A Vera Kornílievna le preocupaba la reacción de Rusánov ante la dosis completa. Le visitó varias veces durante el día y demoró su marcha de la clínica una vez finalizada la jornada de trabajo. No habría estado tan pendiente de él si hubiera trabajado en su tumo Olimpiada Vladislávovna, como rezaba en el gráfico; pero la habían llevado, a pesar de todo, a los cursillos de tesoreros sindicales y la sustituyó en el turno de día el practicante Turgun, que pecaba de excesiva despreocupación.
Rusánov aguantó penosamente la inyección, aunque sin rebasar los límites tolerables. Después le administraron un somnífero y se adormeció, removiéndose agitado entre convulsiones y quejidos. Vera Kornílievna le vigiló constantemente, comprobando su pulso. Él se encogía y luego estiraba las piernas, y el rostro se le fue congestionando, bañado en sudor. Su cabeza, libre de las gafas y abatida en la almohada, perdía toda su apariencia de grave autoridad. Los ralos y blancos pelillos que se habían salvado de la calvicie se le adherían a los parietales.
Al pasar repetidas veces por la sala, Vera Kornílievna atendió además otros asuntos. Poddúyev se marchaba. Se le había considerado como el paciente jefe de la sala; aunque este cargo no servía prácticamente para nada, se mantenía como una costumbre inalterable. Vera Kornílievna pasó de la cama de Rusánov a la contigua.
—Kostoglótov, desde hoy será usted el responsable de la sala —anunció.
Kostoglótov, vestido sobre la cama y tumbado encima de la manta, leía el periódico. (Era la segunda vez que Gángart le encontró leyéndolo al pasar por allí). Temiendo en todo momento un arrebato por su parte, Gángart acompañó sus palabras de una leve sonrisa, como dando a entender que comprendía que aquello careciera de objeto. Kostoglótov alzó del periódico su radiante rostro y, sin saber cómo exteriorizar adecuadamente su respeto por la doctora, encogió sus largas piernas que se extendían a todo lo largo del lecho. Tenía traza de buena disposición de ánimo. Replicó:
—¡Vera Kornílievna! Quiere hacerme sufrir un irreparable revés moral. Ningún jefe está a cubierto de errores, y hasta hay ocasiones en que sucumben a las tentaciones del poder. Por eso, después de luengos años de reflexiones, he hecho voto de no volver a ocupar jamás un cargo administrativo.
—¿Los ha ocupado alguna vez? ¿Elevados?
Entraba a formar parte del juego entretenido que era conversar con él.
—El más importante fue el de ayudante de jefe de sección, aunque prácticamente llegué a ser más que eso. A mi jefe de sección, en virtud de su rematada ignorancia e incompetencia, le enviaron a unos cursos de perfeccionamiento, de los que regresaría con mayor graduación, con la de comandante de batería, por lo menos, pero con otro destino, no a nuestra división. Al oficial que nos mandaron para reemplazarle le engancharon en el acto los de la sección política, saltándose el escalafón. El jefe de la división no se opuso porque yo era un topógrafo aceptable y los muchachos me respetaban. Así pues, con el grado de sargento mayor, actué dos años en el puesto de jefe de sección, desde Yelets hasta Francfort del Oder. Y, dicho sea de paso, esos fueron los mejores años de mi vida, por raro que parezca.
Como a pesar de haber encogido las piernas su postura no era muy cortés, las deslizó al suelo.
—Ya lo ve usted —la sonrisa de simpatía no se borraba de la cara de Gángart ni cuando le escuchaba ni cuando ella misma hablaba—. ¿Por qué ha de rehusar? Volverá a sentirse tan a gusto como en aquellos años.
—¡Estupenda lógica! ¡Que yo me sentiré bien! ¿Y la democracia? Está usted pisoteando los principios de la democracia. La sala no me ha elegido, los electores ni siquiera conocen mi biografía, que usted tampoco conoce…
—Pues cuéntemela.
Hablaba recatadamente, y él, a su vez, bajó la voz para que sólo le oyera ella. Rusánov dormía, Zatsyrko estaba leyendo, y la cama de Poddúyev ya estaba desocupada. Casi no podrían escucharlos.
—Es largo de contar. Me siento, además, turbado permaneciendo aquí arrellanado mientras usted sigue en pie. Así no se conversa con las mujeres. Y si me pongo en pie entre las camas, tieso como un soldado, el efecto sería más ridículo. Siéntese, pues, en mi cama, por favor.
—En realidad, debería irme —manifestó ella, tomando Asiento en el borde del lecho.
