y descendió la temperatura. En la madrugada del jueves la lluvia cayó mezclada con nieve y todos los que en la clínica pronosticaron que la primavera había llegado y abrieron las ventanas —entre ellos Kostoglótov— se despertaron mojados. Pero a partir del mediodía del mismo jueves dejó de caer nieve, cesó la lluvia y amainó el viento, quedando el tiempo en calma, nublado y frío.
A la hora del crepúsculo, una estrecha banda dorada iluminó el confín occidental del cielo.
Y el viernes, fecha en que Rusánov abandonaba la clínica, amaneció un cielo sin nubes y el sol temprano fue secando los grandes charcos de asfalto y los terrosos senderos que cruzaban el césped.
Todos presintieron que con ello comenzaba la verdadera e irrevocable primavera. Arrancaron el papel que tapaba las rendijas de las ventanas, giraron las fallebas y las abrieron de par en par, yéndose al suelo la seca masilla que las sanitarias se encargarían de barrer.
Pável Nikoláyevich, que no había hecho entrega de sus pertenencias en el depósito y que tampoco había usado nada de la clínica, era libre de marcharse a cualquier hora del día. Inmediatamente después del desayuno llegaron a recogerle.
¡Qué sorpresa! ¡Venía Lávrik conduciendo el coche! La víspera había obtenido su carnet de conducir. Esa misma víspera comenzaron las vacaciones escolares, que Lávrik disfrutaría en veladas y tertulias con los amigos y Maika saliendo de paseo con sus amigas. Por eso sus hijos menores estaban tan jubilosos. Con ellos dos, sin los mayores, llegó también Kapitolina Matvéyevna. Lávrik había advertido a su madre que después de recoger a su padre llevaría a los amigos a dar una vuelta en el coche. Debía demostrar su pericia como conductor, su seguridad ante al volante sin la ayuda de Yura.
Como una película que giraba hacia atrás, se repitió todo el proceso en sentido inverso, pero ¡cuánto más grato! Pável Nikoláyevich entró en el cuartucho de la enfermera jefe en pijama y salió de él ataviado con su traje gris. El ufano Lávrik, un agraciado y avispado muchacho, lucía un impecable traje azul marino que le daba apariencia de hombre hecho y derecho. Cuando no armaba jaleo con Maika, en el vestíbulo se entretenía sin parar haciendo girar orgullosamente en su dedo la correa de la que colgaba la llave del coche.
—¿Has cerrado todas las puertas? —le preguntó Maika.
—Todas.
—¿Y has subido los cristales?
—Vete y compruébalo.
Maika salió corriendo, haciendo temblar sus oscuros rizos, y al regresar informó:
—Todo está en orden —y, en el acto, con expresión alarmada, dijo—: ¿Has cerrado el portaequipajes?
—Vete y compruébalo.
Y volvió a salir corriendo.
En el vestíbulo de entrada, igual que el día de su ingreso, se veía gente con tarritos que contenían un líquido amarillento con destino al laboratorio. Había, asimismo, personas de semblante inexpresivo que, sentadas con desánimo en los bancos, aguardaban la concesión de una plaza para hospitalizarse. También había alguno tendido en los asientos. Pável Nikoláyevich contemplaba el cuadro con benévola condescendencia. Él había demostrado ser hombre de coraje, más fuerte que las circunstancias.
Lávrik cargó con la maleta de su padre. Kapa, con abrigo de entretiempo color albaricoque y de muchos botones de gran tamaño, con su melena cobriza y rejuvenecida por la alegría, dirigió a la enfermera jefe un cabeceo de despedida y salió del brazo de su esposo. Maika se colgó del otro brazo de su padre.
—Pero ¡mírala, mírala qué gorro lleva! ¡Es nuevo, a rayas!
—¡Pasha! ¡Pasha! —gritaron a su espalda.
Se volvieron.
Era Chály, que salía del pasillo del departamento de cirugía. Ofrecía un aspecto magnífico, animoso, y ya no tenía la palidez de antes. El pijama y las zapatillas de la clínica eran lo único que le delataban como paciente.
