28

Desde el primer momento en que Kostoglótov vio aparecer a Lev Leonídovich en la clínica, le catalogó como individuo eficiente. Cuando los médicos hacían la visita, Oleg, sin nada que hacer, le observaba atentamente. Ese gorrito eternamente posado en su cabeza era obvio que no se lo colocaba ante el espejo; aquellos brazos desmesuradamente largos, con los puños introducidos a veces en los bolsillos delanteros de la bata cerrada; ese fruncimiento de la comisura de los labios como si se dispusiera a emitir un silbido; esa jocosidad en departir con los pacientes simultaneada con su recio y rudo aspecto, todo ello, en su conjunto, atraía a Kostoglótov, que deseaba conversar con él para plantearle varias preguntas a las que ninguna de las doctoras de la clínica podía o quería responder.

Pero no se presentaba ocasión propicia para ello. En las visitas, Lev Leonídovich no reparaba en nadie, excepto en sus casos de cirugía; pasaba ante los pacientes de radioterapia como ante camas vacías; en los pasillos o en la escalera correspondía someramente a quienes le saludaban; su rostro nunca estaba libre de preocupaciones, y siempre iba con prisa.

Refiriéndose cierto día a un enfermo que había negado algo, y que después había reconocido su error, Lev Leonídovich, entre risas, exclamó: «¡Vaya, por fin se rajó!», lo que contribuyó a que la curiosidad de Oleg creciera aún más. Porque muy pocos estaban en condiciones de conocer y utilizar dicha palabra con la acepción que él le confirió.

En los últimos tiempos, Kostoglótov vagaba menos por la clínica, por lo que sus encuentros con el cirujano jefe eran más raros. Pero un día se presentó la oportunidad. Oleg estaba junto a una pequeña habitación inmediata a la sala de operaciones. Llegó Lev Leonídovich, abrió la puerta que estaba cerrada con llave, y entró en ella. Evidentemente, se encontraba solo en la pequeña estancia. Kostoglótov, tras llamar a la puerta de cristales pintados, la abrió.

Lev Leonídovich se había sentado en un taburete ante la única mesa que ocupaba el centro de la habitación. Sentado de lado, como suele hacerse cuando uno toma asiento por poco tiempo, escribía algo.

—¿Sí? —Levantó la cabeza sin expresar mayor sorpresa, pero ocupado aún en lo que debía seguir escribiendo.

¡Todo el mundo andaba siempre atareado! Vidas enteras se decidían en un minuto.

—Discúlpeme, Lev Leonídovich —Kostoglótov se esmeró por mostrarse tan cortés como podía—. Ya sé que no dispone de tiempo, pero nadie en absoluto, excepto usted… ¿Podría concederme un par de minutos?

El cirujano asintió. Saltaba a la vista que seguía pensando en sus problemas.

—Me están tratando con hormonoterapia a causa de… Me ponen inyecciones de sinestrol en dosis… —(A Kostoglótov le halagaba su habilidad para hablar con los doctores en su lenguaje y con su precisión. Con ello pretendía ser correspondido con franqueza)—. Así pues, me interesaría saber si la acción de la hormonoterapia es acumulativa o no.

En adelante, los segundos ya no dependerían de él. Se quedó de pie, en silencio, mirando desde su altura al otro hombre que seguía sentado. En esa posición, y con su desgarbada estatura, parecía cargado de espaldas.

Lev Leonídovich arrugó la frente y los rasgos de su semblante se alteraron.

—Pues no. Se estima que no debe serlo —le contestó. Pero sus palabras no sonaron categóricas.

—No sé por qué, pero tengo la sensación de que en mí su acción es acumulativa —insistió Oleg, como empeñado en que así fuese o sin creer del todo a Lev Leonídovich.

—No, no puede ser —volvió a negar el cirujano con igual ambigüedad, ya porque el asunto no le concernía directamente, ya por continuar abstraído en su trabajo.

—Es muy importante para mí —prosiguió Kostoglótov con mirada y tono conminatorios— comprender si después de este tratamiento perderé completamente la aptitud para, bueno, para lo relativo a las mujeres, o sólo por un determinado período. ¿Desaparecerán de mi organismo las hormonas inyectadas? ¿Se quedarán para siempre en él? ¿O hay la posibilidad de que, pasado cierto plazo, se pueda contrarrestar esta hormonoterapia con inyecciones antitéticas?

