Se arrastraba. Reptaba por una especie de tubo de hormigón o más bien por un túnel, de cuyos laterales sobresalía la armazón sin revestir. De cuando en cuando se asía a él por el lado derecho, justamente por el lado enfermo de su cuello. Se arrastraba sobre el pecho, siendo la pesantez de su cuerpo aplastado contra el suelo la sensación más precisa que sentía. Esa carga superaba el peso de su cuerpo, y como no estaba acostumbrado a sobrellevarla, le aplanaba. Pensó en un principio que se debía a que el hormigón de la bóveda le comprimía. Pero no. Aquel lastre abrumador era su propio cuerpo. Sentía que tiraba de él como de un saco de chatarra. Calculó que con ese fardo no podría ni ponerse en pie, aunque lo fundamental era seguir arrastrándose para salir de aquella angostura, para poder descansar o simplemente para contemplar la luz. Pero el pasadizo no acababa, no tenía fin.
Entonces escuchó una voz, una voz sin sonido que únicamente le transmitía ideas y que le ordenó arrastrarse de costado. «¿Cómo voy a reptar en esa dirección si está la pared?», reflexionó. A pesar de la carga que aplanaba su cuerpo, la orden de reptar de lado era inapelable. Profirió un lamento y se arrastró. Y, en efecto, pudo comprobar que avanzaba en línea recta como antes. Mas todo seguía siendo igualmente agobiante, pues no se vislumbraba la luz ni el final del túnel. La misma voz le ordenó claramente tomar la dirección de la derecha y avanzar con más rapidez. Sudando a mares y valiéndose de los codos y los pies, a pesar de que hacia allí se alzaba un muro impenetrable, siguió reptando, al parecer con buenos resultados. A cada momento se contusionaba el cuello y le trepidaba la cabeza. Jamás en su vida le había acaecido nada tan grave. Y lo más doloroso de todo sería perecer allí sin poder llegar hasta el final.
De repente notó que sus piernas se aligeraban, que adquirían cierta ingravidez, como si se las hubieran inflado con aire. Vio que se elevaba mientras su pecho y su cabeza seguían pegados al suelo. Aguzó el oído, pero no recibió ninguna orden. Entonces se le ocurrió que ese era el modo de salir de allí: dejaría que las piernas siguieran elevándose más allá del túnel, él iría arrastrándose tras ellas y lograría evadirse. Y, en efecto, apoyado en las manos, fue reculando —¿de dónde emanarían sus fuerzas?—, gateando hacia atrás en pos de sus piernas hasta atravesar un agujero. Este era angosto; pero lo que ahora le inquietaba era que la sangre le había afluido al cerebro y temió morirse allí mismo, temió que la cabeza le reventara. Ayudándose con las manos se apartó un poco más de la pared, que le desollaba por todos los lados, y consiguió salir a pesar de todo.
Se encontró sobre la cañería de una construcción desierta; por lo visto, la jornada de trabajo había concluido. Alrededor la tierra estaba sucia y enfangada. Se sentó a reposar en la cañería y descubrió que a su lado había una joven vestida con sucia ropa de trabajo, la cabeza sin cubrir y los pajizos cabellos sueltos, sin peineta u horquilla que los sujetara. La joven no le miraba; permanecía allí sentada simplemente, esperando su pregunta. Y él lo sabía. Al principio se asustó, pero luego se dio cuenta de que ella le temía a él mucho más. No tenía ánimos para entablar conversación, pero ella esperaba tanto su pregunta que él le interrogó:
—Dime, ¿dónde está tu madre?
—No lo sé —contestó la chica, mirando bajo sus pies y mordiéndose las uñas.
—¿Y cómo no lo sabes? —empezaba a irritarse—. Debes saberlo y tienes que decírmelo con franqueza. Y escribirlo todo como en realidad es… ¿Por qué callas? Te repito: ¿dónde está tu madre?
—Eso mismo quisiera preguntarle a usted —dijo la joven mirándole.
