Yevguenia Ustínovna, la decana de los cirujanos, no poseía un solo rasgo de los que son característicos en su profesión, tantas veces descritos: ni la mirada firme, ni esas arrugas en la frente que denotan decisión, ni ese encajamiento férreo de las mandíbulas. Habiendo pasado de los cincuenta, quienes la veían de espalda, con los cabellos recogidos en su gorro de doctor, solían llamarla con un: «Dígame, señorita…». Y cuando se volvía, podían apreciar sus fláccidos párpados inferiores, sus ojos de apariencia edematosa y la constante expresión de cansancio en su rostro. Procuraba atenuarlo con el uso insistente del lápiz de labios, que se aplicaba varias veces al día porque los cigarrillos le borraban el carmín.
Excepto en el quirófano, en la sala de curas o en las salas de los pacientes, en todo momento fumaba. Y cuando estaba en dichos lugares, siempre aprovechaba el momento oportuno para salir corriendo y lanzarse ansiosa sobre un cigarrillo como si deseara tragárselo. A veces, cuando visitaba las salas, se llevaba los dedos índice y medio a los labios con un gesto tal que luego podría dudarse de si había fumado o no en el curso de la visita.
Esta menuda y avejentada mujer practicaba todas las operaciones de la clínica junto con Lev Leonídovich, el cirujano jefe, hombre de elevada estatura y largas manos. Yevguenia Ustínovna amputaba extremidades, colocaba tubos traqueotómicos en la pared de la garganta, abría estómagos, penetraba hasta cualquier recoveco del intestino y entraba sin miramientos en el seno pelviano. Y al final de la jornada de operaciones, como trabajo poco complicado que dominaba con verdadero virtuosismo, extirpaba una o dos glándulas mamarias atacadas de cáncer. No pasaba martes ni viernes en que Yevguenia Ustínovna no cortara pechos femeninos. En cierta ocasión, con el cigarrillo en sus exangües labios, le había dicho a la sanitaria encargada de la limpieza del quirófano que, si amontonaran todos los pechos extirpados por ella, formarían una colina.
Yevguenia Ustínovna fue durante toda su vida únicamente cirujana; fuera de la cirugía no era nadie. A pesar de ello, recordaba y comprendía las palabras del cosaco de Tolstói, Yeroshka, sobre los médicos europeos: «No saben hacer otra cosa que cortar, los muy cretinos. En cambio, allí en las montañas, tenemos doctores de verdad que conocen las hierbas».
«¿Sólo cortar?». ¡No, así no entendía Yevguenia Ustínovna la cirugía! Cuando estudiaba, un cirujano conocido dijo a sus estudiantes desde la cátedra: «La cirugía ha de ser un servicio al enfermo, nunca una crueldad». No debe hacerse daño, se ha de liberar del mal. Un refrán latino dice: «Aligerar el dolor es destino de los dioses».
Con todo, el primer paso contra el dolor, la anestesia, también es dolor.
Ni la radicalidad de la cirugía, ni la audacia, ni la novedad habían sido atractivos para que Yevguenia Ustínovna se decidiera. Al contrario, más bien le habían atraído la gran delicadeza, incluso la ternura y la gran clarividencia interior que se podía poner en práctica. Se consideraba dichosa si, la noche anterior a una operación, a su cerebro medio dormido ascendía, como en ascensor, sin saber de dónde, un nuevo plan de operación, inesperado, más benigno que el anotado en la ficha del enfermo. Con la cabeza despejada, saltaba de la cama y tomaba nota. A la mañana siguiente, en el último momento se arriesgaba a hacer modificaciones y con frecuencia estas operaciones eran las que tenían más éxito.
Si mañana la medicina —bien por mediación de la radioterapia, de la química o de la herbolaria, o bien de la luz, los colores o la telepatía— pudiera salvar a los pacientes sin recurrir al bisturí, y la cirugía estuviera en trance de desaparecer de la práctica humana, Yevguenia Ustínovna no la defendería ni un solo día.
Las mejores operaciones eran aquellas que podían evitarse. Las más beneficiosas para el enfermo, aquellas que había sabido modificar, ahorrar o retardar. ¡Yeroshka tenía razón! Ella no quería perder de ningún modo la búsqueda anterior.
