—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis.
—¡Oh! Son bastantes…
—¿Y tú?
—Dieciséis. Figúrate, ¿cómo voy a consentir que me corten la pierna a los dieciséis años?
—¿Hasta dónde quieren amputártela?
—Seguramente hasta la rodilla. No cortan menos, ya he visto aquí otros casos. Por lo general, cortan más arriba de lo debido. Así es que… iré con un muñón oscilando…
—Te puedes hacer una pierna artificial. ¿A qué piensas dedicarte?
—Deseo ingresar en la universidad.
—¿En qué facultad?
—En la de filología o en la de historia.
—¿Pasarás el examen de ingreso?
—Confío en ello. Nunca me dominan los nervios, soy muy tranquilo.
—Eso está bien. ¿Y qué te puede estorbar una pierna artificial? Podrías perfectamente estudiar y trabajar. Con mayor aplicación, incluso. Obtendrás mejores resultados en el terreno científico.
—Sí, pero ¿y la vida en general?
—Aparte del estudio, ¿a qué te refieres al decir «la vida en general»?
—Pues a…
—¿Al matrimonio?
—Entre otras cosas…
—¡Ya hallarás con quien casarte! ¡En todos los árboles se posan los pájaros!… Además, ¿crees que tienes alguna otra alternativa?
—¿Qué quieres decir?
—Que la pierna o la vida, ¿no?
—Sí, tal vez. ¡Aunque quizá tenga la suerte de que se cure por sí sola!
—No, Diomka. Los puentes no se construyen para que «tal vez» se mantengan en pie. Sin salirse de los límites de lo razonable, no es posible confiar en tan buena suerte. ¿Han denominado de alguna manera tu tumor?
—Me parece que S-a.
—¿S-a? Entonces tendrán que operarte.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Si a mí me dijeran ahora que tenía que dar una pierna, la entregaría gustoso. Y eso que mi profesión exige un desplazamiento continuo, a pie o a caballo; por allí no pueden rodar los automóviles.
—¿Es que no te proponen la operación?
—No.
—¿Has dejado pasar demasiado tiempo?
—No sé qué decirte… No es exactamente que haya dejado pasar el momento de la operación… Aunque, en parte, no he recurrido a tiempo a los médicos. En el campo había mucho trabajo. Tendría que haber venido hace tres meses, pero no quise abandonarlo. Al caminar y cabalgar, con el rozamiento, se me inflamaba y luego empezaba a supurar. En cuanto reventaba me sentía mejor y dispuesto a reanudar el trabajo. Pensaba: «Esperaré un poco más». Ahora me pica tanto que estaría más a gusto si me cortara la pernera del pantalón o me quedara en cueros.
—¿No te lo vendan?
—No.
—¿Me lo puedes enseñar?
—Míralo…
—¡Oooh! ¡Qué…! ¡Qué oscuro!
—Siempre ha sido así. En ese mismo sitio tenía un lunar de gran tamaño, con el que nací. Y mira en lo que ha degenerado.
—¿Y esto qué es?
—Tres fístulas que me han quedado después de cada reventón… Ya ves, Diomka: mi tumor es completamente diferente al tuyo. Este es un melanoblastoma, y el muy bastardo no respeta nada. A los ocho meses suele acabarse la candela.
—¿Cómo lo sabes?
—Antes de venir aquí lo leí en un libro. Entonces fue cuando me lo tomé en serio. Pero el caso es que, aunque hubiera venido antes, tampoco me habrían operado. El melanoma es tan traidor que en cuanto le meten el cuchillo se reproduce y aparecen las metástasis. Y es que, a su manera, también quiere vivir, ¿comprendes? Mi demora de tres meses me ha costado lo que ahora me ha brotado en la ingle.
—¿Qué opina Liudmila Afanásievna?
—Dice que hay que procurarse algún oro coloidal. Con él podrían detener lo de la ingle; en la pierna aplicarían radioterapia. Y así irían dando largas…
—¿Hasta curarte?