Le miró y sus ojos eran acuosos. Él sintió una tremenda desazón y le asaltaron varios presentimientos. Pero no uno tras otro, sino todos de sopetón. Adivinó que era la hija de la prensadora Grusha, que fue encarcelada por difundir habladurías contra el Caudillo de los Pueblos.
Y esta joven, su hija, le había presentado un cuestionario inexacto en el que ocultaba aquel hecho; él la llamó a su despacho amenazándola con entregarla a los tribunales por falsear el impreso. Y ella, entonces, se envenenó. Y ahora adivinaba, por sus cabellos y por sus ojos, que se había ahogado. También presentía que ella adivinaba quién era él. Y que si la joven se había suicidado ahogándose y en aquel momento se sentaba a su lado, indicaba que también él estaba muerto. Su cuerpo empezó a sudar. Se enjugó sudor el que le corría por la cara y dijo a la muchacha:
—¡Vaya un calorcito! ¿Sabes dónde podría beber agua?
—Allí —indicó la joven con la cabeza.
Señaló una tina o cajón repleto de agua de lluvia estancada, mezclada con barro de color verduzco. De nuevo volvió a adivinar que fue en esa misma agua en la que la chica se ahogó y que ella pretendía ahora que también él se anegara en aquel líquido. Pero si la guiaban tales deseos era señal de que aún seguía vivo.
—Oyeme —le dijo con astucia para librarse de ella—. Vete en busca del maestro de obras y le dices que se acerque por aquí. Y que me traiga unas botas, porque, ¿cómo voy a andar así?
La muchacha asintió, brincó de la tubería y se alejó, chapoteando en los charcos, desaseada, con la cabeza descubierta, con mono y botas, como suelen ir las chicas que trabajan en la construcción.
Le acuciaba tanto la sed que decidió beber del agua de la tina. Si bebía un poquito no le haría daño. Descendió de la tubería y notó con asombro que no resbalaba en el barro. El suelo bajo sus pies era algo impreciso, así como todo cuanto le rodeaba, y en lontananza nada era discernible. Podría haber seguido caminando, pero repentinamente le acometió el pánico de haber extraviado un documento importante. Comprobó sus bolsillos, todos a la vez, y ya antes que sus manos cumplieran su cometido supo con certeza que lo había perdido. Se quedó alelado, aterrorizado, porque en los tiempos que corrían la gente no debía leer semejantes papeles. Esto podía acarrearle serias contrariedades. Inmediatamente comprendió dónde lo había perdido: cuando salía del tubo. Regresó allí sin tardanza y no pudo localizar el sitio. El lugar le era absolutamente desconocido y en él no había ninguna cañería. En cambio, circulaban obreros de aquí para allá. Eso era lo peor de todo. ¡Ellos podían haberlo encontrado!
Los obreros eran desconocidos para él, todos jóvenes. Un muchacho con la chaquetilla de lona impermeabilizada de los soldadores y con alitas en los hombros se detuvo y se quedó observándole. ¿Por qué le miraría así? ¿Sería él quien lo había encontrado?
—Oye, chico, ¿tienes cerillas? —le preguntó Rusánov.
—¿Para qué, si no fumas? —le contestó el soldador.
(¡Lo sabían todo! ¿Cómo podían saberlo?).
—Las necesito para otra cosa.
—¿Qué otra cosa es esa? —inquirió el soldador.
A decir verdad, ¡qué neciamente había respondido! Era la típica respuesta del saboteador. Podrían detenerle y mientras tanto hallar el documento. Y él quería las cerillas para quemarlo.
El joven se le aproximaba más y más. Rusánov sintió un miedo cerval, presintiendo algo. El chico le miró de hito en hito y dijo clara y articuladamente:
—En vista de que Yelchánskaya me ha confiado, al parecer, a su hija, presumo que se siente culpable y espera el arresto.
Rusánov se estremeció sobresaltado.
—¿Cómo está usted enterado?
