11

De todas maneras, en la tarde del sábado se notaba un imperceptible alivio en las salas del pabellón de cáncer sin que pudiera concretarse el motivo. Era evidente que los pacientes no se libraban de sus enfermedades la víspera del domingo y, menos aún, de sus cavilaciones sobre ellas. Quedaban dispensados de las conversaciones con los médicos y de la mayor parte del tratamiento; probablemente fuera eso lo que contentara a esa eterna y pueril fibra del hombre.

Después de la conversación con Asia, Diomka, apoyando lo menos posible la pierna que le dolía cada vez más, superó la escalera y entró en su sala, donde había mucha animación.

Se habían reunido en ella no sólo los pacientes de la misma y Sibgátov, sino también enfermos de la planta baja, algunos conocidos, como el viejo coreano Ni, que había sido trasladado de la sala de radioterapia (mientras sostenía en su lengua las agujas de radio, le mantenían encerrado como a los valores bancarios), y otros enfermos nuevos. Uno de estos, un ruso de buena presencia, abundante pelo canoso y con la garganta afectada, que sólo le permitía hablar en voz baja, hallábase sentado justamente en el lecho de Diomka. Todos escuchaban, hasta Mursalímov y Yeguenberdíev, que no entendían el ruso.

Kostoglótov hacía uso de la palabra. No estaba sentado en su cama, sino que ocupaba un lugar más elevado, el alféizar de la ventana, lo que ponía de relieve la importancia del momento (con enfermeras severas no habría podido conservar mucho tiempo tal postura; pero estaba de guardia el médico practicante Turgun, joven indulgente que comprendía muy bien que la ciencia médica no se conmocionaría por ello). Con un pie en su cama y con el otro doblado sobre la rodilla, como si fuera una guitarra, balanceándose ligeramente, excitado, dirigiéndose a toda la sala, en voz alta razonaba:

—Existió un filósofo llamado Descartes, que dijo: «¡Pon todo en duda!».

—Pero ¡eso no se refiere a nuestra realidad! —le recordó Rusánov alzando un dedo.

—No, claro que no —admitió Kostoglótov, como asombrado de su objeción—. Únicamente quiero decir que no debemos confiarnos a los médicos como conejillos de Indias. Miren, estoy leyendo este libro —y cogió de encima de la ventana un libro abierto de gran tamaño—, de Abrikósov y Strukov, la Anatomía patológica, que sirve de texto en la facultad de Medicina. En él se dice que la relación entre el desarrollo gradual de los tumores y la actividad del sistema nervioso central es aún poco conocida. ¡Y esa relación es asombrosa! Dice claramente —halló la línea— que «se suelen dar, aunque raramente, casos de curas espontáneas». ¿Se dan cuenta de cómo está escrito? ¡No alude a las recuperaciones logradas por el tratamiento, sino a curaciones reales! ¿Qué les parece?

En la sala se inició un movimiento. Como si del libro abierto fuera a salir volando la tangible e irisada mariposa de la cura espontánea y cada uno de ellos ofreciera su frente o sus mejillas para que el lepidóptero los rozara salutíferamente en su vuelo.

—¡Espontáneamente! —exclamó Kostoglótov, dejando el libro y agitando sus extendidos brazos, mientras seguía con los pies en la misma postura, como si sostuviera en ellos una guitarra—. ¡Esto quiere decir que de súbito, por una razón inexplicable, el tumor toma la dirección contraria! ¡Disminuye, se reabsorbe y, finalmente, se esfuma! ¿Qué les parece?

Todos guardaban silencio, con las bocas medio abiertas como ante un cuento de hadas. ¿Qué su tumor, ese tumor destructor que había alterado su vida, podía desintegrarse súbitamente, consumirse, secarse, desaparecer?…

Todos callaban, ofreciendo el rostro a la mariposa. Sólo el taciturno Poddúyev hizo crujir la cama y, enarcando el ceño con expresión de desesperanza, rezongó:

—Es de suponer que para eso habrá que tener… la conciencia tranquila.

No todos comprendieron lo que quería decir, si intervenía en la conversación o se refería a algo suyo.

Pero Pável Nikoláyevich, que en aquella ocasión no sólo escuchaba con atención al vecino Roedor, sino también con cierta simpatía, le recriminó:

—¿Qué tiene que ver aquí la conciencia? ¡Debería sentirse avergonzado, camarada Poddúyev!

Mas Kostoglótov captó al vuelo sus palabras.

—¡Has dado certeramente en el clavo, Yefrem! ¡Justo en el clavo! Porque todo puede ser y nosotros no sabemos ni jota. Por ejemplo, después de la guerra leí una cosa muy interesante en una revista… Por lo visto, la persona posee en el encéfalo cierta barrera de sangre cerebral. En tanto las sustancias o microbios mortales no traspasen dicha barrera introduciéndose en el cerebro, el hombre vive. ¿Y de qué depende que se introduzcan o no?…

El joven geólogo, que no había dejado el libro desde que entró en la sala, y que seguía leyendo sentado en la cama junto a la otra ventana cercana a Kostoglótov, levantaba la cabeza de cuando en cuando en el curso de la discusión. Ahora la alzó nuevamente. Escuchaban los pacientes de la sala y escuchaban también los visitantes. Federau, cerca de la estufa, con su cuello limpio y blanco aunque ya sentenciado, tendido de costado y hecho un ovillo, prestaba atención con la cabeza sobre la almohada.