—No, Diomka. A mí ya no pueden curarme. Nadie sana del melanoma, no existe nadie que se haya repuesto de esta enfermedad. Con cortarme la pierna no sería suficiente, ¿y por dónde podrían cortar más arriba de ella? La cuestión reside en cómo hacerme ir tirando… En cuántos meses o años de vida ganaría.
—O sea que… Quiere decir que tú…
—Sí, Diomka. Significa que yo ya lo he aceptado. No siempre vive más el que más largo tiempo vive. En cuanto a mí, el problema se reduce a lo siguiente: ¿qué puedo hacer en el tiempo que me queda? ¡Porque alguna cosa podré hacer aún en el mundo! ¡Necesito tres años! Si se me concedieran, no pediría más. Pero esos tres años no tendría que pasármelos en la clínica, sino en el campo.
Conversaban en voz muy baja, sentados en el lecho de Vadim Zatsyrko, pegado a la ventana. Yefrem era el único que, por su proximidad, podía haberles oído, pero desde por la mañana continuaba tumbado como un tronco inánime, sin apartar la vista del techo. Quizá les habría escuchado Rusánov, que varias veces miró a Zatsyrko con simpatía.
—¿Qué podrías hacer? —Diomka frunció el ceño.
—A ver si lo comprendes. Estoy comprobando actualmente una idea nueva, muy discutible. Los eminentes científicos de Moscú apenas si le dan crédito. Consiste en la posibilidad de descubrir los yacimientos de minerales polimetálicos por las aguas radiactivas. «Radiactivas». ¿Sabes lo que quiere decir? Se pueden aducir miles de argumentos, pero sobre el papel es posible defender y rechazar lo que se quiera. Y yo siento, tengo el presentimiento de poder demostrarlo prácticamente. Por eso necesito vivir todo el tiempo en plena naturaleza y localizar efectivamente los yacimientos con las aguas y sólo con ellas. Además, sería de desear que lo lograra más de una vez. Pero el trabajo es arduo, ¡y cuánto se malgasta en cosas triviales! Por ejemplo, no tenemos bombas para hacer el vacío, sólo una centrífuga en la que hay que succionar para extraer el aire. ¿Con qué? ¡Con la boca! Y se traga uno el agua radiactiva. Aunque también la bebemos sin necesidad de eso. Los obreros kirguizes dicen: «Nuestros padres no bebieron nunca de aquí, y nosotros tampoco beberemos». Y los rusos bebemos. Pero con un melanoma, ¿qué temor me puede inspirar la radiactividad? Justamente yo soy el más indicado para trabajar en ello.
—¡Pues eres tonto! —sentenció Yefrem sin volverse, con voz ronca e inexpresiva. O sea, que les había estado oyendo—. Si has de morirte, ¿qué puede importarte la geología? No será ella la que te ayude. ¿No sería mejor que pensaras qué necesitan los hombres para vivir?
Vadim conservó la pierna inmóvil, pero su inmune cabeza giró fácilmente en el cuello sano y cimbreño. Los negros ojos le brillaron con determinación y sus suaves labios temblaron levemente. Contestó sin pizca de resentimiento:
—Eso para mí está claro. ¡Necesitan de un espíritu creador! Que además le reconforta a uno sin necesidad de beber ni de comer.
Y con el bolígrafo de reluciente materia plástica se golpeó suavemente los dientes, esperando saber hasta qué punto había sido comprendido.
—Tendrías que leer este libro. ¡Te asombrarías! —le replicó Poddúyev sin moverse y sin poder ver a Zatsyrko tabaleando la cubierta azulada con su uña torcida.
—Ya le he echado un vistazo —repuso vivamente Vadim—. No es adecuado para nuestra época; demasiado desquiciado y falto de vigor. Nuestro lema es: «Trabajad más, ¡pero no para hincharos los bolsillos!». Eso es todo.
Rusánov se animó. Sus gafas brillaron amistosamente y manifestó en voz alta:
—Dígame, joven, ¿es usted comunista?
Con la misma disposición y sencillez, Vadim dirigió la vista a Rusánov.