Pável Nikoláyevich le estrechó gozosamente la mano y luego dijo:
—Kapa, te presento al héroe del frente clínico. ¡Le han achicado el estómago y ahí le tienes tan risueño!
Al ser presentado a Kapitolina Matvéyevna y saludarla, Chály chocó con cierta elegancia sus talones e inclinó la cabeza a un lado, en parte con deferencia, en parte con teatralidad.
—¡Tu teléfono, Pasha! ¡Dame el número! —Chály insistió.
Pável Nikoláyevich simuló aturullarse al traspasar la puerta y no haberle oído. Chály era un buen sujeto, pero, de todos modos, pertenecía a otro círculo, tenía otros conceptos de la vida y quizá no fuera muy respetable relacionarse con él. Rusánov buscaba el modo más diplomático de negárselo.
Salieron al porche y Chály reparó inmediatamente en el Moskvich, que Lávrik ya tenía preparado para arrancar. Chály lo miró con aprecio y, sin preguntarle si era suyo, le espetó:
—¿Cuántos miles lleva recorridos?
—No ha llegado aún a los quince.
—¿Cómo tiene, pues, las cubiertas tan gastadas?
—Han resultado malas… Así trabajan los chapuceros que las fabrican.
—¿Quieres que te consiga otras?
—¿Puedes hacerlo? ¡Te lo agradecería, Maxim!
—¡Naturalmente! ¡Sin esfuerzo alguno! Escribe, escribe mi número de teléfono —le incitaba, empotrando su dedo en el pecho de Rusánov—. Te garantizo que las tendrás en una semana a partir del día que salga de aquí.
¡No tuvo ya necesidad de inventar excusas! Pável Nikoláyevich arrancó una hoja de su librito de notas y escribió en ella el número de teléfono de su oficina y el de su casa.
—Está bien. ¡Ya nos comunicaremos por teléfono! —se despidió Maxim.
Maika saltó a la delantera del coche y sus padres se sentaron atrás.
—¡Seguiremos siendo amigos! —les exhortó Maxim como último adiós.
Las portezuelas se cerraron de golpe.
—¡Seguiremos disfrutando de la vida! —les gritó finalmente Maxim, con el brazo en alto como si hiciese el saludo del «Frente Rojo».
—¿Qué? —Lávrik examinaba a Maika—. ¿Qué hay que hacer ahora? ¿Meter la marcha?
—¡No! Primero debes asegurarte de que no hay ninguna marcha puesta —cotorreó Maika.
Partieron salpicando el agua de algunos charcos y dieron vuelta a la esquina del pabellón ortopédico. Ante ellos, justo por en medio de la calzada asfaltada, un alto y desvaído paciente con bata gris y botas paseaba sin prisas.
—¡Dale un buen bocinazo a ese! —indicó Pável Nikoláyevich a su hijo en cuanto le reconoció.
Lávrik dio un bocinazo corto y penetrante. El larguirucho se echó bruscamente a un lado y se volvió a mirarlos. Lávrik pasó a todo gas a diez centímetros de él.
—Le puse el apodo de Roedor. ¡Si supierais lo envidioso y desagradable que llega a ser ese tipo! Tú ya le conocías, ¿verdad, Kapa?
—¡No sé de qué te asombras, Pásik! —suspiró Kapa—. Junto a la dicha está la envidia. Si deseas ser feliz, no te verás libre de envidiosos.
—Es un enemigo de clase —gruñó Rusánov—. En otras circunstancias…
—Entonces tendría que haberle atropellado. ¿Para qué me has dicho que tocara? —rio Lávrik, y por un instante volvió la cabeza.
—¡Haz el favor de no mirar para atrás! —Kapitolina Matvéyevna se asustó.
Y tenía razón. El coche dio un brusco bandazo.
—¡No oses volver la cabeza! —remedó Maika con sonora sonrisa—. Yo sí puedo hacerlo, ¿verdad, mamá?
Y echaba su cabecita hacia el respaldo, ladeándola ya a la derecha, ya a la izquierda.
—No le daré permiso para pasear a sus amigas en el coche. ¡Así aprenderá!