—No. Eso no se lo aconsejo. No es posible.

Lev Leonídovich observaba a aquel paciente de negro pelo crespo, pero fundamentalmente llamaba su atención la curiosa cicatriz de su cara. Se imaginaba ese tajo recién asestado, como si acabaran de traérselo a la sala de operaciones, y se preguntara lo que debía hacer con él.

—¿Para qué necesita esas inyecciones? No lo entiendo.

—¿Cómo que no lo entiende?

Era Kostoglótov el que no comprendía lo que allí pudiera haber de incomprensible. ¿O es que aquel hombre eficiente y sensato sólo pretendía, fiel a su profesión, inducir al enfermo a la resignación?

—¿No lo entiende?

Aquello rebasaba ya los dos minutos y las relaciones entre doctor y paciente. Pero Lev Leonídovich, con la sencillez que Kostoglótov apreciara y valorara a la primera ojeada en él, de pronto preguntó bajando la voz y dejando a un lado el tono oficial, como si se hallara ante un viejo amigo:

—Oiga, ¿acaso se concentra en las mujeres la flor de la vida?… ¡Si llegan a ser un horrible engorro…! Un estorbo cuando se anhela realizar algo serio.

Hablaba con rigurosa sinceridad a la vez que con cierto desaliento. Recordó que en el momento crucial de su vida le faltó perseverancia y energía para llegar al final por causa, quizá, de ese sustractor de fuerzas que son las mujeres.

¡Pero Kostoglótov no podía comprenderle! Para él era inconcebible que ese sentimiento llegara a ser tedioso. Su cabeza se movía vacía de izquierda a derecha y sus ojos miraban también vacíos.

—No ha quedado en mi vida nada más serio que eso.

¡Pero esta conversación no estaba planificada en el gráfico de la clínica oncológica! No se permitían deliberaciones consultivas sobre el sentido de la vida, especialmente con un médico de otro departamento. La menuda y frágil cirujana que calzaba tacones altos y que contoneaba toda la figura al andar se asomó a la habitación y, sin solicitar permiso, entró. Sin detenerse, cruzó la estancia hacia la mesa de Lev Leonídovich. Se acercó mucho a él, le ofreció un impreso del laboratorio y se recostó en la mesa. (Desde donde estaba, a Oleg le pareció que se pegaba a Lev Leonídovich). Sin pronunciar su nombre, le dijo:

—Escuche, Ovdienko tiene diez mil leucocitos.

La dispersa y rojiza lanosidad de su vaporoso cabello fluctuaba ante la misma cara de Lev Leonídovich.

—¿Y qué? —El cirujano encogió los hombros—. No revela una aceptable leucocitosis. Padece, simplemente, un proceso inflamatorio que deberá ser tratado con radioterapia.

Entonces ella dio rienda suelta a la lengua y habló un buen rato. (En efecto, ¡se había recostado con el hombro en el brazo de Lev Leonídovich!). El papel en el que este había empezado a escribir yacía olvidado y la inactiva pluma iba pasando entre sus dedos.

Era evidente que Oleg debía retirarse. Y así, aquella conversación largamente proyectada se interrumpiría en su punto más interesante.

Angelina se volvió y mostró su sorpresa al ver que Kostoglótov aún seguía allí. Por encima de la cabeza de ella, Lev Leonídovich dirigió a Oleg una mirada en la que bullía un comedido humorismo. Su faz exhibía algo indefinible que decidió a Kostoglótov a proseguir:

—Lev Leonídovich, también quisiera preguntarle si ha oído hablar del hongo del abedul, de la chaga.

—Sí —repuso con marcada deferencia.

—¿Y qué opinión le merece?

—No es fácil decirlo. Se admite que ciertos tipos específicos de tumores reaccionan ante ese hongo. Los de estómago, por ejemplo. Actualmente, en Moscú se han vuelto locos con él. Dicen que en un radio de doscientos kilómetros han arrancado la totalidad del hongo y que no hay bosque en los alrededores en que pueda encontrarse.

Angelina se apartó de la mesa, cogió su papel y, con aire desdeñoso, salió de la habitación con el mismo desembarazado balanceo, el cual, por otro lado, era sumamente atrayente.