—Ha de saber, Vera Kornílievna, que mi amor a la democracia me ha deparado los mayores sufrimientos de mi vida. Intenté introducir la democracia en el Ejército y me puse en evidencia muchas veces por defenderla. Este fue el motivo de que no me enviaran a la escuela militar en el 39 y me quedé de soldado raso. En el 40 logré ingresar en ella, pero me insolenté tanto con los superiores que me expulsaron. Y sólo en el 41, en el Extremo Oriente, terminé a trancas y barrancas el curso de suboficiales. Hablando con franqueza, sentí mucho no llegar a oficial; todos mis amigos llegaron a serlo. En la juventud afectan tales cosas. Pero para mí la justicia estaba por encima de todo.
—Una persona muy allegada a mí —dijo Gángart mirando la manta— corrió idéntica suerte. Era inteligente y siguió siendo un simple soldado —una semipausa, un instante de silencio, pasó entre sus cabezas y ella alzó los ojos—. ¿Y sigue usted igual?
—¿A qué se refiere? ¿A lo de soldado raso o a lo de inteligente?
—A lo de insolente. ¿Habla siempre así con los médicos, como lo hace conmigo?
Se lo preguntó severamente, aunque con una seriedad extraña impregnada de dulzura, como todas las palabras y actitudes de Vera Gángart.
—¿Con usted? A usted le hablo con sumo respeto; pero ignora que es mi habitual modo de conversar. Pero si tiene en cuenta el primer día de mi llegada, le diré que no podrá imaginarse en qué callejón me encontraba acorralado. Casi moribundo, me dieron la autorización de desplazamiento de la zona de destierro. Llegué aquí, y en vez del crudo invierno me encuentro con lluvias torrenciales y tuve que ponerme los válenki§ bajo el brazo. Allí, de donde venía, los fríos eran aún intensos. El abrigo se me mojó tanto que hubiera podido escurrirlo retorciéndolo. Deposité los válenki en consigna, monté en un tranvía y me dirigí a la ciudad antigua, a la dirección que un soldado a mis órdenes me diera durante mi época en el frente. Había ya anochecido y el tranvía en pleno trató de disuadirme: «¡No vaya allí! ¡Le apuñalarán!». Después de la amnistía del 53, cuando soltaron a todos los criminales, ya no ha habido modo de echarles el guante de nuevo. No estaba seguro, por otro lado, ni del nombre de la calle ni de si dicho soldado seguía viviendo allí. Decidí buscar alojamiento en los hoteles. Estos tienen unos vestíbulos tan hermosos que me avergonzaba poner los pies en ellos. En algunos disponían de plazas; pero en cuanto alargaba mi documento de desterrado en vez del pasaporte me decían: «No puede ser». «No puede ser». ¿Qué recurso me quedaba? No me importaba morir, pero ¿por qué iba a hacerlo en medio del arroyo? Entonces me encaminé directamente a la policía, y les dije: «Oigan, estoy bajo su jurisdicción. Proporciónenme un rincón donde pasar la noche». Después de algunos titubeos, me propusieron finalmente: «Vaya al salón de té y pernocte allí, que no pasaremos a comprobar la documentación». No pude dar con el salón de té y me dirigí nuevamente a la estación. En ella no se podía dormir; un policía deambulaba por allí, ahuyentando a cuantos lo intentaban. Por la mañana me presenté en el departamento de admisión de esta clínica. Aguardé turno, me reconocieron y ordenaron mi inmediato ingreso. Después atravesé la ciudad en dos tranvías para presentarme a la comandancia. Aunque en toda la Unión Soviética era día laborable, el comandante, sin importarle un comino, se había largado. Me aseguraron que en su ausencia no estaban capacitados para concederme la cédula de estancia en la ciudad, y que él tanto podía aparecer por la oficina como podía no hacerlo. Entonces reflexioné: «Si les entrego mi documento, no está descartado que se nieguen a devolverme los válenki en la consigna de la estación». Así es que monté en otros dos tranvías hasta la estación, y otra hora y media de trayecto.
—No recuerdo que trajera usted los válenki consigo. ¿O sí los traía?
—No puede recordarlo porque allí mismo, en la estación, se los vendí a un individuo. Calculé que este invierno lo pasaría en la clínica y que para el siguiente ya no estaría entre los vivos. Seguidamente, ¡vuelta a la comandancia! Sólo en tranvías se me fueron diez rublos. Y desde la parada final aún tenía que caminar un kilómetro dando tumbos por un embarrado camino, y dolorido. Apenas podía andar e iba con el macuto a cuestas adonde quiera que fuese. Gracias a Dios, el comandante había llegado. Le entregué el permiso de la comandancia de mi lugar de exilio y le mostré la hoja de admisión de la clínica; me autorizó a que ingresara en ella. Me fui, pero no hacia aquí, sino hacia el centro de la ciudad. Por las carteleras vi que representaban La Bella Durmiente.
