27

Era un día corriente, como otro cualquiera, y debía realizarse la habitual visita a las salas. Vera Kornílievna se dirigía sola a ver a sus pacientes de radioterapia y en el vestíbulo de arriba la enfermera se reunió con ella.

Esta enfermera era Zoya.

Se detuvieron poco rato ante Sibgátov, le dejaron enseguida para entrar en la sala, porque cada nueva variación en su tratamiento la decidía personalmente Liudmila Afanásievna.

Tenían casi la misma estatura: sus labios, sus ojos y sus gorros alcanzaban el mismo nivel. Pero Zoya era más robusta y aparentaba mayor estatura. Era presumible que dentro de dos años, cuando fuese médico, su aspecto sería más imponente que el de Vera Kornílievna.

Comenzaron por la hilera de camas opuesta a la de Oleg. Este sólo podía ver sus espaldas, el negro rodete de cabellos que se escapaba del gorro de Vera Kornílievna y los dorados ricitos que sobresalían del de Zoya.

Él había dejado de acechar aquellos rizos las dos últimas noches que Zoya había estado de servicio. Oleg se dio cuenta de que si Zoya le daba siempre largas de un modo obstinado, cosa que le ofendía, no era por hacerse la coqueta, sino por el temor a pasar la línea de la temporalidad a la perpetuidad. Él era un deportado a perpetuidad. Y con un deportado a perpetuidad, ¿qué clase de juego puede haber?

Y en esta línea Oleg se difuminaba rápidamente: el asunto estaba claro.

Avanzaban despacio porque en aquella fila todos los casos eran de radioterapia. Vera Kornílievna se sentaba junto a cada enfermo, le examinaba y hablaba con él.

Tras reconocer la piel de Ajmadzhán, de revisar detalladamente los datos de su historia clínica y del último análisis de sangre, Vera Kornílievna dijo:

—Bien. Pronto acabaremos con las irradiaciones y podrás irte a casa.

Ajmadzhán mostró sus brillantes dientes.

—¿Dónde vives?

—En Karabaír.

—Pues podrás volver allí.

—¿Me he curado? —preguntó Ajmadzhán radiante de alegría.

—Sí, te has curado.

—¿Del todo?

—De momento, sí. Del todo.

—O sea, ¿que ya no tendré que venir más?

—Tendrás que volver dentro de seis meses.

—¿Para qué, si estoy completamente curado?

—A reconocimiento.

Y así recorrió toda la hilera de camas, sin mirar una sola vez hacia Oleg, a quien durante todo el tiempo dio la espalda. Zoya fue la que dirigió una única mirada fugaz a su rincón.

Una ojeada particularmente tranquila, de una tranquilidad aprendida practicándola de un tiempo a esta parte.

En las visitas a la sala, ella encontraba siempre el momento en que sólo él podría observar sus ojos, con los que le transmitía, cual señales en morse, breves fulgores de alborozo y salutación, fulgores-raya, fulgores-punto.

Por la aparición de la tranquilidad actual, Oleg había intuido desde hacía días que la rueda había dejado de rodar hacia adelante, y no por ligereza, sino porque era muy difícil, por voluntad propia era imposible dar el paso decisivo.

Estaba claro. Si aquella tribu de personas libres no puede renunciar al apartamento de Leningrado, ¿por qué aquí ha de ser diferente? Desde luego la felicidad no depende del lugar, sino de la persona, siempre que la persona viva en una gran ciudad…

Vera Kornílievna estuvo un buen rato junto a Vadim. Inspeccionó su pierna, tanteó sus ingles, su vientre y su zona ilíaca, preguntándole insistentemente lo que sentía. Le hizo una pregunta nueva para él: qué experimentaba después de las comidas, después de ingerir una u otra clase de alimentos.

Vadim tenía sus cinco sentidos alerta. Ella le preguntaba quedamente y él respondía de igual modo. Cuando finalizó el reconocimiento de su cavidad subdiafragmal derecha, que él no se esperaba, y las preguntas sobre sus digestiones, inquirió:

—¿Se preocupa por mi hígado?

