31

Había notado, y persistía en él, cierta tensión interna, que no le molestaba; más bien le producía optimismo. Apreciaba incluso el punto exacto de su ubicación: en la parte delantera del pecho bajo los huesos. Esta tensión le causaba una ligera dilatación, como si le insuflaran aire templado, y una agradable astricción. Y también le parecía que le sonaba dentro, aunque no con los sonidos terrenales que nuestros oídos captan.

Era un sentimiento distinto al que en las noches de las pasadas semanas le empujara hacia Zoya, y que no lo percibía en el pecho.

Llevaba esa tensión dentro de sí, la cuidaba y la escuchaba sin cesar. Entonces recordó que ya la había conocido en su juventud y que la había olvidado por completo. ¿Qué clase de sentimiento era? ¿Hasta qué extremo sería invariable? ¿No sería engañoso? ¿Dependería por entero de la mujer que lo había suscitado o dependía, además, del enigma consustancial a la ausencia de intimidad con dicha mujer que no había sido suya y luego se desvanecería?

Aunque ahora la expresión «ausencia de intimidad» carecía para él de todo sentido.

¿O lo tenía, pese a todo?… El sentimiento que albergaba su pecho era la única esperanza que le quedaba. Por eso, Oleg lo guardaba con tanta solicitud, porque era el principal aliciente, el mejor ornato de su vida. Estaba asombrado de lo que le acontecía: la presencia de Vega era suficiente para prestar interés y color al pabellón de cáncer, el cual, gracias a la amistad que los unía, perdía por completo su índole desoladora. Oleg la veía poco, a veces sólo de pasada. Pocos días antes, le habían hecho otra transfusión de sangre. Volvieron a charlar con agrado, aunque sin espontaneidad porque, además, se hallaba presente la enfermera.

Después de haber anhelado tanto abandonar la clínica, ahora que estaba próximo el momento de la partida, el corazón se le cubría de pesadumbre. Vega quedaba fuera del mundo de Ush-Terek; no volvería a verla. ¿Podría soportarlo?

Hoy, domingo, no tenía esperanzas de verla. El día era templado, soleado; el aire en calma y el ambiente sumido en un beatífico letargo que invitaba a templarse, a calentarse al sol. Oleg salió a pasear al jardín. Respirando con fruición aquella sedativa atmósfera cuyo calor iba en aumento, intentaba imaginarse cómo pasaría ella esta jornada dominical, qué haría.

Ahora se movía con flojedad, no como antes; ya no caminaba con pasos recios y seguros por la trazada recta, a cuyos extremos se daba la vuelta con resolución. Andaba con pasos laxos y precavidos, y se tomaba breves descansos sentándose en cualquier banco o tumbándose en él si estaba libre.

Así se paseaba hoy: arrastrando los pies, la espalda arqueada y la bata suelta, sin ajustar. Se detenía a menudo y alzaba la cabeza para contemplar los árboles. Unos ya aparecían semiverdes, otros tenían sólo una cuarta parte de verdor y los robles eran los únicos que todavía no ofrecían indicio alguno de follaje. ¡Todo era agradable!

La hierba había crecido de un modo suave e imperceptible, verdeando aquí y allá tan alta que podría tomársela por hierba del año anterior si no fuera por su vivo color esmeralda.

En una despejada senda expuesta a la solana, Oleg divisó a Shulubin. Estaba sentado en un destartalado banco sin respaldo y de estrechas tablas por asiento. Descansaba sobre los muslos, colgando un poco por detrás y otro poco por delante, con los brazos extendidos y las manos entrelazadas entre las rodillas. En esa actitud y con la cabeza gacha, sentado en el apartado banco en medio de vivas claridades y acusadas sombras, semejaba la estatua del abatimiento.

Oleg no habría tenido inconveniente en sentarse al lado de Shulubin. Todavía no había hallado el momento oportuno para hablar con él a sus anchas, aunque tenía verdaderos deseos de hacerlo, porque el campo de concentración le había enseñado que quienes sellan los labios algo ocultan. Por otro lado, Shulubin despertó la simpatía y el interés de Oleg desde que intervino en la discusión prestándole su apoyo.

No obstante, resolvió pasar de largo porque en el campo también había aprendido a comprender y a reconocer el sagrado derecho de todo individuo a la soledad.

Pasó, pues, por su lado pausadamente, arrastrando las botas por la grava, aunque no hubiera sido impropio que se detuviera. Shulubin reparó en sus botas, fue izando la vista por ellas hasta quedar con la cabeza alzada. Miró a Oleg con indiferencia que implicaba, quizá, simple reconocimiento. «¡Ah, sí. Somos de la misma sala!». Oleg dio dos pasos más antes que Shulubin le sugiriese con una semipregunta:

—¿Se sienta?

