En primer lugar, Liudmila Afanásievna condujo a Kostoglótov al gabinete de tratamiento, del que acababa de salir una paciente después de su sesión. Desde las ocho de la mañana funcionaba en él, casi ininterrumpidamente, el gran tubo de rayos X de 180 000 voltios que colgaba sujeto a un gancho. El ventanuco estaba cerrado y todo el aire, saturado del calor que despedía la instalación de rayos, dulzón y repelente.
Después de las seis o diez sesiones, aquel caldeamiento (que no sólo era tal) resultaba repulsivo a los enfermos en cuanto lo percibían sus pulmones. Pero Liudmila Afanásievna estaba habituada a él. Hacía veinte años que Dontsova trabajaba allí, cuando aún los tubos carecían de toda protección (en cierta ocasión estuvo a punto de perder la vida por culpa de un cable de alta tensión), y diariamente respiraba el aire de los departamentos radiológicos, en los que permanecía más tiempo del permitido, ocupada en los diagnósticos. Y a pesar de las modernas pantallas y guantes, probablemente recibía más irradiaciones que los pacientes más sufridos y graves, con la diferencia de que esas irradiaciones no eran calculadas ni sumadas por nadie.
Si se daba prisa en salir de allí, no era sólo por abandonar aquel lugar, sino para no demorar el funcionamiento de las instalaciones de rayos más minutos de los precisos. Indicó a Kostoglótov que se echara en un duro canapé situado bajo el tubo y se descubriera el vientre. Le pasó por la piel una especie de brochita, cosquilleante y fría, como si esbozara ciertos trazos o cifras.
Seguidamente explicó a la enfermera el esquema de los cuadrados y la manera de aplicar el tubo a cada uno de ellos. Luego ordenó al enfermo que se tendiera sobre el vientre; dibujó de nuevo en su espalda y le indicó:
—Después de la sesión, venga a verme.
Y se fue. La enfermera le pidió que se colocara nuevamente boca arriba y cubrió el primer cuadrado con una sábana. Sacó a continuación unas pesadas alfombrillas de goma guarnecidas de plomo y tapó con ellas las zonas contiguas del cuerpo que no debían recibir el golpe directo de los rayos X. Las flexibles alfombrillas se ceñían agradable y firmemente al cuerpo.
La enfermera salió también y cerró la puerta. Ahora sólo podía verle a través de una ventanilla abierta en la gruesa pared. Se oyó un quedo zumbido, se encendieron las lámparas auxiliares y se calentó el tubo principal.
Y a través del cuadrado desnudo de la piel de su vientre, a través de las capas intermedias y de los órganos cuyos nombres no conocía su propio poseedor, a través del tumor agazapado como un gato, del estómago o de los intestinos, a través de la sangre de sus arterias o venas, a través de la linfa y de las células, de la espina dorsal y de otros huesos menores, y luego a través de las otras capas intermedias, vasos y piel de la espalda y, por último, a través del asiento del canapé, de los cuatro centímetros de tarima del suelo, a través de toda la armadura y el relleno y aún más allá, hasta llegar al mismo cimiento de piedra o a la tierra, fluían los crueles rayos, los espeluznantes vectores de los polos eléctrico y magnético, inconcebibles para la mente humana, o los más comprensibles quanta que, cual proyectiles, agujerean y desgarran todo lo que se interpone a su paso.
Aquel bárbaro ametrallamiento con elevados quanta, silencioso e imperceptible para los tejidos hostigados, devolvió a Kostoglótov, después de doce sesiones, el apego a la existencia, el gusto por la vida, el apetito y hasta el buen humor. A partir del segundo y tercer ametrallamiento, libre ya de los dolores que le hacían la vida intolerable, se interesó por saber y comprender cómo aquellos penetrantes proyectiles podían bombardear el tumor sin afectar al resto del cuerpo. Kostoglótov no podía someterse sin reservas al tratamiento, mientras no comprendiera sus fundamentos y confiara en él.
Intentó enterarse de la teoría de la radioterapia recurriendo a Vera Kornílievna, la excelente mujer desarmada por sus prejuicios y su hostil predisposición desde su primer encuentro junto a la escalera, cuando ya tenía decidido que no se iría de allí por su propia voluntad: tendría que arrastrarle una brigada de bomberos o de guardias.