Había recordado que su madre, antes de partir del hospital, también le auscultó allí mismo sin aparentar mayor interés.

—¡Todo tiene que saberlo! —exclamó Vera Kornílievna agitando la cabeza—. Los pacientes son ya tan eruditos que no precisan más que la bata blanca.

Desde la almohada blanca, en la que descansaba su cabeza de cabellos negros como la pez y piel atezada amarillenta, Vadim miraba a la doctora con la grave clarividencia de adolescente de icono.

—Es que comprendo —replicó calladamente—. He leído cuanto se refiere a mi enfermedad.

En la inflexión de su voz no había porfía ni exigencia, sino cierta súplica para que Gángart conviniera con él o le brindara al momento toda suerte de explicaciones sobre su estado. Ella se turbó, no supo qué responderle y siguió sentada frente a él, en la cama, con la actitud de un reo. Era apuesto, joven y, probablemente, inteligente y capaz. Le recordaba a otro joven de una familia amiga que padeció una muerte lenta, prolongada, con la clara consciencia de su fin, sin que los médicos pudieran hacer nada por ayudarle. Por él, precisamente, Vera —que entonces era una colegiala de octava curso— cambió de idea: en vez de ingeniero, decidió hacerse médico.

Y ahora estaba ante otro caso en el que tampoco podía prestar su ayuda.

En el alféizar de la ventana Vadim tenía un frasquito con la oscura y turbia infusión de chaga, que los otros pacientes solían mirar con envidia.

—¿Toma eso?

—Sí.

Gángart no tenía ninguna fe en la chaga. Sencillamente, se había desconocido su existencia hasta entonces, nunca se había hablado de ella. Pero, en todo caso, era inofensiva, no como la raíz del issyk-kul.

Y si el enfermo confiaba en su eficacia, más que perjudicarle le beneficiaba.

—¿Cómo va el asunto del oro radiactivo? —le preguntó.

—Por fin lo han prometido. Quizás un día de estos se consiga —y siguió expresándose con preocupación y melancolía—. Pero, según parece, no lo entregarán en mano, sino que lo enviarán por conductos oficiales. ¡Dígame…! —y miró conminatoriamente a los ojos de Gángart—. Si tarda en llegar dos semanas, ya se habrán producido las metástasis en el hígado, ¿verdad?

—¡No! ¡Qué cosas dice! ¡Claro que no! —mintió Gángart viva y decididamente y, al parecer, le convenció—. Ha de saber que ese proceso requiere meses.

(¿Para qué, entonces, había explorado las cavidades entre las costillas y el vientre? ¿Con qué objeto le había preguntado cómo digería las comidas?…).

Vadim se sintió inclinado a creerla.

Así resultaba más fácil sobrellevarlo.

Mientras Gángart estaba sentada en la cama de Vadim, Zoya, falta de ocupación, giró la cabeza alrededor y vio con el rabillo del ojo el libro que tenía Oleg encima de la ventana. Luego desvió la mirada hacia él y con los ojos le rogó algo que no pudo comprender. Sus inquiridores ojos y sus finas cejas eran realmente bellos, pero Oleg siguió imperturbable y sin réplica.

Y ahora Oleg, lleno como estaba de irradiaciones, no comprendía lo que pretendía con el juego de ojos. Aunque para otros lances no, para estos pasatiempos sí se consideraba suficientemente viejo.

Se preparó para sufrir un minucioso reconocimiento, como los anteriores pacientes. Se quitó la chaqueta del pijama y se dispuso a despojarse también de la camiseta.

Vera Kornílievna finalizó con Zatsyrko. Se limpió las manos y volvió su rostro hacia Kostoglótov. Pero no sólo no le brindó una sonrisa, ni le invitó a charlar, ni se sentó a su lado en la cama, sino que le dirigió una simple y fugaz mirada, la precisa para indicarle que había llegado su turno. Pese a la brevedad de esa mirada, Kostoglótov distinguió en ella un sentimiento de indiferencia. El singular resplandor y alegría que refluían de sus ojos el día de la transfusión de sangre, la cariñosa amabilidad de días anteriores y la atenta simpatía que en todo momento le dispensara, habían desaparecido repentinamente de ellos. Se quedaron vacíos.