—… Pues, al parecer, depende de la proporción de sales potásicas y sódicas que existen en dicha barrera. Cuando una de estas dos sales, no recuerdo cuál, prevalece, supongamos ahora que sea la de sodio, no puede filtrarse nada a través de la barrera y el hombre se libra de la contaminación y sigue viviendo. Pero si, por el contrario, predominan las sales potásicas, la barrera deja de ser una salvaguardia y el hombre muere. ¿De qué depende la debida proporción de potasio y sodio? ¡Esto es lo más interesante! ¡Su correlación está en dependencia de la disposición de ánimo del individuo! ¿Lo comprenden? O sea, si se trata de una persona animosa, de espíritu firme, en la barrera predomina el sodio y ninguna enfermedad puede conducirle a la muerte. Pero es suficiente que su espíritu decaiga para que inmediatamente prevalezca el potasio y, entonces, ya puede ir encargando el ataúd.

El geólogo atendía con plácida y apreciativa expresión como el estudiante perspicaz que acierta cabalmente el próximo renglón que se ha de escribir en el encerado. Y sancionó:

—Esa es la fisiología del optimismo. La idea es buena, muy buena.

Y volvió a aplicarse a su libro como si no quisiera desaprovechar el tiempo.

Pável Nikoláyevich no tuvo nada que objetar. El Roedor había razonado científicamente.

—Así pues, no me asombraría —prosiguió Kostoglótov— que dentro de cien años descubrieran que nuestro organismo segrega sal de cesio o cualquier otra cuando se tiene limpia la conciencia, y que no la segrega cuando la conciencia remuerde. Y que de dicha sal de cesio dependa el desarrollo de las células del tumor o su reabsorción.

Yefrem suspiró roncamente:

—Yo he sido la perdición de muchas mujeres. Las he abandonado con niños… Lloraban… A mí no me desaparecerá.

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra? —dijo Pável Nikoláyevich fuera de sí—. ¡Esas ideas no son más que prejuicios clericales! ¡Ha leído usted toda clase de basura camarada Poddúyev, y no ha hecho más que desarmarse ideológicamente! ¡Y ahora nos viene con monsergas sobre la perfección moral!…

—¿Por qué pretende usted buscar tres pies al gato al referirse a la perfección moral? —arremetió Kostoglótov—. ¿Por qué le irrita tanto la perfección moral? ¿A quién puede ofender? ¡Sólo a los desalmados!

—¡Usted… me está faltando al respeto! —y los lentes de Pável Nikoláyevich y su montura relucieron en aquel momento con severidad. Mantenía rígida la cabeza como si ningún tumor le presionara en el submaxilar derecho—. ¡Hay asuntos sobre los que se ha establecido una opinión definida, que usted ya no está en condiciones de discutir!

—¿Puede saberse por qué no puedo? —Kostoglótov clavó sus grandes ojos negros en Rusánov.

—¡Ya está bien! —intervinieron los otros pacientes con intención apaciguadora.

—Escuchad, camaradas —susurró el afónico desde la cama de Diomka—, habían empezado a hablar del hongo del abedul…

Pero ni Rusánov ni Kostoglótov querían ceder. Aunque nada sabía el uno del otro, se miraban con mutua saña.

—¡Si desea dar su opinión, emplee la más elemental corrección! —apabulló a su oponente Pável Nikoláyevich, articulando sílaba por sílaba—. ¡Sobre la perfección moral de Lev Tolstói y compañía escribieron de una vez para siempre Lenin, el camarada Stalin y Gorki!

—¡Perdone! —respondió Kostoglótov conteniéndose con dificultad y alargando la mano con condescendencia—. Pero nadie en el mundo puede aseverar nada de una vez para siempre. Porque se estancaría la vida y las generaciones futuras no tendrían nada que decir.

Pável Nikoláyevich quedó confuso. Se le enrojecieron los extremos superiores de sus delicadas orejas blancas y en algunas zonas de sus mejillas brotaron manchas redondas y bermejas.

(No debía replicar ni intervenir en estas polémicas de los sábados. Era preciso comprobar qué clase de persona era aquel individuo, su procedencia, su condición y si sus inadmisibles y falsos conceptos eran susceptibles de perniciosa influencia en su lugar de trabajo).

—No digo —se apresuró a aclarar Kostoglótov— que yo sea entendido en ciencias sociales pues no he tenido muchas ocasiones para estudiarlas. Pero con mi corto entendimiento comprendo que Lenin reprochara a Lev Tolstói sus aspiraciones de perfeccionamiento moral, cuando esa perfección moral desviaba a la sociedad de la lucha contra el absolutismo de la revolución en su punto de madurez. ¡Eso es! Pero ¿por qué tapona usted la boca a una persona —y con sus dos recios brazos señaló a Poddúyev— que medita sobre el sentido de la vida hallándose en la línea divisoria entre la vida y la muerte? ¿Por qué le irrita a usted tanto que en esa situación lea a Tolstói? ¿A quién perjudica con ello? ¿O quizás haya que arrojar a Tolstói a la hoguera? ¿O tal vez el Sínodo gubernamental no llevó el asunto hasta el final?[7] (Como no había estudiado ciencias sociales Kostoglótov confundía las palabras Santo y gubernamental).

