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Rusánov confiaba fortalecer su ánimo con la visita, pero había sido en muchos aspectos tan repugnante que habría sido mejor que Kapa no hubiera ido a verle. Subía la escalera tambaleándose, apoyándose en la barandilla y sintiéndose atacado por escalofríos cada vez más frecuentes. Kapa, con la ropa de calle, no pudo acompañarle hasta la sala. La ociosa sanitaria estaba allí plantada especialmente para impedirlo, y no le permitió subir. Pero Kapa la obligó a que acompañara a Pável Nikoláyevich hasta la sala y que le llevara la bolsa de las provisiones. Ante la mesita de la enfermera de guardia estaba sentada la joven de ojos saltones, Zoya, que, sin saber por qué, fue del agrado de Rusánov la primera noche de su estancia en la clínica. Ahora, parapetada tras la pila de carpetas, coqueteaba con el grosero Roedor sin preocuparse mucho por los pacientes. Rusánov le pidió una aspirina y ella le respondió con estudiada vivacidad que la aspirina sólo podría tomarla por la noche. No obstante, le dio el termómetro para que comprobara su temperatura y luego le llevó un medicamento.

Los pacientes intercambiaban provisiones. Pável Nikoláyevich se acostó como había deseado: apoyando el tumor en la almohada. (Se asombró de que allí las almohadas fueran tan blandas y de no haber tenido que pedir una a casa). Se cubrió hasta la cabeza.

Le acosaban y le aguijoneaban tan ardientes pensamientos que el resto del cuerpo parecía insensible, como narcotizado. No oía las insustanciales conversaciones de la sala ni percibía los paseos de Yefrem, a pesar de que le sacudían a través del parquet. No advirtió que el día se despejaba, que antes de anochecer el sol había asomado por alguna parte, aunque no por el lado del edificio en que estaba la sala. Tampoco notó el vuelo de las horas. Se quedó dormido, quizá por efecto de la medicina, y luego se despertó cuando ya habían encendido la luz. Se volvió a dormir y, en medio de la noche, de la oscuridad y el silencio, despertó de nuevo.

Se le desvaneció el sueño, desapareciendo su benéfico velo. Pero el miedo, en toda su dimensión, le atenazaba algo más abajo del pecho, oprimiéndole.

Un enjambre de ideas acudían insistentes y giraban velozmente alrededor de la cabeza de Rusánov, de la estancia y más allá, en la espaciosa oscuridad.

No eran realmente ideas, sino simple miedo. Temía que Ródichev, inesperadamente, mañana por la mañana, se abriera paso a través de las enfermeras y de las sanitarias y se lanzara sobre él, y le golpeara. Rusánov no temía a la justicia, ni al juicio de la sociedad, ni a la deshonra; simplemente temía que pudieran ponerle la mano encima. Le habían pegado una sola vez en la vida, en la escuela, cuando era alumno del sexto curso, el último que estudió. Le esperaron a la salida, de noche. Ninguno llevaba navaja, pero a lo largo de toda su existencia conservó aquella espantosa sensación al ser acometido desde todas direcciones por crueles y huesudos puños.

Así como nos representamos a un difunto como lo vimos por última vez en su juventud, por muchos años que hayan transcurrido, durante los cuales se podría haber convertido en un anciano, del mismo modo a Ródichev, que al cabo de dieciocho años quizá volvía inválido, sordo o encorvado, Rusánov lo recordaba como el mocetón bronceado que fue, trajinando, el domingo precedente a su detención, con sus pesas de gimnasia en el largo balcón que compartían. Desnudo de la cintura para arriba, le había llamado:

«¡Pashka! ¡Ven aquí! ¡Tócame los bíceps! ¡No temas, aprieta! ¿Comprendes ahora lo que representa ser ingeniero de la nueva formación? No somos enclenques como un Eduard Jristofórovich cualquiera, sino hombres debidamente constituidos. Tú también te has vuelto algo canijo; te estás acartonando tras la puerta forrada de piel de tu despacho. Vente a la fábrica, te daré un puesto en el taller. ¿Qué te parece? ¿No quieres?… ¡Ay, ay, ay!».

Se había echado a reír y entró a lavarse, cantando:

Somos forjadores y nuestro espíritu es joven.