—Kostoglótov —indicó Gángart, mirando más bien hacia Rusánov— el mismo tratamiento. Aunque es extraño… —y miró a Zoya—. La reacción a la hormonoterapia se manifiesta débilmente.

Zoya se encogió de hombros:

—Quizá se deba a alguna peculiaridad del organismo.

Creyó, evidentemente, que la doctora Gángart recurría a su concurso —al de una estudiante en el penúltimo curso de su carrera— como al de una colega.

Pero Gángart, ignorando la insinuación de Zoya, le preguntó con tono que descartaba todo posible asesoramiento:

—¿Hasta qué punto es seguro que se le ponen las inyecciones con regularidad?

Despierta de entendimiento, Zoya echó levemente la cabeza hacia atrás, dilató un tanto los ojos —ambarinos, saltones y virtuosamente sorprendidos en aquel instante— y miró a la doctora fija y abiertamente.

—¿Qué duda puede haber? ¡Todos los tratamientos prescritos se efectúan como está mandado! —poco faltó para que se considerara ofendida—. Por lo menos, en mis horas de guardia…

Era obvio que no podían responsabilizarla de lo que ocurriera durante las otras guardias. Las palabras «por lo menos» las arrojó en un golpe, y precisamente ese desbordamiento de sonidos precipitados convenció a Gángart, sin saber por qué, de que Zoya mentía. Si las inyecciones no producían un efecto completo, quería decir que alguien omitía administrarlas. No podía tratarse de Maria. Tampoco de Olimpiada Vladislávovna. Y, como ya sabía, durante las horas nocturnas, Zoya…

Por la resuelta mirada de esta, determinada a hacerle frente a todo trance, Vera Kornílievna comprendió la imposibilidad de demostrarlo, y la seguridad de Zoya era tal que no nada podría contra ella. Su firmeza y su osadía en negarlo eran tales que Vera Kornílievna no pudo afrontarlas y bajó los ojos.

Era un gesto habitual en ella: siempre bajaba los ojos ante personas de las que pensaba algo desagradable.

Bajó, pues, los ojos con aire culpable, mientras Zoya, triunfante, siguió escrutándola con recta y ultrajada mirada.

Zoya ganó la partida, pero comprendió en el acto que no debía exponerse a semejantes riesgos. Si Dontsova iniciaba una investigación, si hacía preguntas, y si cualquier paciente, Rusánov, por ejemplo, corroboraba que no le ponía ninguna clase de inyecciones a Kostoglótov, podría perder su empleo en la clínica y ganarse una calificación desfavorable en el Instituto.

¿Y en aras de qué se exponía? La rueda del juego no podía seguir girando. Zoya envió a Oleg una mirada que revocaba su pacto de pasar por alto las inyecciones.

Oleg notó claramente que Vera no quería ni siquiera mirarle, aunque no hallaba explicación plausible a su repentino cambio de actitud. Nada había ocurrido, al parecer, que lo motivara. Cierto que ayer, al verle en el vestíbulo, le volvió la espalda, pero entonces pensó que fue por algo casual.

¡Muy propio del carácter femenino, y él lo había olvidado por completo! Las mujeres son como veletas, al menor soplo cambian de rumbo. Sólo entre hombres pueden mantenerse relaciones normales, regulares y perdurables.

Por añadidura, ahí estaba Zoya, también agitando sus pestañas en un mensaje de reproche. Se había acobardado. Y si empezaban a ponerle las inyecciones, ¿qué quedaría entre los dos? ¿Qué secreto compartirían?

¿Qué pretendía Gángart? ¿Que a todo trance se pusiera las inyecciones? ¿Por qué ese interés por ellas? ¿No sería un precio muy alto acceder para granjearse su simpatía? ¡Que se fuera al… Infierno!