Pero la perdió… Después de treinta y cinco años de trabajo con el bisturí se había habituado al sufrimiento. Se había embrutecido. Se había cansado. Habían desaparecido esas noches en las cuales se le ocurrían cambios de planes. Poco a poco se fue desvaneciendo la singularidad de cada operación y la uniformidad en cadena era ya la norma.
Una de las situaciones más penosas del género humano es que, a la mitad de su vida, las personas no puedan gozar de una tregua lenificante, cambiando bruscamente de ocupación.
Habitualmente Lev Leonídovich y ella visitaban las salas acompañados de un médico practicante o dos. Pero hacía varios días que Lev Leonídovich se había ido a Moscú a un seminario sobre las operaciones del tórax. Por alguna razón, aquel sábado apareció sola en la sala de hombres del piso superior, sin que la acompañara otro médico o una enfermera.
No entró en la sala; se paró silenciosamente en el hueco de la puerta y se recostó en la jamba. Fue un movimiento esencialmente juvenil. Cualquier muchacha adolescente se apoyaría así, sabiendo que ofrecía mejor aspecto que manteniéndose firme, con la espalda estirada, los hombros rectos y la cabeza erecta.
Se mantuvo en esa postura mientras observaba pensativa el juego de Diomka. Este se sentaba con la pierna enferma tendida a lo largo de la cama y con la sana doblada, utilizándola como mesa. Sobre ella había colocado un libro y sobre el libro había construido algo con cuatro largos lápices que sujetaba con las manos. El chico contemplaba la figura y, al parecer, hubiera seguido mirándola, pero oyó que le llamaban. Levantó la cabeza y juntó los lápices.
—¿Qué construyes, Diomka? —le preguntó Yevguenia Ustínovna con tristeza.
—¡Un teorema! —respondió él con viveza y una voz innecesariamente chillona.
Eso se dijeron, aunque se miraban escrutadores. Evidentemente no era ese el problema que preocupaba a ambos.
—El tiempo pasa y… —aclaró Diomka, más calmado y quedo.
Ella movió la cabeza, comprensiva.
Siguió silenciosa unos instantes en la misma postura, apoyada en la jamba. Y no era, en manera alguna, por adoptar un aire juvenil. Era debido al cansancio que sentía.
—Veamos. Permíteme que te mire.
El siempre razonable Diomka objetó con más ardor del habitual en él:
—¡Ayer me reconoció Liudmila Afanásievna! ¡Dijo que seguiremos con las irradiaciones!
Yevguenia Ustínovna asintió. Había en ella cierta elegancia melancólica.
—Me parece bien. Pero te examinaré de todos modos.
Diomka arrugó el ceño. Apartó la estereometría, se estiró en la cama, dejándole sitio libre, y se descubrió la pierna enferma, hasta la rodilla.
Yevguenia Ustínovna se sentó a su lado. Sin dificultad se arremangó las mangas de la bata y del vestido. Sus finas y ágiles manos se movieron por la pierna de Diomka como dos seres con vida.
—¿Te duele? ¿Te duele? —le repetía únicamente.
—Sí, sí —afirmaba, frunciendo más la frente.
—¿Sientes la pierna durante la noche?
—Sí… Pero Liudmila Afanásievna…
Yevguenia Ustínovna movió comprensivamente la cabeza y le palmeó el hombro.
—Está bien, amigo. Sigue con las radiaciones.
Y se miraron de nuevo a los ojos.
En la sala reinaba un silencio total, se oía cada una de sus palabras.
Yevguenia Ustínovna se levantó y se dio la vuelta. Allí, junto a la estufa, debía estar la cama de Proshka, pero la pasada noche se había mudado al lado de la ventana (aunque existía la superstición de que no era recomendable ocupar el lecho de quien se había marchado para morir). Ahora la cama inmediata a la estufa la ocupaba el menudo y albino Guenrij Federau, hombre de pocas palabras, que no era enteramente nuevo en la sala, pues había estado tres días instalado en la escalera. Se levantó y, con los brazos a lo largo del cuerpo, miraba cordial y respetuosamente a Yevguenia Ustínovna. Era más bajo que ella.