—¡Ah, sí! ¡Conque estuvo usted en el ballet! ¡De haberlo sabido, no le hubiera admitido! ¡De ningún modo!
—¡Vera Kornílievna! ¡Si era un milagro poder admirar por última vez el ballet a las puertas de la muerte! Y prescindiendo de la muerte, tampoco podré volver a verlo en mi eterno destierro. Pero ¡el diablo hizo de las suyas! Habían sustituido La Bella Durmiente por Agu-Baly§
Gángart movía la cabeza con risa silenciosa. Aquella aventura del hombre casi moribundo con el ballet le parecía atrayente, sugestiva.
—¿Qué hacer, pues? En el conservatorio ofrecían un recital de piano de jóvenes graduadas. Pero estaba lejos de la estación y ya no encontraría ni la esquina de un asiento. Por otro lado, la lluvia seguía azotando y azotando. Sólo me quedaba una salida: venir a entregarme en sus manos. Cuando llegué me comunicaron: «No hay vacantes; debe esperar varios días». Por los enfermos me enteré de que la gente suele esperar hasta una semana entera. ¿Dónde iba a esperar yo? ¿Qué otra cosa podía hacer? Sin las habilidades que confiere el campo, está uno perdido. Y aún quería usted arrebatarme de las manos el papelito, ¿eh?… ¿Qué tono debía adoptar con usted?
Ahora se divertían rememorándolo y ambos lo encontraban cómico.
Él hilvanaba su relato sin esforzarse mentalmente, pues su pensamiento estaba ocupado en esto: si ella había terminado los estudios en el Instituto de Medicina en el año 1946, no tendrá menos de treinta y un años, aproximadamente la misma edad que él. ¿Cómo, entonces, Vera Komílievna aparentaba ser más joven que Zoya con sus veintitrés años? No es que lo pareciera por el rostro, sino por sus modales, por su timidez, por su apocamiento. En casos como el de ella, puede uno conjeturar que aún no… Un ojo perspicaz sabe distinguir a tales mujeres por nimios detalles en su conducta. Pero Gángart está casada. Entonces, ¿por qué…?
Ella, entretanto, le miraba sorprendida de que al principio le creyera malévolo y grosero. Tenía, ciertamente, la mirada sombría y las líneas del rostro duras, pero también sabía mirar y conversar muy amistosa y jovialmente, como en aquel momento. Podía decirse, para mayor exactitud, que tenía a punto ambos estilos, ignorándose siempre cuál de ellos había que esperar.
—Respecto a las bailarinas y los válenki, ya me ha puesto usted al corriente —dijo con una sonrisa—. Pero ¿qué me dice de sus botas? ¿Sabe que lo que hace con ellas significa una violación sin precedentes de nuestro reglamento?
Y contrajo los ojos.
—¡De nuevo el reglamento! —Kostoglótov curvó los labios y su cicatriz se crispó—. Hasta en la cárcel se permite el paseo. No puedo prescindir del ejercicio físico; no llegaría a curarme. Y no querrá usted privarme del aire puro, ¿verdad?
Sí, Gángart le había visto dar largos paseos por las desiertas avenidas del centro médico. A fuerza de súplicas conseguía de la encargada de la ropa una bata femenina, a la que no tenían derecho los hombres, porque escaseaban. Se la ceñía con el cinturón del Ejército, desplazando los frunces hacia los costados, pero siempre acababa por abrírsela por delante. Con sus botas altas, sin gorro, con su negra y peluda cabeza al descubierto, paseaba con largas y firmes zancadas, fija la vista en las piedras del suelo. Cuando llegaba a determinado límite, daba la vuelta. E invariablemente caminaba con las manos cruzadas a la espalda y siempre solo, sin la compañía de nadie.
—Se espera que dentro de unos días Nizamutdín Bajrámovich realice una visita a la sala. ¿Sabe lo que sucederá si descubre sus botas? Pues que me ganaré una amonestación en toda regla.
Tampoco ahora exigía; rogaba o, más bien, se lamentaba ante él. Estaba asombrada del matiz de las relaciones establecidas entre ambos. Era un tono no ya de igualdad, sino, en cierto modo, de sometimiento por su parte; tono que ella jamás mantuvo con los pacientes.
Kostoglótov, persuasivamente, rozó su brazo con su manaza.