Entretanto, Vera Kornílievna hablaba solícita y cordialmente con Rusánov. Esta cordialidad contrastaba con la indiferencia de que hizo alarde ante Oleg.

—Ya se ha acostumbrado usted a las inyecciones. Las soporta tan bien que hasta es probable que no desee terminarlas —bromeó.

(¡Dale coba! ¿Qué me decís?).

Mientras esperaba a que la doctora se acercara a su cama, Rusánov presenció el choque entre Gángart y Zoya. Como vecino de Oleg, sabía perfectamente que la joven mentía en favor de su galán, que el Roedor y ella actuaban de común acuerdo. Si el hecho hubiera concernido sólo al Roedor, no cabe duda que Pável Nikoláyevich habría ido con el cuento a los médicos, no públicamente ante todos los de la sala, sino que habría ido a contárselo a su departamento. Pero no se atrevía a perjudicar a Zoya, porque, por extraño que pareciera, en el mes que llevaba allí había observado que hasta la más insignificante de las enfermeras estaba en condiciones de ocasionar un doloroso disgusto, de vengarse. Allí, en el hospital, regía un sistema propio de subordinación y mientras estuviese en él no le convenía incomodarse con ninguna enfermera, y menos aún, por simplezas ajenas.

Si la estupidez del Roedor le inducía a rehusar las inyecciones, peor para él. Por su parte, podía morirse si era su gusto.

En cuanto a su estado, Rusánov tenía el convencimiento de que no moriría. El tumor disminuía con rapidez y cada día aguardaba contento la visita de los médicos para que le dieran fe de su mejoría. Vera Kornílievna ya le había asegurado hoy que su tumor seguía decreciendo, que el tratamiento daba resultados positivos y que con el tiempo lograría superar la debilidad que padecía y le desaparecerían los dolores de cabeza. También le haría una transfusión de sangre.

Para Pável Nikoláyevich ahora era inestimable el testimonio de los pacientes que habían visto la evolución de su tumor desde el principio. Exceptuando al Roedor, uno de ellos era Ajmadzhán y otro Federau, quien días atrás volvió a la sala procedente del departamento de cirugía. La cicatrización de su cuello progresaba satisfactoriamente, al contrario de lo que le ocurriera a Poddúyev, y el enrollado de vendas disminuía de cura en cura. Federau ocupó la cama de Chály, convirtiéndose de este modo en el segundo vecino de Pável Nikoláyevich.

El hecho en sí constituía para Rusánov una vejación y una burla del destino: él, Rusánov, acostado entre dos deportados. Si en el fondo hubiese seguido siendo el Pável Nikoláyevich de antes de hospitalizarse, habría acudido a donde correspondía para plantear el problema como cuestión de principios: ¿cómo admitir la promiscuidad de funcionarios dirigentes y elementos sospechosos y socialmente dañinos? Pero en esas cinco semanas, cogido por el tumor como por un anzuelo, Pável Nikoláyevich se había humanizado, había ganado en sencillez. En cuanto al Roedor, podía darle la espalda, especialmente ahora que metía poco ruido, casi siempre acostado y sin moverse apenas. Federau, si se le trataba con condescendencia, podía ser un vecino tolerable. Al volver a la sala se asombró, sobre todo, de la merma del tumor de Pável Nikoláyevich, que abultaba un tercio de su tamaño anterior. A requerimiento de Pável Nikoláyevich, lo inspeccionaba una y otra vez. Como era paciente y ajeno a toda insolencia, estaba dispuesto en cualquier momento a escuchar a Rusánov sin contradecirle. Por razones obvias, este no podía extenderse en detalles sobre su trabajo. Pero ¿qué le impedía describir minuciosamente su vivienda, de la que en su fuero interno tan orgulloso se sentía y a la que pronto había de retornar? Era un tema sin secretos y, sin duda, a Federau le gustaría enterarse de lo bien que puede vivir la gente (como algún día vivirían todos). Se consigue perfectamente calibrar a un hombre de cuarenta años y figurarse los méritos que ha contraído en su vida por la vivienda que ocupa. Y Pável Nikoláyevich le contó a Federau, a lo largo de varias charlas, la disposición y decoración de una habitación de su casa, de la segunda y de la tercera; le describió el balcón que tenía y cómo estaba acondicionado. Pável Nikoláyevich disfrutaba de excelente memoria y recordaba con todo lujo de detalles todo lo referente a cada armario o diván: dónde y cuándo se habían comprado, su precio y sus respectivas cualidades. Habló a su vecino del cuarto de baño extendiéndose aún en más detalles. Describió a Federau las baldosas que cubrían el suelo y los azulejos de las paredes, el zócalo de cerámica, el minúsculo anaquel para el jabón, la ducha, el grifo del agua caliente, el modo de maniobrarlo para ducharse y los dispositivos para las toallas. Esas menudencias no carecían en absoluto de sentido. Constituían lo cotidiano; la existencia, como se dice, determina la conciencia, y hace falta que la existencia sea buena y agradable para que entonces la conciencia sea buena. Como ya dijera Gorki: «En cuerpo sano, espíritu sano».