—No tema, explíquemelo —la tranquilizaba—. Soy como el soldado consciente que desea identificarse con su misión de combate, pues de otro modo no puede luchar. ¿Cómo es posible que la irradiación destruya el tumor sin dañar los otros tejidos?
Los sentimientos de Vera Kornílievna se exteriorizaban antes en sus bondadosos y ligeros labios que en sus ojos. En ellos se expresaba ahora la duda.
(¿Qué podía decirle sobre aquella ciega artillería que con igual complacencia vapuleaba a propios que a extraños?).
—¡Oh, no está permitido!… Bueno… Le diré que las irradiaciones destruyen todo por completo. Pero los tejidos normales se restauran rápidamente y los del tumor no.
Dijera o no la verdad, el caso es que sus palabras complacieron a Kostoglótov.
—En tales condiciones, acepto el juego. Se lo agradezco. ¡Ahora sanaré!
Y, en efecto, iba recuperándose. Se tendía de buen grado bajo el tubo de rayos, y durante la sesión inculcaba a las células del tumor ideas como: «Os estáis destruyendo, estáis acabadas».
Otras veces, tumbado bajo el tubo, cavilaba sobre cualquier cosa o dormitaba.
En ese instante recorría con la vista los innumerables cables y tubos de goma que colgaban, y hubiera deseado saber para qué se necesitaban tantos; si existía allí sistema de refrigeración y, en caso de haberla, si era por agua o por aceite. Su pensamiento no se concentró en dicho asunto, y se quedó sin aclararlo.
De pronto se dio cuenta de que pensaba en Vera Gángart. Se imaginaba que una mujer tan encantadora jamás iría a Ush-Terek. Las mujeres así casi siempre estaban casadas. No obstante, se imaginaba a su esposo confinado en un paréntesis, y a ella fuera de él. Pensaba en lo agradable que sería charlar con ella, pero no de modo fugaz, sino en una conversación larga, larga, aunque fuera paseando por el patio de la clínica. Y también asustarla a veces con la brusquedad de sus razonamientos, pues le divertía su turbación. Su gentileza resplandecía como el sol en una sonrisa cuando se encontraban en el pasillo o entraba en la sala. Su bondad no era profesional, sino innata. Y los labios…
El tubo zumbaba con leve rumor.
Pensaba en Vera Gángart y también pensaba en Zoya. La impresión más fuerte que conservaba de la pasada noche, que le acosaba desde por la mañana, eran sus bien formados y erguidos pechos, que constituían un anaquel casi horizontal. Cuando charlaban la noche anterior, sobre la mesa, cerca de ellos, había una regla, grande y pesada, utilizada para el trazado de los registros. No era de madera chapada, sino de tabla cepillada. Pues bien: Kostoglótov sintió durante todo el rato la tentación de colocarla sobre sus pechos para comprobar si se deslizaría de allí o se mantendría sobre ellos. Su opinión era que no resbalaría.
Otra de las cosas en la que pensaba agradecido era en la pesada alfombrilla emplomada que le ponían en el bajo vientre, que le oprimía y parecía afirmarle: «¡Te protejo, no temas!».
¿O acaso no era así? ¿Sería lo suficientemente gruesa? ¿Se la colocarían como es debido?
No obstante, en el curso de doce días, Kostoglótov no solamente retornó a la vida, recobrando las ganas de comer, de moverse y un estado de ánimo excelente. En esos doce días recuperó también la sensualidad —lo más maravilloso de la vida—, que por los sufrimientos de los últimos meses había perdido por completo. ¡Y eso quería decir que la alfombrilla emplomada le protegía!
A pesar de todo, tendría que salir corriendo de la clínica antes de que fuera tarde.
No notó el cese del zumbido ni cuando empezaron a enfriarse los hilillos rosados. Entró la enfermera y le libró de las placas protectoras y las sábanas. Bajó los pies del canapé y pudo ver perfectamente los cuadrados y las cifras violáceas en su vientre.
—¿Podré lavarme?
—Sólo con autorización de los doctores.
—Un sistema bastante cómodo. ¿Es que me han preparado para un mes?
Se fue en busca de Dontsova. La encontró en el gabinete de aparatos de foco corto. Miraba al trasluz radiografías de gran tamaño. Los dos aparatos estaban desconectados y ambas ventanillas abiertas. No había nadie más en la habitación.
—Siéntese —le invitó secamente Dontsova.
Se sentó.