Tampoco Shulubin iba calzado con las vulgares zapatillas de la clínica, sino con unos zapatos caseros de altos bordes, completamente aptos para salir al exterior a pasear o a sentarse allí. Llevaba la cabeza descubierta y en sus escasos mechones resaltaba el cabello blanco.

Oleg retrocedió y se sentó con displicencia, como si le diese igual sentarse que seguir adelante, aunque optó por el banco.

Si iniciaran la conversación, él podía arreglárselas para lanzar a Shulubin la pregunta cardinal cuya respuesta era la clave para conocer a fondo al individuo. Pero sólo le preguntó:

—¿Qué, Alexéi Filíppovich, pasado mañana?

Sabía ya perfectamente que sería pasado mañana. Toda la sala estaba al corriente de que la operación de Shulubin se efectuaría pasado mañana.

Pero lo más significativo fue el haberle llamado «Alexéi Filíppovich», como ninguno de la sala lo había hecho hasta entonces. Se lo dijo como un veterano a otro veterano.

—He salido a calentarme por última vez al sol —asintió Shulubin.

—¡No será la última vez, hombre! —replicó Kostoglótov con profunda voz de bajo.

Pero al observar de soslayo a Shulubin pensó que, en efecto, podía ser la última. Shulubin comía poco, menos de lo que su apetito le demandaba, lo cual mermaba sus energías. Y no comía a fin de preservarse de posteriores dolores, para evitarlos en lo posible. Kostoglótov, que ya sabía la enfermedad que sufría, le preguntó:

—¿Qué han resuelto definitivamente? ¿Hacerle una salida lateral?

Shulubin frunció los labios como si se dispusiera a emitir un sonido y asintió de nuevo.

Guardaron silencio por unos instantes.

—De todas maneras, no todos los cánceres son iguales —manifestó Shulubin, con la vista delante de sí, sin mirar a Oleg—. Unos son peores que otros. A cada situación mala siempre se puede encontrar otra peor. Mi caso es de tal naturaleza que no admite ser discutido ni aconsejado por nadie.

—Creo que el mío tampoco.

—¡Oh, no! ¡El mío es mucho peor! Esta enfermedad mía tiene algo particularmente humillante y ofensivo. Y sus consecuencias son horribles. Si sobrevivo (y este «si» es bastante optimista) molestará estar junto a mí, sentarse a mi lado como está usted ahora. Todo el mundo procurará mantenerse a dos pasos de mi persona, pero si alguien se aproxima más, entonces seré yo quien inevitablemente pensará: «Apenas lo soporta. Debe de estar maldiciéndome». Queda, pues, descartada toda relación con la gente.

Kostoglótov permaneció pensativo, silbando suavemente, no con los labios, sino con los dientes, a través de los cuales expulsaba distraídamente el aire.

—En general —habló—, no es fácil calibrar quién soporta un sufrimiento mayor. Es más difícil establecerlo que emular en el logro de éxitos. Para cada cual sus desgracias son las más dolorosas. Yo, por ejemplo, podría sacar la conclusión de que he vivido una existencia excepcionalmente infortunada. Pero ¿puedo colegir, acaso, si la suya ha sido menos amarga? ¿Cómo afirmarlo sin conocerla?

—No, no lo afirme. Se equivocaría. —Shulubin volvió por fin la cabeza hacia Oleg y le miró de cerca con sus redondos ojos sumamente expresivos y de esclerótica con ramificaciones sanguíneas—. La gente que naufraga en el mar, la que excava la tierra o la que busca agua en los desiertos no es, en modo alguno, la que padece la vida más dura. La vida más despiadada la sufre quien diariamente, al salir de su casa, se golpea la cabeza contra el dintel porque es demasiado bajo… ¿Y usted?… Por lo que he podido comprender, luchó en el frente y luego ha estado preso, ¿no?

—Así es. Pero hay más: no he podido obtener una instrucción superior, no me aceptaron como oficial y ahora estoy desterrado a perpetuidad —enumeró Oleg meditabundo, sin lamentarse—. Y por si fuera poco, el cáncer.

—Bueno, de los cánceres ya nos recobraremos. En cuanto al resto, joven…

—¡Qué diablos voy a ser joven! ¿O se supone que lo soy porque llevo sobre los hombros mi cabeza original y porque no han dado vuelta a mi pellejo?

