Como la bicicleta o como la rueda, que una vez empiezan a rodar conservan la estabilidad sólo en estado de movimiento y sin él se caen, así el juego entre el hombre y la mujer, una vez iniciado, subsiste si progresa. Si hoy no adelanta nada en relación a ayer, el juego deja de existir.
Oleg estuvo esperando con impaciencia la noche del martes, cuando Zoya debía realizar su turno de noche. La polícroma y alegre rueda de su juego debía, inevitablemente, rodar más lejos que la primera noche y que la tarde del domingo. Apreciaba en sí los impulsos para ese rodaje, los presentía en ella y esperaba nervioso la llegada de Zoya.
Primero salió a recibirla al jardincillo; sabía por qué senda transversal debía llegar. Fumó allí dos cigarrillos que él mismo se lio. Luego cayó en la cuenta de la facha ridícula que debía de ofrecer con la bata femenina, que no tendría la apariencia con que hubiera querido presentarse ante ella. Además, anochecía. Entró en el pabellón, se quitó la bata, se estiró la caña de las botas, y en pijama, con aspecto igualmente estrafalario, se plantó al pie de la escalera. Hoy llevaba los rebeldes cabellos todo lo atusados que buenamente podía.
Zoya apareció en la puerta del vestuario del personal médico. Iba acuciada por la prisa porque llegaba con retraso. Al verle levantó las cejas en señal de saludo, aunque sin expresar asombro alguno, como queriendo dar a entender que era allí exactamente donde esperaba encontrarle, en su sitio, al pie de la escalera.
No se detuvo. Él, para no quedar rezagado, subió los escalones a largas zancadas hasta colocarse a su lado. Ese ejercicio ya no presentaba dificultad para él.
—¿Qué dice? ¿Qué hay de nuevo? —le preguntó ella sobre la marcha, como si dialogara con el ayudante.
¡De nuevo! ¡La destitución del Tribunal Supremo! Esa es la novedad. Pero para captar la trascendencia del hecho se requerían años de fogueo; además, no era entonces lo primordial para Zoya.
—He ideado un nombre nuevo para usted. Por fin he comprendido cuál debe ser su nombre.
—¿Sí? ¿Cuál? —preguntó, sin dejar de subir ágilmente los peldaños.
—No se lo puedo decir así, andando. Es demasiado serio.
Ya estaban arriba. Él se quedó en los últimos escalones y la siguió con la mirada. Observó que sus piernas eran rollizas, grávidas, aunque proporcionadas a su robusta figura, capaces de suscitar una deleitación especial. Las piernas finas, gráciles, como las de Vega impresionaban de modo distinto.
Estaba sorprendido de sí mismo. Jamás se había devanado los sesos con esas reflexiones, nunca había mirado así a las mujeres. Lo consideraba vulgar. Nunca mariposeó así, de mujer en mujer. Posiblemente su abuelo habría calificado aquello de «debilidad por el sexo femenino». Mas no en vano se ha dicho: «Come cuando estés hambriento y ama cuando seas joven». Pero Oleg había dejado escapar su juventud.
Y ahora, igual que las plantas otoñales que se apresuran a absorber de la tierra los últimos jugos para no deplorar el perdido verano, Oleg se daba prisa —en el corto retorno a la vida, que ya estaba en declive, sí, que ya iba cuesta abajo— en mirar, en embeberse de mujeres, a las que no hubiera podido revelar en voz alta los designios que alentaba. Percibía con mayor sutileza que otros hombres la idiosincrasia de las mujeres, porque había pasado muchos años sin verlas, sin tenerlas cerca, sin oír su voz, que hasta llegó a olvidar cómo sonaba.
Zoya se hizo cargo de su turno e inmediatamente se puso a dar vueltas como una peonza, justamente alrededor de su escritorio, de la tabla de instrucciones para los tratamientos y del armario de las medicinas, para desaparecer luego por cualquier puerta. La peonza gira de modo parecido.
Oleg estaba a la expectativa; y cuando la vio gozando de un instante de calma se plantó ante ella.
—¿No hay otra novedad en la clínica? —le preguntó Zoya con su deliciosa vocecita, en tanto esterilizaba las jeringuillas en un hornillo eléctrico y abría las ampollas.