Aunque Kostoglótov no tenía nada que objetarle, quería preservarse de un exceso de medicamentos previstos en las prescripciones. Liudmila Afanásievna le inspiraba confianza; no ya por su resolución masculina, por la precisión de sus órdenes en la oscuridad ante la pantalla, por su edad y su indiscutible dedicación al trabajo, sino, sobre todo, porque desde el primer día le localizó con seguridad el contorno del tumor, bordeándolo con exactitud. Y esa precisión al localizarlo la acusaba el propio tumor, que poseía cierta sensibilidad. Sólo el paciente puede juzgar si el médico ha acertado correctamente con el bulto valiéndose de los dedos. Y Dontsova había palpado el suyo de tal modo que, en realidad, no habría precisado de los rayos.
Dejando a un lado las radiografías y quitándose las gafas, manifestó:
—Kostoglótov, en su historia clínica hay una importante laguna. Debemos poseer la absoluta certeza de la naturaleza de su primer tumor —cuando Dontsova abordaba términos médicos hablaba con rapidez; las frases largas y las palabras pasaban como un suspiro—. Lo que usted ha contado sobre la operación que sufrió hace dos años y el estado de la actual metástasis concuerda con nuestro diagnóstico. Pero, de todos modos, no se excluyen otras posibilidades. Y esto dificulta el tratamiento. Como puede comprender, ahora es imposible hacerle la biopsia de su metástasis.
—A Dios gracias. No me habría sometido a ello.
—Y sigo sin comprender por qué no podemos recibir el primer preparado analizado. ¿Está completamente seguro de que efectuaron el análisis histológico?
—Sí, completamente.
—En tal caso, ¿por qué no le notificaron el resultado? —preguntó con la rapidez de la persona diligente. Algunas de sus palabras tenían que adivinarse.
Kostoglótov respondió en el acto:
—¿El resultado? Liudmila Afanásievna, pasábamos por acontecimientos tan agitados, por una situación tan extraordinaria que, palabra de honor… me fue violento interesarme por mi biopsia. Volaban las cabezas, y además yo no comprendía la finalidad de la biopsia. —A Kostoglótov le gustaba usar términos médicos cuando hablaba con los médicos.
—Usted no lo comprendía, de acuerdo. Pero los médicos tenían que saber que con estas cosas no se juega.
—¿Los médicos?
Se quedó mirando sus canas, que no ocultaba ni teñía, y observó la expresión reconcentrada y resuelta de su rostro de pómulos algo pronunciados.
Así era la vida. Sentada ante él tenía a una compatriota, a una mujer de su época con intenciones buenas, y en su común idioma ruso no podía explicarle las cosas más simples. Tendría que empezar desde muy lejos o interrumpirse demasiado pronto.
—Los doctores, Liudmila Afanásievna, no pudieron hacer nada. El primer cirujano, un ucraniano, que me recomendó operarme y me preparaba para ello, fue incluido en un grupo de prisioneros destinados a otro lugar justo la víspera de la operación.
—¿Y qué?
—¿Cómo que qué? Pues se lo llevaron.
—Sí, pero le avisarían con tiempo y él pudo…
Kostoglótov se echó a reír con ganas.
—Del traslado de prisioneros no se advierte a nadie, Liudmila Afanásievna, pues se trata de llevarse al hombre por sorpresa.
Dontsova arrugó su frente despejada. Kostoglótov decía despropósitos.
—¿Y si a su cargo tenía un paciente pendiente de operación?…
—¡Bah! Trajeron a otros en peores condiciones que las mías. Un lituano se tragó una cuchara sopera de aluminio.
—¿Cómo es posible?
—Lo hizo intencionadamente, para salir de la celda incomunicada. No estaba enterado de que se llevaban al cirujano.
—Pero… ¿Y después? Porque su tumor crecería rápidamente.
—Sí, de la mañana a la noche, en serio… Después, al cabo de cinco días, trajeron a un cirujano de otro campo de prisioneros. Un alemán llamado Karl Fiódorovich. Pues bien: una vez que se familiarizó un poco con el nuevo ambiente, me operó enseguida. Pero nadie pronunció ante mí palabras tales como «tumor maligno» y «metástasis». Yo las desconocía.
—Pero ¿hizo la biopsia?