—Sí —respondió afable.
—¡Estaba seguro de ello! —exclamó triunfalmente Rusánov, alzando un dedo.
En ese instante se pareció mucho a un maestro.
Vadim palmeó el hombro de Diomka:
—Bien. Vete a tu sitio. Tengo que trabajar.
Y se inclinó sobre Métodos geoquímicos, entre cuyas páginas tenía intercalada una hoja de papel con menudas acotaciones y grandes signos de admiración e interrogación.
Leía, y el negro y reluciente bolígrafo se movía imperceptiblemente entre sus dedos.
Ensimismado en la lectura, parecía hallarse ausente de la sala. Pero Pável Nikoláyevich, alentado por su apoyo, anhelaba acumular más fortaleza de ánimo ante la segunda inyección y decidió hacer añicos a Yefrem para que no siguiera fastidiando. Y de pared a pared, mirando directamente a Poddúyev, le dijo:
—El camarada le ofrece un ejemplo aleccionador, camarada Poddúyev. No hay que acobardarse así ante la enfermedad ni dejarse embaucar por cualquier libraco clerical. Prácticamente hace usted el juego a… —quiso decir «los enemigos». En la vida corriente siempre se podía señalar a los enemigos; pero allí, postrados en las camas de la clínica, ¿quién era su enemigo?…—. Hay que conocer el fondo de la vida y, ante todo, la esencia del heroísmo. ¿Qué impulsa a las gentes a realizar proezas en la producción? ¿O a los hechos heroicos en la Guerra Patriótica? ¿O a las hazañas de la guerra civil, por ejemplo? Hambrientos, descalzos, desnudos, sin armas…
Yefrem se mantenía hoy en una inmovilidad insólita. No solamente no había salido a arrastrar los pies por la sala, sino que parecía haber perdido muchos de sus movimientos habituales. Antes sólo ponía los cinco sentidos en su cuello, volviendo el torso con desgana cuando tenía que girar la cabeza. Hoy no había desplazado ni una pierna ni un brazo, excepto cuando tabaleó el libro con el dedo. Cuando le instaron a desayunar, respondió: «Si no zampas, no tendrás por qué relamerte». Y así se mantuvo quietamente tumbado antes y después del desayuno, y si de vez en cuando no hubiera pestañeado, podría haberse pensado que estaba yerto.
Pero sus ojos seguían abiertos.
Seguían abiertos y para mirar a Rusánov no tenía que hacer el menor movimiento. Sólo a él, al jeta delicada, podía ver, aparte del techo y las paredes.
Escuchaba la perorata de Rusánov. Movió los labios y dejó oír su voz, igualmente hostil y con menos nitidez en la pronunciación:
—¿Qué pasa con la guerra civil? ¿Peleaste, acaso, en ella?
Pável Nikoláyevich suspiró.
—Ni usted ni yo, camarada Poddúyev, pudimos luchar en ella por la edad que teníamos.
Yefrem resopló con la nariz.
—No sé por qué no peleaste tú. Yo sí lo hice.
—¿Cómo pudo ser eso?
—Muy simple —respondió Yefrem con calma, descansando entre frase y frase—. Cogí un revólver y luché. Fue interesante. Y no fui el único.
—¿Y dónde actuó usted?
—En los alrededores de Izhevsk. Fustigamos a los de la Asamblea Constituyente[13]. Yo mismo maté a tiros a siete tipos. Todavía lo recuerdo.
Sí, por lo visto aún podía recordar ahora a aquellos siete hombres adultos, así como el lugar exacto de las calles de la ciudad rebelde donde los abatió cuando no era más que un chiquillo.
El de las gafas seguía explicándole algo, pero hoy Yefrem tenía los oídos como atorados y no se concentraba por mucho tiempo en lo que le decían.
Al amanecer, en cuanto abrió los ojos y vio sobre sí el desnudo trozo del blanco techo, le acometió una inmotivada sacudida y se le presentó con toda claridad un antiguo e insignificante hecho que tenía absolutamente olvidado.
