Curiosamente, si Kostoglótov hubiese tratado de averiguar qué inyección era aquella, su finalidad, si era efectivamente necesaria y si moralmente estaba justificada, y si Liudmila Afanásievna se hubiera visto obligada a explicarle la razón y las posibles consecuencias de ella, lo más probable era que él se hubiese rebelado definitivamente.
Pero en ese instante preciso tenía ya agotados todos sus brillantes argumentos y había capitulado.
Ella, por su parte, obró con deliberada astucia mencionando la inyección sin darle mayor importancia, porque estaba cansada de tantas explicaciones y porque sabía firmemente que había llegado el momento crucial en que, comprobada la acción de las irradiaciones en su estado puro sobre el paciente, se debía asestar un nuevo golpe al tumor, un golpe, altamente recomendado por las autoridades competentes en la materia, contra ese tipo de cáncer. Vislumbraba un éxito excepcional en la cura de Kostoglótov. Por eso no podía condescender con su obstinación, ni dejar de aplicarle todos los recursos en los que ella confiaba. No poseía una muestra del tumor; mas su intuición, su espíritu de observación y su memoria le sugerían que se trataba exactamente de la clase de tumor que no es teratoma ni sarcoma.
La doctora Dontsova estaba escribiendo precisamente su tesis sobre ese tipo de tumores y la especial movilidad de las metástasis. No trabajaba metódicamente en ella. La había comenzado tiempo atrás; luego la abandonó para reanudarla de nuevo. Los amigos le aseguraban que tendría éxito; pero, obligada y agobiada por las circunstancias, no podía prever si la defendería alguna vez. Y no porque careciera de la suficiente experiencia o de material. Todo lo contrario; tenía demasiado de ambas cosas. Pero diariamente la reclamaban ante la pantalla, al laboratorio o ante el lecho de los pacientes. Se ocupaba, además, de la selección y descripción de las radiografías, de las fórmulas y de la sistematización, sin contar con que antes tendría que pasar por el examen preliminar de licenciatura. No existía fuerza humana capaz de abarcar todo esto. Podría conseguir un permiso de seis meses con vistas a su trabajo doctoral; pero en la clínica los pacientes nunca eran leves, ni había día en que no fuesen necesarias las consultas con las tres jóvenes doctoras: ella no podía ausentarse por medio año.
Liudmila Afanásievna había oído decir que Lev Tolstói manifestó, refiriéndose a su hermano, que poseía todas las aptitudes precisas para ser escritor, pero que carecía de los defectos inherentes a los escritores. Por lo visto, ella tampoco tenía los defectos que convierten a las personas en médicos científicos. No es que deseara especialmente que se susurrara a su espalda: «No es un simple médico; es Dontsova, la doctora en ciencias médicas», o que encabezaran sus artículos (ya había publicado alrededor de las dos decenas) con unas letritas complementarias, menudas pero ponderativas. Por otro lado, el dinero nunca estaba de más. Pero, ya que no había podido ser, ¡había que conformarse!
Aparte de su tesis, tenía en abundancia eso que denominan trabajo científico-social. En el hospital se celebraban conferencias clínico-anatómicas para analizar los errores en el diagnóstico y en el tratamiento y sobre métodos nuevos a las que eran obligatorias la asistencia y la participación activa, a pesar de que los radioterapeutas y cirujanos se consultaban diariamente, discutían los errores y adoptaban métodos nuevos. Además, existía en la ciudad una sociedad científica de radiólogos, con sus informes y demostraciones. Recientemente se había creado la sociedad de oncólogos, de la que Dontsova no era un simple miembro, sino la secretaria, y en la que reinaba un arduo trajín, como en cada nueva empresa. También estaba el Instituto de Perfeccionamiento Médico, y la correspondencia con El Correo Radiológico y con El Correo Oncológico, con la Academia de Ciencias y con el centro de información. Y aunque, al parecer, la «Gran Ciencia» se concentraba en Moscú y en Leningrado, y aquí simplemente se curaba a la gente, no había día destinado sólo a los tratamientos sin que se tuviera que preocuparse de los problemas científicos.
