23

El 5 de marzo el día amaneció encapotado, con llovizna menuda y fría. Pero en la sala había animación: Diomka se trasladaba a la sala de cirugía del piso de abajo porque la víspera había firmado su consentimiento para la operación, y habían llegado dos pacientes nuevos.

El primero de ellos ocupó precisamente la cama de Diomka, la del rincón próximo a la puerta. Era un hombre alto, muy encorvado, con la espalda torcida y el rostro consumido hasta la senilidad. Tenía los ojos tan edematosos y los párpados inferiores tan caídos que el óvalo horizontal, que en el resto de la gente forma cada ojo, a él se le había transformado en un círculo cuya superficie blanca ofrecía un enrojecimiento malsano. El disco castaño claro del iris parecía también mayor de lo corriente, a causa de la dilatación de los párpados inferiores.

Y daba la impresión de que el anciano, con aquellos enormes y redondos ojos, los examinaba a todos con molesta y tenaz atención.

Durante la última semana Diomka no pareció el mismo: sufrió molestias y dolores persistentes en la pierna, no podía dormir ni distraerse con nada y se esforzaba para no gritar e incomodar a sus vecinos. Este estado le produjo tal desaliento que la pierna perdió para él todo su valor, convirtiéndose en un maldito lastre del que debía desembarazarse y cuanto antes lo hiciera, mejor. La operación, que un mes antes se le antojaba el fin de la vida, la aceptaba ahora como la única salvación posible.

Diomka reclamó el consejo de todos los de la sala antes de firmar su conformidad. No obstante, hoy, mientras hacía su petate y se disponía a despedirse, volvió a conducir la conversación por derroteros que indujeran a los demás pacientes a tranquilizarle y convencerle.

Y Vadim tuvo que repetirle lo que ya le dijera en otras ocasiones: que podía considerarse feliz por poderse salvar tan fácilmente; que él, Vadim, se cambiaría por él a ojos cerrados.

Pero Diomka aún encontraba algo que objetar:

—Sí, pero cortan el hueso con una sierra, lo aserruchan como si talmente fuera un tronco. Y, según dicen, se siente bajo cualquier anestesia.

—¿Y qué? No eres el primero, y si otros lo han soportado también tú lo soportarás.

En este caso, como en todos, Vadim era justo y recto. No pedía consuelo para él ni lo aceptaría si se lo ofrecieran. En todo consuelo hay un algo de debilidad de espíritu, de misticismo.

Seguía tan concentrado en sí mismo, tan grave y tan cortés como en los primeros días de su ingreso en la clínica. La única diferencia que se apreciaba en él era que al color bronceado adquirido en las montañas lo iba sustituyendo un tono amarillento. A veces le temblaban los labios a causa de los dolores y se le contraía la frente de zozobra y consternación. En realidad, cuando decía que estaba condenado a ocho meses de vida, pero aún podía cabalgar y se vio con ánimos para volar a Moscú y entrevistarse con Cheregoródtsev, estaba convencido de que tendría escapatoria. Pero ya llevaba un mes en la clínica, un mes de aquellos ocho, que tal vez no fuera el único, sino que podían llegar a ser tres o cuatro de aquel plazo de ocho meses. Y cada día que transcurría sentía mayores dolores al andar, y le era más difícil soñar con volver a montar a caballo y cabalgar por el campo. Los dolores se habían extendido a la ingle. Ya se había leído tres de los libros que trajo consigo, pero se había debilitado su convicción en la posibilidad de localizar los yacimientos por las aguas radiactivas, que era la idea que llenaba su vida, lo único que contaba para él. Por eso no leía ya con tanto ahínco, no trazaba tantos signos de interrogación y admiración. Vadim opinó siempre que la característica más óptima de una vida es la de la constante actividad, cuando se está tan ocupado que las horas del día resultan insuficientes. Pero, de pronto, las horas del día venían a ser suficientes para él, y aún le sobraban. Lo que le faltaba era vida. Flaqueó su consistente capacidad para el trabajo. Ya no se despertaba con tanta frecuencia por la mañana para estudiar aprovechando el silencio. A veces permanecía tumbado, tapado hasta la cabeza, donde le vagaba la idea de que quizá fuera más fácil rendirse y acabar de una vez que seguir luchando. Era para él irracional y espantoso verse en aquel miserable ambiente escuchando aquellas necias conversaciones y le entraban ganas, haciendo estallar su afectado autodominio, de ponerse a dar alaridos contra el cepo como un animal atrapado: «¡Ya está bien! ¡Deja de bromear y suelta mi pierna!».

Su madre no había conseguido el oro coloidal en ninguno de los cuatro altos organismos que visitó. Llegó del centro de Rusia con una remesa de chaga y se puso de acuerdo con una auxiliar sanitaria para que, cada dos días, preparara para Vadim una taza de infusión. Y regresó nuevamente a Moscú para perseverar en la búsqueda del oro, para gestionar nuevas entrevistas. No podía resignarse a que las metástasis se propagaran a la ingle de su hijo existiendo en algún sitio ese oro radiactivo.

Diomka se acercó a Kostoglótov para decirle, o para oír de él, la última palabra. Kostoglótov estaba tumbado diagonalmente en la cama, las piernas alzadas sobre los barrotes y la cabeza pendiéndole de lado fuera del colchón. De este modo, visto del revés por Diomka, al que también veía subvertido, Oleg le tendió la mano y le despidió quedamente (encontraba dificultad para hablar en voz alta, pues algo le resonaba en los pulmones):

—No te acobardes, Diomka. Ya ha regresado Lev Leonídovich, le he visto yo mismo. El te operará con rapidez.

—¿Qué dices? —a Diomka se le iluminó el rostro—. ¿Le has visto tú mismo?

—Sí.

—¡Sería formidable…! ¡Qué bien que he ido posponiendo la operación!

En efecto, en cuanto este gigantón cirujano de brazos colgantes y excesivamente largos aparecía por los pasillos de la clínica, los pacientes recobraban inmediatamente los ánimos, como si de repente cayeran en la cuenta de que lo que en realidad habían echado en falta durante todo el mes había sido a aquel hombre alto y desvaído. Si previamente hicieran desfilar a los cirujanos ante los pacientes y luego les dieran opción a elegir, es muy posible que todos ellos mostraran preferencia por Lev Leonídovich. Él, por su parte, iba y venía por la clínica con aire de sempiterno aburrimiento, pero tal expresión se interpretaba como indicio de que no era día de operaciones.

Aunque la frágil Yevguenia Ustínovna era una excelente cirujana y Diomka nada tenía que reprocharle, se entregaba uno con disposición de ánimo totalmente diferente en las peludas y simiescas manos de Lev Leonídovich. Cualquiera que fuese el resultado, lograra salvarle o no, él no cometería un fallo. Diomka, sin saber por qué, estaba convencido de ello.

El enfermo, por breve tiempo, se familiariza con el cirujano, y esa intimidad es más entrañable que si se tratara del propio padre.

—¿Es buen cirujano? —preguntó apagadamente, desde la antigua cama de Diomka, el nuevo de los ojos tumefactos.