Pues a aquel mocetón se lo figuraba ahora Rusánov entrando allí, en la sala, con los puños prestos. Y no conseguía desembarazarse de la falsa imagen.

Hubo una época en que él y Rusánov fueron amigos, miembros de la misma célula de las Juventudes Comunistas, y convivieron en aquel piso que les dio la fábrica. Después Ródichev estudió en la escuela de la empresa e ingresó en el Instituto; Rusánov pasó a trabajar al aparato sindical y a la sección de personal. Las discordias surgieron entre las esposas de ambos y luego entre ellos dos. Con frecuencia Ródichev se dirigía a Rusánov con tono ofensivo, se comportaba con excesiva independencia y se enfrentaba con la colectividad. Se hizo insoportable y molesto vivir con él. Sus relaciones se enconaron, ambos llegaron a perder los estribos y Pável Nikoláyevich escribió una denuncia contra él, testimoniando que en el curso de una conversación privada Ródichev le había expresado su simpatía por la actividad del Partido Industrial, recientemente destruido, exponiéndole su intención de organizar en la factoría un grupo de saboteadores. (Realmente él así no lo había dicho, pero por su conducta podía haberlo expresado y podía tener intención de hacerlo).

Rusánov pidió encarecidamente que su nombre no figurara en el expediente y que no se le sometiera a careo. El juez de instrucción le garantizó que la ley no exigía que su nombre fuera descubierto y que el careo tampoco era obligatorio. Bastaba con que el acusado confesara. Tampoco era necesario que la denuncia escrita de Rusánov figurara en el expediente del proceso. Así, cuando el acusado firmara el artículo 206, no se tropezaría con el apellido de su vecino.

Todo habría ido bien si no se hubiera interpuesto Guzún, el secretario del Comité del Partido de la fábrica. Recibió una notificación de los organismos de seguridad acusando a Ródichev de enemigo del pueblo, acusación que debía ser tomada como base para su expulsión del Partido en la célula a la que pertenecía. Pero Guzún no estuvo de acuerdo, se cerró en banda y armó jaleo, asegurando que Ródichev «es uno de nuestros muchachos». Exigió materiales detallados de evidencia. Su desacuerdo redundó en perjuicio propio, pues en la noche del segundo día fue detenido. A la mañana siguiente, tanto él como Ródichev fueron debidamente expulsados del Partido por pertenecer a una organización contrarrevolucionaria clandestina.

Lo que ahora carcomía a Rusánov era que en el curso de esos dos días, cuando se empeñaban en hacer entrar en razón a Guzún, no tuvieron más remedio que decirle que la denuncia provenía de Rusánov. Por tanto, al encontrarse allí con Ródichev (y no estaba descartado que hubieran estado juntos, puesto que fueron incluidos en el mismo proceso), Guzún se lo contaría todo. Por eso Rusánov temía tanto el desastroso retorno, la resurrección de los muertos, que él jamás pudo concebir que se produjera.

Aunque también la esposa de Ródichev pudo haberlo recelado. ¿Viviría aún? Kapa había calculado por aquel entonces: «En cuanto arresten a Ródichev, a su mujer, Katka, la expulsarán del piso, nosotros pasaremos a ocuparlo y así podremos disfrutar íntegramente del balcón». (Ahora resultaba ridículo que una habitación de catorce metros cuadrados en un piso sin gas hubiera podido tener tanta importancia. Pero los niños crecían). La maniobra de la habitación ya estaba concertada de antemano y, en efecto, fueron a desahuciar a Katka. Pero ella hizo una de las suyas: declaró que estaba embarazada. Le reclamaron un comprobante y presentó un certificado médico. ¡Perfecto! Como había previsto, la ley desautorizaba el desahucio de una mujer en estado. Hasta el invierno siguiente no la echaron del cuarto. Los Rusánov se vieron obligados a soportar su presencia durante largos meses, todo el embarazo, el parto, hasta que finalizó el período legal después del alumbramiento. En todo ese tiempo, Kapa no le permitió, en verdad, ni chistar en la cocina, y Alia, que ya iba para los cinco años, se burlaba de ella ridículamente.

