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No. ¡Hacía tiempo que se había prohibido confiar! ¡No osaba confortarse con ningún optimismo!

Solamente en los primeros años de su condena el preso novato confía en que cada invitación a salir de la celda con sus bártulos sea una llamada a la libertad; cree en cada rumor sobre la amnistía como en las trompetas de los arcángeles. Pero le hacen salir de la celda, le leen cualquier repugnante papelucho y le empujan a otra celda del piso inferior, más oscura, a una atmósfera igualmente viciada. Y la amnistía se pospone del aniversario de la Victoria al aniversario de la Revolución; del aniversario de la Revolución a la sesión del Soviet Supremo, y esa amnistía queda finalmente en agua de borrajas o se concede exclusivamente a los ladrones, a los estafadores o a los desertores en vez de a quienes lucharon y sufrieron.

Y esas células del corazón que la naturaleza ha creado en nosotros para la alegría, al no usarse, se atrofian. Y esos minúsculos recintos del pecho en los que anida la fe se agostan porque durante años están vacíos.

Había confiado hasta la saciedad. Le dolía el alma de imaginarse su retorno a la libertad, su regreso a casa. Y, finalmente, sólo anhelaba volver a su bello destierro, a su querido Ush-Terek. ¡Sí, querido!, por muy extraño que pareciese. Porque era justamente así como se le revelaba su retirado lugar de destierro visto desde aquí, desde el hospital, desde esta ciudad importante, desde este mundo complicadamente reglamentado, para adaptarse al cual sentíase Oleg desprovisto de habilidad y posiblemente también de deseo.

Ush-Terek quiere decir «Tres Alamos». Se le denomina así por los tres vetustos álamos, visibles en la estepa a diez o más kilómetros de distancia. Se alzan uno al lado de otro y no tienen la esbeltez peculiar en los álamos, están incluso algo alabeados. Quizá tengan unos cuatrocientos años. Al alcanzar su altura no crecieron más; se ensancharon a los lados entretejiendo una magnífica sombra sobre el principal canal de riego. Se decía que en la aldea existieron otros árboles como ellos, pero que los talaron el año 1931 cuando Budionny[17] aplastaba a los cosacos. Y ya no han vuelto a crecer otros semejantes. Cuantos plantaron los pioneros[18] fueron ramoneados por las cabras antes que pudieran prender. Únicamente arraigaron arces americanos en la calle principal, frente al comité regional del Partido.

¿Qué lugar de la tierra es más digno de amarse: aquel por el que te arrastraste siendo un bebé llorón sin discernimiento alguno, ni aun de lo que entraba por tus ojos y oídos, o aquel donde por primera vez te dijeron: «Bien, puede irse sin escolta. Puede irse solo»?

¡Por sus propios pies! «¡Coge tu petate y vete!».

¡La primera noche de semilibertad! La comandancia aún no te pierde de vista, no te autorizan a entrar en el poblado, pero sí te dejan que duermas a tus anchas bajo el cobertizo del henil del patio de la Policía de Seguridad. En dicho cobertizo los imperturbables caballos se pasan la noche entera ronzando tranquilamente el heno. ¡No es posible imaginar sonido más dulce!

Pero Oleg se pasó media noche sin poder dormir. El firme suelo del patio aparecía enteramente blanco por la luz de la luna. Salió a pasear como un poseso de una esquina a otra del patio. Allí no había torres de vigilancia ni nadie que le observara. Feliz, tropezando con las desigualdades del terreno, caminaba con la cabeza echada hacia atrás, con el rostro dirigido al pálido firmamento. Daba vueltas sin cesar, como temiendo llegar tarde a algún lugar, como si al día siguiente no tuviera que partir hacia una mezquina y remota aldea, sino hacia un mundo vasto y triunfal. En el tibio ambiente de la temprana primavera meridional no reinaba un silencio absoluto. Así como en una dilatada estación de ferrocarril no cesan en la noche de emplazarse las locomotoras, de igual modo, desde todos los extremos del poblado, de la noche a la madrugada, los asnos y los camellos, desde sus cercados y corrales, ininterrumpidamente, con sonidos de trompetas, porfiada y solemnemente, expresaron su conyugal pasión, su lealtad a la continuidad de la vida. Y a ese bramido nupcial venía a aunarse lo que rugía en el pecho de Oleg.

¿Era posible, pues, que existiera lugar más grato que aquel en el que se ha pasado semejante noche?

Y aquella noche recobró la confianza y la fe a pesar de que infinidad de veces trató de desarraigarlas con ahínco.