Ahora ambas orejas de Pável Nikoláyevich adquirieron un subido tono rojizo. Aquello era ya un ataque directo contra una institución estatal (aunque no pudo discernir contra cuál de ellas concretamente). Además, con un auditorio adventicio, la discusión tomaba un cariz tan grave que era imprescindible cortarla con habilidad. Después, en la primera oportunidad, habría que comprobar quién era Kostoglótov. Por eso, sin promover de momento el asunto al terreno de los principios, Pável Nikoláyevich dijo, señalando a Poddúyev:

—Pues que lea a Ostrovski; le será más provechoso.

Pero Kostoglótov no supo apreciar el procedimiento táctico de Pável Nikoláyevich; ni le escuchó ni le prestó atención y siguió con su tema ante el inexperto auditorio:

—¿Por qué perturbar las meditaciones de la gente? Al fin y al cabo, ¿a qué se reduce nuestra filosofía de la vida?: «¡Oh! ¡Qué bella es la vida!… ¡Te amo vida! ¡La vida nos ha sido donada para ser dichosos!». ¡Qué profundidad de pensamiento! Pero, aparte de nosotros, lo mismo podría decir cualquier animal, la gallina, el gato, el perro.

—¡Por favor! ¡Se lo suplico por favor! —advirtió Pável Nikoláyevich, no inducido ya por su deber cívico, sino como simple individuo—. ¡No hablemos de la muerte! ¡Ni la evoquemos siquiera!

—¡No tiene por qué rogarme nada! —exclamó Kostoglótov con un amplio movimiento de su ancha mano—. Si aquí no mencionamos a la muerte, ¿dónde podríamos hacerlo con más motivo? ¿O se supone, acaso, que viviremos eternamente?

—Entonces, ¿qué? —Pável Nikoláyevich gritó—. ¿Sugiere que pensemos y hablemos sin cesar de ella? ¿Para que esa sal potásica predomine en nuestro organismo?

—No, no hay necesidad de hablar incesantemente de ella —contestó Kostoglótov algo más calmado, comprendiendo que caía en contradicción—, aunque sí de vez en cuando. Es conveniente. Porque ¿qué repetimos al hombre a lo largo de toda su vida? «¡Eres un miembro de la colectividad! ¡Eres un miembro de la colectividad!». Y es cierto. Pero eso ocurre mientras está vivo, hasta que llega la hora de la muerte. Y entonces por muy miembro que sea, uno muere solo. Por otra parte, el tumor lo sufre uno, no el conjunto de la colectividad. Y usted, usted mismo —dirigió rudamente el dedo hacia Rusánov— díganos, ¿qué es lo que ahora más teme en el mundo? ¡Morirse! ¿Y qué tema de conversación le causa más pavor? ¡El de la muerte! Y eso, ¿cómo se llama?

Pável Nikoláyevich dejó de prestar atención, pues la conversación había perdido interés para él. Hizo descuidadamente un movimiento que le produjo tal dolor en el cuello que se propagó a la cabeza y le desaparecieron los deseos de dar una lección a aquellos holgazanes y acabar con sus sandeces. Al fin y al cabo, había ido a parar allí accidentalmente y los momentos cruciales de su enfermedad no los pasaría en compañía de los enfermos de esta clínica. Lo más trascendental y terrible era que el tumor no había menguado en absoluto ni se había ablandado con la inyección del día anterior. Sólo pensar en ello le producía frío en las entrañas. Para el Roedor era fácil especular sobre la muerte: él iba en franca mejoría.

El huésped de Diomka, el hombre corpulento y afónico, con la mano en el cuello para preservarlo del dolor, pretendió intervenir en varias ocasiones con sus argumentos o interrumpir la desagradable disputa, para recordarles que en ese momento ninguno de ellos era sujeto de la historia, al contrario, era su objeto, pero nadie advirtió su susurro. No podía hablar más fuerte, estaba sin fuerzas, colocaba dos dedos en la garganta para atenuar el dolor y facilitar la expulsión de los sonidos. Las enfermedades de la lengua y la laringe y la incapacidad para hacer uso del don de la palabra deprimen de modo particular; el rostro se convierte en la imagen de esa depresión. Intentó detener a los que discutían agitando dilatadamente los brazos; ahora avanzaba por el pasillo.

—¡Camaradas! ¡Camaradas! —exclamó con voz ronca, y los otros sintieron lástima de su garganta—. ¡Dejen de hablar de cosas tan lúgubres! ¡Bastante abatidos estamos ya con nuestras enfermedades! ¡Usted, camarada! —siguió por el pasillito y alargó la mano (con la otra se asía la garganta) en actitud casi implorante, como ante una deidad, en dirección al desgalichado Kostoglótov—. Había empezado a contarnos algo muy interesante sobre el hongo del abedul. ¡Siga, por favor!

—¡Venga, Oleg, cuéntanos lo del hongo! ¿Qué decías al principio? —preguntó Sibgátov.

El bronceado Ni, moviendo la lengua con dificultad porque parte de ella se le había desprendido durante el anterior tratamiento y el resto lo tenía hinchado, le rogaba lo mismo.

Todos se lo pidieron.

Kostoglótov sintió una turbadora ingravidez. A lo largo de todos aquellos años había adquirido la costumbre de mantenerse callado ante los hombres libres, con la cabeza inclinada y las manos a la espalda, hábito tan arraigado en él que entró a formar parte de su naturaleza, como la gibosidad de nacimiento. Ni un año de vida en el destierro le hizo desprenderse de él. Cuando paseaba por las avenidas del centro médico, lo más sencillo y simple era caminar con las manos enlazadas a la espalda. Muchos fueron los años en que los enfermos que se relacionaron con él tuvieron prohibido hablarle como a un igual, discutir seriamente con él cualquier asunto como lo harían con otro ser humano y, sobre todo, estrechar su mano y admitir correspondencia suya.