—Entonces no me enteré de nada, ni sabía lo que era la biopsia. Después de la operación permanecí acostado, me sentía como aplastado por sacos de arena. Al cabo de una semana intenté bajar los pies de la cama para acostumbrarme a mantenerme en pie. Inesperadamente se organizó en el campo un nuevo traslado de presos, unos setecientos hombres de los llamados «rebeldes». Entre ellos incluyeron a mi apacibilísimo Karl Fiódorovich. Lo sacaron de la barraca donde se alojaba sin permitirle visitar a los enfermos por última vez.
—¡Qué salvajada!
—La salvajada no acaba ahí —Kostoglótov se excitó más de lo habitual—. Un amiguete mío corrió a avisarme de que también yo estaba incluido en la lista de traslado, y de que la jefa de la sección sanitaria, Madame Duvínskaya, había dado su consentimiento. Así era. Lo aprobaba sabiendo que no podía andar, que aún no me habían quitado los puntos. ¡La muy cochina! Perdone… Tomé una firme decisión: viajar en los vagones del ganado con los puntos sin quitar era exponerme a una infección, a la muerte segura. Así es que, en cuanto vinieran a por mí, les diría sin desmayar: «Fusílenme aquí, en la cama. No iré a ningún sitio». Pero no fueron a buscarme. No es que Madame Duvínskaya se apiadara de mí, pues se asombró al ver que me quedaba. Lo decidieron los del registro de distribución, en vista de que me faltaba menos de un año para cumplir la condena… Pero me estoy desviando de la cuestión… Me acerqué a la ventana y vi que a unos veinte metros de distancia, detrás del hospital de troncos, estaban ya formados los destinados al traslado, cargados con sus pertenencias. Desde allí me divisó Karl Fiódorovich y me gritó: «¡Kostoglótov, abre el ventanuco!». El guardián le ordenó: «¡Cállate, bastardo!». Pero él siguió gritándome: «¡Kostoglótov, recuérdelo, que es muy importante! ¡Una muestra de su tumor la he enviado a Omsk, al Departamento de Anatomía Patológica, para el análisis histológico! ¡No lo olvide!…». Y los obligaron a ponerse en marcha. Estos fueron mis médicos, sus predecesores. ¿Qué se les puede reprochar?
Kostoglótov se echó hacia atrás en la silla. Estaba profundamente emocionado; en aquel instante le envolvía la atmósfera de aquel hospital, no la de este.
Separando lo esencial de lo superfluo (porque en los relatos de los pacientes siempre hay mucho de superfluo), Dontsova volvió a lo suyo:
—Bien. ¿Y cuál fue la respuesta de Omsk? ¿Hubo respuesta? ¿Se la comunicaron a usted?
Kostoglótov encogió sus angulosos hombros.
—Nadie me comunicó nada. Tampoco comprendí por qué me gritaba Karl Fiódorovich aquello. Pero el otoño pasado, en el destierro, cuando me sentí verdaderamente mal, un anciano ginecólogo amigo mío insistió en que me informara. Escribí al campo al que había pertenecido. No contestaron. Entonces escribí una reclamación a la Administración de Campos. Al cabo de dos meses llegó la siguiente respuesta: «Después de una minuciosa comprobación de los documentos relacionados con usted, no existe posibilidad de localizar el análisis». Estaba tan harto del tumor que de buena gana habría abandonado esta correspondencia. Pero, como de todas formas las autoridades no me permitían trasladarme para ponerme en cura, escribí al azar a Omsk, al Departamento de Anatomía Patológica. Y a los pocos días llegó con rapidez la respuesta, precisamente en enero, poco antes de ingresar aquí.
—¡Bien, bien! Y esa respuesta, ¿dónde está?
—Liudmila Afanásievna, cuando partí para acá… todo me era completamente indiferente. Además, el papelito no llevaba sello ni membrete; era una simple carta de la empleada del laboratorio del Departamento. Me decía, muy amable, que exactamente en la fecha y desde el poblado que le indicaba habían recibido una muestra que se analizó y que confirmaba eso… el tipo de tumor que usted sospechó. Decía también que el resultado fue enviado a su debido tiempo al hospital que había requerido sus servicios, es decir, al del campo. Todo esto es muy típico en sus métodos. Estoy plenamente convencido de que allí recibieron la respuesta, que no interesó a nadie y que Madame Duvínskaya…
No, ¡Dontsova no comprendía en absoluto semejante lógica! Tenía los brazos cruzados y se palmeaba, impaciente, más arriba del codo.
—¡Después de esa respuesta habría necesitado inmediatamente la radioterapia!