—¡Ah, hemos tenido un acontecimiento grandioso! Nizamutdín Bajrámovich nos ha hecho una visita.
—¿Sí? ¡Qué bien que haya sido en mi ausencia!… Y qué, ¿le ha quitado las botas?
—No, las botas no. Pero hemos tenido una pequeña agarrada.
—¿Por qué motivo?
—Ha sido algo majestuoso. Entraron en la sala de sopetón quince batas: los jefes de los departamentos, los jefes médicos, los médicos asistentes y otros doctores que nunca había visto por aquí. El médico jefe se abalanzó como un tigre sobre las mesillas. Pero como habíamos recibido informes confidenciales, efectuamos con antelación ciertos preparativos y no pudo sacar tajada. Arrugó el ceño sumamente insatisfecho. En aquel momento le informaron de mi caso y Liudmila Afanásievna metió la pata. Enterada por mi expediente…
—¿Qué expediente?
—Bueno, la historia clínica… mencionó la procedencia del primer diagnóstico, revelando involuntariamente que procedía de Kazajstán. «¿Cómo?», exclamó Nizamutdín, «¿de otra república? ¿Nos faltan camas y aún hemos de admitir a forasteros? ¡Denle inmediatamente el alta!».
—¡Vaya! —Zoya prestó atención.
—Entonces Liudmila Afanásievna, yo no lo esperaba, se erizó en mi defensa como una clueca por sus polluelos: «¡Es un caso complicado, de importancia científica! ¡Esencial para nuestras conclusiones básicas!…». En cuanto a mi situación, era realmente absurda, pues hace días discutí con ella exigiéndole el alta. Entonces se disgustó conmigo y, sin embargo, ante Nizamutdín Bajrámovich me defendió con ahínco. Y yo no hubiera tenido más que decir una palabra a Nizamutdín y para la hora de la comida yo ya no habría estado aquí. Y no hubiera vuelto a verla a usted más…
—¿Ha sido, pues, en consideración a mí por lo que no pronunció esta palabra?
—¿Usted qué cree? —dijo Kostoglótov con voz apagada—. No me ha dado su dirección. ¿Cómo iba a buscarla?
Pero ella estaba atareada y Oleg no consiguió calibrar hasta qué punto había creído en sus palabras.
—¿Debía defraudar a Liudmila Afanásievna? —siguió relatando en tono más elevado—. Permanecí sentado como un zopenco, sin hablar.
Y Nizamutdín, con su tema: «¡Si ahora mismo voy al consultorio, les puedo traer cinco enfermos como él! ¡Todos nuestros! ¡Denle de alta!». Entonces yo cometí una tontería y desperdicié la oportunidad de irme. Tuve lástima de Liudmila Afanásievna, que parpadeaba como derrotada y que se había callado. Afiancé los codos en las rodillas, me aclaré la garganta y le pregunté calmosamente: «¿Cómo puede usted darme de alta si procedo de las tierras vírgenes?». «¡Ah, un colono de las tierras vírgenes!», se sobresaltó Nizamutdín (¡pues habría supuesto un error político!). «El país no escatima nada a los pobladores de las tierras vírgenes». Y siguieron adelante con su visita.
—Tiene usted desfachatez, ¿eh?
—Ha sido en el campo, Zóyenka, donde me he despabilado. Antes no era así. En general, muchos de los rasgos de mi carácter no son innatos, los he adquirido en el campo.
—Pero su jovialidad no le vendrá de allí, ¿verdad?
—¿Por qué no? Soy campechano porque estoy acostumbrado a los quebrantos. Me parece chocante que todos lloriqueen durante las visitas. ¿Por qué han de llorar? Nadie los exilia ni les confisca los bienes…
—Así pues, ¿se queda entre nosotros un mes más?
—¡No sea usted pájaro de mal agüero!… No, seguramente nada más que dos semanitas. Me siento como si le hubiera dado a Liudmila Afanásievna la garantía escrita de aguantarlo todo…
La aguja hipodérmica estaba llena de un líquido tibio y Zoya se alejó a paso vivo.