Aquel día era uno de tantos. Debía telefonear al presidente de la Sociedad de Radiología para hablar del próximo informe; repasar urgentemente dos pequeños artículos para una revista y responder a una carta de Moscú y a otra de un dispensario anticanceroso de un remoto rincón de provincias, del que pedían aclaraciones.
Dentro de unos momentos el cirujano jefe, al finalizar su jornada de operaciones, iba a mostrar a Dontsova, con la que se había puesto de acuerdo para la consulta, a una paciente suya de ginecología. Luego, después de la consulta en el laboratorio, tendría que ir con una de las doctoras a sus órdenes a examinar a un enfermo de Tashauz con un posible tumor en el intestino delgado. Y ella misma había convocado para hoy la reunión con los auxiliares de radioterapia, a fin de discutir la intensificación del rendimiento de los aparatos para atender a mayor número de pacientes. Otra de las cosas que debía hacer sin falta era visitar a Rusánov después de que le inyectaran la ambiquina. Hacía poco tiempo que se encargaban de tratar a enfermos como él, antes los enviaban a Moscú.
¡Y había estado perdiendo el tiempo con las estúpidas disputas del testarudo de Kostoglótov! Fue una condescendencia de procedimiento. Mientras conversaban, los técnicos encargados de perfeccionar el montaje de la instalación de rayos gamma se asomaron dos veces a la puerta. Querían demostrar a Dontsova la pertinencia de ciertos trabajos no incluidos en el presupuesto, que les firmara el acta para efectuarlos y que convenciera al médico jefe. Ahora la llevaban hacia allí, pero, antes de llegar, una enfermera le entregó en el pasillo un telegrama. Procedía de Novocherkassk y se lo enviaba Anna Zatsyrko. Hacía quince años que no se veían ni se carteaban, pero era una excelente y antigua amiga con la que estudió en la escuela de comadronas de Sarátov en 1924, antes de ingresar en el Instituto de Medicina. Anna le comunicaba que su hijo mayor, Vadim, llegaría a la clínica hoy o mañana, procedente de la expedición geológica en la que trabajaba. Le rogaba que lo tratara con afecto y le hiciera saber con franqueza lo que tenía su hijo. Liudmila Afanásievna se alarmó, abandonó a los técnicos y corrió a solicitar de la enfermera jefe que reservara hasta el final del día la cama de Azovkin para Vadim Zatsyrko. La enfermera Mita, como siempre, iba y venía por la clínica sin que fuera fácil dar con ella. Cuando por fin la encontró y le hubo prometido la cama para Vadim, desconcertó a Dontsova con un nuevo problema: la más eficiente enfermera del departamento de rayos, Olimpiada Vladislávovna, era requerida para asistir diez días a un seminario para tesoreros sindicales. En esos diez días había que reemplazarla con alguien. Pero eso resultaba tan difícil e inadmisible que Mita y Dontsova atravesaron juntas, con paso decidido, innumerables salas hasta la oficina de registro para telefonear al comité local del sindicato, a fin de que cancelaran la asistencia de la enfermera. El teléfono estaba ocupado, primero de un lado de la línea, luego del otro. Después les aconsejaron telefonear al comité regional del sindicato, donde quedaron sorprendidos de su irresponsabilidad política, preguntándoles si suponían que las finanzas del sindicato podían abandonarse a su suerte. Evidentemente, ni los miembros del comité local, ni los del regional, ni ninguno de sus parientes, habían sentido la dentellada del tumor, ni, por lo visto, esperaban sentirla. Liudmila Afanásievna aprovechó la oportunidad para llamar a la Sociedad de Radiología y luego se fue presurosa en busca del médico jefe para que interviniera en el asunto. Pero este se hallaba en su departamento rodeado de personas extrañas, discutiendo el precio más económico para las reparaciones proyectadas en una de las alas del edificio. Así que el asunto quedaba pendiente. Se encaminó a su departamento pasando por el de radiología, en el que hoy no se trabajaba. Los empleados del mismo realizaban un balance a la luz de una lámpara roja. Enseguida informaron a Liudmila Afanásievna de que, verificando el recuento de la reserva de placas radiográficas, y teniendo en cuenta el consumo actual, sólo se disponía de material para unas tres semanas. Eso constituía un verdadero conflicto, porque pasaría un mes por lo menos antes de la fecha prevista para el pedido de película. Para Dontsova estaba claro que hoy mismo o al día siguiente tendría que conseguir que el farmacéutico y el médico jefe se reunieran (cosa nada fácil) para apremiarlos a que hicieran un nuevo pedido.
