24

En una piedra, a nivel inferior al del banco de jardín, Kostoglótov estaba sentado al calorcillo del sol. Embutidas en sus botas, tenía las piernas incómodamente encogidas, con las rodillas rozando casi el suelo. Los brazos le pendían exánimes hasta tocar la tierra y la cabeza le colgaba sin gorra. En tal postura, y con la bata gris desceñida, se caldeaba bajo los rayos solares, tan estático y anguloso como una roca plomiza. Tomaba el sol de marzo, que ya había calentado sus negros cabellos y su encorvada espalda, sin moverse, sin hacer nada y sin pensar en nada. Podía seguir sentado de esta forma por tiempo indefinido y en igual grado de abstracción, acopiando del calor solar lo que anteriormente no le fuera suministrado por el pan y la sopa.

Incluso era imperceptible a cierta distancia si sus hombros ascendían y descendían al respirar. Sin embargo, se sostenía derecho, sin derrumbarse de costado.

La gruesa y corpulenta auxiliar sanitaria de la planta baja, que una vez quiso arrojarle del pasillo para no vulnerar las reglas de esterilización, la misma tan aficionada a las pipas de girasol, que ahora también venía mordisqueando algunas aprovechando la feliz circunstancia de hallarse en el jardín, se aproximó a Kostoglótov y le dijo con voz estentórea y displicente:

—¡Eh, oiga! ¿Me escucha, hombre?

Kostoglótov alzó la cabeza y contrajo el rostro, que expuso directamente al sol. La miró con un deformador entornamiento de ojos.

—Vete a la sala de curas. La doctora te llama.

Estaba sumido en su cálida petrificación, con muy pocas ganas de moverse y levantarse, y sintió como si le reclamaran para un trabajo odioso.

—¿Qué doctora? —rezongó.

—¡La que necesita verte! ¡Esa misma te llama! —la sanitaria alzó la voz—. No tengo por qué andar recogiéndoos por el jardín. Así que, ¡andando!

—No tengo que hacerme ninguna cura. Seguramente no es a mí a quien llaman —siguió porfiando Kostoglótov.

—¡A ti, a ti es! —afirmó la sanitaria, sin dejar de comer pipas—. ¿Se te puede, acaso, confundir con otro, grulla zanquilarga? No hay aquí otro como tú, amiguito.

Kostoglótov soltó un suspiro, estiró las piernas, se apoyó para ponerse en pie y, gruñendo, empezó a levantarse.

La sanitaria le contemplaba, desaprobadora:

—No has hecho más que pasear, sin ahorrar fuerzas. Tendrías que haber estado acostado.

—¡Oh, sanitaria! —suspiró Kostoglótov. Y se fue a lo largo del sendero, caminando despacio. No llevaba el cinturón y ya no quedaba en él resto alguno de porte militar. Su espalda se había encorvado.

Se dirigía a la sala de curas barruntando un nuevo disgusto y con el ánimo de resistirse, sin saber aún lo que debía afrontar.

En la sala no le aguardaba Ela Rafáilovna, que desde hacía diez días sustituía a Vera Kornílievna, sino una mujer joven, gruesa y coloradota —de purpúreas mejillas, mejor dicho— que rebosaba salud. Él la veía por primera vez.

—¿Su apellido? —espetó inmediatamente, apenas hubo pisado Oleg el umbral de la puerta.

Aunque el sol no le pegaba ahora en los ojos, Kostoglótov seguía entrecerrándolos con enfurruñada expresión. Se puso a conjeturar con rapidez para qué requerirían su presencia, intentando formarse una idea de la situación. Por eso no se dio prisa en contestar. A veces es preciso ocultar el apellido o mentir. Pero no sabía lo que en ese instante sería lo acertado.

—¿Y bien? ¿Cuál es su apellido? —intentó averiguar la doctora de rollizas manos.

—Kostoglótov —confesó de mala gana.

—¿Dónde se había metido? ¡Desnúdese rápidamente! Acérquese aquí y tiéndase en la mesa.

