El domingo por la mañana, mientras se vestía apresuradamente para acudir al trabajo, Zoya recordó que Kostoglótov le había rogado que en su próxima guardia no dejara de ponerse el mismo vestido gris dorado cuyo cuello viera por la noche bajo la bata y que deseaba «contemplar a la luz del día». Siempre complace acceder a las peticiones desinteresadas. Además, ese vestido era apropiado para llevarlo hoy, por ser el de los días semifestivos. Confiaba en ir matando el tiempo durante el día y en que Kostoglótov acudiera a distraerla.
Cambiándose deprisa, se atavió con el vestido solicitado, perfumándolo con varios golpecitos de la palma de la mano. Se atusó el flequillo y, como el tiempo apremiaba, fue poniéndose el abrigo camino de la puerta, y su abuela apenas tuvo tiempo de introducirle el desayuno en el bolsillo.
La mañana era húmeda, fresca, pero no invernal. Con semejante tiempo, en Rusia la gente sale a la calle con impermeable. Aquí, en el sur, se tiene otro concepto del frío y del calor. Cuando ya hace calor se sigue utilizando los trajes de lana; los abrigos se sacan pronto y se guardan lo más tarde posible. Y quien posee un abrigo de pieles está deseando, con impaciencia, que se presenten de nuevo unos cuantos días de heladas.
Ya estaba en la puerta cuando Zoya divisó el tranvía que debía tomar. Corrió tras él una manzana de casas y fue la última en subir. Jadeante y encendida, se quedó en la plataforma trasera, donde corría el aire. Todos los tranvías de la ciudad eran lentos, estrepitosos; en las curvas chirriaban desgarradoramente en los raíles.
El sofoco y el golpeteo en el pecho impresionaban agradablemente su juvenil organismo, porque desaparecían al instante y sentía con más plenitud su lozanía y su festivo estado de ánimo.
Mientras duraran las vacaciones en la facultad, el solo trabajo de la clínica —tres guardias y media a la semana— le parecía algo trivial, casi un descanso. Más descansada hubiera estado, naturalmente, sin las guardias. Pero Zoya estaba habituada a soportar una carga doble: era ya el segundo año que estudiaba y trabajaba a la vez. La práctica profesional en la clínica no era mucha, pero no trabajaba para adquirir experiencia, sino para ganarse la vida. La pensión de la abuela no alcanzaba ni para el pan, la beca de Zoya se gastaba sin notarlo, su padre nunca le enviaba nada y ella tampoco se lo pedía. No deseaba deber favores a un padre como ese.
Esos dos primeros días de vacaciones después de la última guardia nocturna, Zoya no los pasó cruzada de brazos. Desde la niñez estaba acostumbrada a no permanecer ociosa. En primer lugar, empezó la confección de una blusa para la primavera, con una tela de crespón que se había comprado cuando cobró el salario de diciembre. (Su abuela siempre le decía: «Acondiciona el trineo en verano y el carro en invierno». Y ese mismo proverbio regía en las tiendas, donde los mejores géneros veraniegos sólo podían adquirirse en invierno). Cosía con la vieja Singer de la abuela (que habían acarreado desde Smolensk); los patrones provenían de la abuela, pero como estaban pasados de moda, Zoya estaba siempre con el ojo avizor por si podía captar algo de las vecinas, de las conocidas y de las que estudiaron corte y confección, para lo que Zoya carecía totalmente de tiempo. En esos días no pudo terminar la blusa, pero recorrió varias tintorerías y acondicionó su viejo abrigo de entretiempo. También fue al mercado a comprar patatas y verduras, regateó como una avara y llegó a casa con una pesada bolsa en cada mano (la abuela hacía las colas de los comercios, pero ya no podía soportar cargas pesadas). También estuvo en los baños públicos. No le quedó tiempo para tumbarse a leer tranquilamente, como solía. Sin embargo, la noche anterior había estado en el baile de la Casa de Cultura con Rita, su compañera de estudios.
Zoya hubiera preferido algo más saludable y ameno que aquellos clubs, pero eran lo corriente, y no existían otros lugares ni otras veladas festivas donde alternar con la gente joven; sólo esos clubs. En su curso y en la facultad había muchas chicas rusas, pero la mayoría de los chicos eran uzbekos. Por esta razón no le atraían los bailes del instituto.
La Casa de Cultura a la que había ido con Rita era amplia, limpia y con buena calefacción; con columnas de mármol, una escalinata y altos espejos enmarcados en bronce, en los que una podía verse al andar o bailar; tenía también costosos y cómodos sillones (pero que mantenían enfundados y donde no estaba permitido sentarse). Sin embargo, Zoya no había vuelto por allí desde la fiesta de Año Nuevo, en que fue profundamente ofendida. Se había celebrado un baile de máscaras con premios para los mejores disfraces. Zoya se hizo uno de mono con un rabo magnífico. Pensó en todos los detalles: en el peinado, en el ligero maquillaje y en la combinación de los colores. El conjunto resultaba cómico y atractivo; y estaba casi segura de ganar el primer premio, pese a la numerosa competencia. Pero, justo en el momento de la adjudicación de premios, unos insolentes muchachos cercenaron su rabo con un cuchillo y se lo fueron pasando a escondidas de mano en mano. Zoya rompió en llanto, no por la estupidez de los chicos, sino porque todo el mundo que la rodeaba soltó la carcajada, pues hallaron ingeniosa la impertinencia. El disfraz perdió mucho sin el rabo; además, Zoya se derrumbó y no obtuvo ningún premio.