—… En cuanto al resto he de decirle que, en compensación, ha mentido menos, ¿comprende?, ha doblado menos la cerviz. ¡Y eso tiene su valor! A ustedes les arrestaron mientras a nosotros nos llevaban en hato a las reuniones para darnos un rapapolvo. A ustedes les vejaron, a nosotros nos obligaron a ponernos en pie para aplaudir las sentencias dictadas. Y no sólo a aplaudirlas, sino a exigir que se les pasase por las armas. Sí, ¡a exigirlo! Recuerde lo que escribían los periódicos: «Todo el pueblo soviético, como un solo hombre, se ha indignado al conocer los inauditos e infames crímenes…». Y ese «como un solo hombre», ¿sabe usted lo que supone? ¡Todos, todos somos individuos de condición diversa! Pero, de repente, «¡como un solo hombre!». Había que aplaudir con las manos bien alzadas para que se percataran cuantos te rodeaban y te viera la presidencia. ¿Hay alguien que no desee vivir? ¿Y los que salieron en su defensa? ¿Y los que opusieron alguna objeción? ¿Qué ha sido de ellos?… Alguien se abstuvo (¡de pronunciarse en contra ni pensarlo!), se abstuvo al ponerse en votación el fusilamiento de miembros del Partido Industrial. «¡Que se explique!», le gritaron. «¡Que se explique!». Él se levantó con la garganta seca y dijo: «Considero que en el duodécimo año de la Revolución pueden hallarse otros métodos de represión». Y le denostaron: «¡Ah, canalla! ¡Cómplice! ¡Agente del enemigo!». A la mañana siguiente recibió una citación de la GPU[28] y fue a parar a la cárcel para el resto de su vida.

Shulubin hizo un extraño gesto en espiral de su cuello, seguido del movimiento circular con la cabeza. Suspendido por delante y por detrás, se sentaba en el banco como una enorme ave inquieta en una rama.

Kostoglótov trató de no mostrarse halagado con las palabras del anciano:

—Depende, Alexéi Filíppovich, del número que te haya caído en suerte. En nuestro lugar, ustedes habrían sido tan mártires como nosotros. Y nosotros, en el suyo, habríamos sido igualmente contemporizadores. Pero hay algo más. Para quienes, como usted, comprendieron en seguida, ha sido un infierno. Para quienes conservaron la fe, todo ha ido sobre ruedas. Tienen las manos tintas en sangre, pero si no las tuvieran no se habrían explicado la situación.

El viejo fulguró con torcida y ardiente mirada.

—¿Es que hubo alguien que pudo conservar la fe?

—Yo, por ejemplo. Hasta la guerra con Finlandia.

—Pero ¿cuántos eran los que aún creían? ¿Cuántos los que no comprendían? Sin tomar en consideración a los chavales, naturalmente. Y, por otro lado, reconocer que la mentalidad de todo un pueblo se degeneró de repente, ¡me es imposible!, ¡me niego a admitirlo! En otros tiempos ocurría que por mucho que el señor perorara desde la terraza de su mansión, los mujiks se limitaban a sonreír burlonamente tras sus barbas. Y el señor lo veía, y el capataz que estaba al lado lo advertía. Pero cuando llegaba el momento de la reverencia, todos la hacían «como un solo hombre». ¿Denotaba eso, acaso, que los campesinos confiaban en su señor? ¿Qué clase de personas tenían que ser para confiar en él? —La excitación de Shulubin aumentaba gradualmente. Su semblante era de los que se alteran, transforman y descomponen bajo una fuerte emoción, sin que un solo rasgo de él quede inmutable—. De pronto, todos los profesores o todos los ingenieros son unos saboteadores. ¿Y el pueblo lo cree? O los mejores comandantes de la división de la guerra civil se convierten en espías alemanes y japoneses. ¿Y el pueblo lo cree? O que la vieja guardia leninista en pleno resulta ser un hatajo de viles renegados. ¿Y lo cree? O que todos sus amigos y conocidos sean enemigos del pueblo. ¿Y lo cree? O que millones de soldados rusos traicionaron a la patria. ¿Cree todo eso? ¿Cree también que nacionalidades enteras, desde los ancianos a los niños de pecho, deben ser totalmente desarraigadas? Entonces, ¿qué clase de pueblo es? ¿Está idiotizado? ¡Discúlpeme! Pero ¿puede un pueblo entero componerse de idiotas? No. El pueblo es inteligente, pero quiere vivir. Los grandes pueblos observan esta ley: «¡Aguantarlo todo y sobrevivir!», y cuando la Historia pregunte sobre la tumba de cada uno de nosotros «¿Quién fue?», podrá hacer esta elección, según Pushkin:

Llevamos dentro un siglo vil…

¡En todo ambiente, el hombre es

un tirano, un traidor o un cautivo!

Oleg se estremeció. No conocía esos versos, pero captó en ellos esa penetrante certidumbre que denota cuán cerca estaba el poeta de la realidad.