Se fue, pero, por desgracia, la conversación inicial quedaba frustrada. Ciertamente, había oído la respuesta a algunas de sus preguntas, pero sería inoportuno retornar al tema de la contribución de las mujeres a la vida.

No obstante, la momentánea mirada humorística de Lev Leonídovich y su comunicativo trato animaron a Oleg a plantearle la tercera pregunta preparada, que también tenía su importancia.

—¡Lev Leonídovich! Perdone mi indiscreción —y movió torcidamente la cabeza—. Si me equivoco, olvide mis palabras. ¿No ha estado usted allí… —él también bajó la voz y entornó un ojo—… allí «donde eternamente se canta y se baila»?

Lev Leonídovich se animó.

—Sí, he estado.

—¿De veras? —se alegró Kostoglótov. ¡Ambos, pues, tenían algo en común!—. ¿Por qué causa?

—Por ninguna. Yo era libre, trabajaba allí.

—¡Ah, era uno de los libres! —se decepcionó Kostoglótov.

La afinidad entre ellos había desaparecido.

—¿Cómo lo ha adivinado usted? —El cirujano sintió avivarse su curiosidad.

—Por una simple palabrita: «rajado». Y porque creo haberle oído decir también esta otra: «cerrojazo».

Lev Leonídovich se rio.

—No he podido perder la costumbre.

Afines o no, estaban ahora mucho más próximos que un momento antes.

—¿Pasó mucho tiempo allí? —siguió preguntando Oleg sin cumplidos. Incluso había enderezado los hombros, perdiendo su aspecto achacoso.

—Unos tres años. Me enviaron cuando me desmovilizaron y luego no fue nada fácil librarme de aquel trabajo.

Las últimas palabras podía haberlas omitido, pero el caso es que las dijo. Era un empleo como otro cualquiera, honorable, respetable. ¿Por qué, entonces, las personas decentes consideraban necesario justificarse por él? Pese a todo, el hombre debe tener en algún lugar de su interior un indicador arraigado.

—¿Qué puesto ocupó?

—El de médico jefe.

¡Qué casualidad! El mismo cargo que Madame Duvínskaya, el de señor de la vida y la muerte. Pero ella jamás intentaría justificarse, mientras que este abandonó dicho trabajo.

—O sea, ¿qué le dio tiempo a terminar los estudios de medicina antes que empezara la guerra?

Kostoglótov se aferraba a nuevas preguntas como a un clavo ardiendo. En realidad, no tenía por qué hacerlo; simplemente se dejaba arrastrar por el hábito adquirido en las prisiones de tránsito, donde entre golpetazo y golpetazo de la puerta de la celda se intentaba averiguar la vida entera de cualquier individuo que pasara por allí.

—¿En qué año terminó los estudios?

—No, no llegué a graduarme. Tras acabar el cuarto curso me fui voluntario al frente como médico auxiliar. —Lev Leonídovich se levantó, abandonando el papel que no había acabado de escribir, y acercóse, curioso, a Oleg. Le pasó los dedos a lo largo de la cicatriz—: ¿Se lo hicieron allí?

—Sí.

—Un cosido perfecto, sí, perfecto. ¿Algún doctor prisionero?

—Sí.

—¿No recuerda su apellido? ¿Koriákov, tal vez?

—No lo sé. Sucedió en una cárcel de tránsito. Ese Koriákov, ¿por qué estaba detenido?

Oleg se asió ahora a Koriákov, impaciente por descubrir su historia.

—Le encerraron porque su padre había sido coronel del Ejército zarista.

En ese instante entró la enfermera de ojos achinados y corona blanca en busca de Lev Leonídovich, reclamado en la sala de curas. (El cirujano examinaba siempre él mismo las primeras curas de los enfermos que operaba).

Kostoglótov recobró su cargazón de espalda y avanzó pasillo adelante arrastrando los pies.