—¿Qué? —Kostoglótov entornó burlonamente los ojos y miró a Liudmila Afanásievna—. ¿La radioterapia?
De manera que durante un cuarto de hora había hablado de ello, ¿y para qué? Seguía sin comprender nada.
—¡Liudmila Afanásievna! —exclamó—. Para imaginarse aquel mundo… Pero no se tiene la menor idea de lo que es. ¡Radioterapia allí! Aún no me había desaparecido el dolor en la zona operada y ya participaba en los trabajos generales y vertía hormigón. Y no me pasó por la cabeza la idea de que pudiera quejarme de nada. ¿Sabe usted lo que pesa un hondo cajón lleno de hormigón líquido levantado por dos personas?
Ella abatió la cabeza.
—Bien; pero ¿por qué la respuesta del Departamento de Anatomía Patológica la mandan sin sellar? ¿Por qué llega en forma de carta particular?
—¡Aún hay que dar gracias, aunque sea una carta privada! —insinuó Kostoglótov—. He ido a dar con una buena persona. Observo que entre las mujeres, a pesar de todo, hay más personas bondadosas que entre los hombres… En cuanto a la carta particular, es debida a nuestra maldita manía por el secreto. Más adelante decía: «Sin embargo, la muestra del tumor nos fue enviada sin nombre, sin indicar el apellido del paciente. Por eso no pudimos enviarle un certificado oficial ni el cristal del preparado». —Kostoglótov empezaba a irritarse. La expresión de irritación se adueñaba de su rostro antes que la de cualquier otra emoción—. ¡Gran secreto de Estado! ¡Idiotas! Se echan a temblar porque en determinado departamento puedan enterarse de que en un campo cualquiera se consume prisionero un tal Kostoglótov. ¡Un hermano de un tal Luis! El análisis anónimo seguirá allí y usted se devanará los sesos buscando la manera de curarme. ¡Ah! Pero ¡se trata de un secreto!
Dontsova le miraba decidida y abiertamente. No se apartó de lo que le interesaba.
—Esa carta debo incluirla también en su historia clínica.
—Bien. En cuanto regrese a mi aldea se la enviaré sin demora.
—No. La necesito antes. Ese ginecólogo, ¿podría dar con ella y mandarla?
—Sí, podría encontrarla… Y yo, ¿cuándo me iré? —Kostoglótov la observaba de reojo.
—Usted se irá —le cortó Dontsova con acentuada gravedad— cuando yo considere necesario interrumpir su tratamiento. Y eso, temporalmente.
Kostoglótov aguardaba este preciso instante de la conversación. ¡No podía dejarlo escapar sin presentar batalla!
—¡Liudmila Afanásievna! ¿No habría modo de dejar a un lado ese tono de adulto a niño y hablar de adulto a adulto? Se lo digo en serio. Hoy, durante la visita, la he…
—Hoy, durante la visita —le interrumpió Dontsova con cara agresiva—, me ha organizado una escena vergonzosa. ¿Qué pretende? ¿Soliviantar a los pacientes? ¿Qué les está metiendo en la cabeza?
—¿Qué pretendo? —dijo sin alterarse y con seriedad, firmemente sentado en la silla, con la espalda pegada al respaldo—. Sólo recordarle el derecho que me asiste a disponer de mi vida. Porque el ser humano puede disponer de su propia vida, ¿no? ¿Reconoce que tengo ese derecho?
Dontsova contemplaba su descolorida y sinuosa cicatriz en silencio. Kostoglótov prosiguió:
—Usted parte de una falsa premisa: considera que cuando el enfermo ha ingresado aquí, son ustedes los encargados de pensar por él.
Y que también piensan por él sus instrucciones, sus reuniones, el programa, el plan y la reputación de su institución médica. Y yo me convierto otra vez en un granito de arena, como en el campo. De nuevo no hay nada que dependa de mí.
—La clínica obtiene de los pacientes su consentimiento escrito antes de operarlos —le recordó Dontsova.
(¿A santo de qué mencionaría la operación?… ¡Precisamente a la operación no se sometería por nada del mundo!).
—¡Gracias! ¡Gracias por ello! A pesar de que la clínica, lo haga por propia seguridad. Pero, aparte de la operación, ustedes no consultan nada con el enfermo ni le aclaran nada. ¡Aunque no sea más que las secuelas de los rayos!