Y en ese momento, otros enfermos, sin sospechar nada, se sentaban frente a él, que los adoctrinaba subido desenvueltamente en la ventana, aguardando que les proporcionara sustento para sus esperanzas. Oleg advertía que ya no experimentaba ningún sentimiento antagónico hacia ellos, como acostumbraba antes, sino que se hermanaba con aquellos seres en el infortunio común.

Había perdido en especial la práctica de disertar en público ante un auditorio numeroso, así como de intervenir en reuniones, conferencias o mítines. Y, de repente, se convertía en orador, lo cual le parecía increíble, como si ocurriera en un divertido sueño. Pero así como el impulso, en patinaje sobre hielo, impide la parada brusca haciéndote volar por los aires, del mismo modo el alborozado ímpetu de su recuperación —imprevista, pero real— le empujó a seguir adelante.

—¡Amigos! Se trata de una historia asombrosa. Me la relató un enfermo que venía a reconocimiento cuando yo aguardaba el ingreso aquí. No teniendo nada que perder, escribí inmediatamente una tarjeta postal con el remite de la clínica. ¡Y hoy mismo ha llegado la respuesta! ¡Han pasado sólo doce días y la respuesta ya está aquí! El doctor Máslennikov me pide disculpas por la tardanza, pues, por lo visto, debe responder aproximadamente unas diez cartas diarias. ¿Qué menos que media hora para escribir una carta como es debido? Dedica, pues, cinco horas cada día para escribir cartas. ¡Sin que le reporte ningún beneficio material!

—¡Al contrario! Se gasta cuatro rublos diarios en sellos —intervino Diomka.

—Sí, cuatro rublos diarios, ¡que al mes suman ciento veinte! Y sin que caiga dentro de sus obligaciones, de su trabajo. Es una acción caritativa. ¿O hay algún otro modo de calificarlo? —y Kostoglótov se volvió hacia Rusánov—. Acto humanitario, ¿verdad?

Pável Nikoláyevich, que estaba acabando la lectura del informe presupuestario en el periódico, aparentó no oírle.

—Además, no dispone de personal auxiliar ni de secretarios. Lo hace fuera de sus horas de trabajo. ¡Y no obtiene por ello fama ni renombre! Pues para nosotros, los enfermos, el médico es como el barquero: le necesitamos durante una hora y, luego, si te he visto no me acuerdo.

El enfermo a quien sana no se preocupa de escribirle más. Al final de su carta se lamenta de que los enfermos interrumpen la correspondencia con él, especialmente los que ha logrado aliviar. No le informan de las dosis que han tomado ni de los resultados obtenidos. ¡Y todavía me ruega a mí que le escriba con regularidad, cuando estaríamos obligados a postramos a sus pies!

—¡Cuéntanoslo todo ordenadamente, Oleg! —pidió Sibgátov con débil y expectante sonrisa.

¡Cómo ansiaba curarse! ¡Si a pesar del agobiante tratamiento que se prolongaba largos meses, largos años, en el que ya había perdido las esperanzas, sanara súbita y definitivamente! ¡Si su espalda pudiera curarse, enderezarse, y andar él con paso firme, sintiéndose un hombre saludable! «¡Bien venida, Liudmila Afanásievna!». Pero ¡yo ya estoy sano!

Todos anhelaban conocer al médico-prodigio, la medicina desconocida por los doctores de la clínica. Podían admitir o no que creían en ello, pero todos sin excepción estaban convencidos de que en algún lugar tenía que existir el médico, el herbolario o la vieja curandera que podía salvarlos. Sólo necesitaban saber su dirección, tomar esa medicina y ya estarían salvados.

¡No! ¡No era posible que sus vidas estuvieran condenadas!

Por mucho que nos burlemos de los milagros cuando estamos fuertes y sanos y disfrutamos de prosperidad, en cuanto la vida se resquebraja y se desmorona de tal modo que únicamente un milagro puede salvarla, ¡depositamos nuestra fe en ese mero y exclusivo milagro!

Y Kostoglótov, identificándose con la ansiedad con que sus compañeros escuchaban sus palabras, continuó hablando enardecido, creyendo ahora más en ellas que en la carta cuando la leyó a solas.

—Bien, Sharaf. Comencemos por el principio. El paciente al que me he referido antes me contó que el doctor Máslennikov es un anciano médico del zemstvo[8] en el distrito de Alexándrov, cerca de Moscú. Que durante decenas de años, como entonces era costumbre, prestó sus servicios en un mismo hospital. Que observó que, aunque en la literatura médica se prestaba una atención creciente al cáncer, entre sus pacientes, los campesinos, no se daban casos. ¿A qué sería debido?…

(Sí, ¿a qué sería debido? ¿Quién desde la niñez no se ha estremecido ante lo Misterioso, al contacto de ese impenetrable y flexible muro a través del cual, alguna vez, se llega a vislumbrar algo impreciso parecido al hombro o la cadera de alguien? Y que en nuestra vida corriente, sencilla y comedida, en la que no hay lugar para nada misterioso, nos lanza de repente un: «¡Aquí estoy! ¡No te olvides!»).