He ahí el esbozo de una biografía más. De dos, mejor dicho. Los detalles podía imaginárselos. Los diversos motivos por los que la gente es conducida allí… Pero no se centraron en eso sus pensamientos. Meditaba en que tanto en la sala, como yendo por el pasillo o paseando por el jardín, podía tener a su vera o venirle de frente un hombre como otro cualquiera, sin que a ninguno de los dos se les ocurriera decir: «¡A ver, date la vuelta a la solapa!». Y, en efecto, ¡allí estaba el distintivo de la orden secreta! ¡Había estado allí, formó parte de ello, lo conoció! ¿Cuántos hombres lo conocerían? Pero a todos los dominaba la mudez. Y como por la apariencia externa era imposible descubrirlo, todo ello quedaba encubierto.

¡Qué absurdo! ¡Llegar en la vida a considerar a las mujeres un estorbo! ¿Será posible que el hombre pueda empacharse a tal extremo? Era algo inconcebible.

En resumidas cuentas, de nada podía congratularse. Aunque Lev Leonídovich lo había negado con tal insistencia que se hacía digno de crédito.

Pero su intuición le advertía que todo estaba perdido.

Todo…

Como si a Kostoglótov le hubiesen conmutado la pena capital por la de cadena perpetua. Había sobrevivido, pero ignoraba para qué.

Olvidó adonde se dirigía. Titubeó al encontrarse en el corredor del piso bajo y se quedó en él para matar el tiempo.

De una de las puertas, la tercera desde donde se hallaba, surgió una bata blanca de cintura muy estrecha que le fue familiar en el acto.

¡Vega!

¡Iba hacia él! En línea recta la distancia era corta, pero debía sortear dos camas arrimadas a la pared. Oleg no fue a su encuentro y tuvo un segundo, dos segundos, tres segundos para reflexionar.

Desde aquella visita a la sala hacía tres días, ella persistía adusta, grave, sin enviarle una simple mirada amistosa.

En un principio pensó: «¡Que se vaya al diablo! Seguiré su mismo proceder». No tenía por qué darle explicaciones, ni arrojarse a sus pies…

Pero ¡era una lástima! Le dolía ofenderla y, al mismo tiempo, lo sentía por él mismo. Ahora se cruzarían como dos extraños.

¿Por culpa de él? No, por culpa de ella. Le había engañado con las inyecciones, le tenía antipatía. ¡Y eso él no podía perdonárselo!

Sin mirarle (sin verle), llegó hasta él. Y Oleg, en contra de sus propósitos, le dirigió la palabra con voz de reservada súplica:

—Vera Kornílievna…

(Ridículo tono, pero el más atrayente).

Ella, entonces, alzó sus fríos ojos y le vio.

(En verdad, no sabía por qué la perdonaba).

—… Vera Kornílievna… ¿No querría usted… hacerme otra transfusión de sangre?

(Tenía visos de humillación, pero él lo encontraba agradable).

—¿No se oponía a ellas?

Y le miró con inexorable severidad, aunque en sus ojos, en sus lindos ojos de color café, se vislumbró cierta vacilación.

(De acuerdo. Desde su punto de vista, ella no era culpable; nada podía achacarle. Tampoco resultaba fácil conservar un ostracismo total dentro de una clínica, rehuir el trato de la gente).

—Es que entonces me gustó y quisiera repetirla.

Sonrió, acortándose la línea de su cicatriz, que se hizo más tortuosa.

(Ahora la perdonaría, luego ya tendrían ocasión de entrar en explicaciones).

En los ojos de ella se agitó, no obstante, algo semejante al arrepentimiento.

—Quizá mañana traigan sangre.

Continuaba apoyándose en un pilar invisible que se desmoronaba o cedía bajo su mano.

—Pero ¡ha de ser usted quien me la haga! ¡Sólo usted! —reclamó vehementemente Oleg—. De lo contrario, no me dejaré.

Dejando a un lado sus palabras, evitando su mirada, ella movió la cabeza:

—Dependerá de la marcha del trabajo.

Y siguió su camino.

Era amable, amable pese a todo.

¿Qué perseguía él con tal empeño? Condenado a perpetuo destierro, ¿qué propósito abrigaba?

Oleg, plantado en el pasillo y perplejo, se esforzaba en recordar el motivo que le condujo allí.

—¡Ah, sí! Iba a hacer una visita a Diomka.

Este se hallaba en una reducida salita de dos camas. A su vecino ya le habían dado de alta y se esperaba que mañana ocuparía su puesto un nuevo enfermo procedente del quirófano. De momento, Diomka estaba solo.