¡Estaba completamente sano! ¡Nada le dolía! Si había regresado a la clínica oncológica no era porque se quejara de nada, pues quedó sano después de la primera operación. Volvía porque era puntual, porque en el certificado que le dieron decía: «Acudir a control el 1 de febrero de 1955». Y desde muy lejos, por caminos intrincados y efectuando transbordos, se había presentado, no el 31 de enero ni el 2 de febrero, sino con exactitud análoga a la de la Luna cuando llega a los eclipses anunciados.
No sabía por qué motivo le habían internado.
Confiaba plenamente en que hoy le dejarían irse.
Apareció la alta y enjuta Maria, de ojos apagados. Traía una toalla. Yevguenia Ustínovna se restregó las manos, alzó los brazos, que seguían desnudos hasta el codo, y, en medio del silencio absoluto de la sala, practicó con los dedos un masaje giratorio en el cuello de Federau. Seguidamente le pidió que se desabrochara, repitiendo la misma operación en las cavidades claviculares y en las axilas. Por último dijo:
—Magnífico, Federau, todo va bien.
Su rostro se iluminó como el de un homenajeado.
—Todo va perfectamente —repitió afectuosa, mientras volvía a palparle bajo el maxilar—. Le practicaremos una pequeña operación, y eso será todo.
—¿Cómo? —a Federau se le cayó el alma a los pies—. ¿Para qué, si me siento perfectamente, Yevguenia Ustínovna?
—Para que se encuentre aún mejor —le respondió con una leve sonrisa.
—¿Aquí? —preguntó, señalando el cuello, de un extremo al otro, con un movimiento tajante de la mano.
La expresión de su afable rostro se tomó suplicante. Su cabello, disperso, era de un color pálidamente blanquecino.
—Sí, ahí. No se inquiete. Su enfermedad no está descuidada. Le prepararemos para el próximo martes, ¿eh? —Maria tomó nota—. Y hacia finales de febrero podrá irse a casa para no volver más por aquí.
—¿Tendré que venir de nuevo a «control»? —Federau intentó una sonrisa sin conseguirlo.
—Únicamente a control —y fue ella la que le sonrió como disculpándose.
¿Con qué otra cosa podía infundirle valor, si no era con su cansada sonrisa?
Le dejó allí, de pie; luego Federau se sentó a reflexionar mientras ella proseguía la visita a la sala. Al pasar ante Ajmadzhán le sonrió ligeramente. Hacía tres semanas que le había operado en la ingle. Se detuvo junto a Yefrem.
Él la aguardaba y había retirado a un lado el librito azul. Con su voluminosa cabeza, con su cuello vendado y desmesuradamente abultado, sus anchos hombros y las rodillas encogidas, se hallaba semisentado en la cama como un quimérico títere. La miró de reojo, dispuesto a recibir el golpe.
Ella se acodó en el respaldo de la cama, con dos dedos en los labios, como si fumara.
—¿Cómo van esos ánimos, Poddúyev?
¡Tan sólo para hablar del estado de ánimo! Con echar una parrafada y largarse, ella cumplía su cometido.
—Estoy harto de que me rajen —manifestó Yefrem.
Ella enarcó las cejas, como sorprendida de que las cisuras pudieran hartar.
No le respondió.
Y él ya había dicho lo suficiente.
Permanecieron callados, como en una desavenencia. Como antes de la separación.
—¿Y seguramente en el mismo sitio? —No lo preguntó; Yefrem más bien hablaba consigo mismo.
(Él deseaba expresar: «¿Qué clase de operación me hizo antes? ¿En qué estaba pensando?». Pero él, que nunca tuvo miramientos con sus jefes, que todo lo lanzaba a la cara, respetó, sin embargo, a Yevguenia Ustínovna. Que ella misma adivinara sus pensamientos).
—Al ladito —precisó.
«¿De qué serviría decirte, desdichado, que el cáncer en la lengua no es lo mismo que el cáncer en el labio inferior? Tratas de preservar los nervios submaxilares y súbitamente te encuentras con que están afectados los profundos conductos linfáticos, en los que antes fue imposible intervenir».
Yefrem dio un gruñido, como si no tuviera fuerzas para estirarse.
—No quiero, no quiero nada.
Ella no intentó persuadirle.
—No deseo que me operen. Ya no tengo ningún deseo.