Ante ella tenía hoy un inminente y embarazoso problema y no sabía cómo abordarlo. Debía ponerle a Oleg la inyección recientemente prescrita. Y tenía que pincharle en el lugar de rutina, en ese lugar del cuerpo que todo lo soporta. Pero ante el cariz que habían asumido sus relaciones, la inyección era impracticable: se desbarataría el juego. Zoya, al igual que Oleg, no deseaba malograr ese juego ni variar el carácter de sus relaciones. Aún debían hacer correr la rueda una larga distancia para que la inyección fuera factible: debían convertirse en dos personas íntimas.
De regreso a la mesa y tras preparar otra inyección igual para Ajmadzhán, Zoya quiso saber:
—Y usted, ¿qué? ¿Da su beneplácito a las nuevas inyecciones? ¿No se rebela?
¡Peregrina pregunta a un paciente y a Kostoglótov en particular! Sólo esperaba el momento oportuno para entrar en materia.
—Ya conoce mis convicciones, Zóyenka. Siempre prefiero eludirlas, si es posible. Con según quién me va como una seda. Con Turgun me resulta a maravilla. Anda permanentemente a la caza de salir airoso en las partidas de ajedrez. Hemos pactado que, cuando gano yo, me libro de la inyección; cuando gana él, debo ponérmela. El caso es que juego con él en desventaja, privado de una torre. Pero con Maria no hay juego que valga. Se acerca con la jeringuilla y con su cara de palo. Yo trato de bromear, pero ella: «¡Paciente Kostoglótov, descúbrase el lugar de la inyección!». Jamás pronuncia una palabra innecesaria, bondadosa.
—Le odia.
—¿A mí?
—No, a todos los hombres en general.
—Quizá tenga motivos fundados para ello. Hay una enfermera nueva con la que tampoco puedo avenirme. Y cuando regrese Olimpiada, menos aún. Esa no cede ni una pizca.
—¡Eso es lo que voy a hacer yo! —amenazó Zoya, nivelando el líquido a los dos centímetros cúbicos. Pero su voz sonó notoriamente chacotera.
Se fue a pinchar a Ajmadzhán y Oleg se volvió a quedar solo ante la mesa.
Existía una segunda razón, de mucho más peso, por la que Zoya no quería que Oleg recibiera aquellas inyecciones. El domingo entero estuvo rumiando si debería o no explicarle su alcance.
Por si se diera el caso de que cuanto intercambiaban en broma se transformara en algo serio, lo cual cabía dentro de lo posible; por si esta vez la cosa no acababa en la desconsoladora recogida de las prendas de vestir esparcidas por la habitación, sino que culminaba en algo firme y duradero y Zoya se decidía definitivamente a ser una abejita para él y determinaba seguirle al destierro (porque, al fin y al cabo, él tenía razón. ¿Acaso sabe una en qué rincón del mundo le aguarda la felicidad?). Planteado así el problema, las inyecciones prescritas a Oleg no eran ya sólo de su incumbencia, también la afectaban a ella.
Y ella las desaprobaba.
—Bien —exclamó alegremente, de regreso con la jeringa vacía—. ¿Por fin se encuentra con ánimos? ¡Vaya y descúbrase el lugar de la inyección, paciente Kostoglótov! ¡Enseguida iré yo!
Pero él siguió sentado, mirándola con expresión impropia en un paciente. No pensaba ni remotamente en la inyección; sobre tal punto ya estaban de acuerdo.
Contemplaba sus ojos, algo saltones, que parecían querer escapar de las órbitas.
—Vayamos a cualquier sitio, Zoya —más que dijo, masculló entre dientes.
Cuanto más profunda se volvía su voz, más sonora resonaba la de ella.
—¿A algún sitio? —se sorprendió y rio—. ¿A la ciudad?
—A la sala de los doctores.
Su mirada vehemente la absorbía y reclamaba, y le contestó sin afectación:
—No puedo, Oleg. Tengo mucho trabajo.
Insistió, como si no la hubiera entendido:
—¡Vamos!
—¡Ah, pues es verdad! —recordó ella—. Necesito llenar la almohadilla de oxígeno para… —e indicó con la cabeza hacia la escalera; tal vez mencionara el nombre del enfermo, pero él no lo oyó—. El cilindro tiene el grifo cerrado y usted me ayudará a abrirlo. Vamos.
Y al mismo paso, ella delante y él a su zaga, descendieron al rellano de abajo.