Había transcurrido una semana y con ella se fueron las primeras angustias por su pierna amputada. La operación ya era cosa del pasado, aunque el miembro se hacía sentir como antes; le seguía torturando como si no se lo hubiesen cortado. Tenía la impresión de sentir cada dedo del pie amputado.

Diomka se alegró de la visita de Oleg igual que si se hubiera tratado de un hermano mayor. Los amigos de la sala anterior eran sus únicos allegados, así como algunas mujeres que le expresaban su afecto: sobre la mesilla había algo cubierto con una servilleta. Ningún paciente nuevo iría a visitarle ni a ofrecerle nada.

Diomka yacía de espaldas con la pierna en reposo (con lo que restaba de ella, más corto que el muslo, liado en un abultado vendaje). Pero movía la cabeza y las manos con soltura.

—¡Hola, Oleg! —exclamó, tomando la mano que Oleg le tendía—. ¡Siéntate y dime lo que pasa en la sala!

La sala de arriba, la que había dejado recientemente, constituía para él su mundo familiar. Aquí, en el piso inferior, las enfermeras y sanitarias eran otras, y el orden que regía, distinto. Se sucedían constantes discusiones sobre quién debía hacer esto o aquello.

—¿En la sala? —Oleg miró la afilada y amarillenta cara de Diomka. Surcaban sus mejillas una serie de estrías que acentuaban sus sobrecejas, su nariz y su mentón—. Todo sigue igual.

—¿Continúa allí el dirigente?

—Sí, aún tenemos allí al dirigente.

—¿Y Vadim?

—A Vadim las cosas no le van bien. Todavía no han obtenido el oro y temen que se le presenten las metástasis.

Diomka arrugó la frente y se refirió a Vadim como si fuese más joven que él:

—¡Pobre muchacho!

—Así pues, Diomka, debes felicitarte de que te hayan cortado la pierna a tiempo.

—Aún pueden surgirme las metástasis.

—No es muy probable.

¿Había alguien capaz, incluidos los médicos, de detectar si esas solitarias y nefastas celulillas navegaban ya, como lanchas de desembarco, en la oscuridad, y dónde irían a atracar?

—¿Te ponen rayos?

—Sí, me llevan en un carrito.

—Ahora, amigo, tu camino está despejado. Sólo tienes que restablecerte del todo y acostumbrarte a la muleta.

—A las muletas. Me harán falta dos.

El desdichado huérfano había pensado en todo. Si antes frunció la frente como un hombre, ahora parecía más viejo.

—¿Dónde te las harán? ¿Aquí en la clínica?

—Sí, en el departamento ortopédico.

—Te las facilitarán gratis, ¿no?

—He escrito una solicitud. Si no, ¿cómo las pagaría?

Ambos suspiran con la fácil tendencia al suspiro de quienes no gozan, año tras año, de nada halagüeño.

—¿Cómo te vas a arreglar el próximo año para acabar la décima clase?

—La acabaré aunque reviente.

—¿De qué vivirás? Porque no podrás trabajar ante un torno.

—Me prometen la invalidez. Lo que no sé es si me concederán el segundo o el tercer grado.

—¿Cuánto cobrarías por el tercero?

Kostoglótov no entendía nada de grados de invalidez, así como tampoco de derechos civiles.

—Lo mínimo. Me bastaría para pan, pero no me llegaría para azúcar.

Como hombre hecho y derecho, Diomka lo tenía todo previsto. El tumor destrozó su vida, pero él se empeñaba en seguir la senda trazada.

—¿Irás luego a la universidad?

—Lo intentaré.

—¿A la facultad de literatura?

—Sí.

—Escúchame, Diomka, te hablo en serio. Será un fracaso para ti. Es mejor que te ocupes de los aparatos de radio; vivirás más tranquilo y ganarás más.

—¡Me importan un bledo los receptores! —Diomka parpadeó—. ¡Amo la verdad!

—¡Eso es, so tonto! ¡Repararás receptores y podrás decir libremente la verdad!

No se pusieron de acuerdo en este punto. Luego siguieron charlando de otros asuntos. Hablaron de los problemas de Oleg, pues una cualidad más de Diomka, muestra de su madurez, era el interés por los demás. Normalmente, la juventud sólo se preocupa de sí misma. Oleg, por su parte, le explicó la situación como a un adulto.