Cuando salían del centro médico, Kapa bajó el cristal y arrojó por la ventanilla algo menudo, diciendo:
—¡Que no regresemos nunca a este maldito lugar! ¡No os volváis ninguno para mirar atrás!
Kostoglótov soltó en pos de ellos una larga sarta de tacos.
Sacó en conclusión que era lo mejor que también podía hacer él: pedir el alta mañana, a primera hora, sin falta, porque no le convenía irse a mitad del día, como acostumbraban los pacientes que dejaban la clínica, pues no tendría tiempo para nada.
Le habían prometido que al día siguiente le darían de alta.
Hoy el tiempo era delicioso, soleado. El ambiente se caldeaba con rapidez y la humedad desaparecía. Quizás en Ush-Terek también hacía buen tiempo, y estarían ya cavando los huertos y limpiando los canales de riego.
Paseaba dando rienda suelta a su fantasía. ¡Qué felicidad! Había partido de Ush-Terek con fríos gélidos y sin esperanzas de sobrevivir, y ahora regresaría con la primavera en todo su esplendor. Podría plantar su huerta, lo cual le depararía un enorme gozo: introducir algo en la tierra y ver luego cómo brotaba.
Aunque en todas las huertas trabajan en parejas y él estaría solo.
Y mientras paseaba tuvo una idea: dirigirse a la enfermera jefe. Ya había pasado la época en que Mita le rechazaba insistentemente con su «No hay vacantes» en la clínica. Eran ya viejos conocidos.
La halló sentada en su cuchitril del vano de la escalera. Como no tenía ventana, Mita se alumbraba con luz eléctrica en su tarea de clasificar en montones las fichas del registro. Después del paseo al aire libre, el ambiente que allí se respiraba resultó intolerable para los ojos y los pulmones de Oleg.
Kostoglótov, encorvándose, se coló por la exigua puertecilla y dijo:
—¡Mita! Tengo que pedirle un favor. Es de suma importancia.
Mita alzó el rostro alargado, anguloso, desproporcionado de nacimiento. Hasta los cuarenta años ningún hombre había sentido deseos de besarlo, de acariciarlo con la mano, de modo que jamás se reflejó en él ninguna ternura que hubiera podido suavizarlo. Y Mita quedó convertida en una acémila laboriosa.
—¿De qué se trata?
—Mañana me dan el alta.
—¡Me alegro muchísimo por usted!
En el fondo era una mujer de corazón sensible, sólo a primera vista parecía adusta.
—El problema no es ese, sino que tengo que resolver muchos asuntos en la ciudad durante el día y ponerme en ruta la misma noche. Como tardan tanto en devolver la ropa del depósito, ¿no habría manera, Mítochka, de hacer lo siguiente? Sacar hoy mis bártulos, guardarlos en cualquier sitio, y así mañana por la mañana me mudaría enseguida de ropa y me marcharía temprano.
—¡Oh, temo que no sea posible! —suspiró Mita—. Si Nizamutdín se enterara…
—¡No se enterará! Comprendo que es una infracción de las reglas, pero, Mítochka, ¡el hombre sólo puede vivir entre infracciones!
—¿Y si mañana, inesperadamente, no le diesen el alta?
—Vera Kornílievna me lo ha asegurado.
—De todos modos, debe cerciorarse y preguntárselo de nuevo.
—De acuerdo. Ahora mismo iré a verla.
—Qué, ¿no conoce la noticia?
—No. ¿Qué noticia?
—Dicen que hacia final de año nos habrán liberado a todos. ¡Lo aseguran como cosa decidida!
Su cara sin atractivos se agració al referirse a este rumor.
—¿A quién? ¿A nosotros? ¿A ustedes?
Quería decir a los deportados por motivo personal, a los deportados por motivos de nacionalidad.
—Por lo visto, a nosotros y a ustedes. ¿No lo cree? —Y esperaba recelosa su opinión.
Oleg se rascó la coronilla, contrajo el rostro y cerró completamente un ojo.
—Es posible. No está descartado. Pero he oído en mi vida tantos rumores falsos que mis oídos ya se niegan a escucharlos.
—¡Pero ahora se comenta como cosa hecha!
Deseaba tanto creer en ello que no podía decepcionarla.