Y ayer, aunque aún sentía resquemor contra el club y había entrado en él ofendida, nada ni nadie le recordó el incidente del mono. El público reunido era diverso, estudiantes de diferentes cursos y jóvenes de las fábricas, que no consintieron que Zoya y Rita bailaran juntas un solo baile. Las separaron en el acto y danzaron maravillosamente tres horas seguidas, balanceándose y moviendo los pies al compás de la orquesta. El cuerpo reclamaba esa expansión, esos giros y movimientos que lo complacían. Los caballeros hablaban poco; si bromeaban, lo hacían tontamente, a juzgar por el gusto de Zoya. Finalmente, Kolia, el técnico constructor, la acompañó a casa. Durante el trayecto charlaron sobre los filmes hindúes, sobre la natación; hubiera parecido ridículo hablar de temas más serios. Llegaron al portal, al lugar más oscuro, y allí se besaron. Y los pechos de Zoya se llevaron una buena parte, pues nunca dejaban indiferente a nadie. ¡Y cómo se los estrechaba él, tanteando otros accesos para llegar a ellos! Zoya se deleitaba y, al mismo tiempo, tuvo la atemperante impresión de que perdía un poco el tiempo, de que el domingo tendría que madrugar. Le despidió y rápidamente ascendió por la vieja escalera.
Entre las amigas de Zoya, particularmente entre las estudiantes de medicina, prevalecía la opinión de que había que apresurarse a tomar cuanto antes y por entero cuanto la vida ofrece. Ante esta corriente general, ante esta convicción unánime, era absolutamente imposible mantenerse en el primero, en el segundo y finalmente en el tercer curso como una especie de vieja solterona, con excelentes conocimientos estrictamente teóricos. Y Zoya había pasado, en varias ocasiones y con distintos muchachos, por todos los grados de la intimidad, en los que se va cediendo más y más hasta la conquista y el dominio, hasta esos anonadadores momentos en que ni una bomba que cayera sobre la casa impele a mudar de postura; hasta esos minutos plácidos y lánguidos en que se recogen del suelo y de las sillas las diseminadas prendas de vestir, que ella se pone tan diligentemente en presencia de él.
Esto, naturalmente, produjo en Zoya una intensa sensación y hacia el tercer curso dejó atrás la categoría de «vieja solterona». No obstante, comprobó que eso no era todo. Faltaba en ello una continuidad sustancial, la que confiere estabilidad en la vida y a la vez consistencia a la vida misma.
Zoya no pasaba de los veintitrés años, pero había visto mucho y guardaba ciertos recuerdos. Entre ellos, la prolongada y frenética evacuación de Smolensk, viajando primero en vagones de mercancías, después en barcas y luego otra vez en vagones de mercancías. No sabía por qué razón, pero siempre evocaba en especial a un compañero de vagón que con una cuerda medía el sitio que ocupaban los demás en los catres de tablas, pretendiendo demostrar que la familia de Zoya se apropiaba de dos centímetros que no le correspondían. También recordaba la esforzada vida en esta ciudad en los años de la guerra, cuando la gente no tenía otro tema de conversación que el de las cartillas de racionamiento y el de los precios en el mercado negro y cuando el tío Fedya hurtaba de la mesilla de Zoya una rebanada de pan de su ración. Y ahora, en la clínica, el desolador asedio de los sufrimientos causados por el cáncer, las vidas destrozadas, las desoladoras conversaciones de los enfermos y las lágrimas.
Y, frente a todo eso, los achuchones, los abrazos y lo demás no eran sino dulces gotas en el salado mar de la vida. Y no era posible impregnarse enteramente con ellas. ¿Quería esto decir que el matrimonio era algo indefectible? ¿Que la felicidad residía en el matrimonio? Los jóvenes con quienes trataba, bailaba y salía, todos, como un solo hombre, revelaban la intención de dar satisfacción a sus deseos y de eclipsarse después. Entre ellos solían decir: «Yo me casaría, pero como para una o dos noches siempre puedo encontrar a alguien, ¿para qué necesito casarme?».
Así como cuando llega al mercado una enorme remesa no se puede pedir por ella un precio triplicado, de idéntico modo resultaba incongruente mantenerse inabordable cuando alrededor todas transigían.
Tampoco era una ayuda efectiva el casarse en el Registro Civil. Zoya aprendió de la experiencia de Maria, la enfermera ucraniana que trabajaba por turnos. Maria confió en el matrimonio legalizado, pero al cabo de una semana su marido la abandonó igualmente, puso tierra por medio y desapareció. Y hacía siete años que con su solo esfuerzo sacaba adelante a una criatura, y todavía se consideraba una mujer casada.
Por eso, en las fiestas donde se bebía vino, Zoya se mantenía precavida, como el zapador en un campo de minas, si su organismo pasaba por días que podían entrañar peligro.
Conocía otro ejemplo que era mucho más cercano a ella que el de Maria. Había visto la vida detestable de sus propios progenitores, que tan pronto disputaban como se reconciliaban, que se separaban, yéndose a residir a diferentes ciudades para luego reunirse de nuevo. Y así a lo largo de sus existencias, atormentándose mutuamente. Para Zoya, repetir el error de su madre sería igual que ingerir ácido sulfúrico.
El matrimonio de sus padres era uno de los casos en los que en nada puede influir el Registro Civil.
En su cuerpo, en la correlación de sus miembros, así como en su temperamento y en el concepto que tenía de la vida en general, Zoya apreciaba una sensación de armonía y equilibrio. Y solamente dentro de ese espíritu de armonía es como podría tener lugar cualquier extensión de su vida.
Quien en las pausas de los manoseos por su cuerpo le decía cosas necias y vulgares o le repetía lo oído en las películas, como Kolia la noche pasada, destruía instantáneamente esa armonía y ya no podía agradar a Zoya.
Traqueteada por el movimiento del tranvía, siguió en la plataforma trasera hasta el final. La cobradora había acusado públicamente a un joven de no haber abonado el billete (el joven la escuchó, pero no lo pagó), y el tranvía se dispuso a dar la vuelta hacia el final de la curva, donde la gente se agolpaba esperándolo. Saltaron en marcha el joven avergonzado y un chavalillo; Zoya hizo lo mismo, pues desde allí el camino a la clínica era más corto.
Ya pasaba un minuto de las ocho. Zoya apretó un poco el paso por el sinuoso sendero asfaltado del centro médico. Como enfermera no debía correr así, pero como estudiante se la podía disculpar perfectamente.