—Vera Kornílievna, le doy todas las garantías de que no dará con ellas. Incluso de que nunca me pillará en el vestíbulo calzado con las botas.
—¿Y por la avenida?
—Allí no discernirá si pertenezco o no a su pabellón. Si quiere, podemos divertimos escribiéndole una denuncia anónima contra mí y contándole que las tengo en mi poder. Vendrá a husmear con dos sanitarias, pero nunca las descubrirá.
—¿Cree que está bien eso de escribir denuncias anónimas? —volvió a entrecerrar los ojos.
En tanto, él pensaba: «¿Para qué se pintará los labios? En ella resulta ordinario, quebranta su delicadeza». Él suspiró:
—Pues se escriben, Vera Kornílievna. ¡Y qué denuncias! Y tienen éxito además. Los romanos decían: testis unus, testis nullus. «Un solo testigo no es ningún testigo». Pero en el siglo XX ese solo testigo es además superfluo, innecesario.
Ella desvió la mirada. Aquel tema de conversación era escabroso.
—¿Dónde las ocultaría?
—¿Las botas? Hay decenas de posibilidades. Depende del momento. Quizá dentro de la estufa apagada o colgadas de una cuerda por la parte exterior de la ventana. ¡No se preocupe!
Era imposible no reírse y no creer que saldría airoso del apuro.
—¿Cómo se las ingenió para no entregarlas el día de su ingreso?
—¡Oh, muy sencillo! Las oculté tras la puerta del cuchitril donde me cambié de ropa. La sanitaria metió todas mis pertenencias en un saco con un marbete y lo llevó al depósito central. Yo salí del baño, las envolví en un periódico y me las llevé.
Siguieron charlando de cosas intrascendentes. Era su jornada de trabajo, ¿cómo permanecía allí sentada perdiendo el tiempo? Rusánov dormía con sueño turbulento, sudoroso, pero dormía al fin y al cabo sin sufrir vómitos. Gángart le tomó una vez más el pulso y ya se disponía a retirarse cuando recordó algo. De nuevo se volvió hacia Kostoglótov:
—¡Ah, otra cosa! ¿Aún no recibe la dieta complementaria?
—Por lo que se ve, no —contestó Kostoglótov, intencionado.
—En ese caso, se la darán a partir de mañana. Dos huevos, dos vasos de leche y cincuenta gramos de mantequilla diarios.
—¿Qué dice? ¿Puedo dar crédito a mis oídos? ¡Jamás en la vida me han alimentado así!… Aunque, por otra parte, ha de saber usted que es completamente justo, pues por esta enfermedad no cobro nada en concepto de baja.
—¿Por qué?
—Muy simple. Porque aún no llevo sindicado los seis meses requeridos y, en consecuencia, no me corresponde nada.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo ha caído en tal situación?
—Me siento descentrado en la vida corriente. Al llegar al destino del destierro, ¿cómo podía adivinar que debería ingresar cuanto antes en los sindicatos?
Por un lado, tan expeditivo, y por otro, tan inadaptado. Había sido Gángart precisamente quien insistió porfiadamente para conseguirle la dieta complementaria, lo que no le fue fácil… Pero tenía que irse, pues de lo contrario se estaría allí charlando todo el día.
Ya llegaba a la puerta cuando él le gritó, zumbón:
—¡Aguarde! ¿No será que trata de sobornarme por ser responsable de la sala? ¡Ahora me atormentaré por haberme rendido a la corrupción desde el primer día!…
Gángart salió de la sala.
Pero tendría que volver inevitablemente después de la comida de los pacientes para comprobar cómo seguía Rusánov. Entonces ya se había enterado de que la esperada inspección del médico jefe tendría lugar al día siguiente mismo. Por eso le surgió un nuevo quehacer en las salas: la inspección de las mesillas, porque Nizamutdín Bajrámovich ponía especial atención en que no hubiera en ellas migajas ni sobras de alimentos, y lo ideal para él sería que no contuvieran nada, excepto el pan y el azúcar del hospital. También comprobaba la limpieza con tal minuciosidad que ninguna mujer hubiera podido igualársele.
Vera Kornílievna subió al primer piso, y con la cabeza en alto examinó con ojo atento los techos de las elevadas estancias. En un rincón, sobre la cama de Sibgátov, descubrió una telaraña (como el sol se dejaba ver, la claridad era allí mayor). Gángart requirió la presencia de una sanitaria. Se presentó Yelizaveta Anatólievna, sobre la que inexplicablemente recaían todas las anormalidades; le dijo que para el día siguiente todo tenía que estar limpio, y le mostró la telaraña.