El blondo y desvaído Federau escuchaba las historias de Rusánov con la boca abierta, asintiendo a veces con la cabeza cuanto le permitía su vendado cuello.

Aunque era alemán y deportado, se trataba de un tipo tranquilo y bastante decente; no había inconveniente en estar acostado a su lado, y se podía congeniar con él. Además, formalmente, era comunista. Con su habitual espontaneidad, Pável Nikoláyevich le dijo sin rodeos:

—Federau, el hecho de que los exiliaran constituyó una medida gubernamental necesaria. ¿Lo comprende usted así?

—Sí, sí, lo comprendo —Federau ladeó su inflexible cuello.

—En aquella situación no se podía actuar de otro modo.

—Claro, claro.

—Deben interpretarse justamente las disposiciones oficiales y, entre ellas, la del destierro. Y ha de considerar que, pese a todo, puede decirse que les dejaron seguir en el Partido.

—¡Cómo no! Naturalmente…

—Antes del exilio, tampoco tendría usted cargos responsables, ¿verdad?

—No, nunca.

—¿Ha sido estrictamente obrero siempre?

—Mecánico toda mi vida.

—Hubo un tiempo en que yo también fui un simple obrero, ¡y fíjese cómo he logrado destacar!

También hablaron largo y tendido de los hijos. Resultó que la hija de Federau, Henrietta, estudiaba el segundo curso en el Instituto Pedagógico provincial.

—¡Formidable! —exclamó Pável Nikoláyevich, realmente impresionado—. Eso es digno de aprecio. ¡Usted, un exiliado, y su hija, a punto de graduarse en el Instituto! ¿Quién hubiera podido soñar con algo semejante en la Rusia zarista? ¡Sin limitaciones de ningún género!

Guenrij Yakóbovich le objetó por primera vez:

—Este es el primer año que vivimos sin limitaciones. Antes necesitábamos el permiso de la comandancia y, de todos modos, los institutos nos devolvían los documentos requeridos con el pretexto de que el examen de ingreso del estudiante en ciernes no había sido satisfactorio. ¡Como para ir a comprobarlo!

—Lo cual no ha sido obstáculo para que su hija estudie el segundo curso.

—Bueno, eso se explica porque ella juega bien al baloncesto. Por eso la admitieron.

—La admitieron por la razón que fuera, hay que ser ecuánimes, Federau. Lo que cuenta es que, a partir de este año, se acabaron todas las limitaciones.

Al fin y al cabo, Federau era un trabajador del campo y, en buena lógica, Rusánov, trabajador de la industria, debía tomarle bajo su tutela.

—De ahora en adelante las cosas irán mucho mejor con las decisiones del pleno de enero —le explicó benévolamente Pável Nikoláyevich.

—¡Oh, sí! ¡Cierto!

—Porque la creación de grupos de instrucciones en las zonas en que existen estaciones de máquinas y tractores representará un paso decisivo. Un impulso total.

—Sí, sí.

Pero no bastaba con decir «sí, sí». Lo importante era comprenderlo.