Kostoglótov recordó, vio y comprendió repentinamente: ¡Iban a hacerle una transfusión de sangre! Se había olvidado de que las efectuaban en la sala de curas. Por un lado, seguía manteniendo el principio: «No quiero sangre ajena, ni tampoco daré la mía». Por otro, aquella mujer joven, vivaracha y resuelta, con el aspecto de haber apagado su sed con la sangre de los donantes, no le inspiraba confianza. Vega se había ido. Ahora tenían un nuevo doctor, otras costumbres y nuevos errores. ¿Por qué diablos tenían que dar vueltas a aquel tiovivo? ¿Por qué no existía nada permanente?

Adusto, se quitó la bata y buscó dónde colgarla. La enfermera le indicó el lugar. Mientras intentaba buscar un pretexto al que aferrarse para no ceder. Colgó la bata. Se quitó la chaqueta y también la colgó. Empujó las botas a un rincón y por el limpio linóleo del piso se encaminó descalzo a la alta y mullida camilla para tumbarse en ella. No se le ocurría ninguna evasiva, aunque estaba seguro de que daría inmediatamente con alguna.

El aparato de la transfusión, con sus tubos de goma y las cánulas de cristal, en una de las cuales había agua, colgaba sobre la mesa suspendido de un reluciente soporte de acero. Fijas a él se veían varias anillas para las ampollas de diferente capacidad: para las de medio litro, para las de cuarto de litro y para las de octavo de litro. Sujeta al aparato había ahora una ampolla de octavo de litro. La parduzca sangre que contenía estaba parcialmente oculta por una etiqueta en la que se indicaba el grupo de sangre, el apellido del donante y la fecha de donación.

Siguiendo su costumbre de registrarlo todo para que nada le pasara inadvertido, Kostoglótov, mientras se encaminaba a la mesa, consiguió leer la etiqueta. No había aún recostado su cabeza, cuando anunció:

—¡Vaya, vaya! ¡28 de febrero! Es sangre vieja, no apta para la transfusión.

—¿Qué comentarios son esos? —se indignó la doctora—. ¿Qué entiende usted de la conservación de la sangre, de si es nueva o vieja? ¡La sangre puede conservarse más de un mes!

El enojo volvía carmesí su semblante coloradote. Sus brazos, desnudos hasta el codo, eran rollizos y rosados y de piel llena de granitos. Los granitos diminutos no se debían al frío, eran naturales. Y fue esa «piel de gallina» la que disuadió definitivamente a Kostoglótov de que se entregara en sus manos.

—Súbase la manga y relaje el brazo —le ordenó la doctora.

Era ya el segundo año que trabajaba en las transfusiones de sangre y no recordaba un solo paciente libre de aprensiones. Todos se conducían como si por sus venas manara sangre aristocrática y temiesen que fueran a adulterársela. Indefectiblemente, observaban de reojo para asegurarse de que la sangre que les ponían era del color debido, de que el grupo sanguíneo era el mismo, de si la temperatura era excesivamente fría o caliente, o de si se había coagulado. Algunos preguntaban con aplomo: «¿Es que me van a poner sangre mala?». «¿Qué le hace a usted pensar que sea mala?». «Porque lleva la inscripción de No tocar». «Sí, estuvo destinada a otro paciente, pero luego no ha sido necesaria». Entonces el enfermo se dejaba pinchar, aunque seguía refunfuñando por lo bajo: «Lo cual significa que no es de buena calidad». Sólo la firmeza le permitía vencer esas estúpidas suspicacias. Además, la doctora siempre andaba con prisas porque tenía fijadas de antemano las transfusiones a realizar cada día en diversos establecimientos.

Kostoglótov, por su parte, había visto en la clínica no pocas inflamaciones sanguinolentas y convulsiones que seguían a la transfusión. En modo alguno deseaba confiarse a aquellas manos impacientes, rosadas, nervudas y miliares. Su sangre propia —floja, empobrecida y torturada por los rayos— le era, pese a todo, mucho más cara que la nueva adicional. Su sangre legítima ya se recuperaría más tarde de un modo u otro. Y si seguía con la sangre enfermiza, tanto mejor. Así suspenderían antes el tratamiento.

—No —rehusó sombríamente, desatendiendo la orden de enrollarse la manga y relajar el brazo—. Esa sangre es vieja. Además, hoy me siento mal.

Sabía bien que nunca se debían exponer dos excusas al mismo tiempo, sino sólo una. Pero ambas le salieron impensadamente.

—Ahora le comprobaremos la presión —repuso la doctora sin inmutarse. La enfermera le ofrecía ya el instrumento.