Acaeció un día de noviembre después de la guerra. Caía la nieve, que se derretía ligeramente; los copos que iban a parar a la tierra más templada que iban sacando de una zanja se licuaban en el acto. Cavaban para instalar una conducción de gas. La profundidad proyectada era de un metro y ochenta centímetros. Poddúyev pasó por allí y advirtió que no se llegaba a la hondura precisa. Pero se presentó el jefe del equipo asegurando cínicamente que a todo lo largo de la excavación el corte alcanzaba la medida prevista. «Qué, ¿lo medimos? ¡Será peor para ti!». Y Poddúyev tomó la vara de medir, en la que, a cada espacio de diez centímetros, iba señalando con una negra raya transversal marcada a fuego y que representaba la quinta parte de su longitud. Fueron a comprobar la profundidad excavada hundiéndose en el blanco y fangoso barro. Poddúyev calzaba botas altas y el jefe de equipo zapatos. Midieron un lugar y la profundidad resultó ser de un metro setenta centímetros. Siguieron adelante, hasta donde cavaban tres hombres. Siguieron adelante, hasta donde cavaban tres hombres. Uno era alto y escuálido, con el rostro cubierto de negra y crecida barba. El segundo era un ex militar que aún llevaba la gorra del Ejército, aunque hacía tiempo que habían arrancado la estrellita de ella, y cuyo borde y visera acharolados y la banda carmesí aparecían cubiertos de cal y barro. El tercero, un jovencito, con una gorra de visera y que se cubría con un ligero abrigo (en aquellos años aún había dificultades para equipar a los prisioneros y no se les facilitaba ropa de reglamento). Dicho abrigo probablemente se lo habían confeccionado cuando todavía era un escolar, le venía corto y estrecho y estaba en mal uso. (Ahora era la primera vez que Yefrem creía ver con tanta claridad aquel abrigo). Los dos primeros removían la tierra, lanzando paladas hacia arriba, aunque la reblandecida arcilla no se despegaba del hierro. El tercero, el jovencito, estaba en pie, con el pecho apoyado en el mango de la pala. Parecía estar atravesado por ella y pender como un espantapájaros, blanco de nieve y con las manos guarecidas dentro de las mangas. No les habían proporcionado nada para protegerse las manos. El militar calzaba botas altas y los otros dos una especie de abarcas de caucho. «¿Qué haces ahí de plantón, papanatas?», gritó el jefe de equipo al chico. «¿Quieres ganarte una ración de castigo? ¡Pues la tendrás!». El muchacho sólo suspiró y se abatió aún más, como si el mango de la pala se le hubiera clavado profundamente en el pecho. Entonces el jefe de equipo le propinó un pescozón, el muchacho reaccionó y se puso en movimiento.
Comenzaron a medir. La tierra estaba esparcida a ambos lados del borde de la zanja, y para distinguir la raya transversal superior tenía que agacharse considerablemente. El militar quiso, al parecer, echarle una mano, aunque en realidad inclinaba la regla intentando ganar una decena de centímetros. Poddúyev le llenó de improperios, colocó la regla derecha y resultó patente que sólo habían excavado un metro y sesenta y cinco centímetros.
—Escucha, ciudadano capataz —le rogó quedamente el militar—, perdónanos estos últimos centímetros. No podríamos hacerlos. Tenemos la tripa vacía, estamos sin fuerzas. Y ya ves el tiempo que hace…
—Y yo por vuestra culpa al banquillo, ¿verdad? ¡No es mala idea! Existe un proyecto concreto. Que los ribazos queden llanos, sin desigualdades en medio.
Mientras Poddúyev se enderezaba, sacaba la regla de la zanja y desenterraba los pies del barro, los tres rostros se volvieron hacia él: uno con negra barba, el otro como el de un galgo acorralado y el tercero con leve pelusilla, jamás rasurado. La nieve se posaba en ellos como si estuvieran exánimes y elevaban los ojos a él. El joven desplegó los labios y dijo:
—Está bien. ¡También a ti te llegará la hora de la muerte, capataz!