Tumbado de espaldas en la oscuridad, entre los resoplidos y ronquidos de la sala, a la que sólo llegaba desde el vestíbulo, a través de la puerta de cristales opacos, el leve resplandor de la lámpara de mesa de las enfermeras, Rusánov intentaba comprender, con la mente despejada e insomne, por qué le perturbaban tanto las sombras de Ródichev y de Guzún y si su sobresalto habría sido el mismo si hubiera regresado cualquiera de los otros, cuya culpabilidad también contribuyó a establecer. El mismo Eduard Jristofórovich, por ejemplo, al que incidentalmente se refiriera Ródichev, un ingeniero de educación burguesa, que llamó idiota a Pável en presencia de los trabajadores (después él mismo confesó que deseaba la restauración del capitalismo). O la mecanógrafa culpable de tergiversar el discurso de un destacado jefe, protector de Pável Nikoláyevich, atribuyéndole palabras que no había pronunciado. O aquel terco contable (que encima resultó ser hijo de un pope, al que hicieron pasar por el aro en un minuto). O los esposos Yelchanski… y tantos otros.

A ninguno de ellos temía Pável Nikoláyevich, pues colaboró abierta y decididamente a establecer su culpabilidad. Llegó a tomar parte en dos careos, elevando su voz para desenmascararlos. Además, ¡entonces esa actividad nada tenía de vergonzosa! ¡En aquella magnífica y honesta época de los años 1937 y 1938, cuando tan notoriamente se depuró la atmósfera social, se respiraba a placer! Todos los farsantes, los detractores, los demasiado aficionados a la autocrítica o los intelectuales harto versátiles, desaparecieron, cerraron el pico, se agazaparon, y la gente con principios, los hombres firmes y leales, como los amigos de Rusánov y como Rusánov mismo, iban dignamente con la cabeza alta.

Pero ¿qué nueva época, confusa y morbosa, había sobrevenido para que hubiera que avergonzarse de los mejores actos cívicos del pasado? ¿O temer incluso por la propia seguridad?

¡Qué absurdo! Al rememorar la trayectoria de su vida, Rusánov no pudo reprocharse haber sido un cobarde. ¡Nunca tuvo ocasión de tener miedo! Tal vez no fuera un hombre peculiarmente valeroso, mas tampoco recordaba ocasión en que diera muestras de cobardía. No había fundamento para suponer que sintió miedo de ir al frente; sencillamente, no le movilizaron por tratarse de un funcionario valioso y experimentado. Imposible afirmar, asimismo, que habría perdido la cabeza ante un bombardeo o un incendio, puesto que él y su familia abandonaron K*** antes de los bombardeos y jamás padeció un incendio. Del mismo modo, nunca temió a la justicia y a la ley, porque no infringió las leyes y la justicia le apoyó y le defendió en todo momento. Tampoco le asustaba exponerse al juicio de la opinión pública porque esta siempre estuvo de su lado. En el periódico regional era improbable que apareciera un artículo indigno contra Rusánov, porque allí estaban Aleksandr Mijáilovich o Nil Prokófievich para impedirlo. En cuanto al órgano central de prensa, no descendería a ocuparse de un hombre como Rusánov. Así pues, tampoco temió nunca a la prensa.

Durante la travesía del mar Negro no sintió el menor temor a las profundidades marinas. Y que le aterraban las alturas era igualmente imposible asegurarlo, ya que no tenía tan poca cordura como para andar gateando por las peñas o las montañas, y, por la naturaleza de su trabajo, nunca había edificado puentes.

El trabajo que Rusánov efectuó a lo largo de muchos años, casi de veinte, fue el del control administrativo del personal. Este empleo se denomina de diferentes maneras en las distintas instituciones, pero su particularidad es invariablemente la misma. Sólo los ignorantes o los inadvertidos desconocen que consiste en un trabajo sutil y delicado. A lo largo de su vida todos rellenan no pocos cuestionarios, cada uno de los cuales contiene un determinado número de preguntas. La respuesta de una persona a una de las preguntas de uno de los cuestionarios constituye un hilo que vincula para siempre a dicha persona con el centro local de registro de personal. De este modo, de cada individuo se extienden centenares de hilillos que englobados con otros llegan a ser innumerables millones. Si estos hilos se hicieran visibles, el cielo veríase a través de una telaraña; y si se materializaran en algo flexible, los autobuses, los tranvías y la gente misma perderían la posibilidad de moverse y el viento no podría esparcir los jirones de papel de periódico ni las hojas otoñales a lo largo de las calles. Pero son invisibles e inmateriales. No obstante, los hombres los perciben constantemente. El caso es que los así llamados cuestionarios cristalinos son, como verdad absoluta, como ideal, casi una utopía. Siempre existe la posibilidad de atribuir al ser humano algo negativo o sospechoso, siempre puede ocultar algo o ser culpable de algo si se examina la cuestión con excesiva minuciosidad.