Oleg acopló el labio inferior sobre el superior, quedando unos instantes pensativo. Algo, ciertamente, se estaba fraguando. El Tribunal Supremo había saltado, pero los acontecimientos no se precipitaban; hacía un mes y nada había vuelto a ocurrir. El escepticismo se apoderó nuevamente de él. La Historia es demasiado lenta para nuestras vidas, para nuestro corazón.
—Pues que Dios lo quiera —dijo en consideración a ella—. ¿Y qué hará usted en ese caso? ¿Se irá de aquí?
—No lo sé —declaró Mita casi sin voz, extendiendo sus dedos de grandes uñas sobre las fastidiosas y manoseadas fichas.
—Es usted de por los alrededores de Salsk, ¿no?
—Sí, de allí.
—¿Y cree que viviría mejor?
—Significaría la li-ber-tad —musitó ella.
¿No sería más exacto que aún alimentaba esperanzas de casarse en su tierra?
Oleg fue en busca de Vera Kornílievna. No pudo localizarla enseguida. O estaba ocupada en el departamento de rayos o con los cirujanos. Por fin la divisó cuando iba por el pasillo acompañada de Lev Leonídovich, y corrió a darles alcance.
—¡Vera Kornílievna! ¿Podría concederme un minuto?
Le agradaba dirigirse a ella, decir algo especialmente para ella. Notó que su voz no era la misma que cuando hablaba con otras personas.
Ella se volvió. La inercia de su constante ajetreo se manifestaba claramente en su inclinado busto, en la postura de sus manos, en la preocupación de su semblante. Pero, fiel a la inalterable atención hacia todos, se detuvo en el acto.
—Sí…
No agregó «Kostoglótov». Sólo pronunciaba su apellido cuando hablaban ante terceras personas, médicos o enfermeras. Directamente no le nombraba de ningún modo.
—Vera Kornílievna, tengo que pedirle un gran favor. ¿Podría asegurarle a Mita que mañana me marcho?
—¿Para qué?
—Es necesario. Es que mañana mismo por la noche debo tomar el tren, pero antes…
—Oye, Lev, puedes irte. Ahora iré para allá.
Y Lev Leonídovich se fue con paso balanceante, el cuerpo arqueado, las manos hundidas en los bolsillos delanteros de la bata y la espalda ceñida por las cintas. Entretanto, Vera Kornílievna le decía a Oleg:
—Venga a mi despacho.
Y abrió la marcha delante de él, grácil en sus armónicas formas.
Le condujo al gabinete de rayos, al mismo en el que había discutido tan porfiadamente en cierta ocasión con Dontsova. Se instaló ante la misma mesa mal cepillada y le invitó a tomar asiento allí mismo. Pero él prefirió seguir de pie.
Estaban solos. El sol entraba oblicuamente en la habitación formando una columna de oro de danzarinas partículas de polvo y arrancaba reflejos en las piezas niqueladas de los aparatos. Aunque se entornaran los párpados y el ambiente era grato, hería la claridad.
—¿Y si mañana no dispusiera de tiempo para formalizarle el alta? No olvide que debo escribir también la epicrisis.
No alcanzaba a comprender si sus palabras eran estrictamente oficiales o encerraban cierta picardía.
—Epi… ¿qué?
—Epicrisis, o sea, una síntesis del curso y consecuencias de su tratamiento. Y mientras la epicrisis no esté redactada, no podrá irse.
¡Cuántos quehaceres se acumulaban sobre tan delicados hombros! De todas partes reclamaban su presencia, la esperaban, y él estaba importunándola cuando todavía tenía que escribir esa epicrisis.
Estaba resplandeciente. No sólo su cuerpo, abarcado por los dispersos abanicos de brillante luz, sino también su mirada resplandecía en un sentimiento de bondadosa amistad, de ternura incluso.
—¿Acaso quiere ponerse en camino inmediatamente?
—No es que lo quiera, al contrario. Con gusto me quedaría, pero no tengo dónde dormir y no tengo ningún deseo de pasar una noche en la estación.