Luego la abordaron los técnicos de las instalaciones de rayos gamma y tuvo que firmarles el acta. De paso entró en el departamento de personal de rayos X. Se sentó allí y se abismó en sus cálculos. Según los tradicionales requisitos técnicos, el aparato debe trabajar una hora y descansar treinta minutos. Pero ya hacía tiempo que esta norma no se respetaba y todas las instalaciones funcionaban ininterrumpidamente nueve horas, lo que representaba turno y medio del personal a su cargo. Y a pesar de esa actividad excesiva y de que las diligentes enfermeras reemplazaban rápidamente a los pacientes bajo el aparato, no había manera de suministrar las sesiones que serían de desear. Habría que conseguir que los pacientes externos recibieran una sola sesión diaria y algunos de los hospitalizados, dos (como había prescrito a Kostoglótov a partir de hoy), a fin de intensificar el ataque contra los tumores y acelerar la transferencia de camas. Con vistas a ello, y a espaldas de la supervisión técnica, utilizaban una corriente de 20 millones de amperios en lugar de la de 10 millones. Así hacían doble trabajo, aunque era evidente que los tubos se deterioraban antes. ¡Y aún no daban abasto! Liudmila Afanásievna había entrado allí para señalar a qué enfermos y por cuántas sesiones recomendaba no aplicarles el filtro de cobre de un milímetro que protegía la piel (con lo que se reducía la sesión a la mitad de tiempo) y a quiénes habría que ponerles el filtro de medio milímetro.
A continuación subió al primer piso para comprobar el estado de Rusánov después de la inyección. De allí se fue al gabinete de focos cortos, en el que se había reanudado la radiación de los pacientes. Se disponía a ocuparse de la correspondencia y los artículos cuando llamó respetuosamente a la puerta Yelizaveta Anatólievna, solicitando permiso para hablar con ella.
Yelizaveta Anatólievna era una simple auxiliar sanitaria del departamento de radioterapia, pero nadie osaba tutearla ni llamarla con familiaridad Liza o tía Liza, como suelen dirigirse a las sanitarias de cualquier edad incluso los jóvenes doctores. Era una mujer de esmerada educación, y en los ratos libres de las guardias nocturnas se sentaba a leer libros en francés. Sin embargo, trabajaba en la clínica oncológica de modesta auxiliar sanitaria, realizando su cometido a entera satisfacción. Cierto es que ganaba sueldo y medio, y que desde hacía algún tiempo pagaban un 50 por ciento de prima por la nocividad de las radiaciones. Pero la prima de las sanitarias había sido reducida el 15 por ciento; no obstante, Yelizaveta Anatólievna no se había ido.
—¡Liudmila Afanásievna! —dijo con una leve inclinación, como si presentara sus excusas al modo de las personas muy corteses—. Me es violento molestarla por un asunto de poca monta. Pero ¡es para desesperarse! ¡Carecemos por completo de bayetas! ¿Con qué limpiaremos?
¡Una preocupación más! El Ministerio había previsto el abastecimiento a la clínica anticancerosa de agujas de rádium, de la bomba gamma, de los aparatos «Stabilivolt», de modernísimos equipos para transfusiones de sangre y de los últimos medicamentos sintéticos. Pero en tan largo inventario no halló lugar para vulgares bayetas ni simples cepillos. Nizamutdín Bajrámovich había replicado al respecto: «Si el Ministerio no lo ha previsto, ¿he de comprarlas con mi dinero?». Hubo una época en que utilizaban como bayetas la ropa blanca vieja. Pero el departamento administrativo de la clínica se dio prisa en prohibirlo, recelando que pudiera dar pie al robo de la ropa nueva. Actualmente exigía la entrega de la ropa usada en un lugar determinado, donde una comisión autorizada la inventariaba y la destruía.