Debido a esta permanente conciencia de los hilos invisibles es natural que en las gentes nazca el respeto hacia los individuos que los manejan, que dirigen el complicado registro de cuestionarios, y que se acreciente su autoridad.

Haciendo uso de un símil musical, Rusánov, por su especial posición, disfrutaba, por así decirlo, del juego de teclas del xilófono. Podía, por simple elección, por deseo o por creerlo necesario, golpear cualquiera de ellas. Aunque todas eran igualmente de madera, no obstante, cada una tenía su nota característica.

Había teclas —o sea, procedimientos— del más suave y prudente funcionamiento. Por ejemplo, si quería dar a entender a un camarada cualquiera que no estaba satisfecho de él, o simplemente prevenirle o pararle los pies, Rusánov tenía diversas maneras de dar los buenos días. Cuando dicho individuo saludaba (y era el primero, por supuesto, en iniciar el saludo), Pável Nikoláyevich podía corresponderle con tono oficioso, sin sonreírle; o podía fruncir el ceño (gesto que ensaya en su gabinete de trabajo ante el espejo) y demorar un poco la respuesta, como si dudara de si la persona en cuestión era digna de su salutación. Sólo después de esa pausa le respondía (bien con la cabeza medio vuelta, o vuelta por entero, o sin volverla en absoluto). Esa corta demora causaba siempre un efecto notable. En la mente del empleado saludado con dicha pausa o frialdad comenzaba una búsqueda febril de los pecados de que pudiera ser culpable. Al inspirar incertidumbre, aquella pausa quizá le hacía abstenerse de cometer una acción incorrecta que estaba a punto de realizar y de la que Pável Nikoláyevich se habría enterado con indudable retraso.

Un procedimiento mucho más efectivo consistía en decir, al encontrarse con la persona (o bien al llamarla por teléfono o al reclamar especialmente su presencia): «Haga el favor de acudir a mi despacho mañana por la mañana a las diez». Y el sujeto le preguntaba sin falta, porque ansiaba saber para qué le llamaban y para acabar cuanto antes con la conversación: «¿No podría ir ahora?». Pável Nikoláyevich le responderá suave, pero severamente: «No, ahora es imposible». No le dirá que estaba ocupado con otro asunto o que iba a una reunión, no; al contrario, en modo alguno le ofrecerá una razón clara y simple que lo tranquilice. En eso, precisamente, consistía el procedimiento/Pronunciará las palabras «Ahora es imposible» de manera que en ellas vayan implícitos diversos y graves significados, ninguno de ellos favorable. Es posible que por su extremada inexperiencia, el funcionario ose preguntar: «¿De qué asunto se trata?», y Pável Nikoláyevich soslayará aterciopeladamente la indiscreta pregunta: «Mañana lo sabrá». Pero hasta las diez de la mañana del siguiente día falta aún mucho tiempo y son muchas las cosas que deben realizarse. El empleado ha de concluir su jornada de trabajo, irse a su casa, conversar con su familia o, quizás, ir al cine o a una reunión de padres de la escuela, y después dormir (unos pueden conciliar el sueño y otros no), y por la mañana atragantarse con el desayuno. En todo ese tiempo le taladrará y le atormentará esta pregunta: «¿Para qué me llamará?». Durante esas largas horas el empleado se arrepentirá de muchas cosas, temerá otras y jurará no volver a llevar la contraria a los jefes en las reuniones. Y cuando, finalmente, acuda a la entrevista, puede ocurrir que no se trate de nada trascendental, sino meramente de la comprobación de su fecha de nacimiento o del número de su diploma.