—Sí, ya sé que no puede irse a un hotel —movió la cabeza y frunció el entrecejo—: Es una mala suerte que la sanitaria que suele hospedar a los pacientes no haya venido al trabajo. ¿Qué podríamos hacer?… —y estirándose, mordiscándose el labio superior con la hilera inferior de dientes, se puso a dibujar en un papel que tenía ante sí algo semejante a esos bollitos en forma de ocho—. ¿Sabe usted…? En realidad… podría quedarse a pasar la noche en… en mi casa.
¿Qué? ¿Le había dicho ella eso? ¿No sería una ilusión de sus oídos? ¿Cómo hacérselo repetir?
Sus mejillas se sonrosaron visiblemente y siguió rehuyendo la mirada de él. Lo había dicho con toda sencillez, como si el hecho de que un enfermo pasara la noche en casa de su doctor fuese la cosa más corriente del mundo.
—Precisamente mañana será un día excepcional para mí. Vendré a la clínica pronto y sólo estaré aquí un par de horas. Iré a casa y después de la comida volveré a salir… No tendré dificultad en pasar la noche en el domicilio de unos amigos…
Por fin le miró. Tenía las mejillas ardientes, pero sus ojos eran límpidos, inocentes. ¿La comprendía bien? ¿Era digno de lo que le ofrecía?
Oleg, sencillamente, no sabía interpretarlo. ¿Acaso uno puede comprender cuando una mujer habla así?… Su oferta podía entrañar mucho o nada. Pero él no reflexionó, no tenía tiempo para ello. Ella continuaba aguardando, fija en él su complacida mirada.
—Gracias… —articuló él—. Sería… desde luego maravilloso —había olvidado del todo, según le enseñaron cien años atrás, en su infancia, a comportarse con galantería, a responder con gentileza—. Sería espléndido… Pero ¿cómo voy a privarla de su…? Mi conciencia no lo consentiría.
—No se preocupe —dijo Vega con persuasiva sonrisa—. Y si quiere quedarse dos o tres días más, también hallaríamos el modo de arreglarlo. Le entristece abandonar la ciudad, ¿verdad?
—Sí, claro que me entristece… Pero, en ese caso, el certificado de alta tendría que llevar la fecha de pasado mañana en lugar de la de mañana, pues la Comandancia me importunaría por no haberme ido.
Y hasta me encarcelarían de nuevo.
—Bien, bien. Haremos trampa. Vamos a ver, diremos a Mita que se va hoy, el alta se la daremos mañana y en el certificado escribiremos la fecha de pasado mañana, ¿exacto? ¡Es usted un hombre realmente complicado!
Pero las complicaciones no impresionaban a sus ojos que sonreían.
—¿Que soy complicado, Vera Kornílievna? Lo complicado es el sistema. Necesito dos certificados, no puedo pasarme con uno como el resto de la gente.
—¿Por qué?
—Con uno se queda la Comandancia como justificante de mi viaje. El otro es para mí.
(Aunque, quizá, no entregaría ninguno a la Comandancia, donde alegaría que sólo tenía uno y necesitaba quedarse con él. Después de cuanto había sufrido por hacerse con el certificado, ¿iba a desprenderse de él?).
—Necesitará otro para la estación —y anotó algunas palabras en la hoja de papel—. Aquí tiene mi dirección. ¿Le explico cómo hallarla?
—Ya la encontraré, Vera Kornílievna.
(¿Lo pensaría en serio? ¿Le invitaba verdaderamente?).
—Y… aquí —al papel con su dirección unió varias hojas alargadas que ya tenía escritas—, aquí tiene las recetas de que le habló Liudmila Afanásievna. Son todas iguales, para que pueda adquirir la medicina en varias veces.
¡Oh! ¡Aquellas recetas!
Y ella se las ofrecía como algo fútil, como una insignificante adición a las señas. En los dos meses que le estuvo tratando se las ingenió a la perfección para no tocar ni una sola vez el tema.
Lo cual, seguramente, era obrar con tacto.
Ella se levantó y se encaminó a la puerta.
La aguardaban sus obligaciones. Y Lev esperaba…
De repente la vio inmersa en los dispersos abanicos de luz que inundaban la sala: toda blanca, frágil, de menguado talle, le impresionó como si la viera por primera vez. ¡Y, además, tan comprensiva, tan afectuosa y tan imprescindible! ¡Como si la viera, justamente, por primera vez!