Ofrecía un aspecto distraído, como pillado por sorpresa. Por lo visto sentía frío y encima del pijama, incluso dentro de la sala, llevaba puesta una bata de fustán que no se ceñía. Este anciano miraba a su alrededor como si un ruido nocturno le hubiese despertado en una casa solitaria y, al saltar de la cama, no supiera de dónde provenía la amenaza.

—¡Uh-uh! —gruñó Diomka, aclarándosele más el semblante. Daba la impresión de haber superado ya la mitad de la operación. Continuó—: ¡Es un as! ¿También a usted tienen que operarle? ¿Qué tiene?

—Sí, también —respondió escuetamente el nuevo, como si no hubiera oído la pregunta completa.

Su rostro no reflejó el alivio que sentía Diomka, y sus redondos ojos, enormes y fijos, siguieron inalterables, ya intensamente avizores, ya del todo ciegos.

Diomka se fue. Prepararon la cama para el nuevo, que se sentó en ella, apoyando la espalda en la pared. Dentro del mayor silencio, sus dilatados ojos volvieron a adquirir su extraña fijeza. No paseaba la mirada alrededor, sino que la clavaba en cualquiera de la sala, a quien observaba largo rato. Luego imprimía un giro a su cabeza y sus ojos se detenían en otro aunque, tal vez, no concentrara la vista en él. Ni se movía ni reaccionaba ante los ruidos de la sala. No hablaba, no respondía ni preguntaba nada. A la hora de su llegada sólo pudieron arrancarle que procedía de Ferganá. También sabían, por habérselo oído decir a la enfermera, que se apellidaba Shulubin.

«Una lechuza, eso es lo que es», sentenció Rusánov al reparar en sus ojos fijos, redondos e inmóviles. Sin él la sala ya era harto triste, de modo que aquella lechuza había ido a dar allí inoportunamente. Su mirada se inmovilizó taciturna en Rusánov, y tanto se prolongó que este se sintió molesto. A todos los fue examinando con igual persistencia, como si todos los presentes fueran ante él culpables de algo. La vida en la sala ya no podía transcurrir con esa misma espontaneidad de antes.

La víspera le pusieron a Pável Nikoláyevich la duodécima inyección. Se había habituado a ellas y las soportaba sin padecer delirios, pero le originaban frecuentes dolores de cabeza y debilidad. Lo fundamental estaba claro: no le amenazaba un peligro de muerte. No fue todo más que pánico familiar. Su tumor se había reducido a la mitad y lo que de él aún restaba era más fláccido y, aunque todavía le molestaba algo —muchísimo menos que antes—, su cabeza había recobrado la libertad de movimientos. En resumen, lo único que continuaba padeciendo era la debilitación de su organismo. Y en esa debilidad soportable hallaba cierto agrado: podía estar acostado leyendo las revistas Ogoniok y Krokodil; podía también tomar bebidas reconstituyentes y elegir las comidas apetitosas que le placieran. Le hubiera gustado charlar con personas amenas y escuchar la radio; pero eso ya lo haría cuando regresara a su casa. Sólo habría notado flojedad si cada vez que Dontsova le palpaba, presionándole con los dedos bajo las axilas, no sintiese un ramalazo de dolor, como si le introdujera una estaca. Algo rastreaba la doctora y él, después de un mes de la clínica, podía suponer que sería un nuevo tumor. Le había llamado también a su gabinete, en el que le hizo acostar para examinarle la ingle mediante fuertes apretones dolorosos.

—¿Qué sucede? ¿Es que puede propagarse? —inquirió Pável Nikoláyevich, alarmado. Su alegría por la merma del tumor se eclipsó enteramente.

—Para eso le estamos curando, para que no ocurra —Dontsova agitó la cabeza—. Pero todavía ha de aguantar muchas inyecciones más.

—¿Cuántas? —Rusánov se aterró.

—Ya veremos.

(Los médicos jamás hablan con exactitud).

Después de la duodécima inyección era evidente su estado de debilidad; ante los análisis de sangre los doctores movían desalentadoramente la cabeza, ¿y aún debía soportar otras tantas? De un modo u otro, la enfermedad se alzaba con lo suyo. El tumor decrecía, pero ello no le deparaba una alegría real. Pável Nikoláyevich pasaba los días descorazonado, acostado la mayor parte del tiempo. De manera imprevista, también el Roedor se apaciguó, cesó de vociferar y de enseñar los dientes. Era indudable que ahora no fingía, que el mal también hacía presa en él. Cada vez con mayor frecuencia se tumbaba con la cabeza colgando de la cama y, con los ojos entornados, pasaba así largo tiempo. Pável Nikoláyevich tomaba unos polvos contra el dolor de cabeza, se aplicaba a la frente un paño húmedo y se cubría los ojos para preservarlos de la luz. Y así yacían, uno al lado de otro, en completa paz y sin tirarse los trastos a la cabeza, durante horas y horas.

Sobre el espacioso rellano de la escalera (del que fue trasladado al depósito de cadáveres el chico que succionaba sin cesar la bolsa de oxígeno) habían colgado una consigna que, como es costumbre, estaba escrita en letras blancas sobre un largo lienzo colorado:

«¡Pacientes, no comenten unos con otros sus enfermedades!».

En verdad que en ese lienzo colorado, y en lugar tan destacado, hubiera sido más digno colgar una de las consignas relativas a las fiestas de Octubre o del Primero de Mayo. Pero no era menos cierto que dicha consigna era también de suma importancia en su vida de hospitalizados. Apoyándose en ella, Pável Nikoláyevich tuvo que tirar varias veces del freno a algunos pacientes para que no sembraran el desánimo.

(Aunque, en general, y en una visión de ámbito estatal, lo más correcto sería no concentrar a los enfermos con tumores en un mismo sitio, sino distribuirlos por los hospitales corrientes. Así no tendrían ocasión de asustarse unos de otros y se les podía ocultar la verdad, lo cual sería mucho más humano).

La gente de la sala se renovaba, pero nunca llegaban personas alegres, sino abatidas, agotadas. Únicamente Ajmadzhán, que ya había abandonado la muleta y pronto le darían el alta, reía enseñando sus blancos dientes, aunque no conseguía divertir a nadie, salvo a sí mismo. Probablemente sólo provocaba envidia.

Y he ahí que hoy, unas dos horas después de la llegada del nuevo de aire taciturno, en medio del grisáceo y depresivo día y cuando todos yacían en sus lechos (los cristales de las ventanas, lavados por la lluvia, dejaban pasar tan poca claridad que ya antes de la hora de la comida hubieran deseado encender la luz eléctrica y que llegara cuanto antes el anochecer), precediendo a la enfermera con un paso enérgico y firme, entró en la sala un hombre de baja estatura y extremadamente vivaz. Más exacto sería decir que irrumpió en ella con tal prisa como si todos se hubiesen formado en posición de firmes para darle la bienvenida y estuvieran cansados de esperarle. Se detuvo, asombrado de hallarlos mohínos en sus lechos. Incluso silbó. Y con un airado reproche y arrogancia dijo:

—¡Ay, ay, hermanos! ¿Cómo estáis tan alicaídos? ¿Qué hacéis ahí con las piernecitas encogidas?