—Creo —insinuó Yelizaveta Anatólievna— que si todos los empleados del departamento de rayos nos comprometiéramos a traer una bayeta de nuestra casa, solucionaríamos el problema, ¿no cree?
—¿Por qué no? —suspiró Dontsova—. Seguramente es lo único que podemos hacer. De acuerdo. Haga el favor de proponérselo a Olimpiada Vladislávovna…
¡Sí! También a Olimpiada Vladislávovna habría que sacarla del apuro. Era absurdo apartar del trabajo por diez días a la mejor y más experimentada de las enfermeras.
Liudmila Afanásievna fue a telefonear de nuevo. No consiguió nada. Directamente se dirigió a examinar al enfermo llegado de Tashauz. Permaneció sentada un rato en la oscuridad para acostumbrar sus ojos. Luego observó la papilla de bario en el intestino delgado del paciente, ya en pie, ya descendiendo la pantalla protectora como si fuera una mesa, y colocando al enfermo de uno y otro costado para radiografiarle. Liudmila Afanásievna estableció el diagnóstico presionando en el vientre del enfermo con sus manos cubiertas con guantes de goma y haciendo coincidir sus gritos de dolor con las anubladas, imprecisas y criptográficas tonalidades de las manchas y de las sombras.
Con todos estos quehaceres se le había pasado la hora de la comida, en la que nunca reparaba. Ni siquiera en verano salía al jardín a comerse el bocadillo.
En ese momento la llamaron de la sala de curas para una consulta. El cirujano jefe empezó por ponerla en antecedentes de la historia clínica; luego hicieron entrar a la enferma y la miraron. Dontsova llegó a la conclusión de que la única salvación posible estaba en la esterilización. La paciente no tenía más de cuarenta años y rompió en llanto. La dejaron desahogarse algunos minutos.
—¡Eso es acabar con la vida!… ¡Mi marido me abandonará!…
—No le informe del carácter de la operación —le sugirió Liudmila Afanásievna—. Él jamás se enterará. En sus manos está el ocultárselo.
En su cometido de salvar vidas —y en la clínica casi siempre era la vida la que estaba en juego—, Liudmila Afanásievna tenía la firme convicción de que cualquier quebranto está justificado si garantiza la existencia.
Pero ese día, por muchas vueltas que diera por la clínica, había algo que a lo largo de toda la jornada estuvo perturbando su certidumbre, su responsabilidad y su autoridad.
¿Sería la causa ese claro dolor que sentía en la zona del estómago? Había días en que no lo notaba; otros, muy débilmente. Hoy era más intenso. Si no fuera oncóloga, no le habría dado importancia, y hubiera ido con la mayor tranquilidad a reconocimiento. Pero sabía perfectamente las complicaciones que acarrearía al confesarlo: se enterarían sus familiares y sus compañeros de trabajo. En su fuero interno trataba de contentarse con el procedimiento tan típicamente ruso de confiarse al «Dios quiera»: «Quizá sea una cosa pasajera», «Tal vez no sea más que una sensación nerviosa».
No, no era eso. Durante el día hubo algo más que la aguijoneaba; algo vago, pero insistente. Y por fin ahora, al llegar a su rincón ante el escritorio y tomar la carpeta con la inscripción «las secuelas de las irradiaciones», en la que fijara su atención el perspicaz Kostoglótov, comprendió que no sólo se había sentido inquieta, sino también mortificada por la disputa que sostuvo con él acerca del derecho a curar.
Todavía podía oír su frase: «Hace veinte años tratarían con rayos a un Kostoglótov cualquiera, que se cerraba en banda porque temía tal método de cura… ¡y ustedes todavía no conocían la existencia de las secuelas de las irradiaciones!».