La doctora era completamente nueva, pero la enfermera pertenecía al personal de la clínica y trabajaba en la sala de curas. Hasta entonces no había tenido Oleg relación con ella. Todavía era una muchachita muy joven, aunque de elevada estatura; tenía un color atezado y ojos de corte japonés. Lucía en la cabeza un peinado tan complicado que ni el gorro ni el pañuelo hubieran podido cubrirlo. Por eso, llevaba cada mechón pacientemente envuelto entre innumerables vendas. Sin duda, para ponérselas debía llegar al trabajo con quince minutos de antelación.

Todo aquello no le interesaba en absoluto a Oleg, pero observaba extrañado la blanca corona, tratando de imaginarse el peinado de la joven cuando su cabello estuviese libre de vendajes. Allí la persona de peso era la doctora, y con ella tenía que luchar sin demora, resistirse y exponer un pretexto. Y estaba allí, perdiendo el ritmo de los argumentos, contemplando a la chica de los ojos achinados. Como cada jovencita, por el mero hecho de ser joven, implicaba un enigma, que llevaba en sí a cada paso que daba. Tenía conciencia de ello y lo evidenciaba con todos y cada uno de los giros de su cabeza.

Entretanto, oprimieron el brazo de Kostoglótov con la negra sierpe y le dijeron que su presión era la idónea.

Abrió la boca para seguir objetando y explicar el fundamento de su negativa, cuando, desde la puerta, reclamaron a la doctora porque la llamaban por teléfono.

Esta hizo un movimiento brusco y se encaminó hacia la salida. La enfermera guardó los negros tubos en el estuche y Oleg continuó acostado boca arriba.

—¿De dónde procede esa doctora, eh? —preguntó.

El tono melódico de la voz también forma parte del enigma intrínseco de las jovencitas. Ella lo sabía y habló, escuchando atentamente su propia fonación:

—Del Centro de Transfusiones de Sangre.

—¿Por qué trae sangre vieja? —Oleg quiso cerciorarse por mediación de la chica.

—No es vieja —la chica volvió con soltura y gracia la cabeza, paseando su corona por la habitación.

Aquella muchacha estaba absolutamente segura de saber cuanto necesitaba. Tal vez fuera así.

El sol dio un viraje hacia la sala de curas. Aunque sus rayos no daban directamente en ella, dos de las ventanas centellearon con viveza y en una zona del techo apareció una mancha luminosa, reflejada de algún sitio. Reinó una cegadora claridad, una gran pureza y una total quietud.

Era agradable estar allí.

Se abrió la puerta, oculta a la vista de Oleg, y entró una mujer. Pero no la que había salido.

Entró sin apenas producir ruido con sus zapatos, sin transmitir su identidad con el taconeo.

Y Oleg adivinó quién era.

Nadie andaba como ella. Ella, solamente ella, era la que él necesitaba en aquella estancia.

¡Vega!

En efecto, era ella. Apareció en su campo visual de modo tan simple como si sólo hiciera unos instantes que se hubiesen ausentado.

—¿Dónde ha estado usted, Vera Kornílievna?… —Oleg se sonrió.

No hizo la pregunta con tono exclamatorio; se lo preguntó quedamente, lleno de felicidad. Tampoco se incorporó con intención de sentarse, pese a no estar sujeto a la camilla.

Imposible que en la sala pudiera haber mayor quietud, esplendor y bienestar.

Vera también tenía una pregunta que hacerle e igualmente le sonrió:

—¿Qué? ¿Se rebela?

Con su propósito de resistirse atenuado, gozoso de hallarse tumbado en aquella mesa, de la que ya no le arrojarían tan fácilmente, Oleg respondió:

—¿Yo? No. Ya he acabado con las rebeliones… ¿Dónde ha estado usted? No se la ha visto en toda una semana.

De pie a su lado como si dictara unas palabras nuevas no acostumbradas a un ingenuo, articuló:

—He estado de viaje, organizando centros oncológicos y realizando propaganda anticancerosa.

—¿En algún lugar del interior?

—Sí.

—¿Volverá a irse?

—Por ahora no. Pero, usted, ¿se siente mal?

¿Qué expresaban sus ojos? Serenidad. Solicitud. La primera alarma injustificada. Eran los ojos de un doctor.