Y Pável Nikoláyevich explicó punto por punto a su tratable vecino por qué las estaciones de máquinas y tractores se convertirían, después de que se crearan los grupos de instructores, en auténticas fortalezas. También discutió con él el llamamiento del Comité Central de las Juventudes Comunistas sobre el cultivo del maíz, en virtud del cual la juventud, como era de esperar, tomaría este año en sus manos el problema del maíz y contribuiría a cambiar radicalmente el cuadro general de la agricultura. Por el periódico del día anterior se habían enterado de las modificaciones en la planificación de la agricultura. ¡Tenían, pues, mucho de qué hablar en sus futuras conversaciones!

En general, Federau fue para él un vecino conveniente. A veces, Pável Nikoláyevich le leía el periódico en voz alta, incluso los temas que él, sin el tiempo libre que gozaba en el hospital, no habría leído: la declaración oficial explicando la imposibilidad de un tratado con Austria sin un previo tratado de paz con Alemania; el discurso de Rakosi en Budapest; un artículo sobre la agudización de la lucha contra los infames acuerdos de París y otro acerca de los escasos y liberales procesos que tenían lugar en Alemania occidental contra los responsables de los campos de concentración. De cuando en cuando, ante la abundancia de comida que tenía, convidaba a Federau y le daba una parte de la ración del hospital.

Pero, por muy quedamente que conversaran, Rusánov sentía cierto desasosiego, porque seguramente Shulubin oía siempre cuanto decían. Aquella lechuza ocupaba la cama inmediata a la de Federau. Desde que el sujeto apareció en la sala, no había manera de olvidar su presencia inmóvil y silenciosa, ni la mirada de sus ojos recargados, ni la posibilidad de que lo escuchara todo, ni de que con su pestañeo acaso expresara su desaprobación. Su presencia era, pues, una perpetua coacción para Pável Nikoláyevich. Intentó hacerle entrar en conversación para saber lo que ocultaba en su interior o para conocer, aunque no fuera más, la enfermedad que sufría. No obstante, Shulubin sólo pronunciaba escasas y desagradables palabras y no consideraba necesario hablar de su tumor.

Cuando estaba sentado no se notaba en él la laxitud con que reposaba cualquier otro paciente, sino que adoptaba una postura forzada, como si el asiento le produjera malestar. Y por ese modo antinatural de sentarse daba la impresión de estar en guardia, al acecho. Algunas veces, cuando se cansaba de estar sentado, se levantaba, aunque el caminar le era igualmente penoso. Renqueaba un poco y luego se quedaba envarado, inmóvil, durante media hora o más. Este raro estatismo deprimía igualmente a Rusánov. Además, Shulubin no podía plantarse ante su lecho porque habría obstaculizado la puerta, ni en el pasillo, porque habría impedido el paso: eligió el tabique que separaba las ventanas de Kostoglótov y Zatsyrko, y se aficionó a arrimarse a él. Allí se enriscaba, cual centinela enemigo, espiando cuanto Pável Nikoláyevich comía, hacía y decía. Con la espalda levemente apoyada en la pared, resistía mucho tiempo.

Hoy, transcurrida la visita, se atalayó en dicho lugar, resaltando en la pared como un alto relieve, y presenció el trueque de argumentos entre Oleg y Vadim.

Estos, por la disposición de sus camas, cruzaban con frecuencia sus miradas, pero se hablaban poco. En primer lugar, porque ambos padecían náuseas y les molestaba pronunciar más palabras de las precisas. En segundo lugar, porque hacía días que Vadim les refrenó a todos al manifestar:

—Camaradas, se requieren dos mil años para caldear un vaso de agua con la energía que se invierte en hablar quedamente. Y si se habla a gritos, se necesitarían setecientos cinco años. Consideren, pues el provecho del parloteo.

Además, habían intercambiado algunas palabras enojosas, quizá sin intención. Vadim había dicho a Oleg:

—¡Tenían que haber luchado! No comprendo por qué no lucharon «allí».