En tanto se apresuraba hasta el pabellón de cáncer, se despojó del abrigo y se vistió la bata; cuando llegó al piso superior ya eran la ocho y diez minutos. No lo habría pasado bien si hubiera tenido que sustituir a Olimpiada Vladislávovna o a Maria, pues esta también le reprochaba de mal talante un retraso de diez minutos como si fuera de media jornada. Mas, afortunadamente, tenía que sustituir en la guardia al estudiante Turgun, el karakalpak[9], que solía ser tolerante y, en particular, con ella. Como castigo, intentó palmearla más abajo de la espalda, pero ella le esquivó; ambos se rieron y fue Zoya la que le empujó cuando descendía por la escalera.
Él aún era estudiante, pero al ser considerado como especialista nacional en su república, ya le habían nombrado médico jefe de un hospital rural. Y sólo le quedaban unos meses de libertad para poder comportarse con informalidad.
Turgun entregó a Zoya el cuaderno de tratamientos y le transmitió una tarea especial recomendada por Mita, la enfermera mayor. Los domingos los médicos no visitaban las salas, las curas y tratamientos se reducían y no había que atender a los enfermos después de las transfusiones. Sin embargo, tenían que vigilar que los familiares de los pacientes no se metieran en las salas sin la autorización del médico de guardia. Además, Mita había endosado a la persona encargada del turno diurno del domingo parte de su interminable trabajo estadístico que ella no tuvo tiempo de acabar.
Hoy se trataba de la confección de un grueso paquete de fichas de enfermos, pertenecientes al mes de diciembre del pasado año 1954. Frunciendo los labios como para emitir un silbido, Zoya pasó el dedo por los cantos de las fichas, calculando la cantidad que había y si le quedaría tiempo para bordar, cuando notó a su lado una elevada sombra. Volvió la cabeza con naturalidad y vio a Kostoglótov. Estaba pulcramente afeitado, casi peinado y sólo la cicatriz de su mentón, como siempre, hacía pensar que podía proceder de un atentado rufianesco.
—Buenos días, Zóyenka —le dijo como un perfecto caballero.
—Buenos días —respondió ella moviendo la cabeza, como si estuviera descontenta o dudara de algo, pero, en realidad, sin motivo alguno.
Él la miraba con sus grandes ojos castaño oscuro.
—No veo si ha accedido usted a mi petición o no.
—¿Qué petición?
Y Zoya frunció las cejas sorprendida. (Ese gesto le salía siempre a las mil maravillas).
—¿No lo recuerda? Pues yo no he pensado en otra cosa.
—Lo que recuerdo perfectamente es que tiene en su poder mi Anatomía patológica.
—Se la devolveré al instante. Y le quedo muy agradecido.
—¿La ha comprendido?
—Creo que lo que me interesaba lo he entendido bien.
—¿Y no le habrá perjudicado? —le preguntó Zoya muy seria—. Me he arrepentido de habérselo dejado.
—¡No, no, Zóyenka! —le replicó rozándole ligeramente sus manos—. ¡Al contrario! Ese libro me ha reanimado. Es usted un tesoro por habérmelo prestado. Pero… —dirigió la vista a su cuello— desabróchese el botón superior de la bata, por favor.
—¿Cómo? ¿Para qué? —exclamó Zoya sumamente asombrada (también este gesto le salía bien)—. ¡No tengo calor!
—Pues parece todo lo contrario. Está muy colorada.
—Sí, en efecto —y rompió a reír jovialmente.
En realidad deseaba desabrocharse la bata, pues aún no había recuperado el aliento después de la carrera y del jaleo con Turgun. Se la desabotonó.
Kostoglótov miraba con los ojos dilatados y dijo casi sin voz:
—Perfecto. Muchas gracias. ¿Luego me lo enseñará de nuevo?
—Depende de lo que haya opinado.
—Se lo diré, pero más tarde. ¿De acuerdo? Porque hoy nos veremos un ratito, ¿verdad?
Zoya giró los ojos como una muñeca.
—Sólo si viene a ayudarme. Por eso, estoy tan sofocada, por exceso de trabajo.
—Si hay que pinchar a nuestra gente, no soy buen ayudante.
—¿Y si se ocupa de la estadística médica? ¿No le causará fastidio?
—No tengo nada que oponer a la estadística, cuando no es secreta.
—Está bien. Venga, pues, después del desayuno.
Zoya le sonrió como anticipo por su ayuda.
En las salas ya estaban repartiendo el desayuno.
El pasado viernes por la mañana, acabado su turno de guardia e interesada por la conversación que sostuvieron por la noche, Zoya fue al registro de admisión y examinó la cartilla de Kostoglótov.
Comprobó que se llamaba Oleg Filimónovich (al antipático apellido no podía por menos que precederle tan grave patronímico, aunque el nombre paliaba un tanto el mal efecto), que había nacido en 1920 y que en realidad, con sus treinta y cuatro años cumplidos, no estaba casado, lo cual era algo inverosímil, y que residía, efectivamente, en un lugar denominado Ush-Terek. No tenía pariente alguno (en el dispensario oncológico tenían la obligación de anotar la dirección de los familiares), y era topógrafo de profesión y trabajaba como especialista de organización agrícola.
Pero todos aquellos datos no le revelaron nada de particular, y todo le pareció más oscuro.
Hoy había leído en el cuaderno de tratamientos que a partir del viernes habían empezado a inyectarle intramuscularmente dos centímetros cúbicos diarios de sinestrol.
Ya se la habría puesto el de la guardia nocturna, así que ella no tendría que pincharle hoy. Zoya frunció sus abultados labios en un mohín.
Después del desayuno, Kostoglótov le llevó el manual de Anatomía patológica, dispuesto a prestarle ayuda. Pero en ese momento Zoya trajinaba por las salas distribuyendo las medicinas a los pacientes que debían tomarlas tres o cuatro veces al día.
Por fin pudieron sentarse a la mesa de ella. Zoya sacó un gran pliego de papel para el borrador del gráfico, al que debían transferir toda la información a base de palotes. Empezó por explicarle la manera de trazar las rayas (aunque ella había olvidado cómo se hacía correctamente), aplicando sobre el papel una grande y pesada regla.