Pero, aparte de todo eso, tenían un color castaño claro, como el color del café de un vaso cuando se le agregan dos dedos de leche. Hacía mucho tiempo que Oleg no cataba el café, pero aquellos ojos fueron para él francamente amistosos. ¡Auténticos ojos de viejo amigo!

—¡Oh, no! ¡Nada de importancia! Es probable que me haya expuesto excesivamente al sol. Estuve sentado en el jardín largo rato, hasta que casi me quedé dormido.

—¡Como si pudiera tomar el sol! ¿En el tiempo que lleva aquí no ha comprendido todavía que se prohíbe terminantemente exponer los tumores al calor?

—Yo creía que esa prohibición se refería a las bolsas de agua caliente.

—Al sol, con mayor razón.

—¿O sea que están vedadas para mí las playas del mar Negro?

Ella afirmó con la cabeza.

—¡Qué vida!… Es como para trasladar mi exilio a Norilsk[23]

Vera Kornílievna alzó los hombros y los bajó de nuevo. Aquello no sólo era superior a sus fuerzas, sino superior a su entendimiento.

Ahora bien podía preguntarle: «¿Por qué me dijo que estaba casada? ¿Acaso es humillante estar soltera?». Preguntó:

—¿Por qué ha sido desleal?

—¿A qué?

—A nuestro convenio. Me prometió que usted misma me haría la transfusión, que no me entregaría en manos de un médico practicante.

—La doctora no está en período de prácticas. Al contrario, es una especialista. Cuando ella está aquí, nosotros no tenemos derecho a realizar transfusiones. Pero ya se ha ido.

—¿Qué se ha ido?

—Sí, la han reclamado de fuera.

¡Oh, el carrusel! Ni aun dentro de un carrusel había protección contra otro carrusel.

—Entonces, ¿me la hará usted?

—Sí, yo. Pero ¿qué sangre decía usted que era vieja?

Él se la indicó con la cabeza.

—No es vieja, y tampoco era para usted. A usted le pondremos doscientos cincuenta gramos. ¡De esta! —y Vera Kornílievna, tomando otra ampolla de una mesita, se la mostró—. Lea y convénzase.

—Lo sé, Vera Kornílievna. Es mi vida miserable la que me induce a no confiar en nada, a comprobarlo todo. ¿Cree usted que no me siento dichoso cuando puedo prescindir de comprobaciones?

Lo dijo con voz tan cascada como si estuviera muriéndose. No obstante, no pudo negar a sus avizores ojos que se cercioraran. Y ellos atraparon al vuelo: «Grupo A: Yaroslávtseva, I. L., 5 de marzo».

—¡Ah! Del 5 de marzo. Esta nos viene de maravilla. ¡Justamente lo que necesitábamos! —se animó Oleg.

—Por fin ha comprendido que la necesita. Pero ¡cuántas objeciones ha puesto!

Y eso era lo incomprensible para ella, era mejor dejarlo correr.

Él se enrolló la manga de la camisa hasta más arriba del codo y relajó el brazo derecho tendiéndolo a lo largo del cuerpo.

Ciertamente, el mayor placer para su espíritu vigilante, eternamente suspicaz, consistía en confiarse, en poder depositar su fe en alguien. En ese instante sabía que esta mujer cariñosa, esta criatura casi etérea, que se movía despacio y meditaba cada acción, no cometería yerro alguno.

Y ahí estaba acostado, como si reposara.

El gran retazo de tenue sol afiligranado formaba en el techo un círculo desigual. Y este retazo, reflejado por algo ignorado, también le sugestionaba porque contribuía a ornar la limpia y silenciosa sala.

Vera Kornílievna, que arteramente había extraído con la aguja un poquito de sangre de su vena, la removió con el centrifugador y la echó en un platillo dividido en cuatro departamentos.

—¿Para qué son esas cuatro casillas? —Se lo preguntó movido por su inveterada costumbre de preguntar en todo momento y lugar. En aquel instante le era indiferente enterarse del objeto de tales casillas.

—Uno de los departamentos, para comprobar la compatibilidad; los otros tres, para que el centro de distribución verifique con exactitud el grupo sanguíneo. Para estar más seguros.

—Pero si el grupo es el mismo, ¿qué incompatibilidad puede haber?