—¡Es lamentable…! —gruñó Diomka.

—En resumen, que no te cambiarías por mí, ¿verdad?

—¡Cualquiera sabe…!

Al final resultaba que, entre las sesiones de rayos y las muletas, Diomka aún seguiría otro mes y medio dando vueltas por la clínica. Le darían de alta en mayo.

—¿Adónde irás en cuanto salgas?

—¡Al parque zoológico!

Diomka se animó. En más de una ocasión había charlado con Oleg del zoo. Cierta vez, desde el porche de la clínica, Diomka le señaló el lugar exacto donde se ocultaba tras los tupidos árboles de la otra orilla del río. Hacía años que leía y escuchaba por la radio temas de la fauna, pero nunca había visto una zorra, un oso, una culebra ni, menos aún, un tigre o un elefante. Su existencia transcurrió en lugares que no tenían casa de fieras, ni circo, ni bosques. Su sueño más íntimo era conocer los animales, ilusión que la edad no debilitó. Intuía y esperaba algo extraordinario de ese encuentro con el mundo animal. El día en que, con su pierna dolorida, llegó a la ciudad para ingresar en la clínica, lo primero que hizo fue ir al parque zoológico. Pero estaba cerrado por ser día de descanso.

—¿Sabes una cosa, Oleg? Pronto te darán de alta, ¿cierto?

Oleg se sentaba con la espalda encorvada.

—Sí, eso espero. La sangre ya se resiente y las náuseas me han hecho polvo.

—¿Y serás capaz de no pasar por el zoo?

Diomka no podía admitirlo, pues su concepto de Oleg se vería sensiblemente depreciado.

—Quizá lo visite.

—¡No! ¡Debes ir sin falta! ¡Te lo ruego! ¿Y sabes qué? Después me escribes una tarjeta postal, ¿eh? No te costará nada y yo tendré aquí una gran alegría. Me dirás qué animales hay ahora en él y cuál es el más interesante. Así me enteraré con un mes de anticipación. ¿Irás? ¿Me escribirás? Dicen que hay cocodrilos, leones…

Oleg se lo prometió.

Luego se fue a la sala a acostarse, y Diomka se quedó otra vez solo en la reducida habitación con la puerta cerrada. Sin acordarse de sus libros, estuvo largo rato mirando pensativamente al techo o a la ventana. A través de esta, nada podía ver. La cubría una reja cuyos barrotes convergían, como rayos, en un ángulo, y daba a un rincón del edificio, frente a la tapia del centro médico. En ese momento el sol no se reflejaba en el muro, pese a que el día no era sombrío. La claridad velada, jironada, de un sol a medio cubrir, tenía resplandores difusos. Era un típico día, carente de luz y calor, en que la primavera trabajaba activa aunque silenciosamente.

Diomka siguió inmóvil, tumbado, pensando en cosas agradables: en que poco a poco dejaría de sentir la pierna amputada; en que aprendería a andar deprisa y con agilidad con las muletas; en que la víspera del primero de mayo amanecería un día de verdadero verano e iría de excursión al parque zoológico desde por la mañana hasta la salida del último tren de la tarde; en que en adelante dispondría de mucho tiempo y podría concluir pronto y felizmente los estudios de la escuela secundaria y, además, leería muchos libros útiles y que hasta la fecha no había podido leer. Se acabaron definitivamente aquellas tardes perdidas, cuando los chicos se iban al baile y él se atormentaba porque no sabía bailar y le habría gustado ir con ellos. Eso ya no ocurriría más. No le quedaba más opción que encender la lámpara y trabajar con sus libros.

Llamaron a la puerta.

—¡Entre! —invitó Diomka.

(Pronunció el «entre» con verdadera satisfacción. Nunca hasta entonces habían llamado a su puerta antes de entrar).

Se abrió la puerta de par en par y entró Asia.

La joven irrumpió violenta, apresuradamente, como si la persiguieran. Pero, después de cerrar la puerta tras de sí, se quedó parada junto a la jamba, con una mano en el pomo y con la otra sobre las solapas de la bata.