Zoya conocía bien la utilidad de tales «ayudantes», muchachos jóvenes y hombres solteros (y también casados). Cualquier ayuda de ese tipo solía degenerar en chirigotas, bromitas, galanteos y en errores en el registro. Mas Zoya estaba dispuesta a correr el riesgo de tales errores, porque el galanteo menos ingenioso era, de todos modos, infinitamente más interesante que el más poderoso de los registros. Y hoy no tenía nada que objetar a seguir el juego que amenizaba las horas de guardia.
En consecuencia, su asombro fue enorme cuando vio que Kostoglótov prescindía desde un principio de toda clase de miraditas y del tono característico, que comprendía rápidamente lo que debía hacer y cómo tenía que hacerlo, y que incluso le facilitaba algunas explicaciones. Luego se enfrascó en las fichas y efectuó las correcciones necesarias, mientras ella inscribía los palotes en las columnas del registro mayor. «Neuroblastoma…», dictaba él, «hipernefroma… sarcoma en la cavidad nasal… tumor en la médula espinal…». Y si algo no comprendía, lo preguntaba.
Debían computar los tumores de cada tipo que se habían dado en aquel período de tiempo, tanto en hembras como en varones, clasificarlos en decenios según el nacimiento; señalar los diversos tipos de tratamientos aplicados y su respectiva magnitud, y luego, dentro de cada categoría, precisar uno de los cinco posibles resultados: curación completa, mejoramiento, sin variación, empeoramiento y fallecimiento. El ayudante de Zoya puso especial atención a estas cinco posibilidades. Se advertía en el acto que apenas había curaciones completas, aunque tampoco muchos fallecimientos.
—Observo que no permiten que uno se muera aquí, que le dan el alta en el momento oportuno —dijo Kostoglótov.
—¿Qué otra cosa puede hacerse, Oleg? —(Le había llamado «Oleg» como premio por su ayuda. Él se dio cuenta y le dirigió una rápida mirada)—. Juzgue usted mismo. Si es obvio que ya no se puede prestar ningún auxilio al paciente y que le restan de vida las últimas semanas o meses, ¿para qué ocupar con él una cama? La gente aguarda turno para conseguirlas, esperan enfermos que aún pueden ser curados. Y los enfermos incurables…
—In… ¿qué?
—Los que no tienen cura… impresionan desfavorablemente, con su aspecto y sus conversaciones, a los enfermos que todavía pueden sanar.
Allí sentado ante la mesita de las enfermeras, a Oleg le pareció avanzar un paso en la posición social y en la comprensión del mundo. Aquel «él» al que ya no se podía prestar ningún auxilio, aquel «él» que no debía seguir ocupando una cama porque era un enfermo incurable no tenía nada que ver con él, con Kostoglótov. Con él, con Kostoglótov, hablaban como si no fuera a morirse, como si fuera un enfermo completamente curable. Este salto de un estado a otro, efectuado tan inmerecidamente, por caprichos de inesperadas circunstancias, le hizo recordar vagamente algo que en ese instante no precisó.
—Sí, todo eso es lógico. Pero han dado de alta a Azovkin, y ayer, delante de mí, escribieron «tumor cordis» sin explicarle ni decirle nada. Tuve la sensación de que también yo participaba en el engaño.
Estaba sentado de perfil con relación a Zoya, quien ahora no podía ver la mejilla de la cicatriz, sino el otro lado del rostro, exento de ferocidad.
Siguieron trabajando aplicadamente y en buena armonía, y antes de la hora de la comida habían concluido su tarea.
Mita había dejado pendiente otro trabajo más: copiar los análisis del laboratorio en las tarjetas de la temperatura de los pacientes, a fin de manejar menos papeles y pegarlos con habilidad en los historiales clínicos. Pero todo eso resultaba excesivo para un solo domingo. Zoya exclamó:
—Bien. ¡Muchas, muchas gracias, Oleg Filimónovich!
—¡Oh, no! ¡Llámeme Oleg, como antes!
—Después de la comida reposará…
—Nunca reposo…
—No olvide que está enfermo.
—Es extraño, Zóyenka. En cuanto sube usted la escalera para comenzar su trabajo, ¡me siento absolutamente sano!
—Está bien —accedió Zoya, complaciente—. Por esta vez le recibiré en el salón de visitas.
Y con un movimiento de cabeza le indicó la sala de conferencias de los doctores.
Sin embargo, después de la comida, de nuevo distribuyó medicinas y atendió asuntos urgentes en la sala grande de mujeres. En contraste con la desolación y las enfermedades que la rodeaban, Zoya reconocía estar limpia y sana hasta el último poro y célula de su piel. Con especial júbilo sentía sus turgentes y rotundos senos, y el peso que ejercían cuando se inclinaba sobre las camas de los pacientes y cómo temblaban cuando caminaba ligera.
Por fin el trabajo disminuyó. Zoya ordenó a la sanitaria sentarse allí mismo, ante su mesa, y no permitir la entrada de visitantes a las salas, y le sugirió que la llamara si ocurría algo. Tomó la labor de bordado y Oleg la siguió al salón de los médicos.
Era una estancia clara, esquinada, con tres ventanas, que no estaba dispuesta con gusto original. En ella se dejaba sentir patentemente la mano del contable y la del médico jefe; los dos divanes que había no eran, en verdad, confortables, sino de tipo estrictamente oficial, con verticales respaldos que acababan en sendos espejos, en los que sólo podría mirarse tal vez una jirafa. Las mesas estaban acopladas según los cánones adustos que regían en todas las instituciones: el macizo escritorio presidencial, con un cristal grueso en su superficie, y transversalmente a él, formando la inevitable T, la larga mesa para los asistentes a las reuniones. Esta segunda mesa estaba cubierta, al estilo de Samarkanda, con un tapete afelpado azul claro, color que prestaba cierta alegría a la estancia. Había también unos cómodos sillones, alejados de la mesa, que formaban un grupo caprichoso y que contribuían igualmente a hacerla más atractiva.
Allí nada recordaba al hospital, aparte del periódico mural El Oncólogo, publicado con motivo del aniversario de la Revolución.
Zoya y Oleg tomaron asiento en los cómodos y mullidos sillones, en la parte más clara de la habitación, donde sobre unos maceteros había jarrones con pitas, y tras el amplio cristal del ventanal por el que se veían las extendidas ramas de un roble cuya altura se perdía más arriba.