De este modo, como en las tablillas del xilófono, los matices que adoptaba su voz leñosa iban en aumento hasta llegar al más seco y brusco: «Serguéi Serguéyevich (que era el director de la empresa, el Amo local) le ruega que para tal fecha rellene este cuestionario». Y Rusánov ofrecía a la persona en cuestión no un impreso corriente, sino el más completo y desagradable de cuantos guardaba en su armario, donde los había de diferentes clases y formas. Como, por ejemplo, el cuestionario que debían rellenar aquellos que iban a tener acceso a datos secretos. Podía ocurrir que dicho empleado no trabajara en sección secreta alguna y que Serguéi Serguéyevich no tuviera nada que ver con aquello. Pero ¿quién se atrevería a comprobarlo, si a Serguéi Serguéyevich se le temía más que al fuego? El empleado toma el impreso e incluso asume una apariencia animosa; pero, en realidad, bulle ya en su interior el hormigueo de la zozobra si anteriormente había ocultado algo al registro central de cuestionarios. Porque en ese cuestionario confidencial no se debe omitir nada. Es excelente, el mejor de los cuestionarios.

Precisamente con la ayuda de este cuestionario Rusánov pudo conseguir el divorcio de varias mujeres cuyos esposos se hallaban en prisión en virtud del artículo 58[11]. Por mucho que esas mujeres procuraron borrar las huellas, enviar a sus maridos paquetes con otro nombre y desde otras ciudades, o aunque no se los hubieran enviado, en dicho cuestionario se alzaba un valladar de preguntas lo bastante exhaustivo como para impedir seguir adelante con la mentira. En este valladar sólo había una salida: el divorcio definitivo ante la ley; por otra parte, el procedimiento para lograrlo estaba singularmente simplificado: el tribunal no requería el beneplácito de los presos para divorciarse ni se les informaba una vez formalizada la separación. Para Rusánov lo fundamental era la consecución del divorcio para que las sucias garras del criminal no desviaran a la mujer, incorrupta aún, de la general senda cívica. Aquellos cuestionarios no salían de allí. A Serguéi Serguéyevich se los enseñaban alguna vez, pero sólo como casos anecdóticos.

La posición de Rusánov, retraída, misteriosa, un poco al margen de la marcha general de la producción, le proporcionaba un profundo conocimiento de los verdaderos procesos de la vida, lo cual le satisfacía. La vida que estaba a la vista de todos —la producción, las conferencias, el periódico de la empresa, las convocatorias con vistas al aumento de la productividad, las solicitudes, la cantina, el club— no era la auténtica, aunque se lo pareciera a los profanos. El curso verdadero de la vida se decidía sin alboroto, reposadamente, en tranquilos gabinetes y por dos o tres personas que se entendían a la perfección, o mediante un cordial telefonazo. También fluía la vida real en los documentos secretos, en las profundidades de los portafolios de Rusánov y de sus colaboradores, y podía muy bien y durante largo tiempo discurrir silenciosamente tras la persona y mostrarse de improviso, y por un instante, abriendo sus fauces y vomitando fuego sobre su víctima, para luego desaparecer en un lugar ignorado. Después, en apariencia, todo seguía igual: el club, la cantina, las solicitudes de algún beneficio, el periódico de la empresa, la producción. Lo único que se echaba en falta en las convocatorias sindicales era el hombre destituido, expulsado, quitado de en medio.

El gabinete de trabajo de Rusánov estaba equipado en concordancia con este género de actividad. Siempre era una estancia aislada, con puerta guarnecida de piel y tachonada con relucientes clavos. Después, según se fue enriqueciendo la sociedad, se cercó el gabinete con un cancel protector, con una contrapuerta oscura. Este cancel podría parecer una simple invención, un artificio inocente. Apenas tenía un metro de fondo y el visitante se entretenía escasamente unos segundos en cerrar tras de sí la primera puerta antes de abrir la segunda. Pero en esos dos segundos, precedentes a una conversación decisiva, parecía hallarse en una breve prisión: privado de luz y de aire, adquiere conciencia de su nulidad en comparación con la persona ante la que va a comparecer. Y si tenía resolución e ideas propias, se desprendía de ellas allí mismo, en el cancel.

Naturalmente, nunca acudían al despacho de Pável Nikoláyevich varias personas a la vez; entraban de una en una, y para eso tenían que haber sido convocadas o llamadas por teléfono.