Después del campo no podía considerar cruel el mundo del destierro, a pesar de que los nativos luchaban por el agua para el riego y se mataban por ella. El mundo del exilio era más amplio, más soportable y más diverso, aunque tampoco carecía de dureza. Allí no era fácil para la raíz abrirse paso a través de la tierra ni alimentar el tallo. Por otro lado, había que saber arreglárselas para que el comandante no te enviara a más de ciento cincuenta kilómetros, a la profundidad del desierto. También debía proporcionarse un techo de arcilla y paja sobre la cabeza y pagar a la patrona, y por el momento no tenía con qué. Debía comprar el pan de cada día y alguna otra cosa para comer. Tenía que hallar una colocación, pero después de siete años de manejar la azada, no quería, pese a todo, trabajar en el sistema de irrigación. Aunque en el poblado residían mujeres viudas, propietarias de cabañas de adobes, de huertos y hasta de vacas, predispuestas a tomar por esposo a un desterrado solitario, consideraba que era demasiado pronto para venderse como marido. La vida no había terminado. Al contrario, comenzaba ahora.

Antes, en el campo de prisioneros, al calcular la cantidad de hombres privados de libertad, los presos daban por hecho que en cuanto la escolta se despegara de ti, sería tuya la primera mujer con la que te encontraras. Imaginaban a las mujeres solas, suspirando por los hombres sin otro desvelo que las inquietara. Pero en el poblado había una enorme cantidad de niños, y las mujeres se comportaban como si estuvieran satisfechas de sus vidas. Ni las que vivían solas, ni las muchachas solteras querían, por nada del mundo, convivir simplemente con un hombre; aspiraban a un matrimonio honorable y a construirse su casita a la vista del poblado. Las costumbres de Ush-Terek se remontaban al siglo pasado.

Hacía ya tiempo que los guardianes se habían despegado de Oleg y este seguía viviendo tan distanciado de las mujeres como en los años que estuvo tras la alambrada de espinos, pese a que en el poblado había bellas griegas morenas y laboriosas alemanas rubias.

En su documento de desterrado se decía: «A perpetuidad», y el sentido común de Oleg se resignó por completo a considerarlo así, ya que no cabía presumir otra cosa. Pero casarse allí era algo que su corazón no quería admitir, bien porque con el desencumbramiento de Beria, con el estrépito de un ídolo hueco de hojalata, todos alimentaron esperanzas de repentinos cambios, que eran insignificantes y llegaban a paso de tortuga; bien porque Oleg localizara a su antigua amiga —que conoció en el exilio, en Krasnoyarsk— y mantuvo correspondencia con ella; bien porque tuvo la ocurrencia de escribir a una vieja conocida de Leningrado y en su pecho alentó durante varios meses la ilusión de que acudiría a su lado. (Pero ¿quién sería capaz de abandonar un piso en Leningrado para ir a vivir con él a un rincón perdido?). Por entonces le apareció el tumor, descabalándolo todo con su incesante e insuperable dolor. Las mujeres perdieron para él todo su atractivo, convirtiéndose simplemente en personas caritativas.

Como Oleg apreció, el destierro tenía no sólo un carácter deprimente que todo el mundo conoce aunque sólo sea por la literatura (no resides en los lugares que amas, no te rodean las personas que serian de tu agrado), sino también una cualidad liberadora poco conocida: el exilio te libera de incertidumbres y responsabilidades. Los infortunados no eran los condenados a deportación, sino los que recibían el pasaporte condicionado al asqueroso artículo 39. Al salir del campo tenían que comportarse con cautela para no reprocharse después cualquier paso en falso; salían con la preocupación de tener que dirigirse a algún lugar, de hallar un sitio donde fijar su residencia y un puesto de trabajo, y ver que son rechazados dondequiera que vayan. Por el contrario, el preso que llega al destierro goza de todos los derechos: ¡él no ha proyectado instalarse en aquel lugar y nadie podría expulsarle de allí! Las autoridades lo habían planeado por él y él ya no temía desperdiciar un acomodo mejor en cualquier otro sitio, no tenía que afanarse en busca de la mejor combinación para organizar su vida. Sabía que se deslizaba por el único camino que podía seguir y eso le daba fortaleza de ánimo.

Ahora, al recobrar la salud y al enfrentarse de nuevo con la compleja e indescifrable vida, Oleg se alegraba por la existencia del beatífico lugarejo de Ush-Terek, donde se tomaban el trabajo de cavilar por él, donde todo era diáfano, donde era considerado como un ciudadano íntegro y adonde pronto regresaría como a su propia casa. Ciertos lazos de afinidad tiraban de él hacia allí y deseaba decir: «A mi pueblo».

Tres cuartas partes del año que Oleg vivió en Ush-Terek se las pasó enfermo; reparó poco en los detalles de la naturaleza y de la vida y apenas gozó de lo que podían ofrecerle. Para la persona enferma la estepa se presentaba excesivamente polvorienta; el sol, caluroso en demasía; los huertos, socarrados al límite, y terriblemente pesada la argamasa de adobes.