El corazón se le colmó de una gran alegría y de anhelos de sincerarse:
—Vera Kornílievna, ¿por qué ha estado disgustada conmigo durante tanto tiempo?
Desde el cerco de luz que la enmarcaba, le miró con una sonrisa que a él se le antojó omnisciente.
—¿Es que no ha sido culpable en nada?
—No.
—¿En nada?
—¡Absolutamente en nada!
—Intente hacer memoria.
—No puedo recordar… Insinúeme algo.
—Debo irme…
Tenía la llave en la mano. Era el momento de salir, cerrar la puerta e irse. ¡Con lo bien que estaba a su lado! ¡Las veinticuatro horas del día se las pasaría de pie junto a ella!
Menudita, se alejó pasillo adelante, y él, allí plantado, la siguió con la mirada.
Luego salió directamente a reanudar sus paseos. La primavera se presentaba exuberante y no se cansaba de admirarla. Deambuló dos horas sin meta fija, haciendo acopio de aire y de calor. Le entristecía abandonar ese jardín, en el que no era más que un interno. Le apenaba que las acacias japonesas florecieran en su ausencia y también que las tardías hojas de los robles despuntaran cuando él estuviera lejos de allí.
Hoy, incomprensiblemente, no le atacaban las náuseas ni la debilidad. De buena gana se hubiera puesto a cavar la tierra. Ansiaba algo, algo. Pero ignoraba qué. Reparó en que su dedo pulgar tanteaba el índice demandando el cigarrillo. ¡De ninguna manera! ¡No volvería a fumar aunque soñara con el tabaco! Había dejado el vicio, ¡y se acabó!
Cansado de andar se fue hacia Mita. ¡Esta Mita era estupenda! Ya había retirado del depósito el macuto de Oleg y lo tenía escondido en el baño. La llave del baño estaría en poder de la anciana auxiliar sanitaria que entraría a trabajar en el turno de la tarde. Al final del día debería pasar por el registro de admisión para recoger los certificados.
Su salida del hospital parecía ya inminente.
Inició el ascenso de la escalera. No sería la última vez que subía por ella, pero sí una de las últimas.
Arriba se encontró con Zoya.
—¿Qué hay, Oleg? ¿Cómo van las cosas? —le preguntó con desenvoltura.
Se comportaba con absoluta naturalidad; hablaba con el tono sincero que presta la sencillez, como si nada hubiese ocurrido entre ellos; ni cariñosos apelativos, ni el baile de El vagabundo, ni el balón de oxígeno.
Y, tal vez, tuviera razón. ¿Para qué conservarlo permanentemente en la memoria? ¿Para qué mencionarlo? ¿Para qué enfadarse?
Cierta noche de su guardia nocturna, él no acudió a su lado a matar el tiempo; se acostó. Otra noche ella, como si no hubiera pasado nada, se acercó a él con la jeringuilla; y él se colocó en la postura adecuada para que le pusiera la inyección. Y lo que brotó entre ellos, tan tenso como la almohadilla de oxígeno que en una ocasión portaron entre los dos, empezó repentinamente a remitir hasta quedar convertido en nada. Sólo perduró el amistoso saludo:
—¿Qué hay, Oleg? ¿Cómo van las cosas?
Él apoyó en el respaldo de la silla sus proporcionadas y largas manos, agachó su negra pelambrera:
—Glóbulos blancos, dos mil ochocientos. Dos días sin aplicarme rayos. Mañana me dan de alta.
—¿Mañana ya? —ella revoloteó sus doradas pestañas—. ¡Mi enhorabuena! ¡Le felicito!
—¿Hay motivo para felicitarme?
—¡Es usted un desagradecido! —Zoya agitó la cabeza—. Recuerde bien el día en que llegó, cuando le instalaron en el rellano. ¿Pensaba entonces que viviría más de una semana?
También era cierto.