El desdichado paciente de color cadavérico y nariz afilada, devorado por el cáncer en los pulmones, tan menudo, bien por su natural constitución o porque le hubiera consumido la dolencia, y que había llegado a tal gravedad que ya los médicos no le hablaban ni le preguntaban nada cuando realizaban visita, se hallaba ahora sentado en el lecho e inhalaba frecuentemente de la almohadilla con marcado ronquido en el pecho. Su estado de gravedad no era nuevo, pero hoy estaba muchísimo peor: hasta un ojo inexperto podía apreciarlo. Daba fin al oxígeno de una almohadilla y tenía junto a sí otra vacía.
Tan mal estaba que ya no veía a las personas, ni a las que pasaban por su lado ni a las que se le acercaban.
Tomaron la almohadilla vacía y siguieron bajando la escalera.
—¿Con qué le curan?
—Con nada. Es un caso inoperable. Los rayos tampoco le han ayudado.
—¿Es que no pueden operar en el tórax?
—Aquí no practicamos esa operación.
—Entonces, ¿morirá?
Ella afirmó con la cabeza.
Y aunque llevaban en la mano la almohadilla que evitaba su asfixia, se olvidaron de él en el acto. Porque estaba a punto de acaecer algo fascinante.
La alta bombona de oxígeno estaba en un pasillo aislado que ahora se mantenía cerrado. Era el mismo pasillo, próximo a los gabinetes de rayos, en el que cierta vez Gángart acomodara al empapado y moribundo Kostoglótov. (Desde esa «cierta vez» no habían transcurrido ni tres semanas…).
Si no se encendía la segunda lámpara del corredor (y ellos encendieron sólo la primera), el rincón formado por el saledizo de la pared donde estaba la bombona quedaba en la penumbra.
Zoya era más baja que la bombona y Oleg más alto.
Ella encajó la válvula de la almohadilla a la válvula reguladora del cilindro.
Detrás, él respiraba sobre los cabellos que se le escapaban del gorrito.
—Esta espita está muy apretada —se quejó ella.
Oleg aplicó los dedos al grifo y lo abrió al instante. El oxígeno fluyó con leve susurro.
Entonces, sin pretexto alguno, con la mano que retirara de la espita, Oleg tomó a Zoya por la muñeca de la mano libre de la almohadilla.
Ella no se sobresaltó, no se sorprendió. Siguió observando cómo se inflaba la bolsa.
Deslizó la mano, envolvente y acariciadora, desde la muñeca, por el brazo y el codo, hasta el hombro.
Era un reconocimiento ingenuo, pero imprescindible para ambos. Era la comprobación de si las palabras antedichas habían sido interpretadas cabalmente.
En efecto, lo habían sido.
Introdujo dos dedos en su flequillo, revolviéndoselo, y ella no se enfadó ni retrocedió. Continuó vigilando la almohadilla.
Y entonces, tomándola firmemente por los hombros y atrayéndola hacia sí, llegó por fin a sus labios, a aquellos labios que tanto le habían sonreído y que tan parlanchines eran.
Los labios de Zoya no le recibieron hendidos, apagados, desmadejados, sino tensos, secundadores, prestos.
Esto lo percibió él en un santiamén, aunque un momento antes no recordara, lo había olvidado, que existen diferentes clases de labios y de modos de besar, que hay besos que no admiten parangón con otros.
Comenzado con un leve contacto, el beso se prolongaba como un encadenamiento, como una interminable fusión a la que no había modo de poner fin ni existía motivo para ello. Podían seguir eternamente así, con los labios palpitantes cohesionados.
Pero con el transcurso del tiempo, al cabo de dos siglos, los labios acabaron por separarse y Oleg por primera vez miró a Zoya y oyó que esta le preguntaba:
—¿Por qué cierras los ojos cuando besas?
¿Había cerrado los ojos? ¡No lo sabía! No se había percatado de ello.
—¿Intentas ver la imagen de alguien?…
No se había dado cuenta de que los había cerrado.