En efecto. Dentro de poco pronunciaría una conferencia en la Sociedad de Especialistas de Rayos sobre el tema: «Ulteriores mutaciones por efecto de la radioterapia». Casi lo mismo que le reprochara Kostoglótov.
Sólo recientemente, hacía un par de años, tanto a ella como a otros especialistas de rayos —allí, en Moscú, en Bakú— les surgieron casos al principio incomprensibles. Brotó el recelo, luego la sospecha. Empezaron a tratar el asunto por correspondencia y, aunque no hablaban de él oficialmente en las conferencias, lo abordaban entre una comunicación y otra. Hubo alguien que leyó un ensayo en una revista americana, y después otro, y otro. Algo similar debían de experimentar los americanos. Los casos se multiplicaban; más y más pacientes se presentaban con quejas. De repente aquello recibió un nombre: «Ulteriores mutaciones por efecto de la radioterapia». Había llegado la hora de hablar de ellas desde la cátedra y adoptar alguna decisión.
Ocurría que en las curas por radioterapia con grandes dosis de irradiaciones, que diez o quince años atrás obtuvieron resultado satisfactorio, feliz y hasta brillante, en las zonas tratadas se presentaban ahora inesperadas mutilaciones y deformaciones.
No es que se deplorara que entonces se usara la radioterapia, porque, en todo caso, su aplicación estaba justificada cuando se trataba tumores malignos. Tampoco en la actualidad había otra salida. Se salvaba al enfermo de la muerte inevitable con el único recurso posible, y, además, empleando grandes dosis, porque las dosis reducidas eran ineficaces. En cuanto a las mutilaciones, el enfermo debía comprender que eran el precio por los años de más que ya había vivido y por los que aún le quedaban por vivir.
Hacía diez, quince o dieciocho años, ni siquiera existía la expresión «secuelas de las irradiaciones». La radioterapia era considerada el medio más directo, seguro y exhaustivo; un triunfo de la moderna técnica médica, y tan magnífico que se consideraba de mentalidad retrógrada y aun de sabotaje en la atención sanitaria a los trabajadores cuando se prescindía de ella y se buscaban otros medios paralelos o indirectos. Sólo se temía las precoces y agudas afecciones de los tejidos y de los huesos, aunque ya se había aprendido entonces a evitarlas. ¡Y aplicaron la radioterapia! ¡La aplicaron con todo entusiasmo! Incluso a los tumores benignos y hasta a los niños de corta edad.
Y ahora, esos niños ya crecidos, muchachos y muchachas, algunos ya casados, volvían con irreparables mutilaciones en las partes que tan celosamente les irradiaron.
El pasado otoño se presentó en la clínica —no en el pabellón de cáncer, sino en el de cirugía— un muchachito de quince años que tenía el brazo y el pie de un lado más cortos que los del otro. Lo mismo le ocurría con los huesos del cráneo. De tal modo que, de arriba abajo, aparecía desfigurado en forma de arco como una caricatura. Liudmila Afanásievna se informó de su llegada y pudo reconocerle. Cotejando los archivos, identificó en él al niño de dos añitos y medio que su madre llevara a la clínica con múltiples lesiones en los huesos (cuyo origen nadie supo localizar, aunque era evidente que no eran de naturaleza cancerígena) y con una profunda alteración del metabolismo. Los cirujanos se lo traspasaron a Dontsova por si la radiología podían establecer un diagnóstico concreto. Dontsova tomó el caso y la radioterapia ayudó con tanta eficacia que la madre lloraba de alegría, diciendo que jamás olvidaría a la salvadora de su hijo.
Pero ahora este llegaba solo —su madre ya no estaba entre los vivos—, y nada ni nadie podía ayudarle. Nadie era capaz de librar a sus huesos de las antiguas irradiaciones.
Más recientemente aún, a finales de enero, llegó una joven madre lamentándose de que sus pechos no daban leche. No acudió directamente a la doctora, sino que, de pabellón en pabellón, llegó al oncológico. Dontsova no la recordaba, pero como en la clínica conservaban las cartillas con los historiales de cada caso, rebuscó en el anexo del edificio y encontró el de la joven, fechado en el año 1941. En él se atestiguaba que, siendo aún una niña, recurrió a la clínica y confiadamente se acostó bajo el tubo de rayos para curarse un tumor benigno, contra el que hoy nadie emplearía la radioterapia.