Y pese a que no los halló preparados para darle la bienvenida, él los cumplimentó con un gesto semimilitar, a modo de saludo:

—¡Chály, Maxim Petróvich! ¡Ruego ser bien acogido! ¡En su lugar des-can-sen!

No se apreciaba en su semblante la extenuación del cáncer, sino que mostraba una confiada sonrisa de amor a la vida. A esta sonrisa suya correspondieron algunos pacientes con otra, entre ellos Pável Nikoláyevich. Luego de verse rodeado todo un mes de individuos quejicas le pareció que aquel era el primer hombre normal.

—Bien, bien.

No hizo ninguna pregunta. Contempló con ojos agudos la cama que le habían destinado y con paso firme se dirigió hacia ella. Era la inmediata a la de Pável Nikoláyevich, la que antes ocupara Mursalímov. El recién llegado se acercó a ella por el lado de Pável Nikoláyevich, se sentó encima y dio algunos rebotes que hicieron rechinar los muelles. Luego precisó:

—Un sesenta por ciento de amortiguación. Por lo que se ve, el médico jefe no está a la caza de ratones.

Empezó a descargar sus pertenencias, pero resultó que apenas tenía de qué aligerarse. No llevaba nada en las manos. De uno de los bolsillos extrajo una maquinilla de afeitar, y de otro un paquete. No era una cajetilla de cigarrillos, como hubiera podido pensarse, sino un juego de naipes casi nuevo. Sacó las cartas, las hizo restallar con los dedos y preguntó a Pável Nikoláyevich, mirándole con sus ojillos sagaces:

—¿Juega?

—Sí, a veces —admitió Pável Nikoláyevich con amabilidad.

—¿Préférence?

—Muy poco. Juego mejor al nadkidnói.

—Ese no es un juego —afirmó seriamente Chály—. ¿Y al whist? ¿Al vint? ¿Al póquer?

—¡Menos aún! —se disculpó, embarazado, Rusánov—. No he tenido ocasión de aprender.

—Aquí le enseñaremos, ¿qué mejor sitio para aprender? —dijo Chály, entusiasmado—. Como suele decirse: «¡Si no sabes, te enseñaremos; si no quieres, te obligaremos!».

Y se echó a reír. En su rostro resaltaba una enorme nariz esponjosa, voluminosa, rubicunda. Y era precisamente esa nariz la que confería a su cara la apariencia bonachona y franca.

—¡No hay juego como el póquer! —declaró con aires de entendido—. ¡Y con los envites a ciegas!

Y no dudando de la participación de Pável Nikoláyevich, miró a su alrededor en busca de otros compañeros de juego. Pero nadie le hizo concebir esperanzas.

—¡Yo! ¡Yo también quiero aprender! —exclamó a sus espaldas Ajmadzhán.

—¡De acuerdo! —accedió Chály—. Busca algo que podamos colocar entre las dos camas y que nos sirva de mesa.

Volvió a pasar la vista con más atención por la sala y su mirada tropezó con la inmóvil de Shulubin. Descubrió también a un uzbeko con turbante rosado y bigotes lacios, finos, como elaborados con hilos de plata. En ese preciso instante entró Nelia en la sala, con la bayeta y el cubo para efectuar la inoportuna limpieza de los suelos.

—¡Oh-o-oh! —Chály apreció al momento—. ¡Vaya una moza de buena planta! Oye, ¿de dónde has salido? ¡No estaría mal balanceamos juntos en el mismo columpio!

Nelia ahuecó sus abultados labios, que era su manera de sonreír:

—No tengo inconveniente, aún estamos a tiempo. Pero, estando achacoso como estás, ¿no crees que será demasiado para ti?

—Todo se cura con las barriguitas juntas —respondió Chály—. ¿O es que te sientes tímida conmigo?

—¿Te queda, acaso, mucho de hombre? —adujo Nelia.

—¡Lo suficiente para ti! ¡No temas! —agregó Chály—. Pero ¡hala, hala, empieza a fregar pronto el suelo, que quiero inspeccionar la fachada!

—Contémplala, que no se cobra nada por ello —accedió Nelia, magnánima. Y arrojando la bayeta bajo la primera cama, se agachó para limpiar el suelo.

Ese hombre tal vez no padeciera dolencia alguna. No ofrecía signo externo alguno de enfermedad, ni se revelaban en su semblante los dolores internos. ¿O era su voluntad la que le ordenaba conducirse como lo hacía, dando un ejemplo, improcedente en la sala, del comportamiento que debe observar el hombre de nuestra época? Pável Nikoláyevich miraba con envidia a Chály.

—Y usted, ¿qué padece? —le preguntó quedamente, de modo que la conversación transcurría sólo entre los dos.

—¿Yo? —se sobresaltó Chály—. ¡Pólipos!

Ningún paciente sabía exactamente lo que eran los pólipos, aunque ya a uno, ya a otro, se los localizaban con frecuencia.

—¿No tiene dolores?

—En cuanto he sentido los primeros, he venido aquí. ¿Qué tienen que operarme? Que me operen. ¿Para qué demorarlo?

—¿Y dónde tiene el mal? —siguió preguntándole Rusánov, cuyo respeto iba en aumento.

—En el estómago, según parece —contestó Chály despreocupadamente y sonriéndose además—. Me tendrán que rebanar el estómago. Cortarán unas tres cuartas partes de él.

Entrecerrando los ojos remedó un corte en su estómago con el canto de la mano.

—¿Y cómo se arreglará después? —se asombró Rusánov.

—¡Bah! Me acostumbraré. ¡Con tal de que quede sitio para el vodka!

—¡Goza usted de una presencia de ánimo formidable!

—Estimado vecino —repuso Chály con repetidos movimientos de su bondadosa cabeza de ojos sinceros y enorme nariz bermeja—, para no hundirse hay que dejar a un lado las aflicciones. El que menos se rompe los cascos es el que menos sufre. ¡Eso mismo le aconsejo a usted!

Entonces llegó Ajmadzhán con una tabla de madera chapada. Colocáronla entre las camas de Rusánov y de Chály. Quedó perfectamente acoplada.

—Ahora está más decente —se alegró Ajmadzhán.

—¡Que enciendan la luz! —ordenó Chály.

La encendieron, y la sala pareció más alegre.

—Bien, ¿quién será el cuarto?

Pero, por lo visto, nadie deseaba hacer de cuarto jugador.

—No importa. De momento puede empezar por las explicaciones. —Rusánov se sentía eufórico. Se había sentado con los pies en el suelo, como si estuviese sano. Cuando movía la cabeza el dolor del cuello era mucho más apagado que antes. El trozo de madera entre las camas no le parecía tal, sino una mesita de juego iluminada por la viva y alegre luz que descendía del techo. De la blanca y satinada superficie de los naipes, se destacaban, intensos y precisos, los chispeantes signos rojos y negros de los diferentes palos de la baraja. Posiblemente Chály tuviera razón; tal vez había que adoptar esa actitud hacia la enfermedad, para que ella fuera gradualmente desentendiéndose de uno. ¿Para qué desalentarse? ¿Para qué estar continuamente rumiando negros pensamientos?