No era ya la misma Asia que llegó al hospital para «estar tres días en observación», la que, por aquellos días, aguardaban sus amigos en las pistas de invierno del campo de deportes. Se había marchitado, enflaquecido, y hasta sus dorados cabellos —imposible creer que hubiesen cambiado tan rápidamente— colgaban de modo lastimoso.

Vestía la misma bata repelente, sin botones, que tantos hombros habría cubierto y que cualquiera sabía en las calderas en que había sido lavada. Ahora le sentaba mejor que tiempo atrás.

Asia se quedó mirando a Diomka con leve temblor de cejas. ¿Era este el lugar que buscaba? ¿Correría mejor hacia cualquier otro?

Con su actual aspecto, completamente quebrantada, ya no aparentaba ser mayor que Diomka en un grado de la escuela, pese a sus tres largos viajes y a su consumada experiencia de la vida, y Diomka la sentía más cercana, más entrañable. Se alegró al verla.

—¡Asia! ¡Siéntate! ¿Qué te ocurre?

En el tiempo transcurrido habían charlado más de una vez. Discutieron sobre la pierna de Diomka, y ella se opuso tenazmente a la operación. Después de ser intervenido, le visitó dos veces y le llevó manzanas y galletas. Si desde la primera tarde sus relaciones amistosas brotaron espontáneamente, luego creció la confianza. Asia no le confesó enseguida su enfermedad, pero terminó por hablarle con franqueza: le dolía el pecho derecho, en el cual tenía una especie de bultitos. La curaban con rayos y con unas tabletas que tomaba colocándolas bajo la lengua.

—¡Siéntate, Asia, siéntate!

Soltó el pomo de la puerta y su mano fue deslizándose por esta y por la pared, como si se apoyara en ellas o las palpara. Dio un paso hacia el taburete que había junto a la cabecera de la cama de Diomka.

Se sentó.

Se sentó, rehuyendo los ojos de Diomka. Miró a un lado, a la manta. No se situó frente a él, que tampoco podía volverse.

—Vamos a ver, ¿qué te pasa?

Debía comportarse como un hombre. Desde las almohadas torció la cabeza hacia ella, sólo la cabeza, manteniendo horizontal el resto del cuerpo.

El labio de Asia tembló y sus párpados se agitaron.

—¡Asienka! —tuvo el tiempo justo de exclamar (y la había llamado por el diminutivo movido por la compasión, pues de otro modo no se habría atrevido), porque ella se arrojó súbitamente sobre su almohada, colocando la cabeza junto a la suya y cosquilleándole la oreja con un mechón de sus cabellos.

—¡Ya basta, Asienka! —suplicó, tanteando la manta en busca de sus manos, que no halló porque se ocultaban a su vista.

Ella, sobre su almohada, sollozaba acongojada.

—Pero, bueno, ¿qué te ocurre? ¡Dímelo!

La verdad era que casi lo había adivinado.

—¡Me lo cortarán!…

Y siguió llorando, llorando a lágrima viva. Finalmente emitió un prolongado gemido: «¡Ay, ay, ay!», tan desgarrador e insólito como Diomka no lo había oído jamás.

—Quizá no sea necesario —la tranquilizó—. Tal vez puedan aún evitar la operación.

Pero presintió que no la consolaría fácilmente de ese «¡Ay, ay, ay!».

Continuaba llorando, derramando lágrimas sobre su almohada, en la que notó una zona húmeda próxima a su cabeza.

Él atinó con la mano de la joven y empezó a acariciársela.

—¡Asienka! A lo mejor todo se arregla sin necesidad de operar.

—¡Nooo!… Me están preparando para el viernes…

Y profirió otro atormentado sollozo que a Diomka le traspasó el corazón.

No veía su faz llorosa; sólo sentía los mechones de su pelo que se le metían por los ojos. Y eran suaves, cosquilleantes.

Buscaba algo más que decirle, pero no se le ocurría nada apropiado. Estrechó, pues, su mano, con fuerza, deseando infundirle ánimos y que cesara en su llanto. Sentía más lástima por ella que por sí mismo.

—¿Para qué seguir viviendo? —dijo llorando—. ¿Para qué?