—¿Dónde ha oído esas habladurías sobre las irradiaciones? —conjeturó Dontsova—. ¿No habrá sido Rabinóvich?
—No conozco a ningún Rabinóvich —denegó Kostoglótov con un firme movimiento de la cabeza—. Me refiero a una cuestión de principio.
(Sí, fue a Rabinóvich precisamente a quien oyera esas sombrías historias sobre las consecuencias de las irradiaciones, pero había prometido no delatarle. Rabinóvich era un paciente externo con más de doscientas sesiones: las soportaba mal y sentía que cada decena de ellas le acercaba más a la muerte que al restablecimiento. Donde vivía, en la casa, en el piso, en la ciudad, nadie podía comprenderle: las personas sanas se afanaban de la mañana a la noche en sus asuntos venturosos o desafortunados, que creían de suma importancia. Hasta su familia estaba harta de él. Únicamente allí, en el porche de la clínica anticancerosa, le escuchaban y le compadecían los enfermos durante horas enteras. Sabían bien lo que representa el entumecimiento del área triangular afectada por el tubo y la condensación de las cicatrices que ocasionan los rayos por dondequiera que penetren).
¡Vaya! ¡Ahora habla de principios! ¡Sólo le faltaba eso a Dontsova y a sus asistentas! ¡Pasarse el día conversando con los pacientes sobre los principios del tratamiento! ¿Cuándo curarlos, entonces?
Un terco tan ávido de saber y tan puntilloso como él o como Rabinóvich, que la atosigaba con sus interrogatorios sobre el curso de la enfermedad, sólo había uno entre quinientos pacientes, y no podía soslayar la penosa exigencia de atenderlos de cuando en cuando. El caso de Kostoglótov era un caso extraordinario desde el punto de vista médico: extraordinario por la negligencia y, al parecer, por la maliciosa conspiración para no prodigarle las atenciones que debieron prestarle antes de ponerse en sus manos, cuando permitieron que se llagara, cuando le empujaron al borde de la muerte. Era también extraordinario por la excepcional y rápida mejoría que había experimentado con las irradiaciones.
—¡Kostoglótov! En doce sesiones la radioterapia le ha resucitado, pues era usted hombre muerto. ¿Cómo osa, pues, atacarla? Se queja de que en el campo de prisioneros y en el destierro no le curaron, le dieron de lado, y aquí se lamenta porque le curan y se preocupan por usted. ¿Dónde está la lógica?
—Es obvio que no la hay —respondió, sacudiendo sus negras greñas—. Pero es posible, Liudmila Afanásievna, que tampoco tenga por qué haberla. No olvide que el ser humano es muy complicado. ¿Por qué, pues, ha de interpretársele con lógica? ¿O por razonamientos económicos o fisiológicos? Es cierto que llegué a ustedes hecho un cadáver, que rogué que me admitieran, que me acosté en el suelo al lado de la escalera. Y de eso saca usted la lógica deducción de que he venido a salvarme al precio que sea. ¡Y yo no quiero que sea a cualquier precio! ¡No existe nada en el mundo por lo que estuviera dispuesto a pagar cualquier precio! —empezó a hablar precipitadamente, cosa que a él mismo no le gustaba, y Dontsova se disponía a interrumpirle. Pero él tenía mucho que decir—. ¡Vine aquí para mitigar mis sufrimientos! Entonces les dije: «Siento horribles dolores. ¡Ayúdenme!». Y ustedes me han ayudado librándome de los dolores. ¡Gracias! ¡Gracias! Soy su agradecido deudor. Pero, ahora, ¡déjeme marchar! Permítame que, como un perro, me cobije en mi caseta, y allí lamerme y recuperar fuerzas.
—Y cuando retomen los achaques, ¿de nuevo se arrastrará hasta aquí?
—Tal vez. Quizá vuelva a arrastrarme.
—Y nosotros deberemos admitirle.
—¡Sí! ¡Ya veo en qué consiste su caridad! ¿Qué le preocupa? ¿El porcentaje de recuperaciones? ¿Los informes? ¿Qué escribiría en ellos si me dejara ir después de quince sesiones, cuando la Academia de Medicina recomienda un mínimo de sesenta?
Ella jamás había oído tan inofensivos desatinos. De hecho, teniendo en cuenta los informes, sería ahora muy conveniente darle el alta destacando una «acusada mejoría», lo que no ocurriría después de las cincuenta sesiones.