—¿A qué esperamos? —apremió Ajmadzhán.

—Bien —dijo Chály, mientras con la velocidad de una película cinematográfica sus diestros dedos barajaban las cartas. Puso a un lado las que no necesitaba y se quedó con las otras—. Las cartas que intervienen son desde el nueve hasta el as. Los palos de categoría superior son los tréboles, luego los rombos, después los corazones, y, por último, las picas. —Mostró los diversos palos a Ajmadzhán—. ¿Has comprendido?

—¡Sí, entiendo! —afirmó Ajmadzhán muy satisfecho.

Combinando los naipes elegidos y haciéndolos crujir, o barajándolos ligeramente, Maxim Petróvich prosiguió su explicación:

—A cada jugador se le entregan cinco cartas y las restantes forman el montón para las apuestas. Ahora deben comprender el valor de las jugadas. Las combinaciones son estas: Una pareja —y la mostró—. Dos parejas. Escalera, o sea una runfla de cinco naipes de cualquier palo de valor correlativo. Como estas, o como esas. Después, el trío. El full, que…

—¿Quién es Chály? —preguntaron desde la puerta.

—Yo soy Chály.

—¡En la entrada le espera su mujer!

—¿Has visto si, por ventura, trae consigo el portamonedas?… Bueno, muchachos, haremos un descanso.

Y viva y despreocupadamente se encaminó a la salida.

En la sala reinó de súbito el silencio. Las lámparas siguieron encendidas como si fuera de noche. Ajmadzhán se retiró a su sitio. Nelia iba acercándose y esparcía vigorosamente el agua por el piso, por lo cual todos debían colocar los pies encima de las camas.

Pável Nikoláyevich también se acostó. Sentía fija en sí la mirada que desde el rincón le enfilaba aquella lechuza, haciéndole el efecto físico de una porfiada y reprobadora presión en el lateral de su cabeza. A fin de mitigar dicha presión, le preguntó:

—Y usted, camarada, ¿qué tiene?

Pero el ensimismado anciano no hizo ni un gesto cortés en respuesta a su pregunta, como si esta no fuera dirigida a él. Sus grandes ojos castaño-rojizos parecían mirar más allá de la cabeza de Rusánov. Pável Nikoláyevich se cansó de esperar la contestación y se puso a manipular las charoladas cartas. Entonces oyó una voz profunda.

—Lo mismo.

¿Qué era eso de «lo mismo»? ¡Vaya un grosero! Pável Nikoláyevich desvió la mirada de él y se tumbó de espaldas. Permaneció acostado y caviloso.

Se había distraído con la llegada de Chály y con las cartas, pero en el fondo esperaba el periódico. Hoy, segundo aniversario de la muerte de Stalin, era un día sumamente memorable, un día importante y significativo. Por el periódico podría deducirse fácilmente lo que reservaba el porvenir. Y el futuro del país era el futuro de uno mismo. ¿Saldría todo el periódico enmarcado en una franja de luto? ¿O sólo la primera página? ¿Publicarán el retrato a toda plana o solamente ocupando un cuarto de la misma? ¿Cómo enunciarán los títulos y el editorial? Después de las destituciones de febrero, todo ello era de particular importancia. En su trabajo, Pável Nikoláyevich habría podido enterarse con antelación por alguna amistad, pero allí no contaba más que con el diario.

Nelia chocaba y se removía entre las camas, cuyos espacios de separación eran estrechos para ella. No obstante, realizaba la limpieza con rapidez y la finalizó en un periquete. Luego extendió la alfombra del pasillo.

Andando sobre esa misma alfombra, entró Vadim, que regresaba de la sesión de rayos. Movía cuidadosamente la pierna enferma y contraía los labios de dolor.

Traía consigo el periódico.

Pável Nikoláyevich le hizo una señal para que se aproximara:

—Vadim, venga; siéntese aquí.

Vadim se detuvo titubeante y luego se dio la vuelta hacia el pasillito de la cama de Rusánov. Tomó asiento en ella, sujetándose la pernera de los pantalones para evitar su roce.

Se notaba que Vadim ya había desplegado el periódico, pues no presentaba el aspecto impecable del que aún no ha sido abierto. En cuanto lo tomó en las manos, Pável Nikoláyevich vio que no estaba bordeado por la franja negra y que no insertaba el retrato en primera plana. Fue pasando precipitadamente una página tras otra, lo examinó más de cerca, pero no halló en ningún sitio el retrato, ni la franja negra, ni título alguno en grandes caracteres. ¡Ni siquiera publicaba un artículo conmemorativo!

—¿No dice nada? ¿Nada? —preguntó a Vadim, asustado y olvidándose de precisar qué era lo que creía que faltaba.

Apenas si conocía a Vadim. Aunque pertenecía al Partido, era todavía demasiado joven; tampoco era un dirigente político, sino un estricto especialista. Imposible conjeturar lo que tenía inculcado en la cabeza, aunque en una ocasión dio pie a Pável Nikoláyevich para confiar en él. En la sala se referían a las nacionalidades desterradas. Vadim, levantando la cabeza de su geología, miró a Rusánov, se alzó de hombros y, en voz tan baja que sólo él le pudo oír, dijo:

—Por algo habrá sido. En nuestro país no se destierra a nadie sin motivo.

Y así, con esa correcta frase, Vadim se reveló a los ojos de Rusánov como persona inteligente y de firmes principios.

Y, al parecer, Pável Nikoláyevich no se había equivocado. Ahora, sin que tuviese necesidad de precisar más, Vadim también empezó a buscar lo mismo que él, y enseguida le indicó una pequeña reseña en la que no había reparado por la excitación que le dominaba.

Era un artículo corriente, sin nada que lo hiciera resaltar, sin retrato alguno. Simplemente, el artículo de un académico. Y no se refería en él al segundo aniversario de su muerte, ni mencionaba la aflicción de todo el pueblo. Ni tampoco decía que «vive y vivirá eternamente». Su título: «Stalin y los problemas de la construcción comunista».

¿Eso era todo? ¿Simplemente «y los problemas»? ¿Los problemas de la construcción? ¿Por qué precisamente de la construcción? ¡Del mismo modo podía escribirse acerca de las franjas forestales protectoras! ¿Dónde estaban las victorias militares? ¿Dónde el genio filosófico? ¿Dónde el corifeo de las ciencias? ¿Dónde el amor de todo el pueblo?

Con la frente arrugada, afligido, Pável Nikoláyevich miró a través de sus lentes al atezado rostro de Vadim.