—Hay que cerciorarse de que el suero del paciente no se coagula al entrar en contacto con la sangre del donante. Puede ocurrir, aunque en raras ocasiones.

—Comprendo. ¿Y para qué la agita?

—Para separar los eritrocitos. Tiene que estar al tanto de todo, ¿eh?

Podía prescindir de saberlo, ciertamente. Oleg contempló la mancha que se extendía por el cielo raso. Es imposible conocerlo todo en este mundo y, de todos modos, uno morirá ignorante.

La enfermera de la corona blanca encajó en un borne del soporte la botellita con fecha del 5 de marzo, poniéndola con el gollete invertido. Acto seguido puso una almohadilla bajo el brazo de Oleg y se lo ciñó, más arriba del codo, con un rodete de goma roja, que empezó a retorcer. Sus ojos achinados observaban atentos, calculando el momento de dar fin a esta operación.

Ahora le extrañaba haber visto en aquella chica cierto enigma. No encarnaba ninguno. Era una muchacha como otra cualquiera.

Vera Gángart se acercó a él con la jeringuilla, una jeringuilla corriente, repleta de un líquido translúcido. Pero la aguja era insólita. Más que una aguja parecía una cánula de punta triangular. La cánula en sí nada tenía de particular, siempre y cuando no proyectaran introducirla en la carne de uno.

—Se le aprecia muy bien la vena —comentó Vera Kornílievna, al tiempo que, contrayendo una ceja, intentaba localizarla. Con ímpetu, horadando casi imperceptiblemente la piel, introdujo la monstruosa aguja. Y eso fue todo.

Para Oleg todavía quedaban muchas cosas imprecisas: ¿Con qué objeto retorcían la goma sobre el codo? ¿Por qué la jeringa contenía un líquido que parecía agua? Naturalmente, podía preguntarlo; pero también podía devanarse los sesos para hallar la explicación: probablemente, para evitar que el aire se precipitara en la vena y para que la sangre no entrara de golpe en la jeringuilla.

Mientras tanto, allí quedó la aguja clavada en su vena. Aflojaron y luego libraron a su brazo de la goma, desprendieron hábilmente la jeringa de la aguja, y la enfermera sacudió el extremo del aparato en una palangana, vaciándolo de la primera sangre. En lugar de la jeringa, Gángart aplicó inmediatamente dicho extremo a la aguja, sosteniéndolo mientras soltaba una rosca en la parte superior.

En el ensanchado tubo de cristal del aparato y a través del líquido transparente empezaron a emerger paulatinamente, una a una, diáfanas burbujas.

Según iban subiendo a la superficie esas burbujas, las preguntas le surgían una tras otra. ¿Por qué tendrá que ser tan gruesa la aguja? ¿Para qué agitarán la sangre? ¿Por qué se producirán las burbujas? Pero sólo un tonto hace tal cantidad de preguntas, a las que serían incapaces de responder cien hombres inteligentes.

Si de indagar se trataba, había otras cosas que le interesaban más que esa.

En la estancia todo tenía un aire de fiesta, especialmente la mancha de pálido sol del techo.

Debía permanecer largo rato con la aguja clavada. El nivel de la sangre en la ampolla apenas había disminuido, no disminuía en absoluto.

—¿Me necesita, Vera Kornílievna? —preguntó afectadamente la enfermera japonesa, escuchando su propia voz.

—No, no la necesito —contestó, queda, Gángart.

—Estaré por aquí… ¿Puedo disponer de media hora?

—Sí, no la necesito.

La enfermera de la corona blanca salió casi corriendo.

Se quedaron solos.

Las burbujitas emergían lentamente. Vera Kornílievna tocó la rosca y dejaron de subir a la superficie. No apareció ninguna más.

—¿Ha cerrado?

—Sí.

—¿Por qué?

—¿También tiene que saberlo? —y le brindó una sonrisa, una sonrisa alentadora.

En la sala de curas, de viejas paredes y sólidas puertas, la quietud era completa. En ella se podía hablar en tono un poquito más alto que un susurro, sin esforzarse, como el que expele el aire de los pulmones. Tal y como le apetecía charlar.

—Sí, es mi maldito carácter. Siempre quiero saber más de lo permitido.