Mas ahora, cuando la vida clarineaba de nuevo en su interior, como en aquellos pollinos primaverales, Oleg se paseaba por las avenidas del centro médico, donde abundaban los árboles, las personas, el colorido y los edificios de piedra, y con enternecimiento reconstruía en su imaginación cada rasgo del mundo de Ush-Terek por modesto o prosaico que fuese. Y aquel mundo modesto le era más amado porque era el suyo, suyo hasta la tumba, suyo a perpetuidad, y este era temporal, provisional.

Rememoró la esteparia zhusan de acre olor, ¡pero tan familiar para él! Volvió a acordarse del zhantak, de punzantes espinas, y del dzhinguil, más espinoso aún, que se encarama a lo largo de los cercados y que en mayo se adorna con flores violáceas tan fragantes como las lilas; y del embriagador dzhid, con flores de olor sumamente excitante, como el de la mujer que ha rebasado la medida del deseo y se ha perfumado pródigamente.

¿No era sorprendente que siendo ruso de nacimiento, ligado por ciertos lazos espirituales a los calveros de los bosques y a los prados rusos, a la serena circunspección de la naturaleza de Rusia central, y habiendo sido enviado allí para siempre y prescindiendo de su voluntad, se hubiera ya encariñado con esas pobres vastedades, ya calurosas, ya demasiado venteadas, donde un suave día anubarrado se acoge como un alivio y la lluvia como una fiesta, y se hubiera resignado totalmente a vivir allí hasta la muerte? Por su trato con hombres como Sarymbétov, Teleguénov, Maukéyev y los hermanos Skókov, juzgaba, pese a que no dominaba aún su idioma, que ya había tomado afecto a aquel pueblo. Bajo la influencia de sentimientos fortuitos, cuando se confunde lo falso con lo real bajo la ingenua devoción a las razas antiguas, consideraba a aquel pueblo como fundamentalmente simple y predispuesto a responder siempre a la sinceridad con la sinceridad y a la simpatía con la simpatía.

Oleg tenía treinta y cuatro años. Los centros de enseñanza superior cierran su admisión a los treinta y cinco. Ya no podría estudiar una carrera. Bueno, ¡qué se le iba a hacer! Recientemente se dio maña para erigirse de fabricante de adobes en ayudante del especialista de organización agrícola (no en especialista, como mintiera a Zoya sino en su ayudante, con un sueldo de 350 rublos mensuales). Su jefe, el técnico especialista de la región, conocía mal el valor de las divisiones de la escuadra de agrimensor. Por eso a Oleg el trabajo le vino a pedir de boca, aunque apenas si tenía que hacer. En virtud de las actas adjudicadas a los koljoses para el disfrute de la tierra a perpetuidad (también a perpetuidad), sólo ocasionalmente debía cercenar un tanto la propiedad de los koljoses en beneficio de los poblados en desarrollo. Pero él no podía compararse con el mirab, el jefe del sistema de riegos, que por su notable experiencia percibía la más ligera inclinación del suelo. Con los años, probablemente Oleg sabría situarse mejor. Pero, aun así, ¿por qué recordaba Ush-Terek con tal entusiasmo y aguardaba el final del tratamiento con la sola intención de regresar allí, de volver aunque fuera a medio curar?

¿No hubiera sido más natural exasperarse por su lugar de destierro, odiarlo y maldecirlo? No. Porque hasta lo que está pidiendo a gritos la fusta de la sátira, Oleg lo acogía como una simple anécdota digna tan sólo de una sonrisa. Así como, por ejemplo, la acción del nuevo director de la escuela, Abén Berdénov, que arrancó de la pared una reproducción de Los grajos, del pintor Savrásov, y la arrojó detrás de un armario (porque en la pintura vio una iglesia y la estimó propaganda religiosa). O como la encargada de la sanidad del distrito, una rusa despabilada, que subía a la tribuna a dar conferencias a la intelectualidad local, y que bajo mano vendía a las damas del lugar crespón de China a doble precio antes de que se pusiera a la venta en el comercio. O como la ambulancia, que corría entre nubes de polvo, las más de las veces sin enfermos, y que era utilizada como automóvil para necesidades del comité del distrito, o para el reparto de harina y mantequilla por las casas de las autoridades. O como el «comercio al por mayor» del pequeño detallista Orembáyev. En su tienda de comestibles nunca había nada, pero en el tejado se veían montañas de cajones vacíos de mercancías liquidadas. Le habían premiado por sobrepasar el plan de ventas, aunque invariablemente se le podía ver dormitando reposadamente a la puerta de su comercio. Le daba pereza utilizar las pesas, verter la mercancía y empaquetarla. Una vez que suministraba a las personas influyentes, tenía en cuenta a las, en su opinión, honradas, insinuándoles sigilosamente: «Llévate un cajón de macarrones, pero tendrá que ser entero», o «Llévate un saco de azúcar, pero lleno». El saco o el cajón se enviaban directamente desde el depósito a la vivienda y figuraban como que Orembáyev los tenía en venta al por menor. Y, en fin, cómo el tercer secretario del Comité Regional, que anhelaba examinarse como alumno externo en la escuela media, pero que siendo un ignorante en cuanto a las ramas de las matemáticas se refería, visitó subrepticiamente de noche al profesor (un desterrado) y le obsequió con una piel de astracán.