—… Empezó a investigar, empezó a investigar —repitió Kostoglótov con satisfacción— y descubrió lo siguiente: para economizar el dinero del té, los campesinos de aquel distrito cocían en su lugar la chaga, llamada de otro modo «el hongo del abedul»…

—¿La galamperna, la seta que crece bajo los abedules? —le interrumpió Poddúyev.

Incluso a través de la desesperanza, a la que se había resignado y en la que estaba sumido los últimos días, llegó a él la idea luminosa de aquel remedio tan simple y asequible.

Los que le rodeaban eran todas gentes meridionales, y no ya la galamperna, sino ni siquiera abedules habían visto en su vida. Por eso no podían hacerse una idea de lo que les hablaba Kostoglótov.

—No, Yefrem, no es la galamperna. Y no es exactamente el hongo del abedul, sino el cáncer del abedul. Si recuerdas, sabrás que los abedules añosos tienen unas… unas excrecencias, unos tumores deformes, como pequeñas cordilleras, que son negras en la superficie y de color castaño oscuro en el interior.

—¿El hongo yesquero? —se esforzaba Yefrem—. ¿El que en otros tiempos se utilizaba para encender el fuego?

—Es posible. Pues bien. A Serguéi Nikítich Máslennikov se le ocurrió una idea: ¿No será con esa misma chaga con la que a lo largo de los siglos venían curándose el cáncer los campesinos rusos sin ellos saberlo?

—O sea, ¿que lo usan como medio profiláctico? —El joven geólogo movió la cabeza. No le habían dejado leer en toda la tarde, pero la conversación merecía la pena.

—Intuirlo no bastaba, ¿entendéis? Era indispensable comprobarlo a fondo. Durante muchos, muchos años se debía vigilar a las personas que tomaban aquel té de fabricación casera, así como a quiénes no lo tomaban. Además, habría que dárselo a beber a enfermos afectados por algún tumor; ello implicaba asumir la responsabilidad de no tratarlos con otro medicamento. También había que establecer la temperatura exacta a que debía prepararse la infusión, la dosis precisa y si debía hervirse o no; la cantidad que se necesitaría beber, si tendría consecuencias nocivas y en qué tumores actuaba con más efectividad y en cuáles con menos. Para todo esto fueron precisos…

—Sí, ¿y ahora qué? ¿Ahora qué? —se excitó Sibgátov.

Por su parte, Diomka pensaba: «¿Será posible que también cure lo de la pierna? ¿Que pueda salvarla?».

—¿Ahora? Pues contesta a mi carta y me explica el tratamiento que debo seguir.

—¿Tiene usted su dirección? —preguntó anhelante el afónico, que seguía con la mano en la carraspeante garganta y sacó un cuadernillo y la estilográfica del bolsillo de su chaqueta—: ¿Dice también el modo de usarlo? ¿Dice si es eficaz contra los tumores de garganta?

Por mucho que Pável Nikoláyevich quisiera perseverar en su actitud y mortificar a su vecino con su absoluto desdén, no podía desaprovechar la ocasión de enterarse de aquel relato. No logró profundizar más en el significado y en las cifras del proyecto del presupuesto estatal para el año 1955, presentado a la sesión del Soviet Supremo. Apartó el periódico ostensiblemente; y poco a poco fue volviendo la cara hacia el Roedor, sin ocultar la esperanza que abrigaba de que aquel simple remedio popular también le sanara a él. Con voz exenta de hostilidad para no irritar al Roedor, pero que, no obstante, se hacía patente, Pável Nikoláyevich preguntó:

—¿Está oficialmente reconocido ese método? ¿Ha sido aprobado por algún organismo?

Desde su altura en el alféizar de la ventana, Kostoglótov esbozó una leve sonrisa.

—Respecto a eso no sé nada. La carta —y agitó en el aire una pequeña hoja de papel amarillento escrita con tinta verde— se refiere concretamente al modo de machacarlo y de disolverlo. Aunque supongo que si el remedio hubiera sido registrado oficialmente, las enfermeras nos los darían a tomar, y en la escalera habrían colocado una barrica y yo no habría tenido necesidad de escribir a Alexándrov.

—Alexándrov —escribió el afónico—. ¿A qué apartado de Correos? ¿Y la calle? —se preparaba con presteza.

Ajmadzhán también escuchaba interesado, procurando traducir en voz baja a Mursalímov y a Yeguenberdíev lo más importante. A él, a Ajmadzhán, no le hacía falta aquel hongo del abedul porque se hallaba en vías de recuperación. Pero había algo que no comprendía.

—Si ese hongo es tan eficaz, ¿por qué los médicos no se proveen de él? ¿Por qué no lo incluyen en su recetario?

—Eso es un proceso largo, Ajmadzhán. Unas gentes no creen en él, otras no tienen ningún deseo de aprender de nuevo y ponen obstáculos, y otras también ponen impedimentos porque quieren promover sus propios remedios. Y nosotros no tenemos alternativa.