Yelizaveta Anatólievna sacó del bolsillo de la bata unas gafas y se las puso.
—¡Figúrese! ¡Tiene usted razón! ¡Qué horror! —se escandalizó.
Después de quitarse los lentes fue en busca de una escalera y un escobón. Para hacer la limpieza no usaba las gafas.
Acto seguido Gángart entró en la sala de hombres. Rusánov seguía en la misma situación; nadaba en sudor, pero su pulso era más pausado. Kostoglótov justamente estaba con la bata y las botas puestas, y se disponía a dar un paseo. Vera Kornílievna previno a la sala de la inspección prevista para el día siguiente y rogó a los enfermos que revisaran sus mesillas antes de que ella las comprobara.
—Comenzaremos por el responsable —dijo.
Podía no haber empezado por él, y no alcanzaba a comprender el motivo por el que de nuevo se dirigía a aquel rincón.
La figura de Vera Kornílievna hacía pensar en dos triángulos superpuestos por los vértices: el inferior, más ancho, y el superior, más estrecho. Su talle era tan reducido que incitaba a las manos a ceñirlo con los dedos y a elevarla por los aires. Kostoglótov no hizo nada de eso; se limitó a abrir de buen grado la mesilla ante ella:
—¡Por favor!
—A ver. ¡Permítame, permítame! —quiso inspeccionar concienzudamente. Él se hizo a un lado y Gángart se sentó en su cama, junto a la mesilla, para comprobar su contenido.
Él se situó detrás de ella. Así le podía ver perfectamente el cuello, de finas e indefensas líneas, y el cabello, casi negro y sencillamente peinado y recogido en un moño a la altura de la nuca, sin pretensión alguna de someterse a la moda.
No podía ser. Debía evadirse de aquel desbordamiento y no permitir que cada mujer bonita le desquiciara completamente el cerebro. Había bastado con que se sentara a su lado, que charlara con él y luego se fuera, para que el resto de las horas se las pasara pensando en ella.
Y a ella, ¿qué? Llegaría por la noche a su casa y la acogerían los brazos de su marido.
¡Tenía que librarse de ello! Pero no había otro modo de superarlo si no era con la ayuda de otra mujer.
Seguía en pie y contemplaba su nuca, su nuca… Por la nuca se le ahuecó el cuello de la bata y apareció el redondo huesecillo superior de la espalda. Le asaltaron intenciones de bordearlo con los dedos.
—Su mesilla, claro está, es una de las más indecentes de la clínica —comentaba mientras tanto Gángart—. Migas, un papel empapado de grasa revuelto con el tabaco, un libro y unos guantes. ¿No le da vergüenza? Hoy mismo adecentará todo esto.
Él continuaba mirando en silencio su cuello.
Tiró del cajoncito de arriba, y en él, entre otras menudencias sin importancia, encontró un pequeño frasco con unos cuarenta milímetros cúbicos de un líquido oscuro. Estaba sólidamente taponado y tenía un vasito de plástico, como los termos de viaje, y un cuentagotas.
—¿Qué es esto? ¿Una medicina?
Kostoglótov emitió un tenue silbido.
—Nada importante.
—¿Qué medicamento es este? Aquí no se lo hemos recetado.
—¿No puedo tener otras medicinas que las de la clínica?
—Mientras permanezca usted en ella y sin nuestro conocimiento, ¡naturalmente que no!
—Bueno, me es embarazoso decírselo… Es para los callos.
No obstante, ella seguía dando vueltas entre sus dedos al anónimo, al innominado frasco. Intentó abrirlo para olfatearlo, pero Kostoglótov intervino. Aferró sus manos con sus rudas manazas y apartó la que se disponía a extraer el tapón.
La eterna unión de las manos que inevitablemente subsigue a la conversación…
—¡Con cuidado! —le previno muy quedo—. Hay que hacerlo con tiento. No se puede derramar en los dedos ni olerlo.
Y suavemente le quitó el frasco.
¡Aquello realmente rebasaba los límites de cualquier broma!
—¿Qué es? —Gángart se enfadó—. ¿Una sustancia corrosiva?
Kostoglótov se agachó y tomó asiento a su lado. Le dijo aclaratoriamente y en voz muy baja:
—Sí, muy fuerte. Es la raíz del issyk-kul. No se la puede olfatear, ni en estado de infusión ni cuando está desecada. Por eso hay que cerrarla tan herméticamente. Si al manejar la raíz no se lavan las manos, y luego inadvertidamente se pasan por la boca, puede ocasionar la muerte.
Vera Kornílievna estaba alarmada.