—No está mal sentir inquietudes, desea saber… —observó ella. Sus labios nunca quedaban impasibles ante lo que pronunciaban. Con movimientos leves, con inflexiones distintas en ambos ángulos de la boca, con un pequeño mohín, con una ligera contracción, daban énfasis a la idea y la aclaraban—. Después de los primeros veinticinco centímetros cúbicos debe hacerse una larga pausa para comprobar el estado del paciente.

Seguía sosteniendo con una mano el extremo del aparato insertado en la aguja. Con suave despliegue de su sonrisa, inclinada sobre él, miraba cordial y atenta a los ojos de Oleg.

—¿Cómo se siente?

—En este preciso momento, maravillosamente.

—¿No exagerará usted al decir «maravillosamente»?

—No, en realidad mi estado es excelente. Muy superior al «bueno».

—¿Tiene escalofríos o un sabor desagradable en la boca?

—No.

La ampolla, la aguja y la transfusión constituían un afán común, solidario, que concernía a una tercera persona a quien ambos en armonía curaban y ansiaban sanar.

—¿No «en este preciso momento»?

—No en este preciso momento. —Era admirable estar así, minuto tras minuto, mirándose mutuamente a los ojos y existiendo un motivo razonable para mirar sin necesidad de apartar la vista—. Pero, en general, no me siento nada bien.

—¿Qué le sucede concretamente? ¿Qué?…

Le interrogaba con interés, preocupada, como lo haría un amigo. Pero se había hecho merecedora de un estacazo. Y Oleg presintió que estaba a punto de asestárselo, y que ella no podría esquivarlo por muy suaves que fueran sus ojos ambarinos.

—No ando nada bien de moral. Estoy convencido de que pago un precio excesivamente elevado por mi vida. Y, además, de que usted contribuye a ello y me está engañando.

—¿Yo?

Cuando se intercambia una mirada ininterrumpida los ojos adquieren una cualidad completamente nueva: descubren lo que en una ojeada superficial no es posible ver. Da la impresión de que pierden la pigmentada envoltura protectora de la retina y de que expulsan al exterior, muda e irrefrenablemente, toda la verdad.

—¿Cómo ha sido capaz de asegurarme con tal vehemencia que las inyecciones eran imprescindibles para mí, y que no estaba en condiciones de comprender su alcance? ¿Qué tienen de incomprensible? ¿Qué encierra de inexplicable la hormonoterapia?

Era deshonesto, por supuesto, provocar tal desconcierto en los indefensos ojos castaño claro. Algo tembló en ellos, invadidos por la perplejidad. Pero sólo así podría indagar a fondo.

La doctora Gángart… (no, Vega)… apartó los ojos.

Como retiran del campo de batalla a una compañía no derrotada por completo.

Los fijó en la ampolla, sin embargo ¿para qué la miraba si la sangre no tenía acceso a ella? Después dirigió la vista a las burbujas, pero estas tampoco emergían ya.

Hizo girar la rosca y aparecieron nuevamente. Había que proseguir.

Deslizó los dedos por el tubo de goma que colgaba del aparato e iba hasta la aguja, como si quisiera ayudarle a librarse de las retenciones que pudiera contener; puso algodón bajo la contera del tubo para que este no se combase, tomó inmediatamente un rollo de esparadrapo y, con una tira, adhirió la contera a la mano de Oleg. Después metió el tubo de goma entre los dedos de la misma mano, que laxamente se extendían hacia arriba, como ganchos. Así, el tubo conservaba una posición fija.

Ahora Vega no precisaba sostenerlo, ni seguir a su lado, ni mirarle a los ojos.

Con semblante apesadumbrado, serio, reguló la salida de las burbujas para que fluyeran algo más rápidas, y manifestó:

—Así está bien. No se mueva.

Y se retiró.

No abandonó la habitación. Desapareció, simplemente, de su campo visual. Y como no podía moverse, dentro de su área quedaron únicamente el soporte con los instrumentos, la ampolla con la parduzca sangre, las brillantes burbujas, la parte superior de las soleadas ventanas, los reflejos de los seis cristales de estas en el globo esmerilado de la lámpara y todo el extenso techo con el jirón de mortecino y débil sol.

Y Vega se desvaneció de este cuadro.

Su pregunta había caído como un objeto desestimado transmitido con desmaño a otras manos.