Después de la existencia lobuna en el campo, todo esto se admitía con la sonrisa en los labios. Porque, en realidad, después del campo, ¿qué no parecería una broma? Todo era como un respiro.

En el anochecer era un deleite vestirse la camisa blanca (la única que tenía, con el cuello ya deshilachado; y del estado de sus pantalones y zapatos, mejor es no hablar) y salir a dar un paseo por la calle principal de la aldea. Y ver junto al club, bajo un tejadillo de juncos, la cartelera anunciando: nuevo filme trofeo[19], y al simplón de Vasia invitando a todo el mundo a entrar en el cine. Oleg procuraba adquirir la localidad más barata, que valía dos rublos, en la primera fila y rodeado de chavales. Y una vez al mes irse de juerga, gastándose dos rublos y cincuenta kopeks en el salón de té para beberse una pinta de cerveza con los chóferes chechenes.

Esta aceptación optimista de la vida de destierro, que desde un principio acogió con alegría, Oleg se la debía, ante todo, a los esposos Kadmin: al ginecólogo Nikolái Ivánovich y a su esposa Yelena Alexándrovna. Fuera lo que fuese lo que a los Kadmin les sucediera en el destierro, entre ellos siempre repetían:

—¡Es estupendo! ¡Cuánto mejor es esto que lo que hemos pasado! ¡Qué suerte hemos tenido al caer en este encantador lugar!

Si conseguían una hogaza de pan blanco, era una alegría. Si hoy proyectaban en el club una buena película, ¡era una alegría! Si en la librería se recibían dos tomos de las obras de Paustovski, ¡era una alegría! Si llegaba el técnico dental a colocar prótesis, ¡era una alegría! Cuando enviaron un nuevo ginecólogo, una mujer también desterrada, ¡maravilloso! Que ella se ocupara de la ginecología, de los abortos ilegales; Nikolái Ivánovich se encargaría de la terapéutica en general. Ganaría menos dinero, pero gozaría de más tranquilidad. La puesta de sol en la estepa, anaranjada, rosácea, bermejo-purpúrea, ¡era una delicia! El pequeño y fino Nikolái Ivánovich, canoso ya, tomaba del brazo a Yelena Alexándrovna, algo gruesa y pesada y no libre de achaques, y con paso solemne se dirigían más allá de las últimas casas del pueblo a contemplar la puesta de sol.

Para ellos la existencia se convirtió en una ininterrumpida guirnalda de florecientes alegrías desde el día en que compraron su cabaña semiderruida con su huertecillo que, como comprendían muy bien, era el último refugio de su vida, el último cobijo en el que pasarían el resto de sus días hasta la llegada de la muerte. (Habían resuelto morir juntos: si uno de los dos moría, el otro le seguiría, pues ¿qué objeto tenía el permanecer en este mundo?). No tenían mueble alguno. Encargaron al viejo Jomrátovich, otro exiliado, que formara en un rincón un poyo rectangular con adobes, que luego resultó ser el lecho conyugal. ¡Qué amplio! ¡Qué cómodo! ¡Qué alegría! Cosieron una ancha tela de colchón y lo rellenaron de paja. El siguiente encargo que le hicieron a Jomrátovich fue una mesa con la expresa indicación de que tenía que ser redonda. Jomrátovich se quedó perplejo. Andaba por este mundo hacía cerca de setenta años y nunca había visto una mesa redonda. «¿Por qué tiene que ser precisamente redonda?». «¡Oh, por favor!», respondió Nikolái Ivánovich, trazando un círculo con sus blancas y hábiles manos de ginecólogo. «¡Tiene que ser redonda indispensablemente!». Otro problema fue el de la adquisición de una lámpara de petróleo. Esta no tenía que ser de hojalata, sino de cristal; con alto soporte y no de mecha corta, sino larga, y provista, además, de pantalla. En Ush-Terek no existía lámpara parecida. Fueron juntando las piezas poco a poco, traídas desde lugares lejanos por personas amables, hasta que, por fin, sobre la redonda mesa pudo lucir una lámpara así, adornada además con una tulipa de confección casera. Y allí, en Ush-Terek, en el año 1954, cuando en las capitales se desviven por las lámparas estereotipadas y se ha inventado la bomba de hidrógeno, aquella lámpara brillando sobre la redonda y tosca mesa transformó la casucha de adobes en un lujoso salón de dos siglos atrás. ¡Todo un triunfo! Sentados los tres alrededor de la mesa, Yelena Alexándrovna exclamó convencida:

—¡Ay, Oleg, qué bien vivimos ahora! Ha de saber usted que, exceptuando la niñez, este es el período más feliz de mi vida.