(No tenía necesidad de preguntárselo, pues estaba claro que el joven acababa de leer su documento. ¡Era palabra por palabra lo que en él se decía!).
Pero el soldador no le respondió y siguió su camino. Rusánov estaba trastornado. Evidentemente, su informe tenía que estar por allí cerca. ¡Debía encontrarlo sin pérdida de tiempo, cuanto antes!
Se lanzó por entre unas paredes y torció una esquina. El corazón quería salírsele del pecho, las piernas no avanzaban, se movían con suma lentitud. ¡Qué desesperación! Entonces vio el papel y pensó en el acto que era el suyo. Quiso correr hacia él, pero las piernas no le obedecieron. En vista de ello, se puso a cuatro patas y siguió adelante con el impulso de las manos. ¡Con tal de que nadie lo cogiera antes que él! ¡De que nadie se le adelantara! ¡De que no se lo arrebataran! Ya estaba cerca, más cerca… ¡Por fin agarró el documento! ¡El mismo! En sus dedos no le quedaron fuerzas para desgarrarlo. Se tendió boca abajo para descansar e introdujo el papel bajo su cuerpo.
Entonces alguien le tocó el hombro. Resolvió no volverse ni sacar el papel de donde lo ocultaba. Pero le rozaron suavemente, con mano femenina. Rusánov adivinó que era Yelchánskaya misma.
—¡Amigo mío! —le llamó con delicadeza, inclinada seguramente sobre su oído—. ¡Eh, amigo mío! Dígame: ¿dónde está mi hija? ¿Qué ha hecho usted de ella?
—Está en lugar seguro, Yelena Fiódorovna, no se preocupe —repuso Rusánov sin volver la cabeza en su dirección.
—¿En qué lugar?
—En un orfanato.
—¿En qué orfanato?
No le sometía a un interrogatorio. Su voz sonaba apenada.
—Eso, en verdad, no puedo decírselo.
Hubiera querido responderle con franqueza, pero él mismo no lo sabía. No fue él en persona quien hizo entrega de la niña al internado infantil, del cual, por otro lado, la podían haber trasladado.
—¿La entregó con mi apellido?
Las preguntas, tras su hombro, eran casi acariciantes.
—No —negó Rusánov, compadeciéndola—. Así está reglamentado, que en tales casos se cambie el apellido. Yo no tengo nada que ver con ello. Esas son las órdenes.
Seguía tendido, recordando que casi llegó a sentir verdadero afecto por la pareja Yelchanski. No les deseó ningún mal. Si se vio forzado a denunciar al hombre fue porque se lo pidió Chuinenko, a quien Yelchanski le impedía trabajar. Después de la detención del marido, Rusánov se preocupó sinceramente por la esposa y la hija. Entonces fue cuando Yelchánskaya, temiendo ser arrestada, confió la niña a su custodia. Pero no podía recordar cómo llegó a denunciarla a ella.
Desde el suelo volvió la cabeza en su dirección, pero ella ya no estaba, había desaparecido sin dejar rastro. (¿Y cómo iba a estar si pertenecía al mundo de los muertos?). En el lado derecho del cuello sintió un agudo pinchazo. Enderezó la cabeza y siguió tumbado. Necesitaba reposar. ¡Nunca se había sentido tan exhausto! Tenía el cuerpo molido.
Yacía en una especie de subterráneo parecido a la galería de una mina. Sus ojos se habituaron a la oscuridad y descubrió a su lado, en el suelo cubierto de menuda antracita, un teléfono. Esto le llenó de asombro. ¿Cómo había ido a parar allí un teléfono? ¿Sería posible que estuviera conectado? En ese caso, pediría que le trajeran algo de beber y que le ayudaran a regresar al hospital.
Alzó el receptor, pero en vez de la señal de llamada oyó una enérgica y resuelta voz:
—¿Es el camarada Rusánov?