Oleg no estaba simplemente sentado en el sillón. Su cuerpo entero percibía su comodidad, lo bien que se ajustaba su espalda al respaldo y la naturalidad con que se podía reclinar en él la cabeza y el cuello.
—¡Vaya un lujo! —dijo—. No he tropezado con semejante esplendor… desde hace quince años, seguramente.
(Si tanto le gusta el sillón, ¿por qué no se ha comprado uno igual?).
—Y bien, ¿qué ha opinado usted? —preguntó Zoya con el giro de la cabeza y la expresión de los ojos en consonancia con el momento.
Aislados ahora en aquella habitación y sentados en aquellos sillones con el solo objeto de charlar, dependía de una palabra, del tono que adoptaran o de una simple mirada, que la conversación no pasara de ser un mero canje de palabras intrascendentes o que ahondara en temas más importantes. Zoya estaba preparada para la primera variante, aunque había ido allí presintiendo la segunda.
Y Oleg no la decepcionó. Desde el respaldo del sillón, sin apartar la cabeza de él y con la mirada dirigida a la ventana, dijo solemnemente:
—He estado pensando… si una muchacha de dorado flequillo… iría a nuestras tierras vírgenes.
Y sólo entonces la miró.
Zoya sostuvo su mirada.
—¿Y qué le esperaría allí a esa muchacha?
Oleg suspiró.
—Ya se lo he dicho. Nada risueño. No hay agua corriente, las planchas son de carbón vegetal y las lámparas de petróleo. Cuando el tiempo es húmedo, sólo hay barro, y cuando este se seca, sólo polvo. Nunca puede uno vestirse decentemente.
No omitió ningún detalle desagradable, ¡como si quisiera evitarle la oportunidad de pronunciar una promesa! ¿Qué clase de vida es esa si uno nunca puede vestirse decentemente? Pero Zoya también sabía que, por muy confortable que fuera residir en una gran ciudad, con la ciudad no se vive. Por eso anhelaba, en primer lugar, comprender a aquel hombre antes de formarse una idea de lo que pudiera ser aquella aldea.
—No comprendo qué le retiene a usted allí.
Oleg se echó a reír.
—¡El Ministerio del Interior! ¡Eso es lo que me retiene!
Y siguió tan placenteramente, con la cabeza recostada en el respaldo.
Zoya se puso en guardia.
—Ya lo sospechaba. Pero si usted es ruso…
—Sí, ruso al cien por cien. No está prohibido tener cabellos negros, ¿no?
Y se los alisó.
Zoya se encogió de hombros.
—Entonces, ¿por qué?
Oleg suspiró.
—¡Oh! ¡En qué ignorancia tan grande vive la juventud! Nosotros no teníamos la menor idea del Código Penal, ni de sus artículos, ni de sus párrafos, ni de cómo interpretarlos ampliamente. Y usted vive aquí, en el centro del distrito, y ni siquiera conoce la elemental diferencia que existe entre el colono deportado y el deportado administrativo.
—¿Y cuál es?
—Yo soy un deportado administrativo. No he sido exiliado por razones de nacionalidad, sino personales, por mí mismo, por ser Oleg Filimónovich Kostoglótov, ¿comprende? —y se echó a reír—. Como «ciudadano privado y distinguido», para el que no hay lugar entre los ciudadanos honrados.
Y dirigió hacia ella la brillante mirada de sus oscuros ojos.
Pero Zoya no se asustó. Mejor dicho, se sobresaltó, rehaciéndose al instante.
—¿Y… por cuánto tiempo le han deportado? —preguntó quedamente.
—¡A perpetuidad! —respondió con voz de trueno.
A ella le retumbaron los oídos.
—¿De por vida? —volvió a inquirir con un susurro.
—No. Exactamente a perpetuidad —insistió Kostoglótov—. En los documentos así estaba escrito. Si hubiera sido de por vida, se podría trasladar de allí el féretro, aunque no fuera más; pero siendo a perpetuidad, seguramente ni el ataúd se podrá sacar de allí. Ni aunque el sol se extinguiera, pues la eternidad es más larga.
Ahora sí que se le oprimió el corazón. Todo tenía razón de ser, la cicatriz y su aspecto a veces cruel. Podía ser un homicida, un hombre temible capaz de estrangularla allí mismo con la mayor frialdad.
Pero Zoya no giró el sillón para facilitar la huida. Únicamente apartó la labor (que aún no había tocado) y mirando valientemente a Kostoglótov, que seguía tan tranquilo e impasible acomodado en el sillón, le preguntó excitada:
—Si le resulta penoso, no me responda. Pero si no tiene inconveniente, ¿podría decirme la razón por la que dictaron contra usted tan terrible sentencia? ¿Por qué?…
Kostoglótov no sólo no expresó su pesar al tener que confesar su crimen, sino que con una sonrisa despreocupada respondió:
—No hubo ninguna sentencia, Zóyenka. El destierro a perpetuidad lo recibí por mediación de una orden.
—¿Por… una orden?
—Sí, así se llama. Algo parecido a una factura. Como cuando se da salida a las mercancías del depósito al almacén: tantos sacos, tantas barricas… Peso muerto utilizado…
Zoya se echó las manos a la cabeza.
—Un momento… No lo comprendo. ¿Es posible eso? ¿Es posible que le ocurriera a usted? ¿Que pueda sucederle a todos?
—No, no se puede decir que a todos. A quien al juzgarle le aplican únicamente el párrafo diez, no lo deportan; pero si le aplican el diez y el once, no se libra de la deportación.
—¿Qué significado tiene el párrafo once?
—¿El once? —Kostoglótov recapacitó un instante—. Me parece, Zóyenka, que le estoy contando demasiadas cosas. En el futuro, ándese con cuidado con ellas, porque también podría ver las orejas al lobo. Mi sentencia fundamental fue de siete años, de acuerdo con el párrafo diez. Y puede creerme que a quien condenan a menos de ocho años es que no hay nada contra él, que las acusaciones están montadas en el aire. Pero también me aplicaron el párrafo once, que se refiere a los asuntos de agrupación. Este no aumenta la condena, pero como se trataba de un grupo, nos enviaron al exilio perpetuo a diferentes lugares para que nunca más volviéramos a reunimos en el antiguo sitio. ¿Lo comprende ahora?