Ella seguía mirándole en silencio.
—¡Deme el alta!
Contemplaba sus pardos ojos que, después de tantas angustias, habían rebasado los límites del temor. Y pensaba: «¿Para qué? ¿Para qué atormentarle si el bisturí no puede anticiparse a las metástasis?».
—El lunes le levantaremos el vendaje y le reconoceremos. ¿De acuerdo, Poddúyev?
(Él reclamaba el alta, pero con qué anhelo esperaba que ella le dijera: «¿Te has vuelto loco, Poddúyev? ¿Qué disparate es ese del alta? ¡Te curaremos y conseguiremos sanarte!…». Pero ella no se había opuesto, y eso significaba que era hombre muerto).
Con un movimiento del torso entero, asintió, pues estaba incapacitado para mover sólo la cabeza.
La doctora se dirigió a continuación a la cama de Proshka. Este se levantó a su encuentro y le dedicó una sonrisa. Sin mostrar intención de examinarle, le preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
—Perfectamente —y Proshka amplió su sonrisa—. Estas tabletas me han aliviado bastante.
Y le indicó un frasquito con polivitaminas. ¡No sabía qué hacer para tranquilizarla, para persuadirla, con tal de que no se le ocurriera la idea de operarle!
Con un gesto dio su aprobación a las tabletas y tendió la mano hacia la parte izquierda de su pecho.
—¿Siente dolores aquí?
—Sí, como un pinchazo.
Ella volvió a asentir y le anunció:
—Hoy le daremos el alta.
La alegría invadió a Proshka. Sus cejas parecieron escalar una montaña.
—¿Qué dice? Entonces, ¿no me operará?
La doctora negó con la cabeza, sonriendo débilmente.
En el curso de una semana le habían auscultado a conciencia, le habían conducido cuatro veces a rayos X, observándole en diversas posturas —sentado, tumbado, de pie— y unos ancianos con batas blancas le habían reconocido, y ya esperaba padecer una enfermedad grave cuando, de repente, ¡le dejaban marcharse sin operarle!
—Entonces, ¿estoy sano?
—No del todo.
—Estas tabletas son muy efectivas, ¿verdad? —Sus negros ojos brillaban con gratitud y comprensión. Le era grato saber que el satisfactorio desenlace también le causaba alegría a ella.
—Podrá adquirirlas en las farmacias. Le voy a recetar algo más que también debe tomar —se volvió a la enfermera y dijo—: Acido ascórbico.
Maria abatió gravemente la cabeza y tomó nota en el cuaderno.
—Tome una tres veces al día, ni una más. ¡Es importante! —sugirió Yevguenia Ustínovna. (La sugerencia era más importante que la misma medicina)—. ¡Tendrá usted que cuidarse! No deberá caminar deprisa ni levantar cosas pesadas. Si se agacha, hágalo con precaución.
Proshka se echó a reír, satisfecho de que ella no lo comprendiera todo en la vida.
—¿Que no levante pesos? Soy tractorista.
—De momento, no trabajará.
—¿Qué dice? ¿Seguiré con la baja de enfermo?
—No. Le facilitaremos un certificado y le concederán la invalidez.
—¿La invalidez? —Proshka la miraba incrédulo—. ¿Para qué la quiero? ¿De qué viviré? Soy joven y deseo trabajar.
Y le mostró los recios y toscos dedos de sus manos, que estaban reclamando el trabajo.
Pero no convenció a Yevguenia Ustínovna.
—Dentro de media hora baje a la sala de curas. Tendrá preparado el certificado y se lo explicaré todo.
Abandonó la sala. Maria, tiesa y flaca, salió tras ella.
Bruscamente resonaron en la habitación varias voces. Proshka opinaba que maldita la falta que le hacía el certificado de invalidez, que lo consultaría con sus compañeros; los otros pacientes comentaban el caso de Federau. Para todos era sorprendente que hubiera que practicar una operación en un cuello tan impecable, blanco y erguido, sin achaque alguno.
Poddúyev, con ayuda de las manos, dio la vuelta en la cama a su tronco y a sus piernas dobladas, dando la sensación de que cambiaba de postura un cuerpo sin piernas, y rojo de indignación, gritó:
—¡No lo consientas, Guenrij! ¡No seas tonto, empiezan a cortar y acaban degollándote, como me ha pasado a mí!