Y él seguía machacando:
—Me conformo con que hayan hecho retroceder el tumor, que hayan detenido su avance y que esté a la defensiva. También yo estoy a la defensiva. ¡Magnífico! Cuando mejor lo pasa el soldado es cuando está a la defensiva. Porque de todas maneras no está en sus manos curarme por completo, ya que no existe una cura definitiva para el cáncer. Además, todos los procesos de la naturaleza se caracterizan por la saturación asintótica, en que los grandes esfuerzos se traducen en resultados mínimos. Al principio, mi tumor se destruía rápidamente; ahora ya va más despacio. Autoríceme, pues, a irme con lo que me reste de mi propia sangre.
—Es curioso. ¿Dónde ha adquirido esos conocimientos? —Dontsova entornó los ojos.
—Ha de saber que desde la niñez me ha gustado leer libros de medicina.
—¿Qué es exactamente lo que le produce temor de nuestro tratamiento?
—No lo sé, Liudmila Afanásievna. No soy médico. Usted posiblemente lo sepa, pero no quiere decírmelo. Por ejemplo, Vera Kornílievna desea recetarme inyecciones de glucosa…
—Es imprescindible.
—Pero yo no quiero.
—¿Se puede saber el motivo?
—En primer lugar, porque es antinatural. Si tanto azúcar de uva necesito, dénmela por vía bucal. ¿Qué invenciones son esas para el siglo XX? ¿Es que cada medicamento ha de inyectarse? ¿Ofrece la naturaleza algo similar? ¿O el mundo animal? Dentro de cien años se reirán de nosotros como de los salvajes. Por otro lado, ¿cómo ponen las inyecciones? Hay enfermeras que aciertan a la primera, pero hay otras que le cosen a uno a pinchazos el… ahí, en el recodo del brazo. ¡No quiero! Además, sé que proyectan hacerme una transfusión de sangre…
—¡Debería alegrarse! ¡Alguien la dona para usted! ¡Y es salud, vida!
—¡No la deseo! Aquí, en mi presencia, a un chechén le hicieron una transfusión. Después estuvo tres horas en cama, víctima de convulsiones; dijeron que se debía a «incompleta compatibilidad». A otro no acertaron a introducirle la sangre en la vena y le salió un bulto en el brazo; ahora llevan un mes entero escaldándoselo con compresas calientes. No, no quiero.
—Sin transfusión de sangre no se puede hacer un tratamiento radio-terapéutico prolongado.
—¡Entonces, que no me los apliquen! ¿Por qué ha de arrogarse usted el derecho a decidir por otra persona? En verdad, es un derecho terrible que raramente conduce a algo bueno. ¡Guárdese de él! Ni aun a los médicos ha sido conferido.
—¡Precisamente son los médicos los que gozan de él! ¡Los médicos en primer lugar! —exclamó Dontsova, convencida y bastante enojada—. ¡Sin ese derecho no existiría medicina de ninguna clase!
—¿A qué conduce todo esto? Pronto dará usted una conferencia sobre las secuelas de las irradiaciones, ¿cierto?
—¿Cómo lo sabe? —Liudmila Afanásievna se admiró.
—Es fácil suponerlo…
(Era sencillo. Sobre la mesa había una gruesa carpeta con folios mecanografiados. Tenía un rótulo, y aunque Kostoglótov veía las letras del revés, había podido leerlas en el curso de la conversación y sacar sus conclusiones).
—… y adivinarlo. Ha surgido un nuevo término y hay que disertar sobre él. Hace veinte años tratarían con rayos a un Kostoglótov cualquiera, que se cerraba en banda porque temía tal método de cura, y ustedes le asegurarían que era magnífico porque todavía no conocían la existencia de las secuelas de las irradiaciones. Lo mismo me ocurre a mí ahora: no sé lo que debo temer, pero ¡déjeme ir! Quiero sanar con mis propias fuerzas. ¡Quién sabe si de repente me sentiría mejor!
Entre los médicos rige un principio: no se debe asustar al paciente, sino alentarle. Pero con un paciente tan obstinado como Kostoglótov se imponía la táctica contraria. Había que aturdirle.
—¿Mejor? ¡No sucederá tal cosa! ¡Se lo garantizo! —golpeó la mesa con cuatro dedos, como si aplastara una mosca con la paleta—. ¡No sucedería! ¡Usted —agregó con más mesura en el golpe— se moriría!