Kostoglótov había respondido a Rusánov y a Ajmadzhán, pero seguía sin facilitar la dirección al afónico. Desestimó su petición cautelosamente, aparentando no haberle entendido o no haber tenido tiempo para ello. Lo cierto era que no quería dársela, porque en aquel hombre afónico notaba cierta actitud impertinente a pesar de su aspecto respetable. De la cabeza a los pies tenía el porte de un director de banco y habría podido pasar por primer ministro en cualquier pequeño país sudamericano. Oleg sentía lástima por el anciano Máslennikov, que robaba horas al sueño para contestar las cartas de gentes desconocidas, y temía que el afónico le abrumara a preguntas. Por otro lado, era imposible no apiadarse de aquella garganta enronquecida que había perdido su humana sonoridad, a la que apenas concedemos valor cuando la poseemos. Pero, finalmente, Kostoglótov se planteaba si sería capaz de soportar su enfermedad de modo exclusivista, ser fiel a su dolencia. Había leído la Anatomía patológica, sonsacando a las doctoras Gángart y Dontsova las aclaraciones pertinentes acerca de cada asunto, y ya tenía la respuesta de Máslennikov. ¿Por qué razón él, tantos años privado de todos sus derechos, debía ahora enseñar a aquellas gentes a zafarse del bloque de piedra que se les había venido encima? Allí donde se formó su idiosincrasia regía esta ley: «Si has hallado algo, no lo divulgues; si has hurtado algo, no lo muestres». Si todos se precipitaban a escribir a Máslennikov, Kostoglótov nunca recibiría contestación a su segunda carta.

No se paró en estas consideraciones. Hizo un giro de su mentón con la cicatriz desde Rusánov hasta Ajmadzhán pasando por el afónico.

—¿Indica cómo prepararlo? —preguntó el geólogo. Tenía ante sí papel y lápiz, como siempre que leía.

—¿Cómo prepararlo? Por favor, tomen los lápices, que se lo voy a dictar —anunció Kostoglótov.

Todos se afanaron, se pidieron unos a otros lápiz y una hoja de papel. Pável Niloláyevich no tenía una cosa ni otra (aunque había dejado en casa una estilográfica último modelo con la plumilla oculta) y Diomka le prestó un lápiz. También Sibgátov, Federau, Yefrem y Ni quisieron anotarlo. Cuando estuvieron dispuestos, Kostoglótov comenzó a dictarles lentamente la carta, explicándoles además la manera de secar la chaga para no privarla por completo de jugo, cómo triturarla, con qué agua hervirla, cómo hacer la infusión, cómo filtrarla y qué cantidad debía tomarse.

Ponían los cinco sentidos al escribir las líneas; unos lo hacían con soltura y otros con torpeza. Algunos le pidieron que repitiera lo que ya había dicho. En la sala se difundió algo cálido y cordial. En ocasiones solían responderse con hostilidad. ¿Podían, en verdad, conducirse de otro modo? Tenían un enemigo común: la muerte. ¿Y qué diferencias pueden guardarse los seres humanos cuando esa muerte se encara con ellos?

Terminaron de escribir. Diomka habló con voz grave y pausada, impropia de su edad:

—Sí…, pero ¿cómo conseguir ese hongo, si aquí no hay abedules?…

Todos soltaron un suspiro. Ante ellos, que habían partido hacía tiempo de Rusia (algunos voluntariamente) o que jamás habían estado en ella, pasó la visión de aquel país sencillo y sobrio, en el que el sol no abrasaba, y lo veían ya bajo esa cortina de ligera y monótona lluvia, ya en la época de crecida de las aguas primaverales y de los atascados caminos de campos y bosques. Todos se imaginaban aquella comarca apacible, donde el simple árbol del bosque presta tantos servicios y tan necesario es para el hombre. Las gentes que habitan en ella no siempre aprecian a su patria; anhelan el mar azul y los plátanos. Pero he ahí lo que en realidad necesitan: la negra y deforme excrecencia que crece sobre el plateado abedul, su enfermedad, su tumor.

Sólo Mursalímov y Yeguenberdíev pensaban que también aquí, en la estepa y en las montañas, tenía que existir obligatoriamente lo que les hacía falta, porque en cada lugar de la tierra estaba previsto lo esencial para el hombre. Sólo había que conocerlo y alcanzarlo.

—Habría que encargar a alguien que lo recogiera y lo enviara —respondió el geólogo a Diomka. Por lo visto, la idea de la chaga le atraía.

Sin embargo, Kostoglótov, que era quien lo había descubierto y revelado, no tenía en Rusia a nadie a quien encargar el hongo. Unos ya habían muerto, otros se habían dispersado; a los terceros le era embarazoso dirigirse y los cuartos eran ciudadanos natos, incapaces de distinguir el abedul y menos aún de localizar en él la chaga. En aquel instante no podía imaginarse alegría mayor que, como el perro que para salvarse va en busca de una yerba desconocida, irse por unos meses al bosque, arrancar la chaga, desmenuzarla, cocerla al fuego de la hoguera, bebería y curarse como lo haría cualquier animal. ¡Vagar por el bosque meses enteros sin más preocupación que la de recobrar la salud!

Pero el camino hacia Rusia estaba prohibido para él.

Y estas otras personas que lo tenían expedito no estaban versadas en la sabiduría de los sacrificios vitales, en el arte de sacudirse de encima todo, menos lo fundamental. Veían obstáculos donde realmente no existían: ¿Cómo conseguir un permiso o la baja en el trabajo para tal exploración? ¿Cómo alterar su género de vida y abandonar a la familia? ¿Dónde conseguir dinero? ¿Cómo vestirse y equiparse para semejante viaje? ¿En qué estación tendrían que apearse y dónde se dirigirían luego para informarse de lo preciso?

Kostoglótov, dando una palmada a la carta, agregó:

—Hace referencia a unos llamados «proveedores», gentes emprendedoras sencillamente, que recogen la chaga, la secan y la envían contra reembolso. Pero cobran caro, quince rublos el kilo, y al mes se necesitan seis kilos.