—Sí, sí —respondió Rusánov al instante en un tono circunspecto. (Notó enseguida que dicha voz provenía de las alturas y no de abajo).
—Preséntese al Tribunal Supremo.
—¿Al Tribunal Supremo? ¡A la orden! ¡Inmediatamente! ¡De acuerdo! —ya se disponía a depositar el receptor, pero le surgió una duda—. ¡Discúlpeme! Pero ¿a qué Tribunal Supremo: al antiguo o al nuevo?
—Al nuevo —le respondieron fríamente—. Dese prisa —y colgaron.
Recordó entonces todo lo referente a las destituciones en el Tribunal y se maldijo por haberse precipitado a coger el teléfono. Matulévich ya no estaba allí…, ni Klópov… Ni Beria tampoco. ¡Qué tiempos corrían!
No obstante, estaba obligado a presentarse. Le faltaban las fuerzas para levantarse, pero no tenía más remedio que hacerlo, le habían citado. Pugnó por auparse apuntalándose sobre las cuatro extremidades. Se incorporó y volvió a caer como un becerrillo que aún no supiera andar. Cierto que no habían estipulado una hora exacta, aunque sí le habían dicho: «¡Dese prisa!». Finalmente, agarrándose a la pared, consiguió sostenerse en pie. Y así, aferrado al muro, caminó trabajosamente con sus debilitadas e inseguras piernas. No sabía por qué le dolía el lado derecho del cuello.
Mientras caminaba se iba preguntando: «¿Sería posible que fueran a juzgarle? ¿Podía concebirse tal crueldad al cabo de tantos años?». ¡Ah! ¡Aquellas destituciones en el Tribunal no presagiaban nada bueno!
Pues bien: pese a su acatamiento a la Instancia Suprema de Justicia, no le quedaba otro recurso que defenderse ante ella. ¡Tendría coraje para defenderse!
Y expondría lo siguiente: «No fui yo el que dictó sentencia. Tampocola investigación estuvo a mi cargo. Yo sólo señalé los casos sospechosos. Si en el retrete público encuentro un trozo de periódico con el retrato desgarrado del Jefe, mi obligación es señalar ese retrato como evidencia. La investigación está para eso, ¡para comprobarlo! Pudiera tratarse de una casualidad o de algo distinto. ¡Para eso están los organismos investigadores, para esclarecer la verdad! Yo me limité a cumplir con mi elemental deber cívico».
También les diría que en aquellos años era de vital importancia sanear la sociedad. ¡Sanearla moralmente! Y eso no se podía hacer sin depurarla. Y la depuración no podía efectuarse sin aquellos que no sentían repugnancia por los servicios de seguridad.
Cuanto más exhibía sus argumentos, más se enardecía por lo que expondría a su consideración. Llegó incluso a desear presentarse cuanto antes al Tribunal, ante el que sencillamente elevaría su voz:
—¡No he sido yo solo el que ha hecho cosas semejantes! ¿Por qué han de juzgarme precisamente a mí? ¿Ha habido alguien, acaso, que no lo haya hecho? ¿Cómo me habría podido mantener en mi empleo si no hubiera cooperado? ¿Se refieren a Guzún? ¡El mismo tuvo la culpa de que le encerraran!
Estaba excitado, como si hubiera proferido ya los gritos. Pero advirtió que, en realidad, no había gritado; tenía simplemente inflamada la garganta y le dolía.
Al parecer, ya no caminaba por la galería de una mina, sino por un pasillo corriente. Oyó que a sus espaldas le llamaban:
—¡Pasha! ¿Estás enfermo? ¿Por qué andas con tanta dificultad?
Se animó un poco y le pareció andar como una persona sana. Se volvió para ver quién le llamaba. Era Zvéinek, con su uniforme y su correaje de guardiamarina.
—Y tú, Yan, ¿adónde vas? —se interesó Pável, asombrado de que el otro fuera tan joven.
Es decir, sí había sido joven, pero ¿cuánto tiempo había transcurrido desde entonces?