¡Era obvio que tenía razón! No es, en absoluto, el nivel de prosperidad lo que hace felices a los hombres, sino la afinidad entre los corazones y el punto de vista que adoptemos frente a la vida. Tanto lo uno como lo otro está a nuestro alcance, y significa que se puede ser dichoso si uno lo desea y sin que nadie pueda impedirlo.

Antes de la guerra residían en las cercanías de Moscú con la madre de él. Esta era una mujer intransigente y muy atenta a los detalles triviales, y su hijo tan sumamente reverente con ella que Yelena Alexándrovna, ya entrada en años, de naturaleza independiente y que había estado casada con anterioridad, se sentía de continuo deprimida. Ahora calificaba aquellos años de su «Edad Media». Tuvo que ocurrirles una gran desgracia para que se ventilara la atmósfera en su familia.

La desgracia cayó abrumadora sobre ellos, y fue la suegra quien la provocó. Durante el primer año de la guerra se presentó en la casa un individuo indocumentado rogando que le ocultaran. Simultaneando su despotismo con los familiares con los generales principios cristianos, la suegra dio refugio al desertor sin aconsejarse siquiera de su hijo y de su nuera. Después de pasar dos noches en la casa, el desertor se fue. Fue capturado en algún lugar y en el interrogatorio reveló el domicilio donde estuvo cobijado. La madre de Nikolái Ivánovich rondaba los ochenta años y no la importunaron, pero creyeron conveniente arrestar al hijo, de cincuenta años, y a la nuera, de cuarenta. En la encuesta investigaron si el desertor era familiar de ellos, en cuyo caso contarían con un atenuante de peso: lo habrían juzgado como un acto de egoísta conveniencia familiar, perfectamente comprensible e incluso excusable. Pero se puso de relieve que el desertor era un extraño, un transeúnte, y los Kadmin fueron condenados a diez años cada uno, no como cómplices del desertor, sino como enemigos de la patria que deliberadamente trataban de minar el poderío del Ejército Rojo. Finalizó la guerra y el desertor fue puesto en libertad en virtud de la gran amnistía estaliniana del año 1945 (los historiadores se devanarán los sesos y no llegarán a comprender por qué perdonaron precisamente a los desertores antes que a nadie y, además, sin limitaciones), y se olvidó que había pernoctado en cierto domicilio y que arrastró consigo a la prisión a otras personas. Esta amnistía no afectó en nada a los Kadmin: no eran desertores, eran enemigos. Cumplieron los diez años de condena y no les remitieron a su hogar. No actuaron individualmente, sino en grupo, organizados. ¡El esposo y la esposa! Por tanto, les correspondía la deportación a perpetuidad. Previendo tal desenlace, los Kadmin solicitaron con antelación ser enviados al mismo punto de destierro. Por lo visto, nadie opuso una objeción concreta y la petición era sobradamente justificada. Sin embargo, el marido fue destinado al sur del Kazajstán y la esposa a la región de Krasnoyarsk. ¿Acaso deseaban mantenerlos separados como miembros de una misma organización?… No, no se debió a una medida punitiva ni malintencionada. Simplemente, que en el Ministerio de Asuntos Interiores no existía el funcionario cuya misión concreta fuera la de reunir a los esposos con las esposas. Y no los reunieron. La esposa, con casi cincuenta años, con las manos y los pies tumefactos, fue a parar a la taiga, donde no había otro trabajo que la tala de árboles, la cual ya le era familiar desde el campo. (También ahora recordaba la taiga en las orillas del Yeniséi: «¡Qué prodigiosos paisajes!»). Se pasaron un año enviando petición tras petición a Moscú hasta que una guardia especial condujo a Yelena Alexándrovna a Ush-Terek.

¡Cómo no iban a congratularse ahora de la vida! ¡Cómo no sentir cariño por Ush-Terek y por su cabaña de arcilla! ¿Qué otro devenir más lisonjero podían anhelar?

¿Que estaban condenados al destierro eterno? ¡Carecía de importancia! En esa eternidad se podía muy bien llegar a conocer el clima de Ush-Terek. Nikolái Ivánovich colgó tres termómetros en su casa, colocó un recipiente para medir las precipitaciones atmosféricas e iba a consultar la fuerza del viento con Inna Strom, alumna del décimo curso que dirigía la estación meteorológica oficial. Aparte de lo que registraba la estación, Nikolái Ivánovich llevaba un diario meteorológico con envidiable minuciosidad estadística.