—¿Qué derecho tienen a hacer eso? —se indignó Pável Nikoláyevich. Su rostro adquirió tal expresión de severa autoridad que cualquier «proveedor» se hubiera desalentado—. ¿Qué clase de conciencia es la suya para sablear ese dinero por algo que la naturaleza ofrece gratuitamente?

—¡No grites! —le siseó Yefrem. (Desfiguraba desagradablemente las palabras, bien porque lo hiciera adrede, bien porque su lengua no pudiera articularlas)—. ¿Te crees que no hay más que ir y cogerlo? Hay que andar por el bosque con un saco al hombro y con un hacha. En invierno hay que ir con esquís.

—¡Sí, pero es demasiado quince rublos el kilo! ¡Malditos especuladores! —añadió Rusánov, incapaz de transigir; y nuevamente aparecieron en su rostro las manchas coloradas.

Era enteramente una cuestión de principios. Con los años se había arraigado en Rusánov la firme y decidida convicción de que todos los errores, defectos, imperfecciones e insuficiencias tenían su origen en la especulación, como la venta ambulante de cebolletas y flores por parte de ciertos tipos incontrolados, de leche y huevos en los mercados por algunas mujeres, y de trapos y calcetines de lana y hasta de pescado frito en las estaciones. Eso sin contar con la especulación en gran escala, cuando de los depósitos estatales salían camiones con destino inconfesable. Si se cortaran de raíz ambas especulaciones, todo se arreglaría rápidamente y nuestros éxitos serían aún más sorprendentes. Nada de malo hay en que el hombre consolide su posición material mediante el elevado salario establecido por el Estado o la elevada pensión (Pável Nikoláyevich soñaba con una pensión personal). En tal caso, el automóvil, la casa y la dacha en el campo eran producto de su trabajo. Pero esa misma marca de automóvil y esa misma dacha estereotipada adquirían un carácter completamente distinto, un carácter criminal, si se compraban con dinero ganado en la especulación. Pável Nikoláyevich soñaba, soñaba, literalmente dicho, con la introducción de ejecuciones públicas para escarmiento de los especuladores. Esas ejecuciones públicas sanearían rápida y definitivamente nuestra sociedad.

—Está bien —le respondió Yefrem, enojado—. No grites y vete a organizar tú mismo el aprovisionamiento. Si quieres, con carácter estatal, o, si lo deseas, en forma de cooperativa. Y si te parece caro a quince rublos, no lo encargues.

Rusánov comprendía perfectamente el punto flaco de la cuestión. Odiaba a los especuladores; pero su tumor no podía esperar a que la Academia de Ciencias Médicas aprobara el nuevo medicamento y las cooperativas de las regiones centrales de Rusia organizaran el abastecimiento ininterrumpido.

El nuevo conocido, el afónico, armado de su cuadernillo de notas, cual corresponsal de influyente periódico, casi se había subido a la cama de Kostoglótov e insistía con su ronca voz:

—¿Y la dirección de los proveedores?… ¿No viene en la carta la dirección de los proveedores?

También Pável Nikoláyevich se dispuso a anotarla.

Pero, por alguna razón, Kostoglótov no le respondió ni aclaró si venía o no en la carta. Descendió de la ventana y se puso a buscar sus botas debajo de la cama. A pesar de todas las prohibiciones de la clínica, las había ocultado para usarlas durante sus paseos.

Diomka guardó la receta en la mesilla y sin preocuparse de averiguar más colocó cuidadosamente la pierna a lo largo del lecho. No tenía dinero ni podría conseguir la cantidad necesaria.

El abedul había sido un alivio, pero no para todos.

Rusánov estaba realmente molesto: después de su escaramuza con el Roedor, que no era la primera en tres días, se había interesado muy patentemente por su relato y aún estaba pendiente de la dirección. Ya fuera porque quería congraciarse de algún modo con el Roedor, o tal vez impensadamente, expresando con sinceridad lo que a ambos interesaba, dijo:

—¡Sí! ¿Qué puede haber en el mundo peor… —(¿que el cáncer? Pero ¡si él no tenía cáncer!)— que estas enfermedades… oncológicas…, bueno, que el cáncer?

Kostoglótov no se impresionó por esta muestra de confianza que le daba un hombre de más edad que él, de mejor situación y de mayor experiencia. Enrollándose el pie en el pardo trozo de tela, que terminaba ajustándosele en torno a la pierna, y mientras se embutía la horrible y deteriorada bota de cuero de imitación, con burdos parches en las dobladuras, gruñó:

—¿Peor que el cáncer? ¡La lepra!

Aquella horrible y despiadada palabra de sonido áspero retumbó en la sala como una salva.

Pável Nikoláyevich hizo un gesto condescendiente.

—Depende. ¿Por qué cree que es peor? El proceso de la lepra es más lento.

Kostoglótov fijó su malévola mirada en los transparentes lentes y en los ojos claros de Pável Nikoláyevich.

—Es peor porque, cuando todavía está usted vivo, le excluyen de la vida. Le separan de sus familiares y le encierran tras una alambrada. ¿Cree usted que eso es mejor que el tumor?

Pável Nikoláyevich se sintió apabullado e indefenso ante la proximidad de la fosca y ardiente mirada de aquel hombre ordinario y descortés.