Shulubin le conminó con un grueso dedo:

—Como ve, el poeta no halló en sus líneas lugar para el «idiota», aunque sabía que también existen. No, en realidad, sólo se nos ofrecen tres opciones. Y cuando recapacito en que no he estado en la cárcel, en que sé positivamente que no he sido un tirano, entonces… —sonrió levemente y tosió—, entonces quiere decir que… —Su tos le obligó a balancearse sobre los muslos adelante y atrás—. Ya ve qué clase de vida. ¿Opina que ha sido más fácil que la de usted? A todo lo largo de ella he estado atenazado por el miedo. Ahora la trocaría gustoso por la suya.

Al igual que Shulubin, Kostoglótov, también encogido y meciéndose hacia adelante y hacia atrás, se apoyaba en el estrecho banco como un ave encrestada en un varal.

Ante ellos, oscuras se veían claramente las sesgadas sombras de sus cuerpos con las piernas encogidas.

—No, Alexéi Filíppovich, eso es censurarse con harta rigidez. En mi opinión, los traidores fueron quienes escribieron denuncias, quienes actuaron como testigos. Que también suman millones. ¿Sería exagerado calcular un delator por cada dos o, digamos, por cada tres presos? Y ahí tiene, millones. Pero calificar a todos en general de traidores sería dejarse llevar por la indignación. Pushkin también se dejó llevar por un arrebato de cólera. Durante la tempestad los árboles caen derribados, pero la hierba se comba. ¿Puede decirse por eso que la hierba traiciona a los árboles? Cada uno vive su vida. Y usted mismo ha dicho que la ley del pueblo es la de la supervivencia.

Shulubin arrugó la cara de tal modo que la desfiguró por completo, desapareciendo sus grandes y redondos ojos. Sólo quedó la ciega y plegada piel.

Su rostro volvió a alisarse y resurgió el iris color tabaco de sus ojos, rodeados de la membrana blanquecina con ramificaciones sanguinolentas. Pero su mirada era límpida:

—Bien. En ese caso, se trata de un sublime espíritu gregario; del temor a quedarse solo, al margen de la colectividad. De hecho, no es nada nuevo. Francis Bacon expuso su doctrina sobre los ídolos ya en el siglo XVI. Decía que las gentes no sienten inclinación a vivir sólo con la experiencia, que les es más cómodo enlodarla con prejuicios. Y esos prejuicios son los ídolos. Los ídolos de la tribu, los llamaba Bacon. Los ídolos de la caverna…

Al decir «los ídolos de la caverna», Oleg se imaginó una cueva con una hoguera en medio, llena de humo, de salvajes asando carne y con un ídolo azulado casi invisible en el fondo.

—… Los ídolos del teatro…

¿Dónde está aquí el ídolo? ¿En el vestíbulo? ¿En el telón? No, en lugar más apropiado, claro. En la plazoleta en la que se alza el teatro, en el centro del jardín.

—¿Y qué son los ídolos del teatro?

—Los ídolos del teatro son las opiniones ajenas que gozan de autoridad, por las que el hombre se deja guiar gustosamente cuando interpreta algo que él mismo no ha experimentado.

—¡Oh, con cuánta frecuencia ocurre eso!

—A veces lo ha experimentado, pero le conviene más no creer en sí mismo.

—También he conocido casos semejantes…

—Otro ídolo del teatro es la inmoderada aceptación de todos los argumentos científicos. En una palabra, la aceptación voluntaria de los yerros ajenos.

—¡Estupendo! —exclamó Oleg, encantado con la idea—. ¡La aceptación voluntaria de los yerros cometidos por otros! ¡Sí!

—Y, finalmente, los ídolos del mercado.

¡Oh! ¡Eso se lo imaginaba con mayor facilidad aún!: un abigarrado y compacto pulular de muchedumbre en el recinto del mercado y encima, dominándolo todo, un ídolo de alabastro.

—Los ídolos del mercado son los equívocos dimanantes de la mutua dependencia y confabulación entre los hombres. Estos equívocos involucran, confunden a las personas por el uso establecido de fórmulas y conceptos coercitivos del raciocinio. Por ejemplo: «Enemigo del pueblo», «No es de los nuestros», «Traidor», y ya todo el mundo se aparta del apostrofado.

Shulubin recalcaba sus exclamaciones con nerviosos gestos de una u otra mano, semejantes a los dislocados y torpes esfuerzos por remontar el vuelo de un ave cuyas alas hubiesen pasado por aceradas tijeras.

Quemaba sus espaldas un sol ardiente, impropio de la primavera. Las ramas de los árboles, no entrelazadas aún, separadas unas de otras en su incipiente verdor, no brindaban sombra alguna. El cielo meridional, todavía no candente, conservaba su fondo azul, moteado por blancos núcleos de nubes esporádicos. Pero Shulubin, sin verlo o sin creer en su existencia, elevó un dedo por encima de su cabeza y lo agitó.