—¿Cómo es posible, eh?… —Por encima del hombro, echó una cautelosa mirada a Kostoglótov, que al parecer dormía. Tenía los ojos cerrados y seguía con la cabeza colgando de la cama—. ¡Si hace dos meses, sólo dos meses, que se conmemoró el setenta y cinco aniversario de su nacimiento! ¿Lo recuerda? Fue como en años anteriores. Se publicó una enorme fotografía suya con titulares también enormes: «El Gran Continuador». ¿Qué le parece? ¿Eh?…

No era el peligro, no. No era el peligro que emanaba de ello y que amenazaba a los que quedaban con vida. Era la ingratitud la que, por encima de todo, hería a Rusánov de tal modo que parecía que sus propios méritos, su irreprochable hoja de servicios, eran escupidos y pisoteados. Si a la Gloria que resuena en la Eternidad se la ha reducido al cabo de dos años, si al Más Dilecto, al Más Sabio, al que se subordinaban tus dirigentes y los dirigentes de tus dirigentes, le han desencumbrado corriendo un velo sobre él a los veinticuatro meses, ¿qué subsiste, entonces? ¿En qué apoyarse? ¿Cómo recobrar la salud en tales circunstancias?

—Observe —repuso Vadim muy quedo— que recientemente se ha publicado una disposición oficial suprimiendo la conmemoración de los aniversarios de las muertes, autorizando únicamente la de los nacimientos. Aunque, claro, a juzgar por este artículo…

Y movió la cabeza apesadumbrado.

También se sentía ofendido, sobre todo por su difunto padre. Recordaba su veneración por Stalin, a quien, sin duda, quería más que a sí mismo (jamás se esforzó en beneficio propio), y más, incluso, que a Lenin. Y, con toda seguridad, le amó más que a su mujer y a sus hijos. Podía hablar de su familia con calma y en tono jocoso, pero nunca lo hacía al referirse a Stalin. Cuando le mencionaba, su voz se conmovía. En el gabinete del padre había un retrato de Stalin, otro en el comedor y otro más en la habitación de los niños. Desde que los muchachos tuvieron uso de razón, siempre recordaron haber visto sobre ellos aquellas pobladas cejas y aquellos tupidos bigotes, aquel rostro severo que parecía inaccesible al miedo y a la frívola jovialidad, y cuyas emociones se concentraban en el fulgor de sus negros ojos aterciopelados. Además, cada discurso de Stalin lo leía el padre primero para sí y luego releía algunos fragmentos a los chicos, explicándoles la profundidad de pensamiento que encerraba, la sutileza de expresión y el ruso tan maravilloso en que estaba escrito. Más tarde, cuando el padre ya no vivía y Vadim se hizo hombre, este fue descubriendo que el lenguaje de tales discursos era vulgar, que estaba lejos de centralizar en ellos las ideas, que habría podido exponerlas con más concisión y, dada la dimensión de los discursos, podría haberlo aprovechado mejor. Esta era su opinión, pero jamás se le habría ocurrido revelarla en público. Y pese a estas consideraciones, se sentía más perfecto e irreprochable profesándole la admiración infundida en él desde la niñez.

Aún conservaba fresco en la memoria el día de su muerte. Lloraban los viejos, los jóvenes y los niños; sollozaban las muchachas bañadas en lágrimas y los muchachos se enjugaban los ojos. Hubiera podido pensarse que aquel llanto colectivo era motivado por el resquebrajamiento del universo entero más que por la muerte de una persona. Parecía que, si la Humanidad sobrevivía aquel día, no sería por mucho tiempo.

Sin embargo, dos años después, ni siquiera gastaban tinta negra de imprenta en un borde de luto; no habían sabido hallar unas sencillas y cálidas palabras: «Se cumplen dos años de la muerte…» del hombre con cuyo nombre en los labios, como si no quedara más palabra en el mundo, dieron los soldados el último traspié cayendo en la Guerra Patria.

Mas, en el caso de Vadim, la cuestión no radicaba en que le hubiesen educado así, educación de la que siempre hubiera podido despojarse. De hecho, todas las consideraciones de su raciocinio le exigían respeto para el Gran Desaparecido. De él provenía la luz, de él irradiaba la seguridad de que el día siguiente no diferiría del anterior, sino que transcurriría por los mismos cauces. Él ensalzó a la ciencia, él enalteció a los científicos liberándolos de sus mezquinas apetencias remunerativas y de vivienda. La propia ciencia necesitaba su estabilidad y su permanencia para evitar futuras catástrofes que obligaran a los científicos a distraerse, a apartarse de su elevada misión, habida cuenta de su interés y utilidad para los problemas de la estructuración de la sociedad, para la educación de los insuficientemente desarrollados, para el convencimiento de los necios.

Vadim, atribulado, arrastró su dañada pierna hasta el lecho.

Fue en este momento cuando regresó Chály, que volvía contentísimo con una bolsa rebosante de alimentos. Mientras los iba trasladando a su mesilla, situada al otro lado del pasillito que formaba la cama de Rusánov, sonrió con timidez:

—¡Comeré, por lo menos, los últimos días que me quedan! ¡Después, sólo con las tripas, cualquiera sabe cómo lo pasaré!

Rusánov no podía dejar de admirar a Chály. ¡Era todo un optimista! ¡Un sujeto excelente!

—Tomatitos en adobo… —prosiguió Chály, extrayendo uno directamente con los dedos. Se lo tragó y, contrayendo los ojos—: ¡Oh, están deliciosos!… Y ternera jugosamente asada, que no está reseca —la probó y se chupó los dedos—. ¡Manos de oro femeninas!

Silenciosamente y ocultándolo con su cuerpo al resto de la sala, aunque no pasó inadvertido para Rusánov, metió en la mesilla medio litro de vodka. Guiñó uno ojo a Pável Nikoláyevich:

—Por lo que veo, es usted de aquí, ¿verdad? —dijo Pável Nikoláyevich.

—No, no soy de aquí. Frecuento esta ciudad de paso, cuando viajo en misiones de servicio.

—Entonces, ¿se halla aquí su mujer?

Pero Chály ya no le oyó y se fue a devolver la bolsa yacía.

Cuando volvió abrió la mesilla. Entornó los ojos, cayó en la tentación, ingirió otro tomate y la cerró nuevamente. Movió la cabeza con delectación:

—Y bien, ¿en qué habíamos quedado? Prosigamos.

Entretanto, Ajmadzhán había encontrado un cuarto jugador, el joven kazajo instalado en la escalera. Sentados en su cama, le estuvo relatando en ruso, subrayando sus palabras con gesticulaciones, cómo nuestros muchachos rusos batieron a los turcos. (La víspera por la tarde había ido a otro pabellón a presenciar el filme La conquista de Plevná)[22]. Ambos se acercaron a los otros dos jugadores, tendieron un puente entre las dos camas con el trozo de madera y Chály, más radiante que nunca, esparció las cartas con rápidos y ágiles dedos, enseñándoles las diferentes jugadas:

—Quedamos, pues, en el full, ¿no es así? Es la combinación de un trío y una pareja de distinto palo. ¿Has comprendido, chechmek?§

—Yo no soy un chechmek —recusó sin ofenderse Ajmadzhán, moviendo la cabeza—. Lo fui hasta ingresar en el Ejército.