No, aún seguía sin comprender nada.
—¿Se trataba de…? —atenuó el término— ¿cómo se dice?, ¿de eso, de una banda?
Kostoglótov soltó de repente una sonora carcajada que interrumpió con brusquedad, enfurruñándose.
—Ha estado formidable. Lo mismo que a mi juez de instrucción, a usted tampoco le satisface la palabra «grupo». Él se complacía en denominarnos «banda». Sí, éramos una banda de estudiantes, chicos y chicas, del primer curso —miró con severidad—. Comprendo que aquí no se pueda fumar, que es un delito. No obstante, fumaré. ¿Bien? Nos reuníamos, cortejábamos a las chicas, bailábamos, y los muchachos, además, hablábamos de política. Y sobre… Él. A nosotros, ¿comprende usted?, no nos satisfacían algunas cosas. Digamos que no estábamos entusiasmados. Dos de nosotros habíamos luchado en la guerra y confiábamos en que después de la contienda todo iría de diferente manera. En mayo, en vísperas de los exámenes, nos encerraron a todos, incluidas las chicas.
Zoya estaba desconcertada… Cogió de nuevo el bordado. Por un lado, le estaba contando cosas peligrosas, que no sólo no debía repetir a nadie, sino ni siquiera escuchar ni prestar oídos. Pero, por otro lado, era un gran alivio saber que no habían atraído a nadie a un callejón oscuro, que no habían matado.
Se aclaró la garganta:
—No llego a entenderlo. De todos modos, ustedes hicieron algo; pero ¿qué?
—¿Cómo que qué? —succionó el cigarrillo y expelió el humo. ¡Qué grandullón era él, y qué pequeño el cigarrillo!—. Ya le he dicho que estudiábamos. Bebíamos vino si nos los permitía el dinero de la beca. Asistíamos a fiestas. Y arrestaron a las chicas junto con nosotros.
Y a cada una de ellas la condenaron a cinco años… —la miró con fijeza—. Póngase en su caso e imagínese que la detienen en vísperas de exámenes del segundo semestre y que la meten en el saco.
Zoya apartó la costura.
Cuanto de terrible había presentido escuchar de él parecía algo pueril comparado con eso.
—Y ustedes, los muchachos, ¿qué necesidad tenían de eso?
—¿De qué? —Oleg no lo comprendió.
—Pues de eso, de mostrarse descontentos… de esperar otra cosa…
—¡Ah! ¡En efecto! —rio con resignación Oleg—. ¡En efecto! Esa idea no se me pasó por la cabeza. Ha vuelto usted, Zóyenka, a coincidir con mi juez de instrucción. Me decía lo mismo. Pero ¡qué silloncito tan cómodo! En la cama no puede uno sentarse tan a gusto.
Oleg, instalado con la máxima comodidad, mientras fumaba miró, con los ojos entornados, la amplia ventana de un solo cristal.
Aunque se aproximaba el anochecer, el día nublado y monótono no oscurecía, se aclaraba. La capa nubosa íbase despejando y disminuyendo por el oeste, hacia donde se orientaba precisamente la fachada de la sala.
Sólo entonces se puso Zoya a bordar con aplicación. Daba las puntadas con evidente placer. Ambos guardaban silencio. Oleg no la alabó por su bordado como la vez anterior.
—¿Y qué pasó con… su chica? ¿También estaba allí? —preguntó Zoya sin alzar la cabeza de la labor.
—Sí… —contestó Oleg, alargando la sílaba, como si su pensamiento estuviera concentrado en algo distinto.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—¿Ahora? Por las orillas del río Yeniséi.
—¿Es que no puede reunirse con ella?
—Ni lo intento —dijo con indiferencia.
Zoya le miraba a él y él a la ventana. ¿Por qué, entonces, no se casaba con ella donde residía en la actualidad?
—¿Es que existen dificultades para que puedan juntarse? —se le ocurrió preguntarle.
—Es casi imposible para quienes no están casados legalmente —dijo, distraído—. Pero el caso es que no hay ninguna razón para hacerlo.
—¿Tiene alguna foto suya?
—¿Foto? —exclamó asombrado—. No está permitido que los presos conserven fotografías. Se las rompen.
—¿Cómo era ella?
Oleg sonrió y entornó los ojos:
—Sus cabellos descendían hasta los hombros y al llegar a ellos se curvaban hacia arriba. Sus ojos… siempre… no eran como los de usted, ligeramente burlones, sino siempre algo tristes. ¿Será que la persona puede presentir su destino, eh?
—¿Estuvieron juntos en el campo?
—No…
—¿Cuándo se vieron por última vez?
—Cinco minutos antes de mi detención… Como corría el mes de mayo, estuvimos mucho tiempo sentados en el jardincillo de su casa. Después de la una de la madrugada me despedí de ella y me fui. En la segunda esquina había un coche aparcado.
—¿Y a ella?
—A la noche siguiente.
—¿Y nunca más volvieron a verse?
—Sí, una sola vez. En el careo a que nos sometieron. A mí ya me habían rapado el pelo. Esperaban que nos acusáramos uno al otro, pero no hicimos ninguna declaración.
Daba vueltas a la colilla sin saber dónde echarla.
—Déjela allí —y Zoya le indicó el limpio y resplandeciente cenicero de la mesa presidencial.
Por poniente las nubecillas iban espaciándose más y más hasta dejar al descubierto un solecillo delicadamente dorado. Hasta el endurecido y obstinado rostro de Oleg se suavizó por su resplandor.
—¿Y por qué ahora no intentan reunirse? —se compadeció.