—¡Y sobre todos los ídolos, un cielo terrorífico! ¡Un bajo cielo de terror cubierto de negros nubarrones! Conocerá usted esos atardeceres en los que, sin asomo de tormenta, suelen amontonarse muy bajas las nubes, plomizas, negras, amazacotadas, y oscurece en un anochecer prematuro. El mundo entero se torna desolador y lo único que uno desea es guarecerse en una casa de piedra, cobijarse bajo techado al amor de la lumbre en compañía de sus familiares. Veinticinco años he vivido yo bajo un cielo así, y me he salvado porque me he doblegado y he guardado silencio. He mantenido la boca cerrada durante veinticinco años, tal vez durante veintiocho, calcúlelo usted mismo. Y he callado, unas veces, por consideración a mi mujer; otras por mis hijos y, otras, por salvar mi pecador pellejo. Pero mi esposa murió y mi pellejo es un saco lleno de heces al que practicarán un agujero en un costado. ¡Y mis hijos han crecido insensibles, inexplicablemente duros! Si mi hija ha empezado de repente a escribirme (ya he tenido tres cartas de ella, pero no aquí, sino en mi domicilio, y en el curso de dos años), se debe a que la organización del Partido le ha exigido que normalice las relaciones con su padre. ¿Se da cuenta? A mi hijo ni siquiera le han planteado esa exigencia…

Shulubin desvió hacia Oleg los ojos de hirsutas cejas totalmente erizadas. Oleg pensó: «He ahí lo que has sido. El loco molinero de La ondina[29] “¿Yo, un molinero? ¡Yo soy un cuervo!”».

—Ya ni siquiera sé si mis hijos no serán producto de un sueño. ¿Habrán existido alguna vez?… Dígame, ¿acaso el hombre es un leño al que le da igual yacer en solitario que junto a otros leños? Vivo de tal forma que, si caigo al suelo desvanecido y fallezco, mis vecinos tardarían varios días en descubrirlo. Pero, con todo, ¿me oye, me oye? —y aferró el hombro de Oleg como si temiera que no le prestara atención—, ¡sigo, como antes, guardando precauciones, obrando con cautela! Eso mismo que dije en la sala con audacia no osaría decirlo en Ferganá ni en el trabajo. Y lo que ahora me está oyendo, se lo digo porque ya están trayendo hacia mí la mesa de operaciones. ¡Y más aún! ¡Tampoco hablaría así en presencia de un tercero! ¡No, no hablaría! Ahí tiene, adonde me han conducido… Me gradué en la Academia de Agricultura y finalicé los cursos superiores de materialismo histórico y materialismo dialéctico. He pronunciado conferencias sobre diversas especialidades, todo ello en Moscú. Pero los robles empezaron a venirse abajo. En la Academia de Agricultura cayó Murátov y barrieron a decenas de profesores. ¿Hubo que reconocer las equivocaciones? ¡Pues yo las reconocí! ¿Fue preciso retractarse? ¡Pues yo me retracté! Un determinado porcentaje ha logrado salvarse, ¿cierto? Pues yo estoy incluido en ese porcentaje. ¡Me dediqué al estudio de la biología pura, hallando en ella un tranquilo puerto!… Pero también a él llegó la purga, ¡y qué purga! Barrieron las cátedras de biología. ¿Había que abandonar las conferencias? Bien, yo las abandoné. Me coloqué como auxiliar de cátedra. ¡Acepté convertirme en un ser anodino!

Él, el silencioso de la sala, ¡con qué facilidad hablaba! Le fluían fácilmente las palabras, como si la oratoria fuese su ocupación usual.

—Se destruyeron manuales de eminentes sabios, se variaron los programas. Bien, ¡yo, de acuerdo! Enseñaremos con otros nuevos. Propusieron reformar la enseñanza de la anatomía, de la microbiología y de la neuropatología según las teorías de un agrónomo ignorante, de un rutinario horticultor. ¡Bravo! ¡Soy de la misma opinión! ¡Voto a favor! «No, debe ceder también su plaza de auxiliar de cátedra». Bien, bien; no tengo nada que argüir. Trabajaré de metodólogo en los centros de enseñanza. El sacrificio, empero, no es aceptado, y, de todos modos, me relevan de ese puesto. ¡De acuerdo! Seré bibliotecario, ¡bibliotecario en el remoto Kokand! ¡A cuántas renuncias me he avenido! Pese a todo, conservo la vida y mis hijos son graduados universitarios. Pero los bibliotecarios reciben instrucciones secretas: destruir las obras de genética seudocientífica; destruir personalmente tales y cuales libros. ¿Podríamos amoldarnos a ello? ¿Acaso un cuarto de siglo atrás no había proclamado yo mismo, desde la cátedra de materialismo dialéctico, que la teoría de la relatividad era oscurantista y contrarrevolucionaria? Levanté acta, me la firmaron el secretario del Partido y el representante de la sección especial, y ¡al fuego de la estufa la genética, la estética desviacionista, la ética, la cibernética, la aritmética…!