Su padre había sido ingeniero de comunicaciones y fue quien le inspiró en la niñez el afán de constante actividad y la afición a la exactitud y al orden. Fuera o no un pedante, Korolenko indicó (y Nikolái Ivánovich lo citaba) que «el orden en todas las empresas mantiene nuestra paz espiritual». Otro proverbio favorito del doctor Kadmin era: «Las cosas conocen sus sitios». Las cosas los conocen por sí mismas; nosotros lo único que tenemos que hacer es no embrollarlas.

Nikolái Ivánovich tenía una afición predilecta con la que entretenía el ocio de las veladas invernales: la de encuadernador. Le gustaba restituir a los libros astrosos, descosidos, desmantelados, su ufano empaque. Hasta allí, en Ush-Terek, le montaron una prensa de encuadernar y una pequeña y tajante guillotina.

En cuanto compraron la casucha, los Kadmin empezaron a economizar mes tras mes, siguieron vistiendo sus ajadas ropas y ahorraban dinero para comprar un aparato de radio con pilas. Debían ponerse también de acuerdo con el dependiente kurdo del comercio de artículos culturales para que les reservara baterías cuando las recibiera, pues no siempre las había y se ponían a la venta por separado. También tenían que superar el mudo terror de todos los exiliados por los radiorreceptores. ¿Qué pensará el oficial de seguridad? ¿Creerá que lo hemos adquirido para escuchar la BBC? Pero el miedo ya ha sido superado, las baterías conseguidas, el aparato conectado y la música, esa música divina para el oído del prisionero, suena limpia y modulada por la utilización de las pilas. Cada día se elegían los programas y en la choza de los Kadmin se escuchaba a Puccini, a Sibelius, a Bortnianski. Con eso ya tienen repleto, colmado su mundo; ya no precisan tomar nada del exterior; al contrario, pueden repartir con creces.

Con la llegada de la primavera, las tardes dedicadas a la radio se acortan. En cambio, el huerto reclama más atención. Nikolái Ivánovich distribuía los cien metros cuadrados de su huerto con tal esmero y energía que a su lado no tendría nada que hacer el anciano príncipe Bolkonski[20] con su Lysye Góry y su arquitecto privado. A sus sesenta años, Nikolái Ivánovich trabajaba activamente en el hospital, hacía jornada y media y por la noche siempre andaba presto para correr al lado de cualquier parturienta. No andaba, sino que volaba por las calles del poblado sin que le contuviera su canosa barbilla, haciendo flotar los faldones de la chaqueta de lona que le había confeccionado Yelena Alexándrovna. Para lo que ya le quedaban pocas energías era para manejar la pala; trabajaba con ella media hora por la mañana y enseguida se sofocaba. Sin embargo, aunque los brazos y el corazón se fatigaran, los planes eran magistrales y concertados a la perfección. Conducía a Oleg por su pelada huerta, bien delimitada en el lindero posterior por dos arbolillos, y le decía ufano:

—Aquí, Oleg, atravesando toda la parcela, irá una avenida. A la izquierda podrá usted ver algún día tres albaricoqueros, que ya están plantados. A la derecha medrará una parra, que arraigará, no cabe duda. El final de la avenida desembocará en un cenador, ¡un cenador auténtico, como jamás se haya visto en Ush-Terek! Sus cimientos ya están colocados, aquí mismo. Son este semicírculo de adobes —también los había puesto Jomrátovich que, como siempre, había preguntado: «¿Por qué en semicírculo?»—. Y por estas varas se encaramará el lúpulo. Al lado exhalarán un buen aroma las plantas de tabaco. Durante el día nos guareceremos aquí del calor abrasador y por las tardes tomaremos el té del samovar, ¡al que será usted bien venido! —Pero todavía no tenían samovar.

Lo que en el futuro crecería en su huerto era aún una incógnita, pero en el presente carecían de muchas cosas de las que sus vecinos ya disfrutaban: patatas, repollos, pepinos, tomates y calabazas. «Todo eso se puede comprar», alegaban los Kadmin. Los colonos de Ush-Terek eran gente emprendedora; tenían vacas, cerdos, ovejas y gallinas. Pero los Kadmin no sentían apego por la ganadería; por su espíritu poco práctico sólo les gustaban los perros y los gatos. Su razonamiento era este: la leche y la carne podían adquirirse en el mercado; pero ¿es que se podía comprar la fidelidad canina? ¿Se podían tener, acaso, por dinero los retozones saltos que daban sobre ti el orejudo y pardo oscuro Escarabajo, enorme como un oso, y el pequeño Tóbik, travieso y marrullero, todo él blanco, excepto sus inquietas orejillas, que eran negras?