—¡Zoya! —exclamó Oleg con dureza, pero se detuvo pensativo—, ¿tiene usted la menor idea de lo que le aguarda en el campo de concentración a una joven si es bonita? Si en cualquier zanja del camino no la violan los malhechores (quienes, por otra parte, siempre pueden hacerlo en el campo), en su primera noche de estancia en él, los parásitos del campo, los obscenos capataces o los distribuidores de las raciones de comida pueden planear que en su presencia sea conducida desnuda al baño. A la mañana siguiente le proponen vivir con fulano y un puesto de trabajo limpio y calentito. Pero si rehúsa, procuran acorralarla y mortificarla de tal modo que ella misma termina por arrastrarse a sus pies solicitando lo propuesto… —cerró los ojos—: Ella no ha muerto, y ha cumplido su condena sin contratiempos. No la culpo por ello, me hago cargo. Pero… se acabó. Ella también lo comprende.
Guardaron silencio. El sol se dejó ver con todo su esplendor y el mundo entero se llenó súbitamente de alegría y de claridad. Los árboles del jardín resaltaron, más negros y precisos, y allí, en la habitación, se destacó el tapete azul y los cabellos de Zoya cubriéndose de oro.
—… Una de nuestras chicas se suicidó… Otra aún vive… Tres de nuestros muchachos han muerto… Y no sé nada de otros dos…
Se colocó de lado en el sillón y, balanceándose, recitó:
Aquel huracán ya pasó… Hemos sobrevivido pocos…
Muchos son los que faltan a la llamada de la amistad…
Siguió sentado de aquella traza, torcido, con la mirada fija en el suelo. Sus cabellos partían de los parietales, arremolinándose en todas las direcciones. Tenía que mojárselos dos veces al día y peinárselos.
Continuó callado, pero todo cuanto Zoya había querido oír, ya lo había escuchado. Le explicó lo más importante: que estaba encadenado al exilio, pero no por un crimen; que no estaba casado, pero no por taras o vicios. Después de tantos años, había hablado con delicadeza de su antigua novia y era, evidentemente, capaz de un sentimiento verdadero.
Ambos seguían callados; ella miraba unas veces el bordado, y otras clavaba la vista en él. No descubría en Oleg el menor atisbo de belleza, aunque tampoco advertía ya en él nada grotesco. A la cicatriz se podía acostumbrar. Como decía la abuela: «No necesitas un hombre apuesto, sino un hombre bueno». Y lo que Zoya apreciaba netamente en él, después de cuanto había sufrido, era su estabilidad y firmeza; una firmeza comprobada que nunca hallara en los jovenzuelos que trataba.
Siguió dando puntadas, e inesperadamente sintió sobre sí la escrutadora mirada de él.
Miró de reojo, al encuentro de sus ojos.
Y él empezó a declamar con gran expresividad, con la vista fija en su rostro:
¿A quién he de invocar?… ¿Con quién compartir
la melancólica alegría de haber quedado vivo?
—¡Ya la ha compartido usted! —susurró ella, sonriéndole con los ojos y los labios.
Estos no eran de color rosa, aunque tampoco parecían pintados. Tenían un tono entre colorado y anaranjado, encendidos, de color de fuego pálido.
El suave y amarillento sol del atardecer daba vida al rostro macilento y enfermizo de Oleg. En aquella tibia claridad, hacía pensar en que no moriría, en que podría sobrevivir.
Oleg sacudió la cabeza, como el guitarrista al pasar de una canción triste a otra alegre:
—¡Zóyenka! ¡Permita que este día de fiesta lo sea hasta el final! Estoy hastiado de esas batas blancas. ¡Déjeme admirarla no como enfermera, sino como a una bella chica de la ciudad! En Ush-Terek no podré ver una así.
—¿De dónde saco yo una muchacha guapa? —bromeó Zoya.
—No tiene más que quitarse la bata unos minutos y pasearse.
Y se apartó del sillón para indicarle por dónde tenía que caminar.
—Estoy en el trabajo —objetó ella—. No puedo…
Tal vez porque habían hablado largo rato de cosas tristes, o tal vez porque el sol en declive inundaba con sus rayos tan festivamente la habitación, el caso es que Zoya tuvo el impulso y la inspiración de que podía complacerle, de que todo saldría bien.
Dejó la labor, se levantó de un salto del sillón como una chiquilla y comenzó a desabotonarse la bata, algo inclinada hacia adelante y apresurada, como si se dispusiera a correr y no a dar unos pasos simplemente.
—¡Estire! —y ella le lanzó un brazo como si no le perteneciera.
Él estiró y la despojó de la manga.
—¡La otra! —pidió Zoya, efectuando un movimiento de baile al darse la vuelta de espaldas.
Él le sacó la otra manga y la bata quedó en sus rodillas. Ella se puso a caminar por la habitación como una modelo, cimbreándose o irguiéndose con moderación, ora moviendo los brazos al andar, ora alzándolos un poco.
Así dio varios pasos, se volvió y se quedó inmóvil con los brazos extendidos.
Oleg sujetaba la bata de Zoya contra el pecho, como en un abrazo, y la miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¡Bravo! —vociferó—. ¡Magnífico!
Hasta en aquel tapete azul había algo de la luminiscencia del inagotable azul celeste del Uzbekistán, que se inflamaba al sol y que hacía persistir en el interior de Kostoglótov la melodía de ayer, la melodía de la conciencia, de la comprensión. Habían retornado a él los desordenados, complicados y mezquinos deseos. Volvía a sentir alegría ante un asiento confortable y una estancia acogedora después de mil años de existencia desquiciada, quebrantada, desvalida. Y alegría también al contemplar a Zoya, y no sólo admirarla. Sentía un júbilo multiplicado, porque esa admiración no era indiferente, sino plena de apetencias. ¡Él, que medio mes atrás estaba moribundo!
Zoya movió triunfalmente sus flamígeros labios, y con expresión de coquetona suficiencia, como si supiera algún secreto, se dio la vuelta andando en dirección contraria hasta la ventana. Se volvió de cara a él y se quedó parada.
Oleg no se levantó, siguió sentado, pero su negra cabeza, semejante a una escoba, se sentía impulsada hacia ella.
Por ciertos indicios que se perciben sin que les demos nombres, en Zoya se notaba fuerza. No exactamente la que se precisa para desplazar armarios, sino esa otra que exige el confrontamiento con una similar. Y Oleg se congratulaba porque creía poder aceptar el desafío, porque se sentía apto para medirse las fuerzas con ella.
¡Todas las pasiones habían retomado a su organismo convaleciente! ¡Todas!