¡Y todavía se reía el cuervo demente!

—… ¿Para qué formar hogueras en las calles? Habría sido de innecesario dramatismo. ¡Efectuábamos la quema en un rinconcito aislado, lanzábamos los libros a la estufa y de la estufa se desprendía calor! Ya ve usted adonde me acorralaron, de espaldas contra una estufa… A cambio, he sacado a mí familia adelante. Mi hija, que es redactora del periódico provincial, ha escrito estos versos líricos:

¡No, no quiero batirme en retirada!

No sé pedir clemencia.

Si es preciso luchar, ¡lucho!

Y hasta a mi padre presentaría batalla.

Su bata colgaba como unas imponentes alas.

—Sí… —fue lo único que pudo articular Kostoglótov—. De acuerdo. Su vida no ha sido más fácil que la mía.

—¡Ya lo ve! —Shulubin recobró el aliento, se relajó en su asiento y, ya más calmado, agregó—: Dígame, ¿cuál será el enigma de la alternación de estos períodos de la Historia? Un mismo pueblo, en el transcurso de unos diez años, pierde totalmente su vitalidad social, y sus impulsos valerosos son sustituidos por los de signo contrario, por los impulsos cobardes. Ha de saber que soy bolchevique desde el 17. Recuerdo el coraje con que dispersé a la Duma socialrevolucionaria y menchevique de Tambov, pese a que sólo contábamos con dos dedos y la boca para silbar. Tomé parte en la guerra civil y, créame, ¡nos importaba un ardite nuestra vida! Habríamos sido felices sacrificándola en aras de la revolución mundial. ¿Qué nos sucedió luego? ¿Cómo pudimos someternos? ¿Y a qué nos sometimos en mayor grado? ¿Al miedo? ¿A los ídolos del mercado? ¿A los ídolos del teatro? Está bien. Yo soy un individuo insignificante. Pero ¿qué me dice de Nadezhda Konstantínovna Krúpskaya?[30] ¿Es que no comprendía ni se percataba de lo que estaba sucediendo? ¿Por qué no alzó ella su voz? ¡Cuán valiosa hubiese sido para todos nosotros una sola intervención suya, aunque le hubiera costado la vida! Quizá todos hubiésemos cambiado, hubiésemos opuesto resistencia y, quizá, tal estado de cosas no habría seguido adelante. ¿Y Ordzhonikidze?[31] ¿Y él, que había sido una verdadera águila, que ni la prisión, ni la fortaleza de Schlisselburg, ni los trabajos forzados de Siberia pudieron quebrantar? ¿Qué le hizo inhibirse, qué le contuvo de pronunciarse abiertamente contra Stalin una vez, una sola vez? Prefirieron morir misteriosamente o terminar suicidándose. ¿Es eso valentía? ¿Tendría usted la bondad de aclarármelo?

—¿Que se lo aclare yo? ¡A usted, Alexéi Filíppovich…! Es usted el que me lo está aclarando a mí.

Shulubin suspiró y trató de cambiar de postura en el banco, pero cualquier posición que adoptara le causaba dolor.

—Hay otra cosa que me interesa. Ha nacido usted después de la Revolución. Sin embargo, ha estado preso. ¿Le ha decepcionado el socialismo? ¿O no?

Kostoglótov esbozó una vaga sonrisa.

Shulubin soltó la mano con la que se agarraba al banco y posó esa mano débil, enfermiza, en el hombro de Oleg:

—¡Joven! ¡No cometa en modo alguno esa equivocación! No culpe al socialismo de sus sufrimientos ni de los años crueles que ha vivido. Aparte de la opinión que usted pueda tener, el capitalismo, de todas maneras, ha sido ya repudiado definitivamente por la Historia.

—Allí, en el campo, había quien decía que la empresa privada proporciona innumerables ventajas. Que facilita la vida, que siempre hay abundancia de todo, que siempre sabe uno dónde encontrar lo que necesita.

—¡Óigame! Eso es un razonamiento pequeñoburgués. La empresa privada es, en efecto, extremadamente flexible, pero sólo es buena dentro de límites estrechos. Si no se la aprisiona con tenazas de hierro, engendrará hombres-fieras, gente de la bolsa, incapaces de dominar sus apetitos y su codicia. El capitalismo ya estaba condenado éticamente antes que económicamente. ¡Mucho antes!