—¿Adónde? A la comisión, como tú.
—¿A qué comisión? —y Pável intentó comprenderlo. A él le habían convocado a algún otro lugar que no podía recordar.
Adoptó el mismo paso que Zvéinek y siguió adelante a su lado, animoso, resuelto, rejuvenecido. Experimentaba la sensación de no llegar a los veinte años, de ser un muchacho soltero.
Atravesaban un espacioso gabinete. En él, tras numerosos escritorios, se sentaba la intelectualidad: viejos tenedores de libros con barbas como los popes y corbata; ingenieros con su insignia, representando dos martillos pequeños, en la solapa; damas entradas en años, con aspecto de grandes señoras; mecanógrafas jovencitas, maquilladas y con las faldas por encima de las rodillas. En cuanto Zvéinek y él entraron pisando contundentemente con sus dos pares de botas, aquellas treinta personas se volvieron hacia ellos, algunas se incorporaron a su paso y otras los saludaron con una reverencia desde sus asientos. Todas los siguieron con la vista mientras en sus ojos asomaba el miedo, lo cual halagaba a Pável y a Yan.
Entraron en el siguiente despacho, saludaron a los otros miembros de la comisión y tomaron asiento en una mesa con tapete colorado y unas carpetas encima.
—Bien. ¡Que entren! —ordenó Venka, el presidente.
Dio comienzo la audiencia. La primera en comparecer fue la tía Grusha, del taller de prensado.
—Tía Grusha, ¿qué se te ha perdido por aquí? —asombróse Venka—. Estamos haciendo una limpieza en el aparato administrativo. ¿Qué tienes tú que ver con él? ¿O te has infiltrado acaso?
Todos soltaron la carcajada.
—No. Pero ¿sabes? —la tía Grusha no se intimidaba—, mi hija va creciendo y tendría que llevarla al jardín de infancia, ¿no crees?
—De acuerdo, tía Grusha —le gritó Pável—. Escribe una solicitud y haremos lo posible. ¡Colocaremos a tu hija! Ahora no interrumpas, ¡qué vamos a depurar a la intelectualidad!
Y alargó el brazo para servirse agua de una jarra, pero la encontró vacía. Indicó a su vecino que le pasara la jarra que estaba en el otro extremo de la mesa. Se la dieron y también la halló vacía.
Sentía enormes deseos de beber, porque le ardía la garganta.
—¡Quiero beber! —suplicó—. ¡Quiero beber!
—Ahora —le contestó la doctora Gángart—; enseguida le traerán agua.
Rusánov abrió los ojos. Ella estaba sentada a su lado, en la cama.
—En la mesilla tengo zumo de frutas —pronunció débilmente Pável Nikoláyevich. Le abrasaba la fiebre, le dolía todo el cuerpo y sufría fuertes pinchazos en la cabeza.
—Bien, le daremos zumo —y Gángart le sonrió con sus finos labios. Abrió ella misma la mesilla y tomó un vaso y el recipiente con el zumo.
En las ventanas se columbraban los últimos reflejos del sol vespertino.
Pável Nikoláyevich observaba con el rabillo del ojo a la doctora Gángart cuando vertía el zumo, no fuera a echarle algo en él con disimulo.
El zumo agridulce estaba incitantemente delicioso. Pável Nikoláyevich, sin alzar la cabeza de la almohada y de las manos de Gángart, se bebió un vaso lleno.
—Hoy me he sentido muy mal —se lamentó.
—No, lo ha soportado usted bastante bien —discrepó la doctora—. Es que le hemos aumentado la dosis.
A Rusánov le aguijoneó un nuevo recelo.
—¿La irán aumentando cada vez?
—De ahora en adelante será siempre la misma. Se acostumbrará y se irá sintiendo mejor.
El tumor bajo la mandíbula seguía atenazándole.
—¿Y el Supremo…? —comenzó a decir, y se quedó en suspenso.
Confundía lo que era fruto de su delirio con la realidad.