Pero Poddúyev no escribió el informe para que los encerraran en la celda de castigo; sólo anotó escrupulosamente hasta donde habían llegado para no tener que responder con su cuello de sus entuertos. Si hacía memoria, podía recordar casos peores. Desde entonces transcurrieron diez años. Poddúyev ya no trabajaba en los campos de prisioneros, aquel jefe de equipo recobró la libertad y la conducción de gas fue instalada en el tiempo previsto. Probablemente ya no abastecería de gas y las tuberías habrían sido utilizadas para otra cosa. Pero hoy había emergido y lo primero que por la mañana resonara en sus oídos fue:
«¡También a ti te llegará la hora de la muerte, capataz!».
Y no contaba con nada eficiente para protegerse de ello. ¿Que él quería vivir más? También el jovencito lo deseaba. ¿Que Yefrem poseía una voluntad férrea? ¿Qué había comprendido algo nuevo y querría vivir de manera distinta? La enfermedad no tomaba eso en consideración. La enfermedad tenía su propio proyecto.
Aquel librito azul con rúbrica dorada que había dormido cuatro noches bajo el colchón de Yefrem decantaba ciertas actitudes de los hindúes, su fe en que no morimos consumadamente, sino que nuestra alma se traslada a los animales o a otros seres humanos. Este proyecto seducía ahora a Poddúyev: salvar, por lo menos, algo de sí mismo, no esfumarse en la nada. Escamotear a la muerte aunque no fuera más que una parte de su ser.
Pero ni por lo más remoto creía en esa transmigración del alma.
Las punzadas de dolor le subían desde el cuello a la cabeza. Le martilleaban de modo uniforme en cuatro tiempos: «Ha muerto-Yefrem-Poddúyev-Punto. Ha muerto-Yefrem-Poddúyev-Punto».
Y así indefinidamente. El mismo, para sus adentros, repetía ya dichas palabras. Y cuanto más las repetía, más creía distanciarse del Yefrem Poddúyev condenado a morirse. Se iba habituando a su muerte como a la muerte de un vecino. Y aquello que dentro de él reflexionaba sobre la muerte de Yefrem Poddúyev, su vecino, era la parte de él que no debería morir.
Pero ¿y Poddúyev, el vecino? Por lo visto no tenía salvación. ¿O sí la tendría si bebía la infusión del hongo yesquero del abedul? Pero en la carta se especificaba que había que tomarla un año entero sin interrupción. Necesitaría por lo menos dos puds§ de hongo yesquero desecado o cuatro de fresco, lo cual suponía ocho envíos. Además, no tendría que estar pasado, sino recién cortado del árbol. Por eso los envíos no podría recibirlos todos de golpe, sino distanciados, uno cada mes. ¿Quién se encargaría de recoger el hongo a su debido tiempo y de mandárselo? ¿Desde allí, desde Rusia?
Tendría que ser una persona de confianza, algún familiar.
Mucha, muchísima gente había pasado por la vida de Yefrem, pero nadie había sentado plaza como miembro de su familia.
Su primera esposa, Amina, podría recoger y enviarle el hongo. Allá, al otro lado de los Urales, no tenía a nadie, excepto a ella, a quien pudiera escribir. Pero ella le contestaría: «¡Así te mueras bajo una empalizada, viejo verde!». Y tendría razón.
Tendría razón de acuerdo con los conceptos vigentes. Mas sería injusta según aquel librito azul. En él se decía que Amina debía compadecerle e incluso amarle, no como a un marido, sino simplemente como a un ser atormentado. Y mandarle los paquetes con el hongo yesquero.
El libro sería excelente si el mundo entero siguiera sus consejos…
Entonces llegó a sus embotados oídos lo que el geólogo decía, que vivía para el trabajo, y fue cuando Yefrem golpeó el libro con la uña.
Luego, nuevamente, sin ver ni oír nada, se sumió en sus pensamientos y volvió a sentir los pinchazos en la cabeza.