Y ella no lo recogió.

A Oleg no le quedaba más remedio que seguir con el empeño de obtener respuesta a su pregunta.

Con la mirada en el techo, se puso a pensar en voz alta:

—Si mi vida ya está totalmente perdida, si tengo introducido hasta en los huesos el recuerdo de que soy un prisionero a perpetuidad, un «anti» a perpetuidad, si el destino tampoco me augura perspectivas más halagüeñas, y si encima de todo esto, consciente y artificialmente, se mata en mí esa aptitud, ¿para qué salvar vida semejante? ¿Para qué?

Vega lo escuchaba todo, pero estaba fuera de su vista. Quizá fuera mejor así, pues entonces podía hablar con mayor espontaneidad.

—Primeramente me despojaron de mi propia vida. Ahora me privan del derecho a… la propagación de mí mismo. ¿Quién va a necesitarme ahora? ¿Y para qué, siendo el peor de los lisiados? ¿Quizá me acepten por piedad, por caridad?

Vega callaba.

La mancha del techo se estremecía de vez en cuando y contraía sus bordes, o la cruzaba una arruga, como si también cavilara sin conseguir comprender. Luego volvía a quedarse inmóvil.

Gorgoteaban las transparentes y alegres burbujitas. La sangre de la ampolla iba descendiendo de nivel, habiéndose transvasado una cuarta parte de ella. Era sangre femenina; la sangre de Irina Yaroslávtseva. ¿De una joven? ¿De una vieja? ¿De una estudiante? ¿De una vendedora del mercado?

—Una limosna…

De pronto, Vega, que seguía invisible para él, no le rebatió, sino más bien estalló impetuosa:

—¡No! ¡Eso no es cierto! ¿Es posible que usted piense así? ¡Me niego a creer que opine de ese modo! ¡Contrólese! Todo eso no es más que una comedia y no una disposición de ánimo personal.

Se expresaba con una energía que él no percibiera nunca en su voz, y con tal sentimiento de ofensa como nunca hubiera esperado de ella.

Se interrumpió de repente y guardó silencio.

—¿Y cómo debo pensar? —probó cautamente Oleg a provocarla de nuevo.

¡Oh, qué silencio! Hasta las pequeñas burbujas tintineaban en el cerrado tubo.

A ella le era penoso hablar. Su voz se había quebrado. Con supremo esfuerzo logró expulsarla nuevamente al exterior.

—¡Tiene que haber quien piense de modo diferente! ¡Aunque sea un grupo, un puñado de hombres! Si todos opinaran así, ¿entre quién se viviría, entonces? ¿Y qué objeto tendría la vida?… ¿Acaso sería posible vivirla?…

Sus últimas palabras, tensas, volvió a gritarlas con desesperación. Con el grito de protesta, y pese a sus exiguas fuerzas, parecía querer impulsarle para que él, ruborizado, gravoso, surcara los aires en busca de la posible salvación.

Como un guijarro lanzado de la certera honda de tallos de girasol, tensada por la mano de un chaval, o más bien, como el proyectil de una pieza de artillería de largo cañón de las que se vieron en el último año de la guerra, que, ululante, estruendoso y ensordecedor ascendía a la atmósfera, Oleg se vio proyectado por los aires en la loca parábola, despegándose de sus recuerdos y apartando cuantas reminiscencias pudiera evocar. Voló sobre un desierto de su vida, voló sobre otro desierto de su vida y se vio trasladado a un remoto país.

¡Al reino de su infancia!, que de momento no supo reconocer. Pero tuvo conciencia, todavía con los ojos parpadeantes y velados, de que había sido avergonzado. Y como pensaba de niño, también ahora creía que no era él, sino ella, quien debía dar paso a la primera revelación.

Había algo que insistentemente quería aflorar a su memoria y que venía muy a propósito para el caso. Tenía que recordarlo cuanto antes. ¡Y lo recordó!

Lo recordó enseguida, pero empezó a hablar con cautela, eligiendo las palabras:

—En los años veinte fueron de resonante éxito las obras de cierto venereólogo, él doctor Friedland. Por aquel entonces se estimaba altamente eficaz abrir los ojos al pueblo, a la juventud. Fue una especie de propaganda sanitaria sobre los más indecibles problemas. Probablemente fuera necesaria o preferible, en todo caso, a un silencio hipócrita. Había un libro titulado Tras la puerta cerrada y otro Sobre los sufrimientos del amor. ¿No tuvo usted ocasión de leerlos? Quizá más tarde, en su calidad de doctor…

Gorgoteaban las extrañas burbujas, y posiblemente se oyera la respiración de más allá de su campo visual.