(Eso era correcto. Pero Oleg no osaba aún abrir la boca para explicar cómo, pese a todo, batallaban). Y Oleg le respondió:

—¿Para quién reservan ese oro? Tu padre dio la vida por la patria. ¿Por qué no te lo proporcionan a ti?

Esto era igualmente irrefutable. Vadim se hacía esa misma pregunta cada vez con mayor frecuencia. Empero, le ofendía en boca de un extraño. Un mes antes podía juzgar innecesarias las gestiones de su madre y embarazoso apelar a la memoria de su padre. Pero ahora, con la pierna en el aprisionador cepo, su impaciencia iba en aumento mientras esperaba el dichoso telegrama de su madre, y pensaba, lleno de esperanza: «¡Si mamá lo consiguiera!». No parecía justo obtener la salvación gracias a los méritos de su padre. En cambio, hubiera sido triplemente equitativo lograr esa salvación en deferencia a su propio valer, a su propio talento, del que, en verdad, nada sabían los distribuidores del oro. Representaba un tormento y una responsabilidad ser portador de talento, de un talento aún no celebrado, pero ya desbordante, y morir con él cuando todavía no ha interrumpido ni se ha proyectado. Su muerte supondría una tragedia infinitamente mayor que la de cualquiera de los de la sala.

La soledad de Vadim no vibraba ni se agitaba porque nadie le visitase ni por no tener a su lado a su madre o a Galka, sino porque ni los que le rodeaban, ni los médicos, ni los personajes oficiales en cuya mano estaba su salvación sospechaban hasta qué punto sobrevivir era para él más importante que para todos los demás.

Estos pensamientos martilleaban insistentemente en su cabeza; unas veces concebía esperanzas, y otras caía en un pesimismo tal que le ofuscaba el entendimiento, impidiéndole entender lo que leía. Leyó una página entera y se dio cuenta de que no había comprendido nada, de que se sentía torpe y de que ya no podía triscar por las ideas de otros hombres como la cabra por los montes. Se quedó aturdido ante el libro y, aunque aparentemente seguía leyendo, en realidad no era así.

Su pierna estaba atenazada en la trampa y con ella su vida entera.

Siguió sentado de esta manera y sobre él, recostado en el tabique entre las dos ventanas, se hallaba Shulubin en pie, absorto en su dolor y en su mutismo. Kostoglótov, tumbado con la cabeza fuera de la cama, también guardaba silencio.

Y así, como las tres garzas reales de la fábula, los tres podían continuar callados por tiempo indefinido.

Lo extraño fue que precisamente Shulubin, el silencioso más pertinaz de ellos, preguntara inesperadamente a Vadim:

—¿Está usted seguro de no engañarse a sí mismo? ¿De que todo eso sea tan esencial para usted? ¿Eso concretamente?

Vadim alzó la cabeza. Miró al anciano con ojos oscuros, casi negros, como si no creyera que le hubiese hecho una pregunta tan larga, o extrañado, quizá, por la índole de la pregunta.

Pero nada indicaba que la extravagante pregunta no hubiese sido formulada por el anciano, quien con sus ojos dilatados y rojizos miraba a Vadim con leve estrabismo y curiosidad.

Debía responderle. Sabía perfectamente cuál sería la contestación adecuada, pero Vadim, por alguna razón, no encontraba en sí el habitual y flexible impulso que la réplica requería. Contestó con el mismo tono apacible y significativo con que el anciano le interpelara:

—Esto es lo que me interesa. No conozco en el mundo nada de mayor interés.

A despecho de sus íntimas mortificaciones, de las molestias de la pierna y de la inexorable y paulatina consunción de los ocho meses fatídicos, Vadim se complacía en mantenerse firme, en conservar su entereza, como si la desgracia no pendiera sobre nadie y él y todos sus compañeros de sala se hallaran en un balneario y no en un hospital de cancerosos.