—¿Para qué la quiere? —le preguntó.
—¡Qué mala suerte! —refunfuño Kostoglótov—. Me ha descubierto usted. Tenía que haberlo escondido… La quiero porque la he tomado y la sigo tomando para curarme.
—¿Únicamente para eso? —inquirió sin apartar los ojos de él.
Ahora no los entornaba, ahora era una doctora y nada más que una doctora.
Y como tal le escudriñaba con sus ojos color castaño claro.
—Sólo para eso —reconoció sinceramente él.
—¿No será que lo guarda como… reserva? —siguió interrogándole, no del todo convencida.
—Pues le diré, si lo desea, que cuando vine hacia aquí me rondaba esa idea. Para no sufrir innecesariamente… Pero los dolores han desaparecido y ya no hay motivo para ello. Pero sigo tomándolo para curarme.
—¿En secreto? ¿Cuando nadie le ve?
—¿Qué otra cosa puede hacer uno si no le dejan vivir como le place? ¿Qué ha de hacer si por doquier se le oponen unas normas?
—¿Cuántas gotas toma?
—Sigo un sistema escalonado; desde una gota hasta diez y luego desde diez voy disminuyendo hasta una. Después, un intervalo de diez días. Ahora estoy en ese intervalo. Si he de serle franco, no estoy muy convencido de que los dolores me hayan desaparecido exclusivamente por efecto de los rayos. Tal vez también haya influido la raíz.
Hablaban con tono comedido.
—¿Con qué se ha hecho la infusión?
—Con vodka.
—¿La ha elaborado usted mismo?
—Sí…
—¿Y con qué grado de concentración?
—¿Con qué grado?… El que me proporcionó el manojo de raíz indicó: «Esto para un litro y medio de vodka», y lo distribuí.
—¿Cuánto pesaba?
—No lo pesó. Me lo trajo así, a ojo de buen cubero.
—¿A ojo? ¿Manipulando a ojo con semejante veneno? ¡Es acónito! ¡Téngalo en cuenta!
—¿Qué he de tener en cuenta? —Kostoglótov empezaba a enfadarse—. Si usted experimentara lo que es sentirse solo viendo venir a la muerte, abandonado por el universo entero, sin que la comandancia le autorice a traspasar la raya de la aldea, ¿cree, acaso, que se pararía a pensar que se trata de acónito o se preocuparía por su peso? ¿Sabe lo que ese puñado de raíz podía haberme costado? ¡Veinte años de trabajos forzados! Por ausencia no autorizada del lugar de destierro. Y yo me ausenté a ciento cincuenta kilómetros de distancia, a las montañas. En ellas vive un anciano, Krementsov, con una barba como la del académico Pávlov. Es uno de los colonos de principios de siglo. ¡Todo un curandero! El mismo recoge la raíz y prescribe la dosis. En su aldea se mofan de él, pero nadie ha sido profeta en su tierra. Sin embargo, desde Moscú y Leningrado llega gente a verle; hasta le entrevistó un corresponsal del Pravda que, según dicen, quedó convencido. Pero ahora corren rumores de que han encarcelado al viejo. Por lo visto, unos imbéciles hicieron una infusión y la tenían en la cocina, al alcance de cualquiera. En las fiestas de noviembre recibieron invitados; estos no tuvieron suficiente vodka y, sin consultarlo con los dueños de la casa, se bebieron la infusión. Murieron tres de ellos. En otra casa se envenenaron unos niños. ¿De qué se puede culpar al anciano? Él ya se lo advertía a todos…
Pero reparando en que sus argumentos le hacían flaco servicio, enmudeció.
Gángart intervino excitada:
—¡Esa es la cuestión! ¡Está absolutamente prohibido tener en las salas sustancias activas! Podría provocarse un accidente. ¡Entrégueme el frasquito!
—No —negó con firmeza.
—¡Démelo! —juntó sus cejas y tendió el brazo hacia la apretada mano de él.
Los fuertes dedos de Kostoglótov, tan habituado al trabajo, cerráronse en torno al frasco, ocultándolo por completo.
Él sonrió:
—Así no conseguirá nada.
Ella relajó las cejas, diciendo:
—Al fin y al cabo, como sé cuándo da usted su paseo, podré apoderarme de él en su ausencia.
—Gracias por haberme prevenido. Así podré esconderlo.
—¿Colgándolo de una cuerda en el exterior de la ventana? ¿Qué espera que haga? ¿Dar parte?
—No lo creo. Hoy mismo ha desaprobado usted las delaciones.
—Pero ¡si no me ofrece otra alternativa!