—¡Zo…ya! —exclamó Oleg, arrastrando las sílabas—. ¡Zo… ya! ¿Qué cree usted que significa su nombre?
—Zoya quiere decir «vida» —manifestó ella contundente, como si enunciara una consigna. Le gustaba explicarlo. Seguía erguida, con las manos a la espalda, apoyadas en el alféizar de la ventana, y el cuerpo levemente inclinado, descansando en un pie. Sonrió feliz. No le quitaba los ojos de encima.
—¿Por eso de «zoo»? Zoo… ¿No siente a veces su afinidad con los antepasados?
Se rio, siguiéndole la broma.
—Todos nos parecemos un poquito a ellos. Nos proveemos del sustento, alimentamos a nuestras crías. ¿Tiene eso algo de malo?
Y probablemente tendría que haber parado ahí. Pero se hallaba tan excitada por la tenaz y absorbente admiración de él, admiración que jamás encontrara en los jóvenes de la ciudad que cada sábado abrazaban con desenvolutra a las chicas, aunque no fuera más que al bailar, que levantó de nuevo los brazos y empezó a contonear el cuerpo como correspondía al entonar la canción de moda de una película hindú:
—¡A-va-rai-ya-a-a! ¡A-va-rai-ya-a-a!
Pero el rostro de Oleg se ensombreció de repente y suplicó:
—¡No! No cante esa canción, Zoya.
Ella adoptó en el acto una actitud recatada, como si no hubiera cantado y danzado un instante antes.
—Es de la película El vagabundo —le dijo—. ¿La ha visto?
—Sí, la he visto.
—¡Es un filme estupendo! Yo lo he visto dos veces —(había ido cuatro veces a verlo; pero, sin saber ella misma el motivo, no quiso reconocerlo)—. ¿No le ha gustado? El destino del vagabundo es como el suyo.
—¡En absoluto! —Oleg frunció el ceño, y en su rostro ya no volvió a aparecer la radiante expresión de antes.
El amarillento sol no le prestaba ya su tibieza y saltaba a la vista que, a pesar de todo, era un hombre enfermo.
—Él también regresó de la cárcel y su vida estaba arruinada por completo.
—Todo eso no son sino trucos. Él era el típico malhechor, un criminal profesional.
Zoya alargó sus manos en demanda de la bata.
Oleg se levantó, la desdobló y le ayudó a ponérsela.
—¿Les tiene usted inquina? —le agradeció con un movimiento de cabeza su ayuda, y se abrochó los botones.
—Les odio —y la miró con cruel expresión, y contrajo la mandíbula con una leve convulsión desagradable—. Son como aves de rapiña, parásitos que viven a costa de los demás. Hemos estado treinta años proclamando que esa gente puede reeducarse, que «socialmente son nuestros semejantes», pero ellos sustentan el principio: «Si a ti no te…».
Y emplean a continuación palabras obscenas y extremadamente cáusticas, que vienen a querer decir: «Si a ti no te apalean, mantente quieto y aguarda tu turno», «Si desnudan al vecino y no se meten contigo, no te muevas y aguarda tu turno». Pisotean con placer a quien yace abatido en el suelo, cubriéndose, al mismo tiempo, con el manto del romanticismo. Nosotros cooperamos a crearles unas leyendas y hasta sus canciones se abren paso en las pantallas.
—¿Qué leyendas?
Ahora Zoya le miraba de abajo arriba, como si hubiera incurrido en falta.
—Se necesitarían cien años para relatarlas. Pero le contaré una, si lo desea. —Ambos estaban en pie ante la ventana. Oleg, en contraste con sus rudas palabras, la tomó delicadamente del codo y siguió hablándole como si se dirigiera a una niña—. Esos criminales profesionales quieren hacerse pasar por «bandidos generosos» y dicen enorgullecerse de no expoliar a los pobres, de no atentar contra «el sagrado rancho de los presos», o sea, contra la ración de comida asignada por la prisión; de que sólo roban todo lo demás. Pero en el año 1947, cuando estábamos en un campo de tránsito en Krasnoyarsk, en nuestra celda no había un solo «castor», es decir, alguien que poseyera algo susceptible de ser robado. La mitad de la celda la componían esos criminales profesionales. Padecían hambre y empezaron a apropiarse de todo el azúcar y el pan que allí entraba. Tenía la celda una composición harto original: la mitad estaba integrada por bandidos; la otra mitad, por japoneses y dos rusos condenados por política: un famoso aviador del Artico y yo, cuyo nombre seguía llevando una de las islas del océano Glacial Artico mientras él estaba en prisión. Así pues, los profesionales del crimen estuvieron despojándonos desvergonzadamente a nosotros dos y a los japoneses de todo durante tres días. Pero los japoneses, que son desconcertantes, se pusieron de acuerdo y por la noche, levantándose sigilosamente, arrancaron las tablas de las literas y, al grito de «¡Banzai!», arremetieron con los tablones llenos de clavos contra los malhechores. ¡Y qué concienzudamente les atizaron! ¡Era digno de verse!
—¿Y a ustedes?
—¿Por qué habían de atacarnos? Nosotros no les robábamos su pan. Aquella noche nos mantuvimos neutrales, aunque partidarios de las gloriosas armas japonesas. Por la mañana se restableció el orden y recibimos la ración completa de pan y azúcar. Pero verá usted lo que hizo la administración del campo. Trasladó de nuestra celda a la mitad de los japoneses y reforzó a los batidos delincuentes profesionales con otros criminales de refresco. Entonces, todos ellos, en superioridad numérica, se lanzaron contra los japoneses blandiendo cuchillos, pues de nada se privan. Les infligieron un castigo cruel, de muerte. El aviador y yo no pudimos soportarlo y nos unimos a los japoneses.
—¿Contra los rusos?
Oleg soltó su codo y se enderezó. Movió la mandíbula de un lado a otro y precisó:
—A los profesionales del crimen yo no los considero rusos.
Alzó la mano y se pasó un dedo por la cicatriz, como si se la frotara, desde el mentón, en la parte inferior de la mejilla, hasta el cuello:
—Allí me acuchillaron.