Como los buscadores de perlas, que apenas recobrado el aliento se zambullen de nuevo en el fondo para buscar en los abismos el agazapado aljófar, así volvieron ellos a juntar sus labios. Esta vez él se dio cuenta de que cerraba los ojos y los abrió inmediatamente. Y vio de soslayo, cerca, increíblemente cerca, los ojos castaños dorados de ella, que se le antojaron rapaces. Con cada uno de sus ojos miraba los suyos por separado. Seguía besándole con la firme disposición, con el ímpetu de sus labios avezados e imperiosos, que no despegaba. Se balanceaba ligeramente, y le miraba con fijeza, como queriendo comprobar por sus ojos lo que ocurriría después de la primera, de la segunda y de la tercera eternidad. Pero desvió la mirada a un lado, se apartó bruscamente de él y gritó:
—¡El grifo!
¡Dios mío, el grifo! Él llevó la mano a la espita y la cerró rápidamente.
¡Era un milagro que no hubiera estallado la almohadilla!
—¡Estas cosas ocurren por culpa de los besos! —manifestó Zoya dando un suspiro, con la respiración aún entrecortada.
Su flequillo estaba revuelto, y el gorrito, desplazado de su sitio.
Y aunque no le faltaba razón, sus bocas volvieron a juntarse en un mutuo anhelo de embebecimiento. Como si cada uno quisiera chupar algo del otro y hacérselo suyo.
El pasillo tenía las puertas de cristales y quizá fueran visibles para alguien los alzados codos de ella, que sobresalían del saliente de la pared. Bueno, ¡que se fueran todos al diablo!
Cuando el aire retornó, a pesar de todo, a los pulmones de Oleg, la tomó por la nuca, contemplándola:
—¡Ranúnculo! Así es como te llamas. ¡Ranúnculo!
Ella repitió, con un mohín juguetón en los labios:
—¿Ranúnculo?… ¿Botón de oro?
Sí. No estaba mal.
—¿No te atemoriza que sea un desterrado, un delincuente?
—No —negó, moviendo la cabeza con frivolidad.
—¿Ni que sea viejo?
—¡Qué vas a ser viejo!
—¿Ni que esté enfermo?
Recostó la frente en su pecho y permaneció quieta.
Él la atrajo hacia sí, aproximando más a su cuerpo los tibios y ovalados soportes sobre los que aún seguía sin saber si se sostendría una regla pesada. Le preguntó:
—En serio, ¿estás dispuesta a ir a Ush-Terek?… Nos casaríamos… Construiríamos una casita.
Tenía aspecto de ser una proposición firme, la que ella necesitaba por su temperamento de abejita. Estrechada contra él y sintiéndole con todo su cuerpo, anhelaba de todo corazón acertar: ¿sería él?
Se empinó y cruzó las manos alrededor de su cuello.
—¡Oleg, querido! —exclamó—. ¿Sabes lo que representan esas inyecciones?
—¿Qué? —la restregó con su mejilla.
—Esas inyecciones… ¿Cómo te lo explicaría?… Su nombre científico es hormonoterapia… Se ponen de manera inversa: a las mujeres les inyectan hormonas masculinas, y a los hombres femeninas… Se considera que así se frena la metástasis… Pero lo que en primer lugar se suprime es… ¿Comprendes?
—¿Qué? ¡No, no comprendo del todo! —dijo inquieta y bruscamente. Su actitud había cambiado. Ahora la sujetaba por los hombros de otro modo, como si quisiera arrancarle cuanto antes la verdad—. ¡Explícate! ¡Explícate!
—Por lo general, suprimen la capacidad sexual… Pueden provocar incluso la aparición de indicios del sexo contrario. Cuando se inyectan grandes dosis, a las mujeres suele salirles barba, y a los hombres, pechos…
—¡Aguarda un instante! ¿Qué significa todo esto? —rugió Oleg, que empezaba a ver claro—. ¿Y esas son las mismas inyecciones que me ponen a mí? ¿Y lo suprimen todo?
—Bueno… No todo. Durante un tiempo prolongado se conserva la libido.
—¿Qué es eso de la libido?
Ella le miraba rectamente a los ojos y le sacudió cariñosamente un mechón de pelo.
—Pues lo que ahora sientes por mí… El deseo…
—¿Y el deseo subsiste, pero la capacidad no? ¿Es eso? —la interrogaba aturdido.