Incluso Ajmadzhán emitió su opinión:
—Debes operarte, Federau. Ellos no lo recomiendan sin razón.
—¿Por qué han de intervenir si no siente dolores? —se indignó Diomka.
—¿Qué dices, hermanito? —intervino Kostoglótov con su voz de bajo—. Tendrían que estar locos para operar un cuello sano.
Rusánov contraía el rostro ante aquellos gritos, pero no censuró a nadie. Ayer, después de la inyección, se había encontrado de excelente buen humor, porque la había soportado relativamente bien. Pero en la noche pasada y en la mañana de hoy el tumor bajo la mandíbula continuó impidiéndole la movilidad de la cabeza igual que antes, y se sentía profundamente desgraciado porque su volumen no disminuía.
Cierto es que la doctora Gángart fue a verle. Ella le preguntó con todo detalle sobre las variaciones que durante la noche pasada y el día de hoy experimentó su estado y acerca de su grado de debilidad. Le había explicado que el tumor no tenía necesariamente que retroceder a la primera inyección, y que era normal que no cediera. Logró tranquilizarle hasta cierto punto. Él estuvo observando el rostro de Gángart. Era el de una persona inteligente. Al fin y al cabo, los médicos de aquella clínica no eran de los peores; tenían experiencia. Lo único que hacía falta era saber mostrarse exigente con ellos.
La tranquilidad le duró poco. La doctora Gángart se retiró y, en el submaxilar, el tumor saltaba a la vista y le oprimía; los otros pacientes seguían con su tema y a aquel hombre le habían propuesto la operación en el cuello totalmente sano. Sin embargo, a Rusánov, con este enorme bulto, ni le operaban ni se lo proponían. ¿Tan grave era su estado?
Al entrar anteayer en la sala, Pável Nikoláyevich no imaginó que se sentiría tan rápidamente ligado a aquella gente.
Porque se trataba del cuello. Tres de ellos sufrían de cáncer en el mismo sitio. Guenrij Yakóbovich estaba verdaderamente desmoralizado. Escuchaba cuantos consejos le brindaban y sonreía perplejo. Todos parecían muy seguros de lo que debía hacer. Él era el único que veía su situación con vaguedad. (Así como ellos apreciaban confusamente la propia). Operarse era peligroso, pero, si no se operaba, el peligro persistía; ya se había interesado y había oído lo suficiente la vez anterior que estuvo en la clínica, cuando le curaron con rayos el labio inferior, como ahora a Yeguenberdíev. Desde entonces, la costra del labio, después de hincharse, se le había secado y desprendido. Para él estaba claro el motivo por el que querían operarle: para impedir que el cáncer progresara.
Sin embargo, a Poddúyev le habían operado dos veces, ¿y qué había adelantado?…
¿Y si el cáncer no iba a propagarse? ¿Y si ya no existía?
Por si acaso, tendría que consultarlo con su esposa y, sobre todo, con su hija Henrietta, la más culta y resuelta de la familia. Pero ocupaba una cama y la clínica no estaría dispuesta a aguardar la contestación a su carta (y menos aún teniendo en cuenta que desde la estación hasta su domicilio, en la profundidad de la estepa, el correo llevaba la correspondencia sólo dos veces por semana, y eso si los caminos estaban transitables). Conseguir el alta en la clínica, y desplazarse a su casa para decidirlo ofrecía más dificultades de lo que se figuraban los médicos y los pacientes que tan a la ligera se lo aconsejaban. Para ello tendría que anular su permiso de viaje en la comandancia de la ciudad (permiso que acababa de obtener tras no pocos esfuerzos), darse de baja en el registro de residencia temporal y ponerse en camino. Primero viajaría con un abrigo ligero y con zapatos, y así iría en tren hasta una pequeña estación; allí tendría que vestirse la zamarra y calzarse las botas de fieltro (que dejó depositadas en casa de unos amables desconocidos), porque en aquellos lugares el tiempo era muy distinto, aún soplaban feroces vientos e imperaba el invierno. Después, entre sacudidas y traqueteos, tendría que recorrer 150 kilómetros en algún camión, posiblemente en la caja, no en la cabina, hasta llegar a su Estación de Máquinas y Tractores. Una vez en casa, tendría que escribir sin pérdida de tiempo una instancia a la comandancia del distrito y aguardar dos, tres o cuatro semanas la licencia para ausentarse de nuevo; en cuanto la consiguiera, volvería a pedir otro permiso en el trabajo. A todo esto, estaría encima la época del deshielo, que haría intransitables los caminos para los coches. Al llegar a la pequeña estación, en la que cada veinticuatro horas paraban un minuto los dos trenes que circulaban, tendría que ir desesperadamente de jefe en jefe de vagón hasta dar con el que le autorizara a subir. Y, ya de regreso a la ciudad, tendría que presentarse de nuevo en la comandancia para inscribirse en el registro temporal y, después, esperar varios días de turno hasta conseguir una cama en la clínica.