Actualmente no concedemos ningún valor al amor de las personas por los animales y nos reímos del cariño por los gatos. Pero si empezamos por perder el afecto por los animales, ¿no será inevitable que después perdamos también el amor a los seres humanos?

Los Kadmin quieren a cada uno de sus animales no por su pellejo, sino por su carácter. La bondad que irradian ambos esposos la asimilan casi instantáneamente sus perros, sin adiestramiento alguno. Aprecian altamente cuando los Kadmin les hablan, y los escuchan con atención durante largo rato. Conceden gran valor a la compañía de sus amos y se enorgullecen de escoltarlos adondequiera que vayan. Si Tóbik está tumbado en la habitación (no se prohíbe a los perros el acceso a ella) y ve que Yelena Alexándrovna se pone el abrigo y toma la bolsa, no solamente comprende en el acto que se avecina un paseo por el poblado, sino que se levanta como un rayo del suelo y corre al huerto en busca de Escarabajo, con el que regresa inmediatamente. En su lenguaje canino le informaría del paseo y Escarabajo acude presto y excitado, dispuesto para la marcha.

Escarabajo calcula perfectamente la marcha del tiempo. Tras acompañar a los Kadmin al cine, no se queda tumbado a la puerta del club; se marcha, pero regresa justamente hacia el final de la sesión. Cierta vez, la película resultó ser muy corta y se retrasó. ¡Cuánto desconsuelo sintió primero y cuántos saltos de alegría dio después!

Al único lugar donde los perros no acompañaban a Nikolái Ivánovich era al trabajo, por comprender que hubiera sido poco delicado. Si al atardecer el doctor traspasaba el portón con ligero y juvenil paso, los perros sabían inequívocamente por ciertas ondas telepáticas si iba a visitar a una parturienta (y entonces no le seguían) o si iba a bañarse, en cuyo caso le acompañaban. Para bañarse tenía que ir lejos, hasta el río Chu, a cinco kilómetros de distancia. Ni los nativos, ni los desterrados, ni los jóvenes, ni las personas de mediana edad, iban allí a diario, porque estaba alejado. Sólo acudían los chiquillos y el doctor Kadmin con sus perros. En realidad, era el único paseo que no proporcionaba a los canes verdadera satisfacción: el sendero a través de la estepa era áspero y espinoso; Escarabajo sufría cortes dolorosos en las patas y Tóbik, después del primer baño que se dio, temía una nueva zambullida. Pero como el sentido del deber estaba por encima de todo, seguían recorriendo el trayecto con el doctor. A unos trescientos metros del río, distancia en la que se creía a seguro, Tóbik se rezagaba para que no le echaran mano y, presentando sus excusas con las orejas y el rabo, se tumbaba. Escarabajo llegaba hasta el mismo talud de la orilla, donde depositaba su descomunal cuerpo y como un monumento contemplaba desde la altura cómo se bañaba la gente.

Tóbik se creyó en el deber de hacer también de escolta para Oleg, quien visitaba con frecuencia a los Kadmin. (Sus visitas llegaron a ser tan asiduas que intrigaron al oficial de seguridad, que en diversas ocasiones le preguntó: «¿Por qué son tan íntimos? ¿Qué tienen en común? ¿De qué hablan?»). Escarabajo podía abstenerse de acompañar a Oleg, pero para Tóbik era una obligación independientemente del tiempo que hiciera. Cuando llovía y las calles se enfangaban, Tóbik no desearía salir, porque sentía frío y humedad en las patas. Se estiraba a sus anchas sobre las extremidades delanteras y luego sobre las traseras, pero siempre acababa por salir en pos de Oleg. Además, Tóbik era el correo entre los Kadmin y Oleg. Si tenían que comunicarle que hoy proyectaban una película interesante, o que se radiaba un buen programa musical, o que en la tienda de comestibles o en el almacén general vendían algo que merecía la pena, ponían a Tóbik un collar de tela, introducían en él una nota, le indicaban con el dedo la dirección y le decían con firmeza: «¡A casa de Oleg!». Y allá se encaminaba, hiciera el tiempo que hiciera, obediente y presuroso, saltando sobre sus finas y largas patas; si al llegar no le encontraba en casa, le aguardaba junto a la puerta. Lo más asombroso es que nadie le había enseñado a hacerlo, nadie Jo había adiestrado. La primera vez intuyó por las citadas ondas telepáticas lo que se quería de él y siguió haciéndolo. (Cierto también que a cada trayecto postal Oleg le proporcionaba un estímulo material, confortando así su firmeza ideológica).