—Sí, pero hablando con honradez —rebatió Oleg plegando la frente—, he observado que también entre nosotros hay gentes que no ponen freno a sus apetitos. Y esas gentes no están en absoluto entre los artesanos que trabajan con licencia oficial[32].

—¡Muy cierto! —admitió Shulubin, y su mano aprisionó más el hombro de Oleg—. ¿A qué se debe? ¿A que el socialismo no es como debiera ser? Efectuamos un brusco viraje pensando que bastaba con modificar el modo de producción para que en el acto cambiase la mentalidad de la gente. ¡Un cuerno! No ha cambiado en absoluto. ¡El hombre es un ser biológico! ¡Sólo el correr de miles de años le hará cambiar!

—¿Y cómo debería ser el socialismo?

—¿Cómo? ¿Es un enigma? Se dice que el socialismo debe ser «democrático». Pero esto no es más que una denominación superficial que no concierne a la esencia del socialismo, sino tan sólo a su forma introductiva, al tipo de su estructura estatal. Es simplemente una declaración que hace saber que las cabezas no rodarán por el suelo, pero que nada dice sobre la base en que se ha de construir ese socialismo. Y no es en la abundancia de bienes materiales en lo que ha de cimentarse el socialismo, porque si las gentes se conducen como búfalos, patearán y destruirán esos bienes materiales. Tampoco es recomendable el socialismo que incansablemente predica el odio, porque la vida social no puede basarse en el odio. Y quien año tras año se ha abrasado en odio, no puede proclamar de golpe: «¡Se acabó! Desde hoy he dejado de odiar. Ahora lo único que siento es amor». No, conservará su inquina y siempre tendrá a mano un ser en quien descargarla. No conocerá usted este poema de Herwehgh: Wir haben lang genug geliebt§

Oleg cogió el hilo:

Und wollen endlich bassen§. ¿Cómo no iba a saberlo? ¡Nos lo enseñaban en la escuela!

—Cierto, cierto, ¡se lo enseñaban en la escuela! ¡Pero es terrible! Debieran haberles enseñado justamente lo contrario:

Wir haben lang genug gehasst

und wollen endlich lieben!§

«¡Id al diablo con vuestro odio, que nosotros, por fin, anhelamos amar!». Así debe ser el socialismo.

—Un socialismo cristiano, ¿no? —precisó Oleg.

—Llamarlo «cristiano» sería demasiado concluyente. Los partidos políticos que así se llamaron, en las sociedades que emergieron después de Hitler y Mussolini, no me imagino a partir de quién ni con quién proyectan construir este socialismo. Cuando en las postrimerías del siglo pasado Tolstói decidió implantar prácticamente el cristianismo en la sociedad, sus vestidos resultaron intolerables a sus contemporáneos, su prédica estaba totalmente divorciada de la realidad. Pero yo me atrevería a decir que, precisamente para Rusia, con nuestros arrepentimientos, confesiones y rebeliones, con nuestros Dostoyevski, Tolstói y Kropotkin[33], sólo existe un socialismo verdadero: ¡el socialismo moral, que, por añadidura, es absolutamente factible!

Kostoglótov entornó los párpados.

—¿Y cómo habría que comprender e imaginarse ese «socialismo moral»?

—¡Nada más fácil!

Shulubin volvió a exaltarse, aunque ya sin la conturbada expresión del molinero-cuervo. Su reanimación era más serena y, evidentemente, deseaba convencer a Kostoglótov. Hablaba articuladamente, como explicando la lección:

—Habría que ofrecer al mundo una sociedad en la cual todas las relaciones, principios y leyes dimanasen de la moral. ¡Sólo de ella! En la que todas las previsiones: cómo educar a los niños, cómo prepararlos para el futuro, hacia qué orientar el trabajo de los adultos y con qué ocupar sus ratos de ocio, estarían determinadas por las exigencias éticas. En cuanto a las investigaciones científicas, solamente se efectuarían aquellas que no dañaran la moral y, en primer lugar, la moral de los propios hombres de ciencia. ¡En política exterior se seguirían las mismas normas! Así, al conflicto en cualquier frontera se le daría solución sin pensar en si esta nos enriquecía tanto o cuanto, nos fortalecía o elevaba nuestro prestigio. Nos guiaría una sola y exclusiva consideración: ¿hasta qué punto es ética tal solución?

—¡Dudo mucho que eso sea factible! ¡Quizá dentro de doscientos años! Pero aguarde un momento. Hay algo que no entiendo —Kostoglótov frunció la frente—. ¿Dónde sitúa usted la base material? ¿No debe ser la economía lo… lo primordial?

—¿Lo primordial? Depende… Vladímir Soloviov[34], por ejemplo, explica muy convincentemente que la economía puede y debe construirse sobre una base moral.