Mientras tanto, en la sala discutían el caso de Proshka. ¡Para que luego crea uno en señales de mal agüero! ¡Y eso que se había acostado en una cama de mala suerte! Todos le felicitaban, aconsejándole que aceptara el certificado de invalidez, puesto que se lo concedían. «Si te lo dan, ¡cógelo!», «¡Será porque lo necesitas!», «Ahora te lo dan, pero ya te lo quitarán después». Proshka insistía en sus deseos de trabajar. «¡Ya tendrás tiempo de trabajar, tonto, que la vida es larga!».
Y Proshka se fue en busca de los papeles. En la sala se hizo el silencio.
Yefrem volvió a abrir su libro, pero recorría las líneas sin entender lo que decían. Pronto se dio cuenta de ello.
No las comprendía porque estaba agitado, preocupado, y no dejaba de mirar lo que ocurría en la sala y en el pasillo. Para que las entendiera, hubiera sido preciso recordarle que ya no le quedaba tiempo para nada, que él ya nada podía modificar, ni convencer a nadie; que tenía los días contados para intentar comprenderse a sí mismo.
Y solamente entonces serían inteligibles para él las líneas de aquel libro; aunque estaban impresas con las usuales letritas negras sobre el blanco papel, su elemental instrucción era insuficiente para descifrarlas.
Cuando Proshka subía alegremente la escalera con sus certificados, se encontró con Kostoglótov en el vestíbulo superior y se los mostró:
—¡Mira!, ¿ves qué sellos tan redonditos?
Uno de los documentos era para la estación. En él se rogaba facilitar billete sin hacer cola a fulano de tal, que acababa de sufrir una operación. (Si no se hacía constar la operación, los pacientes se pasaban noches en la cola de la estación y podían tardar en partir dos o tres días).
En el otro certificado, dirigido a la institución médica del lugar de residencia, se decía: «Tumor coráis, casus inoperabilis».
—No lo entiendo —y Proshka ponía su dedo sobre aquellas palabras—. ¿Qué dice aquí?
—Ahora pensaré en ello —Kostoglótov entornó los ojos con expresión disgustada.
Proshka se fue a recoger sus cosas.
Kostoglótov se acodó en la barandilla, y dejó que el pelo de su frente pendiera sobre el vano de la escalera.
No conocía el latín como Dios manda, así como ningún idioma extranjero ni, en general, ninguna ciencia, excepto la topografía militar, aprendida en unos cursillos para sargentos. Pero, aunque siempre y en todo lugar se burló maliciosamente de la instrucción, sus ojos y sus oídos no dejaban escapar la menor cosa que pudiera ampliar sus conocimientos. En 1938 hizo un curso de geofísica, y entre los años 1946 y 1947, otro, incompleto, de geodesia; entre ambos hubo la guerra, acontecimiento poco favorable para progresar en las ciencias. Kostoglótov siempre tuvo presente el proverbio de su querido abuelo: «Al tonto le gusta enseñar, al inteligente le gusta aprender», e incluso durante su permanencia en el Ejército asimilaba cuanto era de utilidad, y aplicaba el oído a las palabras juiciosas, ya las pronunciara un oficial de un regimiento vecino o un soldado de su pelotón. Cierto que aguzaba el oído de modo que su orgullo no sufriera menoscabo. Escuchaba con los cinco sentidos, pero aparentando que lo que oía le importaba poco. En cambio, cuando trababa conocimiento con alguien, nunca ponía empeño en franquearse ni en darse tono; enseguida indagaba quién era el nuevo conocido, de dónde procedía y qué clase de persona era. Esta táctica le permitió oír y enterarse de muchas cosas. Pero donde pudo instruirse hasta la saciedad fue en los atestados calabozos de la Butyrska, después de la guerra. En dicha prisión se pronunciaban conferencias todas las tardes, a cargo de profesores, de doctores en ciencias o simplemente de expertos; versaban sobre física atómica, arquitectura occidental, genética, poesía o apicultura. Kostoglótov era un asiduo asistente a todas aquellas conferencias. También bajo las literas de la prisión de Krásnaya Presnaya, en los catres de tablas de los vagones de transportes o en los descansos durante los traslados de campo, cuando les sentaban en el suelo, y en las formaciones, en cualquier lugar, procuraba, fiel al proverbio del abuelo, adquirir lo que no había podido obtener en las aulas universitarias.