—Está bien… Después el color, o sea cuando se logran cinco cartas del mismo palo. Después, el repóquer, que son cuatro cartas del mismo valor y un comodín. Luego tenemos la escalera de color, o sea, una serie de cartas del mismo color, del nueve al rey. Como estas… o como estas… Y la combinación aún más valiosa, la escalera real

No es que en el acto lo vieran todo con claridad, pero Maxim Petróvich les prometió que en el curso del juego lo comprenderían perfectamente. Lo fundamental era que hablaba con tal camaradería, con voz tan precisa y sincera, que a Pável Nikoláyevich se le inundó el corazón de cierta tibieza al escucharle. En modo alguno había confiado en encontrar en un hospital público a un hombre tan simpático y afable. Y he ahí que en ese instante se sentaban formando un grupo unido y amigable que en adelante podrían alternar igualmente hora tras hora, a diario. ¿Para qué pensar, pues, en la enfermedad? ¿Para qué cavilar en otras contrariedades? ¡Tenía razón Maxim Petróvich!

Rusánov se disponía a proponer que de momento no deberían jugar como es de rigor, es decir, apostando dinero, cuando súbitamente preguntaron desde la puerta:

—¿Quién de ustedes es Chály?

—Yo soy Chály.

—Vaya a la entrada. Ha llegado su mujer.

—¡Oh! ¡Qué puta! —escupió sin malicia Maxim Petróvich—. Ya le dije que no viniera el sábado, sino el domingo. ¡No sé cómo no se ha tropezado con la otra…! Discúlpenme, amigos.

El juego volvió a interrumpirse. Maxim Petróvich salió de la sala y Ajmadzhán se fue con el kazajo para seguir entrenándose con las cartas.

Pável Nikoláyevich recordó de nuevo su tumor y la fecha del 5 de marzo. Sintió sobre sí la mirada obstinada y desaprobadora de la lechuza y, al darse la vuelta, tropezó con los ojos abiertos del Roedor, que no dormía en absoluto.

No, Kostoglótov no había dormido un instante. Cuando Rusánov y Vadim hacían crujir las hojas del periódico y cuchicheaban, escuchó cada una de sus palabras con los ojos deliberadamente cerrados. Tenía interés por saber lo que decían, lo que opinaba Vadim. Ya no necesitaba tender las manos al periódico ni desplegarlo. Todo estaba claro para él.

Nuevamente percibía el golpeteo. Era su corazón que palpitaba, que aporreaba la férrea puerta que jamás debió abrirse, pero que, por alguna razón, rechinaba y se movía. De sus goznes caía ya la primera herrumbre.

Para Kostoglótov era inconcebible lo que le había contado la gente que por entonces gozaba de libertad: que dos años atrás, en tal día como hoy, lloraron los ancianos y los jóvenes como si el mundo se hubiese quedado huérfano. Lo consideraba absurdo, pues recordaba muy bien lo que sucedió en el campo. Sorprendentemente, no los condujeron al trabajo, ni abrieron las puertas de las barracas, si no que los mantuvieron recluidos en ellas. Desconectaron el altavoz de la radio, emplazado fuera de la zona del campo y que habitualmente sonaba sin interrupción. Todo esto en su conjunto evidenciaba que los jefes habían perdido la cabeza por algo, que sufrían algún terrible contratiempo. Y la desgracia que pudiera sucederles a los jefes representaba una alegría para los penados. ¡No había que ir al trabajo, podían descansar tumbados en sus camastros y, además, les enviaban allí el rancho! En primer lugar, durmieron para compensar el sueño atrasado; después se extrañaron de todo aquello; luego empezaron a tocar las guitarras y las bandurrias y, finalmente, fueron de litera en litera intentando descifrar lo que sucedía. Por muy aislado que sea el rincón en que se recluya a los presos, la verdad siempre termina por infiltrarse hasta ellos, ya a través de la sección de distribución del pan, ya del departamento de calderas, ya de la cocina. Y la noticia se fue propagando, propagando. Al principio, sin confirmar del todo, pero al deambular por la barraca o al sentarse en un catre, se oía decir: «¡Eh, muchachos! Parece que el Caníbal la ha palmado…», «¿Qué dices?», «¡Jamás lo creeré!», «¡Ya era hora!». A lo que seguía un coro de risas. ¡Que rasgueen más alto las guitarras! ¡Que suenen más alto las balalaikas! Las puertas de las barracas estuvieron cerradas veinticuatro horas. A la mañana siguiente, en la Siberia aún helada, hicieron formar al campo entero. Todo el mundo estaba allí, el comandante, los dos capitanes y los tenientes. Con voz velada por el dolor, el comandante empezó diciendo.

—Con profundo pesar… debo comunicarles… que ayer en Moscú…

Y aquellas caras de pómulos salientes, rugosas, rudas y foscas de presidiarios empezaron a hacer muecas enseñando los dientes, sin atreverse aún a exteriorizar su exultación. Al advertir el comandante aquel asomo de sonrisas, ordenó fuera de sí:

—¡Fuera los gorros!

Centenares de hombres vacilaron y pusieron su juicio en la balanza: no estaban aún en condiciones de negarse a cumplir la orden, pero si se descubrían se sentirían vejados. Adelantándose a todos, el bufón del campo, un humorista nato, se arrancó de la cabeza la gorra —que entre ellos denominaban stalinka y era de piel artificial— y la lanzó al aire. ¡Y la orden quedó cumplida!

¡Centenares de presos le vieron! ¡Y todos arrojaron sus gorros a lo alto!

El comandante se ahogaba.

Y después de aquello, Kostoglótov se enteraba ahora de que los viejos lloraron, de que las muchachas lloraron y de que el mundo pareció quedarse huérfano…

Chály entró en la sala mucho más contento que antes, cargado con otra bolsa llena de provisiones. Pero la bolsa era diferente a la anterior. Alguien esbozó una sonrisa y Chály fue el primero en reírse sin reservas:

—Y bien, ¿qué puede hacerse con las mujeres? Si esto les satisface, ¿por qué no complacerlas? ¿A quién se perjudica con ello?

Tal como sea la señora, señorita puede ser

¡que también la he de…!

Y prorrumpió en carcajadas, contagiando a cuantos le escuchaban, agitando una mano ante el ataque de risa que le dominaba. También Rusánov se reía con ganas del ingenio dicharachero de Maxim Petróvich.

—¿Cuál de las dos es, pues, tu verdadera esposa? —Ajmadzhán se ahogaba con la risa.

—No preguntes eso, hermano —suspiró Maxim Petróvich, que ya estaba colocando los alimentos en su mesilla—. Se impone una reforma legislativa. Los musulmanes tienen a este respecto unas leyes mucho más humanas. A partir de agosto están permitidos los abortos, con lo cual se simplifica enormemente la vida. ¿Por qué ha de vivir la mujer en soledad? Que pueda recibir una vez al año, por lo menos, la visita de un hombre. Para quienes viajan en misiones de servicio también resulta beneficioso: en cada ciudad disfrutan de alojamiento fijo y de un caldito de pollo con fideos.