—¿Cómo?… ¿La moral primero y la economía después? —Kostoglótov le miró estupefacto.

—¡Sí! ¡Escúcheme! Usted, aunque es ruso, no habrá leído, naturalmente, ni una sola línea de Vladímir Soloviov, ¿cierto?

Kostoglótov plegó los labios denegando.

—Pero ¿sí habrá oído, por lo menos, su nombre?

—Sí, en la prisión.

—Espero que de Kropotkin habrá leído alguna página. ¿Tal vez de su Ayuda mutua entre los hombres?

Kostoglótov volvió a plegar sus labios.

—¡Entiendo! ¿Para qué leerle si sus puntos de vista son erróneos? ¿Y a Mijailovski?[35] Tampoco naturalmente. Es un repudiado y, por consiguiente, sus obras no se venden porque están prohibidas.

—¿Cree que he tenido tiempo para la lectura? ¿Sabía, además, qué libros leer? —se indignó Kostoglótov—. Me he pasado la vida encorvado, y machaconamente me repiten por doquier: «¿Has leído esto? ¿Has leído aquello?». En el Ejército no solté la pala de las manos, y otro tanto me ocurrió en el campo de concentración. Y ahora, en el destierro, exactamente igual: no me separo del azadón. ¿Cuándo he dispuesto de tiempo para leer?

En el rostro de Shulubin, de redondos ojos y pobladas cejas, se manifestó la sobreexcitación del cogido por sorpresa.

—¡Así debe ser, pues, el socialismo moral! Al pueblo no se le debe orientar hacia la felicidad, porque la felicidad es otro ídolo de mercado. Hay que orientarle hacia la amistad mutua. Porque feliz también lo es la fiera que clava los dientes en su presa. ¡Sólo los seres humanos son aptos para amarse los unos a los otros! ¡Y la amistad, ese amor, es el más sublime logro a que puedan aspirar!

—¡Oh, no! ¡No me quite la felicidad! ¡Déjeme disfrutar de ella —insistió vivamente Oleg— por lo menos los meses que me resten de vida! De lo contrario, ¿para qué diablos…?

—La felicidad es un espejismo —se obstinó Shulubin, sacando fuerzas de flaqueza. Había palidecido—. Ya ve usted, yo fui feliz educando a mis hijos, pero ellos han escupido en mi corazón. Por esta felicidad quemé en la estufa los libros que contenían la verdad, y, en mayor grado aún, lo hice por la así llamada «felicidad de las generaciones venideras». Pero ¿sabe alguien qué será motivo de dicha para esas generaciones? ¿Sabe a qué otros ídolos venerarán aún? El concepto de «felicidad» ha variado demasiado en el curso de los siglos para osar proyectarla con antelación. El que podamos pisotear las barras de pan blanco y atragantarnos de leche no presupone en absoluto que seremos felices. Pero, repartiéndonos lo que escasea, ¡hasta hoy seríamos felices! Si nos desvelamos sólo por conseguir la felicidad y por la reproducción de la especie, colmaríamos insensatamente el mundo y crearíamos una sociedad pavorosa… Sabe, me siento mal… Ahora debo ir a acostarme…

Oleg ya había notado que el semblante de Shulubin, de por sí exangüe, ofrecía ahora una palidez cadavérica.

—¡Permítame, Alexéi Filíppovich! Apóyese en mi brazo.

A Shulubin no le fue fácil levantarse de la posición en que se hallaba. Luego, los dos se alejaron de allí muy despacio. Envueltos en una ligereza primaveral, les dominaba el abatimiento y la angustia; sus huesos y la carne que aun les quedaba indemne, y su ropa, y su calzado, y hasta el torrente de sol que incidía en ellos, los abrumaba y anonadaba.

Cansados de hablar, caminaron silenciosos.

Sólo ante los escalones del porche del pabellón de cáncer, ya en la sombra del edificio, Shulubin, recostándose en Oleg, alzó la cabeza hacia los álamos y, deteniendo la mirada en el jirón de radiante cielo, dijo:

—No quisiera morir bajo el bisturí. Es horrible… Por mucho que vivas, y aunque su existencia sea la de un perro, nadie desea, de todos modos, acabar…

Entraron en el vestíbulo, que los acogió con su atmósfera cargada y una bocanada de calor. Lentamente, peldaño a peldaño, fueron superando la vasta escalera.

Oleg preguntó:

—Dígame, en sus veinticinco años de sometimiento y renunciación, ¿pensaba usted en todo eso?

—Sí. Renunciaba y meditaba —respondió Shulubin con acento vacío, inexpresivo y cada vez más débil—. Arrojaba los libros al fuego de la estufa, y pensaba. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Es que mi suplicio y también mi traición no merecían una pizca, aunque no fuera más, de capacidad razonadora?…