Esas descargas no hacían más que importunarle; se hubiera sentido más descansado y tranquilo sin tener que moverse, ni curarse, ni comer, ni hablar, y ni oír ni ver.
Simplemente, dejando de existir.
Pero le zarandearon por el pie y el codo. Era Ajmadzhán, que intentaba volverle a la realidad, pues hacía rato que ante su cama había una joven de la sala de cirugía que le rogaba que fuera a cambiarse el vendaje.
Yefrem tenía que levantarse, pues, por algo que ya no necesitaba. Debía transmitir a los seis puds de su cuerpo la voluntad de incorporarse, esforzándose con las piernas, brazos y espalda, y de la situación de reposo en la que estaban sus huesos forrados de carne, obligarlos a mover sus coyunturas para levantarse con toda su carga, formar un poste, cubrirlo con la chaqueta y conducirlo por los pasillos y la escalera hacia una tortura inútil: para que le desenrollaran y le volvieran a enrollar decenas de metros de vendas.
Fue un proceso largo y doloroso en medio de un monótono zumbido. Además de Yevguenia Ustínovna estaban presentes dos cirujanos que nunca intervenían en las operaciones. La doctora trataba de explicarles y demostrarles algo y también se dirigió a Yefrem; pero este ni siquiera le respondió.
Se daba cuenta de que ya no tenía nada de qué hablar. Aquella indiferente y gris confusión envolvía todas las palabras.
Vendado con un blanco cerco más voluminoso que el anterior, regresó a la sala. Lo que le envolvía era ya más abultado que su cabeza, cuya parte superior era lo único que asomaba por el vendaje.
A la entrada se tropezó con Kostoglótov, que salía con su petaca de majorka[14] en la mano.
—¿Qué han decidido?
Yefrem pensó: «¿Qué habían, en efecto, decidido?». Y aunque no pareció enterarse de nada cuando estaba en la sala de curas, en aquel instante lo vio todo claro y respondió con lucidez:
—Puedes ahorcarte donde quieras, pero no en nuestra casa.
Federau miraba horrorizado el monstruoso cuello, como quizá llegaría a ser el suyo, e inquirió:
—¿Le dan el alta?
Fue suficiente esa pregunta para que Yefrem cayera en la cuenta de que no podía volver a acostarse en la cama, como anhelaba, que tenía que prepararse para salir de la clínica.
Y luego tendría que desvestirse para ponerse su ropa, cuando no podía ni agacharse.
Y después, sacando fuerzas de flaqueza, trasladar el poste que era su cuerpo por las calles de la ciudad.
Se le hacía insoportable pensar que, además, todo eso debía empeñarse por hacerlo sin saber para qué o para quién.
Kostoglótov no le contemplaba con lástima, no. Le contemplaba con la simpatía compasiva del soldado: «Esta bala ha resultado ser la tuya; la próxima quizá sea la mía». No conocía el pasado de Yefrem ni se hicieron amigos en la sala, pero le gustaba su espontaneidad y estaba muy lejos de ser la peor persona que Oleg encontrara en la vida.
—Bien; ¡chócala, Yefrem! —y le tendió la mano.
Yefrem aceptó el apretón de manos, y con una mueca burlona dijo:
—Naces y rebulles, creces y armas la zapatiesta, mueres y tienes tu merecido.
Oleg se disponía a fumar, pero en la puerta apareció una asistenta del laboratorio con la prensa del día. Le entregó a él el periódico por ser la persona más cercana. Kostoglótov lo tomó y lo desdobló. Rusánov, para quien no había pasado inadvertida la escena, en tono alto, ofendido, reprochó a la joven del laboratorio, que no había tenido tiempo de escabullirse:
—¡Oiga, oiga! ¡Le he pedido claramente que me lo entregara a mí en primer lugar!
En su voz se traslucía un auténtico dolor. Pero Kostoglótov no tuvo compasión de él y le vociferó:
—¿Por qué ha de ser usted el primero?
—¿Cómo que por qué? ¿Cómo que por qué?