Diomka le habría dado una respuesta dictada por su propia y harto penosa experiencia. Pero seguramente no la expresaría con exactitud. Y aun en el caso de expresarla con claridad, los gemidos de Asia le hacían pensar que ni él, ni nadie, ni nada, lograrían confortarla. La experiencia que ella poseía la conducía a una sola conclusión: que la vida ya no tenía objeto.

—¿A quién-voy-a-ser-ú-til-ahora? —balbucía inconsolable—. ¿Quién?…

Y volvió a hundir el rostro en la almohada. Las mejillas de Diomka también estaban húmedas.

—¡Vaya una contrariedad! —intentó consolarla sin dejar de estrechar su mano—. Ya sabes por qué se casa la gente… Por coincidencia de opiniones… de caracteres…

—¿Es que hay algún tonto que llegue a amar a una chica por su carácter? —se incorporó irritada, como caballo encabritado, y retiró bruscamente su mano de la de él.

Entonces Diomka pudo contemplar su rostro húmedo, encendido, empañado, lastimero y enojado al mismo tiempo.

—¿Quién va a querer a una chica con un solo pecho? ¿Quién? ¡Y a los diecisiete años! —le gritaba, como si fuese el culpable de todo.

Y Diomka no sabía cómo consolarla.

—¿Cómo iré ahora a la playa? —chilló, trastornada por esta nueva idea—. ¡A la playa! ¿Cómo podré bañarme? —Esta idea la barrenaba como un sacacorchos, la consumía.

Con la cabeza entre las manos se apartó de Diomka y su cuerpo fue deslizándose hacia abajo, hacia el suelo.

Por la mente de Asia, insufriblemente dolorida, fueron desfilando los más variados modelos de traje de baño: con tirantes y sin ellos; los de una pieza y los de dos; las modas actuales y las venideras; los bañadores anaranjados y los azules; los de color frambuesa y los del color de las olas marinas; los de un tono y los rayados, los ribeteados con cenefa, que nunca había llevado pero que se había probado ante el espejo, y todos cuantos trajes de baño ya no compraría ni vestiría jamás. ¡Justamente esa limitación que se imponía a su existencia, esa imposibilidad de volver a pasear por una playa, constituía para ella en aquel momento lo más punzante, lo más afrentoso! La única razón por la cual la vida perdía todo sentido.

Diomka, desde las empinadas almohadas, murmuró algunas palabras torpes, fuera de lugar:

—Pues mira, si no te quiere nadie… Aunque comprendo, naturalmente, que mi situación actual… Pero quiero que sepas que yo siempre me casaría contigo de muy buena gana…

—¡Escúchame, Diomka! —y estimulada por una idea repentina Asia se levantó, se encaró a él y le miró con ojos dilatados, inexpresivos—. ¡Oyeme! ¡Tú eres el último! Sí. ¡El último que aún puede verlo y besarlo! ¡Y ya nadie lo besará más! ¡Diomka, bésalo tú por lo menos! ¡Tú por lo menos!

Se abrió más la bata, ya bastante desajustada y, rompiendo otra vez a llorar y a sollozar, separó el amplio cuello del camisón y por él se abrió paso su seno sentenciado, el derecho.

¡Relumbró como el sol que hubiese entrado de lleno en la estancia! Esta se inundó por completo de luz y esplendor. ¡El rosetón del pezón —mayor de lo que Diomka se figuraba— brotó ante él, y sus ojos se rindieron ante su rosado cegador!

Asia, inclinada sobre su cabeza, sostenía el pecho muy próximo a su cara.

—¡Bésalo! ¡Bésalo! —exigía, esperando que lo hiciera.

Y él, deseando el seno que le ofrecían, se puso a hociquear como un lechoncillo, con agradecimiento y admiración. Sus labios ávidos recorrían la abombada superficie que se derramaba sobre él, de forma inmutable y de armonía y belleza tales que ni la pintura ni la escultura habrían podido superar.

—¿Lo recordarás?… ¿Te acordarás de que ha existido? ¿De cómo era?…

Las lágrimas de Asia caían en su cabeza rapada.

Ella no guardó ni retiró su pecho, y él volvió al sonrosado pezón con el delicado mohín con el que jamás se acercaría a ese pecho un futuro hijo de ella. No entró nadie, y Diomka siguió cubriendo de besos ese prodigio que se suspendía sobre él.

Hoy un prodigio, pero mañana al cesto.