Lo único que pudo hacer Dontsova fue agregar en la vieja cartilla que los tejidos blandos se habían atrofiado, y que por lo visto era una de las ulteriores mutaciones producidas por los rayos.
Naturalmente, nadie dijo a aquel joven deformado ni a aquella madre defraudada que en su niñez habían sido curados de modo incorrecto. Tal explicación, desde el punto de vista del enfermo, habría sido inútil; desde el punto de vista general, habría perjudicado a la propaganda sanitaria entre la población.
Pero estos casos trastornaban a Liudmila Afanásievna y le producían un sordo sentimiento de irreparable culpabilidad. Precisamente ahí, en ese punto, había atinado a acertar hoy Kostoglótov.
Cruzada de brazos, paseó por la habitación, desde la puerta a la ventana y desde la ventana a la puerta, por el espacio libre entre los dos aparatos desconectados.
¿Cómo es posible poner en tela de juicio el derecho del médico a curar? Si se mantiene ese criterio, si se desconfía de cada método científico aceptado hoy porque pueda ser desautorizado o abandonado en el futuro, entonces, ¡el diablo sabe adonde se podría llegar! ¡Si hasta por una aspirina se han dado casos de muerte! ¡La persona la toma por primera vez en su vida y le sobreviene la muerte!… Resulta entonces que es imposible curar, que la medicina no puede proporcionar los auxilios que se requieren.
Esta ley probablemente tiene un carácter universal: cada acto engendra siempre algo bueno y algo malo. Pero unos producen más de bueno y otros más de malo.
Por mucho que se esforzara por tranquilizarse —aun sabiendo perfectamente que en su conjunto esos accidentes, los casos de diagnóstico equivocado y las medidas tardías o erróneas, no constituían ni el dos por ciento de su actividad, y que eran miles los sanados por ella, los devueltos a la vida; los salvados, los curados eran jóvenes y viejos, mujeres y hombres, que ahora araban los campos, caminaban por los pastos o por el asfalto, volaban en el aire, se encaramaban a los postes telegráficos, recogían el algodón, barrían las calles, despachaban tras el mostrador, se sentaban en los despachos y en las casas de té, y servían en el Ejército o en la Marina y que no todos la habían olvidado ni la olvidarían—, a pesar de todo tenía plena conciencia de que ella podría olvidarse de todos ellos, sus más felices casos, sus más arduas victorias, pero que recordaría hasta la muerte a unos cuantos, a unos pocos desdichados que cayeron bajo la rueda.
Tal era la peculiaridad de su memoria.
Hoy ya no podría preparar la conferencia. Además, el día tocaba a su fin. (¿Se llevaría la carpeta a casa? Aunque probablemente sería en vano, como le había ocurrido centenares de veces).
Sí, tendría tiempo para leer los artículos de la revista Radiología Médica y poder así devolverla y responder a la cuestión planteada por el practicante de Tajta-Kupyr.
La luz que entraba por la sombría ventana era ya insuficiente. Encendió la lámpara de mesa y tomó asiento. Una de las doctoras internas, que iba sin bata, echó una ojeada y le preguntó:
—¿No se va, Liudmila Afanásievna?
También apareció Vera Gángart:
—¿No se va?
—¿Cómo está Rusánov?
—Duerme. No ha tenido vómitos, pero sí fiebre.
Vera Kornílievna se quitó la ajustada bata y se quedó con un vestido de glasé gris verdoso, demasiado elegante para el trabajo.
—¿No le da pena ponérselo? —señaló con un movimiento de cabeza Dontsova.
—¿Para qué he de reservarlo? ¿Con qué objeto?…
Quería sonreír, pero le salió una mueca lastimera.
—Está bien, Vérochka; en tal caso, la próxima vez le inyectaremos la dosis completa, diez miligramos —lanzó rápidamente Liudmila Afanásievna con la característica vivacidad que se emplea cuando las palabras roban el tiempo. Y se puso a escribir al practicante.