Pável Nikoláyevich sufría manifiestamente; sufría por lo indiscutible, por la evidencia del derecho que le asistía, imposible de defender con palabras.
No era otra cosa que celos lo que padecía si alguien con sus profanos dedos abría las páginas del periódico antes que él. Ninguno de los que se encontraban allí era capaz de entrever en las líneas del periódico lo que Pável Nikoláyevich podía intuir. Consideraba el diario como una abierta instrucción divulgativa, aunque de hecho fuera en clave, en la que no se podía expresar todo sin reservas. Pero a través de ella la persona versada podía formarse una idea exacta de las tendencias de última hora, guiándose por menudos y diversos indicios, por la disposición de los artículos, por lo que se decía o por lo que se omitía. Por eso, Rusánov debía ser el primero en leer el periódico.
Pero ¡era imposible explicar eso allí! Y Pável Nikoláyevich se limitó a lamentarse:
—Es que enseguida me pondrán la inyección y quisiera verlo antes de que me pinchen.
—¿La inyección? —se suavizó el Roedor—. Bien, ahora…
Miró el periódico por encima, echó una ojeada a los materiales de la sesión del Soviet Supremo y a otras noticias relegadas por ellos a otras páginas. Y se dispuso a salir a fumar. Ya había doblado el diario con intención de entregarlo, cuando de repente se fijó en algo, se concentró en ello e inmediatamente, con tono pasmado, pronunció repetidamente la misma larga palabra, como si la tamizara entre la lengua y el paladar:
—In-te-re-san-te… In-te-re-san-te…
Sobre su cabeza retumbaron los cuatro apagados acordes de Beethoven. Nadie los oyó en la sala ni posiblemente podría oírlos. ¿Qué otra cosa podía él expresar en voz alta?
—¿Qué pasa? —Rusánov se inquietó completamente—. ¡Deme de una vez el periódico!
Kostoglótov no quiso mostrárselo a nadie y no respondió a Rusánov. Juntó las hojas del diario, lo dobló por la mitad y lo plegó una vez más, tal y como se lo entregaron. Pero sus seis páginas no se acoplaron a los dobleces originales. Dio un paso hacia Rusánov (que iba hacia él) y se lo entregó. Y allí mismo, sin abandonar la sala, abrió su petaca de seda y con manos temblorosas se puso a liar un cigarrillo en papel de periódico con su majorka.
También con manos temblorosas, Pável Nikoláyevich desdoblaba el diario. Aquel «in-te-re-san-te» de Kostoglótov le sentó como una puñalada entre las costillas. ¿Qué era lo que al Roedor podía parecerle interesante?
Diestra y eficientemente sus ojos recorrieron con rapidez los titulares, las reseñas de la sesión del Soviet Supremo, y de repente, de repente… ¿Cómo? ¿Cómo?
Compuesto con tipos de no mucho realce, totalmente intrascendente para quienes no sabían interpretarlo, desde la página daba su pregón, ¡sí, pregonaba!, un inusitado e inconcebible decreto. ¡El de la destitución del Tribunal Supremo en pleno! ¡Del Tribunal Supremo de la Unión!
¡Cómo! ¿Matulévich sustituto de Ulrich? ¿Detístov? ¿Pavlenko? ¡Y Klópov! ¡Klópov, que había sido miembro del Tribunal desde su misma fundación! ¡Y también le han destituido!… ¿Quién velará por los cuadros del Partido?… Se barajarán nombres completamente nuevos… ¡Y se ha barrido de un solo golpe a quienes administraron la justicia a lo largo de un cuarto de siglo!
¡No podía ser una casualidad!
Era un paso de la historia…
Pável Nikoláyevich se cubrió de sudor. Aquella misma mañana había tratado de persuadirse de que sus temores eran ridículos, y he aquí…
—Su inyección.
—¿Qué? —se levantó con imprudencia.
Ante él estaba la doctora Gángart con la jeringuilla.
—Descúbrase el brazo, Rusánov. Su inyección.