—Bueno, quiero decir que esas malditas enfermedades…

Cualquier persona culta habría comprendido que lo que correspondía en ese instante era iniciar un gesto conciliatorio. Pero Kostoglótov no podía entenderlo así porque desestimaba el tacto de Pável Nikoláyevich. Ya en pie, ataviado su desgarbado cuerpo con una sucia y enorme bata femenina de algodón, que le llegaba casi hasta las botas y le servía de abrigo en sus paseos, manifestó con aires de suficiencia, creyendo que sonaba como erudición:

—Hubo un filósofo que dijo que si el hombre no padeciera enfermedades, no conocería sus propias limitaciones.

Del bolsillo de la bata extrajo un enrollado cinturón del Ejército, de cuatro dedos de ancho y con una hebilla en la que se veía una estrella de cinco puntas. Se ajustó con él la bata, teniendo cuidado de no apretar en la zona del tumor. Y chupando su barato y mísero cigarrillo, de esos que se apagan antes de consumirse, se dirigió a la salida.

El afónico cedió el paso a Kostoglótov en el pasillo formado por las dos filas de camas. A pesar de su traza bancario-ministerial, con tono suplicante, como si Kostoglótov fuera un astro famoso de la oncología que pensara desligarse de esta ciencia para siempre, le preguntó:

—Dígame: ¿qué porcentaje de tumores en la garganta suelen resultar cancerosos aproximadamente?

—Un treinta y cuatro por ciento —y Kostoglótov sonrió alejándose de él.

Al otro lado de la puerta, en el porche, no había nadie.

Oleg respiró con fruición el aire inmóvil, húmedo y frío y, sin dar tiempo a que sus vías respiratorias se despejaran, encendió otro cigarrillo, sin el cual no se sentía plenamente satisfecho (a pesar de que ya no sólo Dontsova, sino también Máslennikov no dejaba de recomendarle en su carta que cesara de fumar).

El viento estaba en calma y el frío no era helado. Al reflejo de la luz que salía por una de las ventanas pudo ver que en un charco cercano negreaba el agua, libre de hielo. Estaban sólo a 5 de febrero y difícilmente podría imaginarse que la primavera estaba a la puerta. La niebla no era verdadera niebla, sino una leve bruma azulada suspendida en el aire, lo bastante tenue como para no ocultar la luz de las ventanas y de los lejanos faroles, amortiguando sólo su viveza.

A la izquierda de Oleg se elevaban compactos, por encima de los tejados, cuatro álamos piramidales, como si fueran cuatro hermanos. Al otro lado crecía un álamo solitario, frondoso y de igual altura que los otros cuatro. Y justo detrás se esperaba un apretado grupo de árboles, de los que partía el parque.

Del solitario y despejado porche de piedra del pabellón 13 descendían varios peldaños al declive de la avenida asfaltada, bordeada a ambos costados por un impenetrable seto de arbustos. Ahora estaba desnudo de hojas, pero su consistencia revelaba vitalidad.

Oleg había salido a pasear, a caminar por las sendas del parque, a percibir en cada pisada, en cada movimiento, la alegría de sus pies por poder andar con firmeza, el júbilo de ser dos pies vivos de un hombre que no había muerto. Pero la vista que se le ofreció desde el porche le hizo detenerse y terminar de fumar allí su cigarrillo.

Los espaciados faroles y las ventanas de los pabellones que se alzaban enfrente despedían un suave resplandor. Apenas si pasaba gente por las avenidas. Cuando de la parte de atrás no llegaba el estruendo del cercano ferrocarril, podía escucharse allí el dulce susurro del río, del raudo río que bajaba de la montaña y se deslizaba espumeante allá abajo, al otro lado de los siguientes pabellones, en el fondo del barranco.

Y tras el barranco y el río había otro parque, el de la ciudad. Desde él (aunque aún hacía frío), o desde las ventanas abiertas del club, llegaban los sonidos de la música de baile de la orquesta. Era sábado y bailaban… Se emparejaban en la danza…

Oleg estaba excitado porque había hablado mucho y le habían prestado atención. Le embargaba, envolviéndole, la sensación de haber retornado inesperadamente a la vida, a esa misma vida de la que se creyó excluido para siempre dos semanas antes. Ciertamente, la existencia no le prometía nada de lo que se considera bueno y por lo cual se afanaban las gentes de aquella importante ciudad: ni vivienda, ni propiedades, ni éxitos sociales, ni dinero. Pero sí le ofrecía otras legítimas satisfacciones que no se había desacostumbrado a valorar, tales como el derecho a caminar sin tener que esperar la orden de mando, el derecho a la soledad, el derecho a contemplar las estrellas no cegadas por los reflectores del campo de concentración, el derecho a apagar la luz por la noche y a dormir en la oscuridad, el derecho a depositar una carta en el buzón de Correos, el derecho a descansar los domingos, el derecho a bañarse en un río. Sí, existían muchos, muchos derechos similares.

Y, entre ellos, el derecho a conversar con mujeres.

¡Todos esos innumerables y maravillosos derechos le restituían la salud!

Seguía en pie, fumando y deleitándose.

Hasta él llegaba la música del parque. Oleg la escuchaba, aunque lo que en realidad le parecía oír en su interior era la Cuarta sinfonía de Chaikovski, el agitado y difícil primer movimiento de esa sinfonía, sólo esa prodigiosa melodía inicial. Esa melodía (Oleg la interpretaba a su manera), en la que el héroe, que ha vuelto a la vida o ha recobrado la vista, parece palpar, deslizar su mano por objetos o por un rostro querido, y que, aun tocándolos, no se atreve a creer en su felicidad: que esos objetos existan realmente o que sus ojos vean de nuevo.