—¿Qué hay de Kostoglótov? —preguntó quedamente Gángart desde la puerta.
—¡Hemos librado una batalla, pero ha sido derrotado y se ha resignado! —sonrió Liudmila Afanásievna a la vez que sentía una nueva punzada cerca del estómago. En ese momento estuvo tentada de quejarse a Vera, a ella la primera; elevó hacia Vera sus ojos entornados, pero en el fondo penumbroso del gabinete vio que se preparaba para ir al teatro, con su vestido de los días festivos y sus tacones altos.
Resolvió aplazarlo para otra ocasión.
Se habían ido todos y seguía allí sentada. Le perjudicaba enormemente permanecer media hora de más en aquellas estancias diariamente irradiadas, pero el trabajo la encadenaba. Cada vez que llegaban las vacaciones anuales tenía una palidez grisácea y sus leucocitos, que a lo largo del año iban disminuyendo paulatinamente, descendían a 2000, nivel que hubiera sido criminal permitir en cualquier paciente. Examinar tres «estómagos» diarios era la norma estipulada para los especialistas en radiología, pero ella reconocía diez cada día, y durante la guerra llegó a veinticinco. En vísperas de vacaciones, ella misma sentía la necesidad de una transfusión de sangre, que no le restituía todo lo que había perdido durante el año.
La imperiosa inercia del trabajo no la dejaba escapar fácilmente. Al finalizar la jornada veía con disgusto que siempre le quedaba algo pendiente. En aquel instante recordó, entre otros asuntos, el cruel caso de Sibgátov, y tomó nota de lo que debía consultar al doctor Oreschenkov cuando se encontrara con él en la Sociedad. Así como ella adiestraba ahora en el trabajo a sus médicos ayudantes, en otro tiempo, antes de la guerra, el doctor Oreschenkov la condujo de la mano, la guio con cuidado y le transmitió su interés por los ilimitados horizontes de su profesión. «Liúdochka», le prevenía, «jamás se especialice en un solo caldo. Deje que el mundo entero tienda a la especialización, pero usted manténgase firme, con una mano en el diagnóstico por radiología y con la otra en la radioterapia. Aunque sea la última doctora con esas características, ¡lo importante es que lo sea!». Él vivía aún y además residía en esa misma ciudad.
Después de apagar la lámpara, se volvió desde la puerta y anotó varios asuntos para el día siguiente. Se vistió su deslucido abrigo azul y se encaminó al gabinete del médico jefe. Pero estaba cerrado.
Finalmente, descendió la escalera de la entrada bordeada de álamos, y se internó por las avenidas del centro médico. Sus pensamientos se concentraban en su trabajo, sin que intentara ni deseara desembarazarse de ellos. No hubiera podido describir el estado del tiempo, pues era algo en lo que no reparaba. Aún no había anochecido. Por las avenidas se tropezaba con numerosas caras desconocidas, que tampoco despertaron en Liudmila Afanásievna el natural interés femenino por ver cómo vestían, con qué se cubrían la cabeza y cómo calzaban. Avanzaba con el ceño fruncido, mirando a la gente con ojos penetrantes, como si quisiera adivinar la ubicación de eventuales tumores que hoy no se daban aún a conocer, pero que mañana podrían manifestarse en esas personas.
Siguió caminando, dejó atrás el salón de té del centro médico y al muchachito uzbeko que vendía por allí almendras en cucuruchos de papel de periódico, y alcanzó la entrada principal.
Podría pensarse que al franquear esta puerta —por la que la gordezuela portera, vigilante y huraña, sólo permitía la salida a personas sanas y libres y de la que apartaba a los pacientes con desaforados gritos—, Liudmila Afanásievna se desligaría de la parte de su existencia dedicada al trabajo para entrar de lleno en la vida hogareña, familiar. Pero no era así. Su tiempo y sus fuerzas no se dividían equitativamente entre el trabajo y el hogar. La mejor y más grata mitad de sus horas de vida activa transcurría en el centro médico. Las ideas sobre el trabajo seguían revoloteando como abejas en torno a su cerebro mucho después de traspasar la puerta principal y mucho antes de que se encontrara ante ella a la mañana siguiente.