—¿Y entonces tiene que denunciarme? Sería indigno. ¿Teme que pueda ingerirlo el camarada Rusánov? No lo permitiré. Lo envolveré y lo taparé bien. Pero cuando las abandone a ustedes, tendré que volverme a tratar con la raíz, por supuesto. ¿No tiene fe en ella?
—¡En absoluto! Todo eso no son más que ignorantes supersticiones y ganas de jugar con la muerte. Sólo confío en los principios científicos verificados en la práctica. Eso me han enseñado y esa es la opinión de todos los oncólogos. Entrégueme el frasco.
E intentó, a pesar de todo, aflojarle el dedo de encima.
Él miraba sus airados ojos castaños y le desaparecieron los deseos de obstinarse o de discutir con ella. Le habría entregado gustoso el frasquito y hasta la mesilla entera. Pero le costaba mucho apartarse de sus convicciones.
—¡Oh, la sacrosanta ciencia! —suspiró—. ¡Si fuera tan concluyente, no se desmentiría a sí misma cada diez años! ¿En qué debo depositar mi fe? ¿En sus inyecciones? ¿Querría decirme por qué me han recetado unas nuevas y qué clase de inyecciones son?
—¡Unas absolutamente necesarias! ¡Importantísimas para su existencia! ¡Debe salvar su vida! —le recalcó con especial empeño y en sus ojos asomaba una lúcida fe—. ¡No se haga ilusiones de que ya está curado!
—Bien. Pero, precise… ¿En qué consiste su efectividad?
—¿Para qué quiere saberlo todo con exactitud? Esas inyecciones devuelven la salud. Impiden el surgimiento de las metástasis. No me entendería si me extendiese en más detalles… Bien, entrégueme el frasco y le daré mi palabra de honor de que se lo devolveré cuando se marche.
Intercambiaron sus miradas.
El aspecto de él era sumamente cómico, ataviado para el paseo con la bata de mujer y ceñido por el cinturón con la estrellita.
¡Con cuánta insistencia se lo había pedido! Que se fuera al diablo el frasquito. No tenía inconveniente en entregárselo; en casa tenía diez veces más de aquel acónito. La contrariedad no era esa, sino otra: ante él tenía a aquella amable mujer de ojos ambarinos y radiante rostro, con la que tan ameno era departir, pero que nunca podría besar.
Y cuando regresara a su rincón perdido le parecería inconcebible que hubiera podido estar sentado así, junto a la atractiva mujer que anhelaba salvarle a toda costa a él, a Kostoglótov.
Pero justamente era eso lo que ella no podía hacer: salvarle.
—Yo también temo entregárselo a usted —bromeó él—, no sea que se lo beba alguien de su casa.
(¡Alguien! ¿Quién podía beberlo en casa?… Vivía sola. Pero sería inconveniente e inoportuno aclarárselo en ese momento).
—Está bien. Aceptemos el empate. Vaciémoslo.
Él se echó a reír. Y sintió aflicción por lo poco que podía hacer en su honor.
—De acuerdo. Ahora voy a la calle y lo verteré.
«Se pintaba, sin embargo, inútilmente los labios».
—¡De ninguna manera! Ya no confío en usted. Debo estar presente.
—¡Se me ocurre una idea! ¿Para qué tirarlo? Mejor es que se lo dé a alguna buena persona a la que ustedes, de todos modos, no puedan salvar. Y si de repente le fuera útil, ¿eh?
—¿A quién tiene en la mente?
Kostoglótov indicó con la cabeza la cama de Vadim Zatsyrko, y bajó aún más la voz:
—Tiene melanoma, ¿verdad?
—Ahora me he convencido definitivamente de que es preciso tirarlo. ¡Es usted capaz de envenenar a alguien sin remisión! ¿Cómo tiene valor para poner un tóxico en manos de un enfermo grave? ¿Y si se envenena? ¿No le remordería la conciencia?
Ella rehuía pronunciar directamente su nombre. En el curso de su prolongada conversación no lo había proferido ni una sola vez.
—Los que son como él no terminan envenenándose. Es un muchacho firme.
—¡No! ¡En absoluto! Vayamos a tirarlo.
—Me ha pillado usted hoy con un estado de ánimo excelente. ¡Sea! Vamos.
Pasaron por entre las camas y se dirigieron a la escalera.
—¿No tendrá usted frío?
—No. Llevo debajo un jersey.
Había dicho que llevaba un jersey «debajo». ¿Por qué lo diría? Pues ahora deseaba ver cómo era el jersey y de qué color. Aunque eso tampoco lo vería nunca.