Entre las provisiones relució otro oscuro frasco. Chály cerró la mesilla y salió a devolver la bolsa vacía. Era obvio que con aquella mujer no tuvo muchas atenciones, pues retornó al instante. Se detuvo en el pasillo formado por las dos hileras de camas, en el que solía pasearse Yefrem, y mirando a Rusánov y rascándose el cogote a través de sus rizos (tenía el pelo bastante crecido y de un color entre el lino y el de la paja de avena):

—¿Comemos algo, vecino?

Pável Nikoláyevich le dedicó una sonrisa amable. La comida común del hospital se retrasaba y, en verdad, tampoco le apetecía después de ver los alimentos que Maxim Petróvich, entre risas, fue colocando en la mesilla. Por otro lado, en el propio Maxim Petróvich, en la sonrisa de sus gruesos labios, se advertía algo agradable, concupiscente, que le incitaba a aceptarle como compañero de mesa.

—De acuerdo —y Rusánov le invitó a acercarse a su mesilla—. Yo también tengo aquí algunas cositas…

—¿Y vasos? —Chály se inclinó sobre él, el tiempo que sus diligentes manos trasladaban tarros y paquetes a la mesita de noche de Rusánov.

—¡Si no podemos beber! —Pável Nikoláyevich movió la cabeza—. Con nuestras enfermedades, tenemos absolutamente prohibido…

En el mes que llevaba allí nadie de la sala se había atrevido ni a pensar siquiera en ello, pero Chály lo encontraba natural e inexcusable.

—¿Cómo te llamas? —y ya se había dado la vuelta y se hallaba en el pasillito de Pável Nikoláyevich.

Se sentó frente a él, pegando sus rodillas a las suyas.

—Pável Nikoláyevich.

—¡Pasha! —y Chály asentó su amistosa mano en el hombro de Rusánov—. ¡No hagas caso de los médicos! Ellos tratan de curarte, pero de igual modo pueden conducirte a la tumba. ¡Y nosotros lo que necesitamos es vivir, mantenernos erguidos como el rabo de la zanahoria!

El rostro vulgar de Maxim Chály irradiaba cordialidad y firme convicción. Era sábado y en la clínica los tratamientos estaban aplazados hasta el próximo lunes. Tras la grisácea ventana caía una cortina de agua que aislaba a Rusánov de sus familiares y amigos. En el periódico no habían publicado la nota necrológica y en su alma se concentraba un turbio resentimiento. Las lámparas alumbraban resplandecientes, adelantándose algo a la larga, dilatada tarde. En compañía de ese hombre realmente agradable podía muy bien echar un trago, comer alguna cosilla y jugar luego al póquer. (¡El póquer! ¡Una novedad que Pável Nikoláyevich podría referir a sus amigos!).

El expeditivo Chály tenía ya la botella al alcance de la mano, bajo la almohada. La descorchó con los dedos, apoyó los vasos en las rodillas y los escanció hasta la mitad. Y, sin más, entrechocaron los vasos, brindando.

Pável Nikoláyevich, con espíritu genuinamente ruso, desdeñó los recientes temores, prohibiciones y promesas; deseaba únicamente expulsar de su alma la tristeza y disfrutar de una tibia placidez.

—¡Viviremos, Pasha, viviremos! —trataba de inculcarle Chály, mientras su rostro adquiría una expresión severa y hasta feroz—: ¡Qué reviente quien tenga gusto en ello! ¡Tú y yo seguiremos viviendo!

Y bebieron. Durante el mes transcurrido, Rusánov se había debilitado notablemente, y no había bebido nada, excepto aquel suave vino tinto. Ahora sintió inmediatamente que la bebida le abrasaba, que se esparcía y fluctuaba por todo su cuerpo, exhortándole a no bajar la cabeza, persuadiéndole de que incluso en el pabellón de cáncer la gente vivía, y de que también de él era posible salir vivo.

—¿Te duelen mucho esos… pólipos? —preguntó.

—Sí, de cuando en cuando. Pero ¡yo no me amilano! Pasha, es imposible que el vodka nos perjudique. ¡Compréndelo! El vodka cura todas las enfermedades. Cuando vayan a operarme beberé alcohol puro. ¿Qué te creías? Ahí lo tengo, en ese frasco… ¿Y sabes por qué beberé alcohol? Porque se absorbe al instante sin dejar rastro de agua. El cirujano me dará la vuelta al estómago y no hallará nada, lo encontrará limpio. ¡Y yo estaré borracho!… Bueno, has estado en el frente y lo sabrás: en cuanto había que lanzarse al ataque, nos daban vodka… ¿Te hirieron? —No.

—¡Tuviste suerte!… A mí, dos veces. Mira, aquí y aquí…

Los dos vasos volvían a estar llenos.

—No deberíamos beber más —se resistió blandamente Pável Nikoláyevich—. Es peligroso.

—¿Peligroso? ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?… Coge unos tomatitos. ¡Qué tomates tan ricos!

Verdaderamente, ¿qué diferencia existía entre un vaso o dos, si ya se había extralimitado? ¿O qué más daba otro más, si había muerto un gran hombre y ni siquiera le mencionaban, le ignoraban?

Pável Nikoláyevich vació el siguiente vaso a la memoria del Amo. Lo ingirió como se suele beber en un convite posfunerario, curvando tristemente los labios. En ellos fue depositando, al igual que Maxim, pequeños tomates mientras le escuchaba con simpatía sentado frente a él.

—¡Qué buenos son los colorados! —opinaba Maxim—. Aquí un kilo cuesta un rublo y si se llevan a Karagandá se pueden sacar treinta. ¡Y qué modo de quitártelos de las manos! Pero no está permitido llevarlos, no los admiten en la facturación de equipajes. Y no sé por qué no se puede. ¿Me querrías decir qué motivo tendrán para prohibirlo? —Maxim Petróvich estaba excitado. Sus ojos se dilataron y en ellos se descubría una inmensa interpretación del ¡sentido! El sentido de la existencia—. Si un hombrecillo con vieja americana se acerca al jefe de estación y le dice: «¿Quieres vivir, jefe?», este echará inmediatamente mano al teléfono pensando que van a matarle… Pero si el hombre pone sobre su mesa tres billetes, dirá: «¿Por qué? No puedo». «¿Cómo que no puede?», argüirá el hombre. «Tú deseas vivir y yo también. Ordena que facturen mis cestas». ¡Y la vida triunfa, Pasha! El tren que se denomina «de pasajeros», corre cargado de tomates: cestas en los portaequipajes, cestas bajo las literas… Se le unta al jefe de vagón, se le unta al revisor, y se les unta también a los otros revisores que puedan presentarse antes de finalizar el viaje.