No cabe duda de que, según la correlación existente entre todos los fenómenos de la realidad, correlación establecida por la dialéctica, la norma de conducta de Pável Nikoláyevich en el trabajo tenía que influir inevitablemente en su general modo de vida. Gradualmente, con el paso de los años, tanto él como Kapitolina Matvéyevna llegaron a sentir aversión, no digamos ya por los vagones corrientes de los ferrocarriles, sino también por los de asientos reservados, en los que la gente se apiña con sus zamarras, cubos y sacos. Los Rusánov empezaron a viajar únicamente en compartimentos especiales, dotados de asientos bien mullidos. En los hoteles Rusánov siempre tenía una habitación reservada, para no verse obligado a instalarse en la colectiva. Por supuesto los Rusánov también frecuentaban balnearios a los que no podía ir cualquiera, aquellos donde se conoce a la persona, se la estima y se le brindan todas las facilidades; aquellos donde la playa y los jardines de descanso están vedados para el público. Cuando a Kapitolina Matvéyevna le recomendaron los médicos andar más, no encontró otro sitio mejor donde poder andar que en un balneario semejante, entre iguales.

Los Rusánov amaban al pueblo, a su gran pueblo, al que servían y por el que estaban dispuestos a dar la vida.

Pero con el transcurso de los años podían soportar cada vez menos al vulgo, a esa población obstinada, eternamente disconforme, cerril y reivindicativa.

A los Rusánov empezaron a desagradarles los tranvías, el trolebús y el autobús, en los que siempre se padecían empujones, sobre todo a la entrada, a los que subían obreros de la construcción y otros con los monos sucios, amenazando con embadurnar el abrigo con residuos de nafta o de cal, y en los que, además, había arraigado la asquerosa y zafia costumbre de palmearte el hombro para pedirte que «hicieras pasar» el billete o el cambio del dinero e ineludiblemente tenías que hacer ese favor y «pasar» billetes y dinero sin fin. Por otro lado, desplazarse a pie por la ciudad era incómodo por las distancias, demasiado vulgar e inadecuado con el cargo que desempeñaba. Si los automóviles de servicio de la empresa estaban todos en ruta o en reparación, Pável Nikoláyevich era capaz de aguardar horas enteras sentado en su despacho antes de ir a comer a casa, hasta que le facilitaban un auto. ¿Qué otra cosa podía hacer? En cualquier momento los peatones podían depararle algo imprevisto; algunos suelen ir mal vestidos, otros son unos insolentes y quizá se tropezase con algún borracho. El individuo mal vestido siempre es peligroso, porque no tiene sentido de la responsabilidad y es muy probable que tenga poco que perder, pues, de lo contrario, se vestiría con más decencia. Naturalmente que la policía y la ley protegen a Rusánov del hombre mal vestido, pero esa protección llega inevitablemente con retraso. Llega después, para castigar al bribón.

Y Rusánov, que nada temía en el mundo, empezó a experimentar un temor absolutamente normal y justificado ante los sujetos licenciosos populares o, dicho con mayor precisión, empezó a temer que le aplicaran un puñetazo directo al rostro.

Por eso le había conmocionado tanto desde el principio la noticia del regreso de Ródichev. No le alarmaba que Ródichev o Guzún iniciaran una acción legal contra él, pues de nada podían acusarle ante las leyes. Pero ¿qué pasaría si conservaban su fortaleza física e intentaban, como vulgarmente se dice, romperle la cara?

Sin embargo, analizándolo con sensatez, era indudable que carecía de fundamento el irreflexivo sobresalto con que Pável Nikoláyevich acogió la noticia. Además, quizá no fuera Ródichev el que había vuelto, y quiera Dios que no regrese nunca. Todas esas habladurías sobre los regresos podían ser puras invenciones de la gente, porque en la marcha de su trabajo no había percibido Pável Nikoláyevich esos indicios susceptibles de vaticinar mudanzas en la vida.

Y si, efectivamente, Ródichev había regresado, lo habría hecho a K*** y no a esta ciudad; tendría otras cosas de qué preocuparse antes de ir en busca de Rusánov, y debería andarse con pies de plomo, no fuera que le expulsaran otra vez de K***.