Por su estatura y complexión Escarabajo parecía un mastín alemán, pero no se apreciaba en él la astuta prevención ni la malignidad de esa raza canina. Le anegaba la mansedumbre peculiar de los seres vigorosos y corpulentos. Contaba ya bastantes años y había conocido muchos amos, pero a los Kadmin los había elegido él mismo. Antes había pertenecido al tabernero (el gerente del salón de té). Este lo mantenía sujeto con una cadena para que vigilara los cajones con envases vacíos. A veces, por puro entretenimiento, lo soltaba, azuzándole contra los otros perros de la vecindad. Escarabajo peleaba intrépidamente, infundiendo el terror entre aquellos pajizos y fláccidos chuchos. En una de esas ocasiones en que lo soltaron asistió a una boda canina cerca de la casa de los Kadmin, en la que husmeó algo amistoso y cordial, y se acostumbró a merodear por allí, a pesar de que no le daban de comer. El tabernero abandonó el pueblo y regaló Escarabajo a Emilia, su amiga de exilio. Esta lo alimentaba bien, lo cual no evitaba que se escapara igualmente a la casa de los Kadmin. Emilia se enfadó con los Kadmin, se llevó a Escarabajo a casa y lo ató con una cadena; pero la arrancó de nuevo y se fue. Entonces Emilia lo trabó con una cadena a la rueda de un automóvil. Un día, desde el patio, Escarabajo divisó a Yelena Alexándrovna, que pasaba por la calle y que deliberadamente le dio la espalda. Se lanzó impetuoso y como un caballo de tiro, jadeando, arrastró la rueda con la fuerza de su cuello a unos cien metros, hasta que cayó desplomado. Después de esto Emilia renunció a Escarabajo. En casa de sus nuevos amos adoptó rápidamente la bondad como principal norma de conducta. Y ya todos los perros dejaron de temerle. Con los transeúntes se mostraba amigable, pero no obsequioso.

En Ush-Terek había también aficionados a disparar contra los animales. No encontrando mejor caza, vagaban borrachos por las calles matando perros. Ya habían disparado dos veces sobre Escarabajo, por lo que ahora le causaba miedo cualquier orificio dirigido a él, como el objetivo de la cámara fotográfica. Por eso no se dejaba fotografiar.

Los Kadmin tenían además gatos, unos mininos consentidos, caprichosos, con buen arte para la marrullería. Pero Oleg, paseándose por los senderos del centro médico, sólo se acordaba de Escarabajo, de la enorme y bondadosa cabeza de Escarabajo. No se lo representaba cuando iba por la calle, sino tras el cristal de su ventana, donde inesperadamente solía aparecer su cabeza, porque se empinaba sobre sus patas traseras para echar un vistazo al interior como si fuera un ser humano. Eso significaba que a su lado brincaba Tóbik y que Nikolái Ivánovich se acercaba.

Y Oleg se sentía emocionado y absolutamente satisfecho de su suerte, resignado del todo con el destierro. Lo único que pedía al cielo era salud, no grandes milagros.

Poder vivir como vivían los Kadmin, contentándose con lo que tenían. Sabio es aquel que se conforma con poco.

¿Quién es optimista? Aquel que dice: «Todo es malo, todo anda mal en el resto del mundo. Nosotros no podemos quejarnos, hemos tenido suerte». Y es feliz con lo que posee sin atormentarse. ¿Quién es pesimista? Aquel que dice: «Todo es maravilloso, todo es mejor en el resto del mundo. Sólo nosotros vivimos mal».

De momento lo fundamental era aguantar como fuera el tratamiento, escapar de cualquier modo de aquellas tenazas —de la radioterapia y de la hormonoterapia— antes de quedar convertido en un monstruo. ¡Debía preservar su libido a cualquier precio y, en conjunto, todo lo que implicaba! Porque sin ello…

Tenía que regresar a Ush-Terek y no prolongar más su celibato. ¡Debía casarse!

Era poco probable que Zoya quisiera trasladarse allí. Aunque se decidiera, no podría hacerlo antes de año y medio. ¡Otra vez a esperar! ¡A esperar de nuevo, a pasarse la vida esperando!

Podría casarse con Ksana. ¡Era una excelente ama de casa! Hasta los platos más modestos los limpiaba y restregaba, con el paño de la vajilla al hombro, con los aires de una reina. ¡Daba gusto mirarla! Con ella tendría una vida estable y segura en un hogar maravilloso y rodeado de hijos.

También podría hacerlo con Inna Strom, aunque le resultaba un poco violento, porque sólo contaba dieciocho años. Eso era justamente lo que le atraía, aparte de que también le cautivaba su sonrisa abstraída e insolente, soñadoramente provocativa.

No debía dar crédito a ninguna acometida, a ningún acorde beethoveniano. Todo eran irisadas pompas de jabón. Debía reprimir su corazón y no hacerse ilusiones. Lo mejor era no esperar nada del futuro.

¡Contentarse con lo que poseía!

A perpetuidad. Pues a perpetuidad.