Lo mismo ocurrió en el campo de concentración. Planteaba infinidad de preguntas al encargado de la estadística de la sección sanitaria, un hombrecillo apocado y entrado en años, que rellenaba papeles constantemente o le mandaban a toda prisa en busca de agua hervida, y que resultó ser profesor de filología clásica y de literatura antigua de la Universidad de Leningrado. Kostoglótov concibió la idea de que le enseñara latín. Para recibir sus lecciones se veían obligados a caminar de un lado a otro del recinto del campo, bajo la helada y desprovistos de lápiz y papel. A veces el profesor se quitaba el guante y con el dedo escribía algo sobre la nieve. (Le daba las lecciones con total desinterés; su recompensa consistía en sentirse un ser humano por corto espacio de tiempo. Por otro lado, Kostoglótov no habría tenido con qué pagarle. Pero estuvo a punto de costarles caro a ambos. El oficial del campo los llamó por separado y les interrogó, sospechando que tramaban la fuga y que lo que dibujaban sobre la nieve era el mapa de los alrededores. No les creyó la historia del latín y las lecciones cesaron).
Kostoglótov recordaba de ellas que casus significaba «caso» y que in es un prefijo negativo. También sabía lo que quería decir cor, cordis, pero sin saberlo no se necesitaba mucha imaginación para suponer que «cardiograma» proviene de la misma raíz. En cuanto a la palabra «tumor», habíase tropezado con ella en cada página de la Anatomía patológica, que le había prestado Zoya.
Así, sin ningún esfuerzo, comprendió el diagnóstico de Proshka: «Tumor en el corazón, caso inoperable».
Y no solamente no admitía operación, sino tampoco ninguna clase de tratamiento, puesto que le habían recetado ácido ascórbico.
Inclinado sobre la escalera, Kostoglótov no meditaba en el latín, sino en el principio que ayer expusiera ante Liudmila Afanásievna: que el paciente debe conocerlo todo.
Pero tal principio sólo era aplicable a personas curtidas como él.
¿Y a Proshka?
Proshka apenas llevaba nada en las manos; no tenía pertenencias. Le acompañaban Sibgátov, Diomka y Ajmadzhán. Los tres caminaban con precaución: uno cuidando de su espalda; el otro, de su pierna, y el tercero iba con muletas. Proshka salía radiante, enseñando sus blancos y brillantes dientes.
De idéntica manera, cuando raramente sucedía, acompañaban en el campo a los que salían en libertad.
¿Y si se les hubiera dicho que, enseguida, a la vuelta del portón, los arrestarían de nuevo?…
—¿Qué es lo que han escrito en el certificado? —preguntó Proshka, despreocupado, al pasar junto a él.
—¡El diablo lo sabrá! —terció Kostoglótov la boca y su cicatriz también se alabeó—. Los médicos se han vuelto muy enigmáticos. ¡No hay manera de entenderlo!
—Bueno, ¡qué se mejoren! ¡Qué se restablezcan todos! ¡Qué regresen pronto a sus casas! ¡Y que encuentren bien a sus mujercitas!
Proshka estrechó la mano de todos y desde la escalera se volvió de nuevo, gozoso, y agitó la mano en señal de despedida.
Y descendió con paso firme.
Hacia la muerte.