Si de todos modos pretendía localizarle, no daría fácilmente con el hilo que le conduciría hasta aquí. Para llegar a esta ciudad, el tren corría tres días y tres noches a través de ocho regiones. Y si a pesar de todo se presentaba aquí, se dirigiría a casa de los Rusánov, pero no a la clínica. Y era en la clínica precisamente donde Pável Nikoláyevich se sentía completamente a salvo.

¡A salvo!… ¡Qué ridiculez!… Con este tumor y a salvo…

Aunque, si advenían tiempos tan deleznables, era preferible la muerte. Mejor morirse que sobrecogerse ante cada retorno. ¡Qué locura permitirles volver! ¿Para qué? Ellos ya se habían acostumbrado a vivir allí, ya estarían resignados. ¿Para qué, entonces, autorizarles el regreso? ¿Para qué trastornar la vida de las gentes?…

Pável Nikoláyevich se sentía agotado y propenso al sueño. Debía intentar dormirse.

Pero le acometió la necesidad de salir de la sala, que no era lo más fastidioso de ejecutar en la clínica.

Dándose la vuelta y moviéndose con cuidado, porque el tumor se asentaba en su cuello como un puño de hierro, oprimiéndole, descendió de la escandalosa cama, se puso el pijama, las pantuflas y las gafas, y salió, arrastrando silenciosamente los pies.

Ante la mesa del pasillo velaba la morena y adusta María, que se volvió solícita al oír sus pasos.

En el inicio de la escalera había una cama con un nuevo paciente, un griego de brazos y piernas largas, que gemía atormentado. No podía tumbarse y permanecía sentado como si no cupiera en el lecho. Siguió a Pável Nikoláyevich con sus insomnes ojos dominados por el terror.

En el rellano intermedio continuaba aquel hombrecillo repeinado, amarillento-bilioso, semisentado y recostado en dos almohadas dobladas, respirando oxígeno de una bolsa de lona. En su mesilla guardaba naranjas, galletas, rajat-lukum[12], yogur, pero todo eso le importaba poco. En sus pulmones no penetraba el aire necesario, ese aire elemental, puro, gratuito.

En el pasillo inferior había más camas con enfermos. Algunos dormían. Una anciana de aspecto oriental y con el cabello despeinado movía incesantemente la cabeza en la almohada, víctima de sus sufrimientos.

Pasó luego ante el minúsculo cuartucho donde a todos, sin distinción, los hacían tumbarse en un exiguo diván mugriento para ponerles las lavativas.

Finalmente, haciendo acopio de aire y procurando retenerlo en sus pulmones, Pável Nikoláyevich entró en el retrete. En este excusado, carente de cabinas y de cazoletas, se sentía particularmente desvalido y reducido a polvo. Las sanitarias limpiaban aquel lugar muchas veces al día, pero no daban abasto. Siempre podían verse allí huellas recientes o manchas de vómitos, sangre o porquería. Y es que era utilizado por salvajes no habituados a las comodidades y por enfermos que habían llegado al límite y todo les daba igual. Tendría que ver al médico jefe y conseguir su autorización para poder utilizar el excusado de los doctores.

Pero Pável Nikoláyevich trazó este plan de acción con cierta apatía.

Volvió a pasar junto al cuartucho de las lavativas, junto a la desgreñada kazaja y los otros pacientes que dormían en el pasillo.

También dejó atrás al sentenciado de la almohadilla de oxígeno.

En el piso de arriba, el griego le abordó con un impresionante y ronco susurro:

—¡Oye, hermano! ¿Curan aquí a todos? ¿O también se mueren?

Rusánov se volvió mirándole con fiereza. Al hacer ese movimiento notó palpablemente que ya no podía girar la cabeza, que tenía, como Yefrem, que volverse con todo el cuerpo. La espantosa adherencia asentada en su cuello le oprimía hacia arriba, en el maxilar, y hacia abajo, en la clavícula.

Se dirigió hacia su cama.

¿Y aún pensaba en otras cosas? ¿De quién había tenido miedo? ¿En quién había confiado?…

Allí, entre el maxilar y la clavícula, estaba su destino.

El instrumento de la justicia.

Y ante esa justicia no contaba con amigos influyentes, ni con antiguos méritos, ni con defensa alguna.