Depositó en el buzón de Correos la carta con destino a Tajta-Kupyr y atravesó la calle hacia la parada del tranvía. Haciendo sonar la campanilla, apareció el suyo. Por ambas puertas, la delantera y la trasera, subieron numerosos pasajeros. Liudmila Afanásievna se apresuró para conseguir un asiento, siendo esa la primera idea, superficial e insignificante, que empezó a convertirla de oráculo de los destinos humanos en simple pasajero de tranvía al que empujaban sin cumplidos.
Durante la trepidante marcha del viejo tranvía de vía única y en las largas paradas del trayecto, Liudmila Afanásievna miraba distraídamente por la ventanilla. Sus pensamientos retornaron a las metástasis pulmonares de Mursalímov o al posible efecto de las inyecciones en Rusánov. Las ofensivas maneras de este y las amenazas que había pronunciado mientras visitaba la sala se disiparon aquella misma mañana por otras inquietudes. Pero ahora, al finalizar el día, se filtraban con un opresivo sedimento que la importunaría el resto de la tarde y de la noche.
En el tranvía viajaban numerosas mujeres que, como Liudmila Afanásievna, no llevaban pequeños bolsos de señora, sino grandes bolsas, en las que podría introducirse un lechoncillo vivo o cuatro hogazas de pan. A cada parada, o ante cada comercio fugazmente vislumbrado desde la ventanilla, los pensamientos de Liudmila Afanásievna se concentraban con mayor insistencia en sus problemas domésticos y en su hogar. Todo en él estaba bajo su responsabilidad, sobre su espalda, porque, ¿qué podía exigírseles a los hombres? Cuando ella se iba a Moscú a cualquier reunión, su marido y su hijo no fregaban la vajilla en una semana. No es que quisieran reservarle ese trabajo, sino que no encontraban sentido a esa labor reiterativa, eternamente repetida.
Liudmila Afanásievna tenía también una hija ya casada y con un bebé, aunque podría decirse que estaba a punto de quedarse sin marido, porque esperaba el divorcio. Por primera vez en todo el día recordó a su hija sin sentir satisfacción alguna.
Era viernes. El domingo, ya sin dilación, tendría que realizar una gran colada, pues ya se le había acumulado mucha ropa sucia. Por eso, costara lo que costase, debía preparar el sábado por la noche la comida para la primera mitad de la próxima semana (guisaba dos veces por semana). Hoy pondría la ropa en remojo antes de acostarse. Ahora mismo pasaría por el mercado central, allí todavía encontraría algo a esas horas de la tarde.
Se apeó para tomar otro tranvía. Al ver las lunas de una tienda de comestibles cercana, decidió entrar y ver lo que había. La sección de carnes estaba vacía y el dependiente se había ido. En la de pescados no había nada, aparte de arenques ahumados, lenguado salado y conservas. Pasó ante las pintorescas pirámides de botellas de vino y las cilíndricas barras marrones de queso, que parecían embutidos, y un poco más allá se decidió por dos botellas de aceite de girasol (antes sólo vendían aceite de semillas de algodón) y copos de cebada. Atravesó el tranquilo establecimiento, pagó en la caja y regresó a la sección de comestibles a recoger el aceite y la cebada.
Mientras esperaba a que despacharan a dos personas que estaban delante de ella, se armó en la tienda un vivo revuelo y de la calle entró un tropel de gente que inmediatamente formó cola en la sección de alimentación y en la caja. Liudmila Afanásievna se sobresaltó, y sin aguardar a que le sirvieran los comestibles, fue con paso rápido a coger turno ante el dependiente de alimentación y en la caja. Aún no había nada tras el curvado cristal protector del mostrador, pero las mujeres que se agolpaban decían saber con certeza que despacharían un kilo de salchichas de cerdo por persona.
Había tenido mucha suerte, y merecía la pena hacer la cola por segunda vez.