A Rusánov todo le daba vueltas, se sentía ardoroso y más fuerte que su enfermedad. Pero algo, al parecer, había dicho Chály con lo cual no podía estar de acuerdo… de acuerdo… Que iba contra…

—¡Eso infringe las reglas establecidas! —objetó Pável Nikoláyevich—. ¿Por qué ha de hacerse? Está mal…

—¿Qué es lo que está malo? —asombróse Chály—. ¡Pues coge otro que esté menos salado! O, si no, toma pasta de berenjenas… En Karagandá está escrito en piedra sobre piedra: «El carbón es pan». Pan para la industria, naturalmente. Pero los tomatitos son alimento para la gente y no los hay. Y si no los llevan personas con sentido práctico, seguirá sin haberlos. Los arrebatan de las manos a veinticinco rublos el kilo y encima dan las gracias. Que por lo menos puedan contemplar los tomates, pues de otro modo no sabrían ni del color que son. ¡No te puedes imaginar lo cerrados de mollera que son en Karagandá! Reclutan patrullas de guardas que son unos bravucones, y en lugar de enviarlos a cosechar manzanas para que regresen a la ciudad con cuarenta vagones llenos de ellas, les sitúan estratégicamente en todos los caminos de la estepa para que intercepten el paso a los que intentan entrar con manzanas en Karagandá. ¡No permitirles la entrada! Y ellos, los mentecatos, montan la guardia.

—¿Y a eso te dedicas tú? ¿Tú? —Pável Nikoláyevich estaba afligido.

—¿Por qué yo? Yo, Pasha, no viajo con cestos. Viajo con mi cartera y mi maletita. Los comandantes y los tenientes coroneles llaman a la taquilla: «El plazo de servicio se termina». Pero no hay billetes… Yo no llamo y siempre cojo el tren. Sé muy bien a quién hay que dirigirse en cada estación: en unas, al encargado del agua hirviente§; en otras, al encargado de consigna. ¡Recuérdalo, Pasha! ¡La vida siempre triunfa!

—A todo esto, ¿en qué trabajas exactamente?

—¿Yo? Trabajo de técnico, aunque no he finalizado los estudios de la Escuela Técnica. Además, Pasha, tengo otra ocupación como agente intermediario. Me afano mucho para que nunca me falte dinero en el bolsillo. Y de donde dejan de pagarme me voy. ¿Comprendes?

A Pável Nikoláyevich se le antojó aquello algo raro, fuera de lugar, descaminado y hasta tortuoso. Pero Maxim Petróvich era el primer hombre bueno y jovial con el que congeniaba en el curso de un mes, y le faltó valor para ofenderle.

—¿Y te va bien? —fue lo único que preguntó.

—¡Bien, muy bien! —Maxim le tranquilizó—. Come también carne de ternera y enseguida nos zamparemos tu zumo. En este mundo, Pasha, vivimos una sola vez. ¿Y por qué hemos de vivir mal? ¡Hay que hacer lo posible por vivir bien!

Pável Nikoláyevich no podía estar en desacuerdo con esto. Era verdad. Vivimos una sola vez, ¿por qué hemos de vivirla de mala manera? Sólo que…

—Pero ya sabes, Maxim, que eso se censura… —le expresó con suavidad.

—Sí, Pasha, sí —replicó Maxim con tono igualmente amistoso, sujetándole por el hombro—. Pero depende de cómo se mire. En unos sitios se ve de una manera, en otros de otra.

Una mota de polvo en el ojo

produce escozor,

y una estaca en ciertos lugares

causa…

Y Chály soltó una carcajada y palmeó las rodillas de Rusánov que no pudo contenerse y se vio sacudido por la risa.

—¡Oh, con tus graciosos versos…! ¡Eres todo un poeta, Maxim!

—Y tú, ¿qué eres? ¿En qué trabajas? —inquirió el nuevo amigo.

Pável Nikoláyevich adoptó un aire circunspecto, pese a la llaneza que hasta ese instante observaran ambos en su conversación.

—Pues… en la selección de personal —contestó, modesto.

Claro que su empleo era de mayor responsabilidad.

—¿Dónde?

Pável Nikoláyevich se lo dijo.

—¡Oye! —exclamó Maxim, radiante—. ¡Podrías colocar a un sujeto excelente! No te preocupes por la «cuota de entrada», se te abonará como está mandado.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Cómo puedes pensar semejante cosa? —se ofendió Pável Nikoláyevich.

—¿Y qué tiene de particular? —Chály se asombró. De nuevo la revelación del sentido de la vida fulguró en sus ojos, aunque de modo algo impreciso por causa de las libaciones—. ¿De qué iban a vivir los que trabajan en la sección de personal, si no aceptasen la «cuota de entrada»? ¿Cómo sacarían adelante a sus hijos? ¿Cuántos hijos tienes?

—¿Han acabado de leer el periódico? —sonó sobre ellos una voz sorda y desagradable.

Era el Lechuza, que desde su rincón se había acercado despacito a ellos, con sus ojos implacables, tumefactos, y con su bata abierta. Resultó que Pável Nikoláyevich se hallaba sentado sobre el diario y lo había arrugado.

—Sí, sí. ¡Tómelo! —le respondió impulsivamente Chály, mientras intentaba sacar el periódico de debajo de Rusánov—. ¡Levántate, Pasha! Aquí lo tiene, padrecito. Si no quiere más que esto, puede llevárselo.

Shulubin tomó el periódico con aire entristecido y ya se disponía a alejarse de allí cuando le detuvo Kostoglótov. En cuanto notó que Shulubin miraba persistente y silenciosamente a todos, Kostoglótov se dedicó a observarle. Ahora podía hacerlo particularmente de cerca y a placer. ¿Quién sería ese hombre con semblante tan insólito?

Con el desenfado de los encuentros en las prisiones de tránsito, donde desde el primer momento se dirigen las preguntas sin importar qué persona aparezca en ellas, Kostoglótov, desde su yacente postura, semitumbado, preguntó:

—Abuelo, ¿de qué trabaja usted?

Shulubin no desvió la vista hacia Kostoglótov, sino que volvió toda la cabeza en su dirección. Le miró unos instantes sin pestañear, ejecutando luego un extraño movimiento circular con el cuello, como si le apretara el cuello de la camisa. Pero este no podía estorbarle, porque la abertura de su camisa de noche era amplia. No ignoró la pregunta, y de repente respondió:

—De bibliotecario.

—¿Dónde? —no perdió Kostoglótov la ocasión de lanzarle la segunda pregunta.

—En la Escuela Técnica de Agricultura.

Sin que se supiera la razón, quizá por la gravedad de su mirada o por el silencio de lechuza sombría que guardaba en su rincón, Rusánov tenía ganas de humillarle de algún modo, de apabullarle. Posiblemente el vodka hablara por él, pues con voz más alta de lo necesario y con más inconsideración de la debida, le increpó:

—No será usted miembro del Partido, ¿verdad?

El Lechuza le contempló largamente con sus ojos color tabaco. Pestañeó, como si no creyera en la pregunta. Volvió a pestañear y, de repente, abrió el pico.

—Al contrario.

Y atravesó la sala.

Andaba con cierta falta de naturalidad. Algo debía de rozarle, en algún sitio debía de padecer un dolor punzante. Renqueaba, más bien, con los faldones de la bata ondeando a los lados, ladeándose desmañadamente con la apariencia de un enorme pájaro al que hubiesen cortado desigualmente las alas para impedirle alzar el vuelo.