Lo miró pensando que se sobresaltaría. Pero él sólo se había quedado inmóvil.
—Correría la misma suerte que Azovkin. Lo ha visto, ¿no? Ambos padecen la misma enfermedad y casi en el mismo grado de abandono. Estamos salvando a Ajmadzhán porque inmediatamente después de la operación le aplicamos radioterapia. ¡Tenga en cuenta que usted ha desperdiciado dos años! Además, habría necesitado enseguida una segunda operación del ganglio linfático más inmediato, pero no se la hicieron. ¡No lo olvide! Y se presentaron las metástasis. Su tumor es del tipo más peligroso de cáncer, porque sus efectos son galopantes y de acusada malignidad. O sea que se reproduce rápidamente en otros órganos. Hasta hace poco, su porcentaje de mortandad era de un noventa y cinco por ciento. ¿Está satisfecho? Ahora le enseñaré…
Sacó una carpeta de entre un montón de papeles y rebuscó en ella.
Kostoglótov guardaba silencio. Luego comenzó a hablar, pero ya más apacible y con menos seguridad que antes:
—Hablando con franqueza, le diré que no tengo mucho apego a la vida. Ni me aguarda nada risueño en el futuro, ni lo he dejado atrás en el pasado. Y si tengo en perspectiva seis meses de vida, debo vivirlos. No me haré planes para diez o veinte años. Un tratamiento inútil representa sufrimientos inútiles. Con la radioterapia, empezarán las náuseas, los vómitos, y todo eso, ¿para qué?…
—¡Ya lo tengo! ¡Mire! Esta es nuestra estadística.
Y volvió hacia el una doble hoja de cuaderno. Iba encabezada, de lado a lado, con el nombre de su tumor. En la izquierda, un subtítulo: Fallecidos. En la derecha, otro: Aún vivos. Y, a tres columnas, los apellidos de pacientes varones y diversas fechas, a lápiz o a tinta. A la izquierda no había tachaduras; pero a la derecha, supresiones, supresiones, supresiones…
—Pues bien. Cuando les damos de alta inscribimos a cada paciente en el lado derecho y luego los vamos pasando al izquierdo… No obstante, hay afortunados que se quedan a la derecha. ¿Lo ve?
Le entregó la hoja para que la mirara bien y meditara.
—Usted cree que ya está curado —reanudó ella el ataque con redoblado vigor—, pero sigue tan enfermo como antes. Está igual que cuando le admitimos. Lo único que se ha puesto en claro es que se puede luchar contra el tumor. ¡Que todavía no se ha perdido todo! Y es en ese crítico momento cuando expresa sus deseos de irse. ¡Váyase, váyase! Daré inmediatamente la orden… y yo misma le incluiré en este registro. En los aún no fallecidos.
Él permaneció en silencio.
—¡Vamos, decídalo!
—Liudmila Afanásievna —replicó Kostoglótov, conciliador—, si se precisa una cantidad razonable de sesiones, cinco o diez…
—¡Ni cinco ni diez! ¡Todas cuantas sean menester! Por ejemplo, a partir de hoy, no una, sino dos diarias. ¡Y toda clase de tratamiento que se requiera! ¡Y deje de fumar! Además, ha de ser con una condición ineludible: ¡que soportará el tratamiento no sólo con fe, sino también con alegría! ¡Con alegría! ¡Únicamente así podrá recobrar la salud!
Él agachó la cabeza. Hoy, en cierto modo, había discutido lo que le interesaba. Recelaba que pudieran sugerirle la operación. Y no había sido así. En lo tocante a la radioterapia, no tenía inconveniente en someterse.
Kostoglótov poseía una medicina secreta en reserva, la raíz del issyk-kul. El verdadero motivo que le movió a desplazarse al rincón perdido en que habitaba era intentar curarse con dicha raíz. Cuando la hubo conseguido se desplazó a la clínica anticancerosa sólo en plan experimental.
La doctora Dontsova, viendo que había vencido, agregó, magnánima:
—Está bien; no le recetaré glucosa. En su lugar le daremos una inyección intramuscular.
Kostoglótov se sonrió.
—A eso no me opongo.
—Y, por favor, procure que le envíen pronto la carta de Omsk.
Kostoglótov salió del gabinete pensando que caminaba entre dos eternidades. Por un lado, la lista de los predestinados a la muerte. Por el otro, el eterno exilio. Tan eterno como las estrellas. Como las galaxias.