Zoya, sin ningún género de dudas, era una excelente chica: alegre, trabajadora, sincera, que decía lo que pensaba. Si eliminaba cierta incomodidad que reinaba entre los dos, la sensación de recíproco engaño, y si partían de terreno despejado, ¿qué les impediría ser amigos?
—Sí, es verdad —sonrió él.
—Sí, es verdad —repitió ella con otra sonrisa.
No volvió a recordarle el moulinet.
Y eso era todo. Seguiría haciendo guardias de noche en la clínica cuatro veces por semana. Estudiaría los libros de texto y bordaría de vez en cuando. Y allá en la ciudad buscaría, después de los bailes, la oscuridad, acompañada de alguien…
No podía enfadarse con ella porque tuviese veintitrés años, porque estuviese sana, sana hasta la última célula y la última gota de sangre.
—¡Buena suerte! —le deseó sin el menor resentimiento.
Y se fue. De repente, con idéntica volubilidad y sencillez, le llamó:
—¡Eh, Oleg!
Él se dio la vuelta.
—¿Quizá no tenga usted dónde pasar la noche? Anote la dirección de mi casa.
(¿Cómo? ¿También ella?).
Oleg estaba perplejo. Aquello rebasaba los límites de su entendimiento.
—Tiene la ventaja de estar muy cerca de la parada del tranvía. Mi abuela y yo vivimos solas, pero tenemos dos habitaciones.
—¡Muchas, muchísimas gracias! —le agradeció, tomando confuso el trocito de papel que le tendía—. Pero, no es probable que vaya… Bueno, si no tuviese más remedio…
—¿Quién sabe? —ella se sonrió.
En resumen, era más fácil orientarse en la taiga que comprender a las mujeres.
Dio dos pasos más y vio a Sibgátov, que yacía muy triste, tumbado de espaldas en el duro catre del rincón del vestíbulo donde olía a humedad. Incluso hoy, día extremadamente soleado, sólo penetraban en él débiles reverberaciones.
Sibgátov miraba al techo sin apartar la vista de él.
En los dos meses últimos había adelgazado mucho.
Kostoglótov tomó asiento a su lado en el borde del jergón.
—Sharaf, corren insistentes rumores de que pronto amnistiarán a todos los desterrados. A los «especiales» y a los «administrativos».
Sharaf, sin mover la cabeza, desvió la vista en dirección a Oleg. Daba la impresión de no haber captado lo que Oleg le decía, de haber oído sólo su voz.
—¿Me oyes? A vosotros y a nosotros. Lo aseguran con certidumbre.
Pero él no lo entendía.
—¿No lo crees? ¿No confías en que podrás irte a tu casa?
Sibgátov retornó los ojos a su techo. Entreabrió los indiferentes labios:
—En lo que a mí respecta, tendría que haber ocurrido antes.
Oleg depositó su mano sobre una de las suyas, que descansaba encima de su pecho, como la de un muerto.
Nelia pasó junto a ellos y entró garbosa en la sala.
—¿Ha quedado algún plato? —miró a su alrededor—: ¡Eh, tú! ¡El del tupé! ¿Por qué no comes? ¡Venga, vacía el plato! ¿Piensas que vamos a esperar por ti?
¡Inaudito! Kostoglótov había dejado pasar inadvertidamente la hora de la comida. Se le había ido el santo al cielo. Empero, algo no entendía:
—¿Y tú qué tienes que ver con eso?
—¿Cómo que qué? ¡Ahora soy repartidora de la comida! —declaró orgullosamente Nelia—. ¿No ves qué bata tan limpita llevo?
Oleg se levantó para ir a tomar el último almuerzo que comería en la clínica. Insidiosos, invisibles y silenciosos, los rayos X habían extinguido en él todo apetito. Pero el código de los penados prohibía dejar nada en la escudilla.
—¡Venga, venga, acaba pronto! —le ordenó Nelia.
No sólo vestía distinta bata, sino también llevaba sus bucles rizados de manera diferente.
—¡Vaya! ¡Cómo has cambiado! —se asombró Kostoglótov.
—¡Pues qué te creías! ¡Tendría que ser tonta para seguir arrastrándome por los suelos por trescientos cincuenta rublos! Y, encima, no comer lo suficiente…