Salieron al porche. El día se despejaba y era completamente primaveral. Al forastero le parecía increíble que sólo estuvieran a 7 de febrero. El sol lucía. Los álamos de elevado ramaje y los achaparrados arbustos del seto ofrecían aún su desnudez, pero ya escaseaban los retazos de nieve en los espacios sombríos. Entre los árboles se veía la yacente yerba, parda y grisácea, del año anterior. Los senderos, las losas del pavimento, las piedras y el asfalto estaban húmedos, no se habían secado todavía. En el exterior se advertía el movido trajín habitual: gentes que venían al encuentro, otras que se adelantaban y otras que cruzaban en sentido diagonal. Eran médicos, enfermeras, asistentas sanitarias, pacientes externos y familiares de enfermos hospitalizados. En un par de bancos habían tomado asiento algunas personas. Aquí y allá, en diversos pabellones se veían ya las primeras ventanas abiertas.
Era aventurado derramar el veneno ante el mismo porche.
—Podemos tirarlo allí —dijo él, indicando el pasadizo entre el pabellón de cáncer y el de otorrinolaringología. Era uno de sus lugares de paseo.
Y allá se encaminaron, uno al lado de otro, por una senda enlosada. El gorrito de la doctora Gángart, del modelo de un gorro de piloto, llegaba justamente al hombro de Kostoglótov.
Él la miró de soslayo. Vio que caminaba con expresión solemne, como si fuera a ejecutar algo importante, y le pareció divertido.
—Dígame: ¿cómo la llamaban en la escuela? —le preguntó repentinamente.
Ella le dirigió una rápida mirada.
—¿Qué importancia puede tener eso?
—Ninguna, naturalmente. Pero me gustaría saberlo.
Dio algunos pasos silenciosa, taconeando levemente en la piedra. Sus finas piernas de gacela ya las había observado él por primera vez cuando, tendido en el suelo, moribundo, se acercó a él.
—Vega —le respondió.
(Es decir, no era del todo cierto. Era una verdad a medias. En la escuela no la llamaban así; era una sola persona la que le aplicaba este nombre: aquel inteligente soldado raso que no regresó del frente. E impulsivamente, sin saber por qué, había confiado ese nombre a otro).
Salieron de la sombra al entrar en el pasadizo entre los dos pabellones y el sol los hirió en los ojos. Corría por allí un suave vientecillo.
—¿Vega? ¿En honor de la estrella? Pero la estrella Vega es deslumbradoramente blanca.
Se detuvieron.
—Yo no soy deslumbradora —concedió con un movimiento de cabeza—. Pero soy VE-ra GA-ngart. Eso es todo.
Por primera vez no era ella quien se turbaba ante él, sino él ante ella.
—Quise decir… —trató de justificarse.
—No tiene importancia. ¡Viértalo! —le ordenó.
Y reprimió una sonrisa.
Kostoglótov aflojó el tapón, fuertemente encajado, lo extrajo cuidadosamente, se agachó (una postura cómica, porque la bata semejaba una falda sobre sus botas) y apartó una pequeña piedra que quedó allí de la anterior pavimentación.
—¡Mire! ¡Luego no vaya a decir que me lo eché al bolsillo! —exclamó él a sus pies, colocado en cuclillas.
«Sus piernas, sus piernas de gacela que descubrió el primer día que se vieron».
En la tierra oscura del húmedo agujero derramó el parduzco líquido turbio que quizá pudo ocasionar la muerte de alguien. O, tal vez, la curación de alguien.
—¿Puedo colocar ya la piedra encima? —preguntó.
Ella le miró desde su altura y le ofreció una sonrisa.
Había algo de pueril en cómo había vertido el líquido y colocado la piedra. Con puerilidad y con algo parecido a un juramento, a un secreto.
—Bien, elógieme —dijo, levantándose.
—Le aplaudo —se sonrió con tristeza—. Siga su paseo.
Y se fue camino del pabellón.
Él se quedó contemplando su blanca espalda. Los dos triángulos, el de arriba y el de abajo.
¡Cuánto le desasosegaba cualquier muestra de interés femenino! Concedía a cada palabra más sentido del que en realidad tenía y después de cada acción se ponía a esperar la siguiente.
Ve-Ga. Vera Gángart. Algo no encajaba en todo ello, pero en ese momento no podía concretar lo que era. Siguió con la mirada prendida en su espalda.
—¡Vega! ¡Ve-ga! —pronunció a media voz, pretendiendo sugerirle a distancia: «Vuelve, ¿me oyes? ¡Vuelve! ¡Date la vuelta, por favor!».
Pero fue en vano. Ella no se giró.