Shulubin posó su triste mirada en el suelo. Después, con el torso inmóvil, efectuó un raro movimiento circular con la cabeza y otro giro en espiral con el cuello, como si intentara destrabar la cabeza y no lo lograra. Contestó:

—No es un argumento de peso el que sea interesante. El comercio también es interesante, así como hacer dinero, contarlo, adquirir propiedades, establecerse convenientemente y rodearse de comodidades. Con esa explicación la ciencia no aventaja a una larga serie de ocupaciones egoístas y totalmente inmorales.

Curioso punto de vista. Vadim se encogió de hombros.

—¿Y si en realidad es interesante? ¿Y si para mí no hay nada más interesante?

Shulubin se estiró los dedos de una mano, que emitieron un chasquido.

—Con semejante criterio, jamás creará usted nada éticamente útil.

Aquella expresión era ya excéntrica del todo.

—La ciencia no debe crear valores morales —le explicó Vadim—. La ciencia produce valores materiales y por eso la sostienen. Y, a propósito, ¿qué valores considera usted como éticos?

Shulubin parpadeó una vez prolongadamente; volvió a parpadear, y dijo reposadamente:

—Los valores orientados a la mutua iluminación de las almas humanas.

—La ciencia también las ilumina, ¿no? —sonrió Vadim.

—¡No a las almas! —Shulubin negó con el dedo—. Si para ello usa usted la palabra «interesante». ¿Ha tenido ocasión de entrar alguna vez cinco minutos en el corral avícola de un koljós?

—No.

—Pues imagínese un largo y bajísimo cobertizo. Oscuro, porque las ventanas son como rendijas y cubiertas, además, con tela metálica para que no escapen las gallinas. Cada mujer que cuida de las aves tiene a su cargo dos mil quinientas gallinas. El suelo es de tierra y las gallinas escarban en él constantemente. La atmósfera es polvorienta, tanto que habría que llevar puesta una máscara antigás. Por otro lado, la encargada del gallinero está escaldando sin cesar en una caldera abierta boquerones pasados para alimento de las aves. Podrá figurarse fácilmente el hedor que se respira. Y no hay relevos para el personal. En verano la jornada de trabajo se prolonga desde las tres de la mañana hasta el anochecer. A los treinta años, la mujer que trabaja en el corral representa tener cincuenta. ¿Cree usted que su trabajo le resultará a ella interesante?

Vadim se quedó sorprendido. Movió las cejas:

—¿Por qué he de plantearme esa pregunta?

Shulubin blandió un dedo ante sus narices.

—Es así como razona el comerciante.

—Ella sufre, justamente, por causa del desarrollo insuficiente de la ciencia —Vadim encontró un argumento de peso—. Con los avances científicos los corrales llegarán a estar debidamente acondicionados.

—Pero mientras esos progresos de la ciencia no se produzcan, usted seguirá cada mañana friendo en la sartén tres huevos, ¿no es así? —Shulubin cerró un ojo y la mirada del otro se hizo más desabrida—. ¿A que no le gustaría ir a trabajar a una granja avícola en tanto llegan esos adelantos de la ciencia?

—¡No sería interesante para él! —intervino Kostoglótov con ruda voz desde su colgante posición.

Ya con anterioridad, Rusánov se había percatado de la autoridad con que Shulubin abordaba los temas agrarios. En cierta ocasión en que Pável Nikoláyevich explicaba algo relacionado con los cereales, Shulubin metió baza para corregirle. A la sazón, Pável Nikoláyevich trató de sonsacarle:

—¿No se habrá graduado usted, por casualidad, en la Academia Timiriázev?[26]

Shulubin se estremeció y volvió la cabeza hacia Rusánov.

—Sí, en la Timiriázev —afirmó sorprendido.

De repente se encorvó y, encogido y mohíno, con movimientos tan torpes, precipitados y vacilantes como los de las aves, se fue cojeando hacia su cama.

—¿Por qué, entonces, trabaja de bibliotecario? —insistió Rusánov a su espalda, exultante por su triunfo.

Pero Shulubin ya había cerrado la boca, refugiándose en el silencio. Y seguiría en silencio como una roca.

Pável Nikoláyevich no sentía ninguna lástima por los hombres que, en vez de ascender en la vida, descendían.