—Debilitan mucho la capacidad y, progresivamente, también el deseo. ¿Entiendes? —pasó los dedos por su cicatriz y le acarició la mejilla, que hoy llevaba rasurada—. Por eso no quiero que te pongas esas inyecciones.
—¡Es fantástico! —volvió en sí y se enderezó—. ¡Es realmente fantástico! Me lo decía el corazón. Esperaba que me jugaran una mala pasada. ¡Y así ha sido!
Sintió rabiosos deseos de denostar groseramente a los médicos, a todos los médicos en general, por disponer arbitrariamente de las vidas ajenas. Pero de súbito recordó el radiante y sereno rostro de Gángart cuando ayer, mirándole con caluroso afecto, le decía: «¡Muy importantes para su existencia! ¡Debe salvar su vida!».
¡Conque esas tenemos, Vega! ¿Y deseaba su bien? ¿Y para ello se valía del engaño y quería reducirle a tal condición?
—¿También tú te comportarás así? —y la miró de reojo.
Pero no. ¿Por qué arremeter contra ella? Ella interpretaba la vida como él: sin aquello, ¿de qué servía la vida? Con sus solos labios rojos, encendidos, le había arrastrado hoy por la cordillera del Cáucaso. ¡Y seguía allí, ante él, con aquellos mismos labios! Y mientras esa libido fluyera por sus piernas, por su cintura, debía apresurarse a besar.
—¿No podrías inyectarme algo con efecto opuesto?
—Me expulsarían de aquí…
—Pero ¿existen tales inyecciones?
—Esas mismas, pero inyectando hormonas del mismo sexo…
—¡Escucha, Botón de Oro! ¡Vámonos a cualquier parte!
—Ya hemos ido y ya hemos llegado. Ahora hay que regresar…
—¡Vayamos a la sala de los médicos!…
—No es posible. Por allí anda siempre una sanitaria y otras personas. No debemos precipitamos, Oleg. De lo contrario, no habrá mañana para nosotros…
—¿Qué «mañana» quieres que haya sin libido? ¿O tendré la suerte de conservarla? ¡Discurre algo! ¡Vamos a cualquier sitio!
—Oleg, querido, hay que dejar algo para el futuro… Debo llevar la almohadilla.
—Sí, tienes razón. Hay que llevar la almohadilla. Ahora la llevaremos…
—…
—… Ahora la llevaremos…
—…
—La lle-va-re-mos… A-ho-ra…
Subían la escalera sin agarrarse de las manos, sosteniendo ambos la almohadilla, hinchada como un balón de fútbol. A través de esta se transmitían los movimientos que ambos ejecutaban al andar.
Y era como si fueran cogidos de la mano.
En el rellano de la escalera, por donde día y noche iban y venían incesantemente enfermos y sanos, ocupados en sus asuntos, seguía sentado en el catre, recostado en almohadas, el paciente de color cadavérico, el hombre consumido del pecho enfermo. Ya no tosía; se golpeaba la cabeza contra las encogidas rodillas, aquella cabeza en la que aún se apreciaban restos de un minucioso peinado a raya. Quizá su frente tuviera la sensación de que las rodillas eran una pared circular.
Todavía vivía, pero no había seres vivos a su alrededor.
Tal vez muriera hoy mismo aquel hermano, aquel semejante de Oleg, abandonado y hambriento de compasión. Y tal vez si se sentara junto a su cama y pasara la noche a su lado, Oleg pudiera aliviar con algo sus postreras horas.
Pero siguieron adelante en cuanto le colocaron la bolsa de oxígeno. Sus últimos centímetros cúbicos de aire —la almohadilla de un moribundo— sólo habían sido para ellos el pretexto para ocultarse en un rincón y saborear sus besos.
Oleg ascendía por la escalera como si fuera encadenado a Zoya. No pensaba en el moribundo que dejaba a la espalda, sumido en la misma situación en que había estado él medio mes atrás o en que quizás estaría dentro de medio año. Sólo pensaba en aquella muchacha, en aquella mujer, en aquella hembra y en cómo convencerla para aislarse los dos.
Algo que tenía completamente olvidado, más olvidado aún que la inesperada y cantarina sensación en los labios, estrujados por los besos hasta el encono y la hinchazón, se le propagaba como savia rejuvenecedora por todo el cuerpo.