—Debo reconocer que lo leí demasiado pronto, cuando tenía doce años aproximadamente. Como es natural, lo hice a escondidas de los mayores. Fue una lectura impresionante, demoledora. Su daño consistía en que le quitaba a uno hasta las ganas de vivir…

—Lo he leído —dijo ella de repente, con voz inexpresiva.

—¡Ah, sí! ¿Lo ha leído usted? —exclamó alborozado. Y pronunció el «usted» como si hubiera sido el primero en sugerírselo—. Es de un materialismo tan consecuente, lógico e irrefutable que, en suma, ¿qué objeto tiene la vida? Esos minuciosos cálculos aritméticos y esos exactos porcentajes de mujeres que no experimentan nada y de las que experimentan éxtasis; esas historias de mujeres que al tratar de encontrarse a sí mismas pasan de una categoría a otra… —al ir haciendo memoria de lo expuesto en el libro aspiró profundamente, como si se hubiese golpeado o quemado—. Esa despiadada certeza de que toda psicología es de importancia secundaria en el matrimonio, intentando demostrar el autor que cualquier «incompatibilidad de caracteres» tiene su origen en la fisiología… Pero usted, seguramente, recordará todo eso. ¿Cuándo lo leyó?

No obtuvo respuesta.

No tenía que haberle preguntado nada. Y, por otro lado, tal vez se había expresado con demasiada crudeza, sin andar con rodeos. Estaba visto que tenía una total falta de experiencia para hablar con las mujeres.

La extraña mancha de desvaído sol en el techo se descompuso súbitamente en ondas. Resplandecieron vivos puntitos de plata y las ondas emprendieron la huida. Y por esas ondas rizadas, fugitivas y diminutas, Oleg pudo columbrar, por fin, que la misteriosa vaguedad repechada en el techo no era más que el simple reflejo de un charco que, más allá de las ventanas y la tapia, seguía sin secarse. La metamorfosis de un mero charco de agua. Había comenzado a soplar un ligero vientecillo.

Vega seguía silenciosa.

—¡Perdóneme, por favor! —se disculpó Oleg, a quien le complacía y agradaba incluso excusarse ante ella—. Me he expresado indebidamente… —e intentaba torcer la cabeza en su dirección, pero no consiguió divisarla—. Pero es que semejante concepto destruye las cualidades humanas que existen en la Tierra. Si caemos bajo su influencia, si lo aceptamos totalmente… —¡Se abandonaba jubiloso a su antigua fe y trataba de convencerla a ella!

¡Y Vega regresó! Volvió a entrar en su marco visual y él no halló en su rostro ni la desesperación ni la dureza que creyó detectar en su voz, sino su habitual sonrisa benévola.

—Ese es mi deseo, que usted no lo acepte. Estaba segura de que no lo aceptaría.

Su semblante resplandecía radiante.

¡Sí, era la chiquilla de su infancia, la compañera de escuela! ¿Cómo no la habría reconocido?

Deseó decirle algo amistoso, intrascendente, algo parecido a «¡Choca esos cinco!», y, al estrechar su mano, manifestarle: «¡Ha sido maravilloso que hayamos conversado!».

Pero su mano derecha estaba bajo la aguja.

¡Con cuánto placer la habría llamado Vega! O Vera.

Pero no era posible.

Entretanto, la sangre de la botella había descendido más de la mitad. Esa sangre aún fluía días atrás por un cuerpo desconocido, con carácter e ideas propias, particulares. Y ahora esa savia rojioscura estaba transvasándose al suyo. ¿Propagaría en él algunas de sus particularidades?

Oleg vigilaba las revoloteadoras manos de Vega cuando arregló la almohadilla bajo su codo y el algodón en que se apoyaba la contera del tubo; cuando pasó los dedos por la goma y cuando elevó un poco la parte delantera superior del soporte que sostenía la ampolla.

No sólo ansiaba estrechar esa mano; se la habría besado gustoso.