¿Cómo denominar el desasosiego, ese estado en que nuestro espíritu se siente como agobiado? Una bruma invisible, aunque densa y pesada, invade el pecho, se ciñe a nuestro cuerpo y presiona sobre su mismo centro. Y sentimos sólo esa contracción y esa bruma, sin que podamos percatarnos al momento de la causa precisa de esa depresión.
Así se sentía Vera Kornílievna cuando, en compañía de Dontsova, descendía por la escalera después de finalizar el recorrido por la sala. Se la veía francamente mal.
En estas ocasiones convenía analizar y formar un juicio sobre los motivos que provocaban tales incidentes, a fin de oponerles alguna barrera defensiva.
Lo que ocurría era que temía por «mamá». Así llamaban a Liudmila Afanásievna. Podía ser su madre por la edad: las tres rondaban los treinta y ella andaba por los cincuenta. También por el especial fervor con que las adiestraba en el trabajo. Era cuidadosa hasta la minuciosidad y quería que sus «hijas» asimilaran ese cuidado y esa minuciosidad. Era uno de los pocos médicos que quedaban especializados a la vez en diagnóstico por rayos X y en radioterapia. A pesar de las tendencias de la época y del desdoblamiento de la ciencia, procuraba que las tres médicos a sus órdenes dominaran ambas ramas. No había secreto que se reservara y no compartiera. Y cuando Vera Gángart, ya en una cosa, ya en otra, se mostraba más despierta y aguda que ella, «mamá» únicamente sentía satisfacción. Vera llevaba ocho años trabajando a su lado, desde que saliera del Instituto Médico, y todo el poder que ahora percibía en su interior, el poder de rescatar a las personas dolientes apresadas por la muerte, dimanaba de Liudmila Afanásievna.
Aquel tipo, Rusánov, podía ocasionar a «mamá» enojosos disgustos. Es arduo ganarse un prestigio, pero muy fácil perderlo.
Pero ¡si sólo se tratara de Rusánov! Cualquier paciente despiadado podía hacerlo, ya que toda difamación, una vez divulgada, no se queda inmóvil. Se propaga. No es como una huella en el agua, sino que deja un surco en la memoria. Después puede alisarse cubriéndolo de arena. Pero en cuanto alguien, aunque sea en estado de embriaguez, vocifera de nuevo: «¡Abajo los médicos!» o «¡Abajo los ingenieros!», enseguida se tiene el palo en las manos.
Los retazos de sospecha que habían quedado aquí y allá se esparcían. Recientemente estuvo hospitalizado en la clínica un chófer del MGB[2] con un tumor en el estómago. Pertenecía al departamento de cirugía, y Vera Kornílievna no tenía relación con él. Pero una vez en que ella estaba de guardia, al efectuar una ronda él se le quejó de que no podía conciliar el sueño. Vera le recetó bromural. Al enterarse por la enfermera de que las dosis disponibles eran pequeñas, ordenó que se le administrasen dos de una vez. El paciente tomó los papelitos con los polvos y Vera Kornílievna no reparó en la extraña mirada que le dirigió. Y probablemente no se habría enterado de nada a no ser por la auxiliar del laboratorio, que era vecina del chófer y fue a visitarle a la sala. Después acudió muy excitada a Vera Kornílievna. Resultó que el chófer no se había tomado los polvos (¿por qué le daban dosis doble?), se pasó la noche sin dormir y trató de investigar, preguntando a la auxiliar del laboratorio: «¿Por qué se apellida Gángart? Cuéntame con detalle lo que sepas de su vida. Ha querido envenenarme. Habrá que ocuparse de ella».
Y durante varias semanas Vera Kornílievna estuvo esperando que vinieran a «encargarse de ella». Y en esas semanas tuvo que establecer diagnósticos con entereza y sin errores, y a veces hasta con inspiración, graduar correctamente las dosis de medicación y, con la mirada y la sonrisa, alentar a los pacientes postrados en aquel famoso círculo del cáncer y esperar que cada uno de ellos le indicara con los ojos: «¿No eres una envenenadora?».
Otra razón por la que la visita de hoy a la sala resultaba particularmente penosa había sido la actitud de Kostoglótov, uno de los pacientes que más progresaba y con quien Vera Kornílievna se mostraba, sin saber por qué, más bondadosa. Y tuvo que ser justamente Kostoglótov quien interrogara de aquella manera a «mamá», recelando que le hiciera víctima de algún infame experimento.
También Liudmila Afanásievna se sentía deprimida después de la visita a la sala. Recordaba el desagradable caso que le ocurrió con Polina Zavódchikova, una mujer de rompe y rasga. No era ella la enferma, sino un hijo suyo. Ella le hacía compañía en la clínica. Le extirparon un tumor interno. La madre, en el pasillo, se lanzó sobre el cirujano exigiéndole un trocito del tumor de su hijo. Si no se hubiera tratado de Lev Leonídovich, es posible que lo hubiera conseguido. Proyectaba llevar el fragmento de tumor a otra clínica para comprobar la exactitud del diagnóstico. Y si no coincidía con el establecido por Dontsova, extorsionar a esta para sacarle dinero o demandarla judicialmente.
No era este el único caso que rememoraban las doctoras.
Después de la revisión, hablaban reservadamente de lo que no podía decirse ante los enfermos y tomaban decisiones.
En el pabellón 13 escaseaban las habitaciones y no pudieron hallar una salita para los médicos de radioterapia. No podían instalarse en el departamento de la «bomba-gamma» ni en el de rayos de larga distancia focal, de 120 000 y 200 000 voltios. Aunque en el de diagnosis por rayos disponían de espacio, reinaba en él una oscuridad permanente. Por eso habían colocado su mesa, ante la que estudiaban los asuntos del día y escribían las historias clínicas y otros documentos, en el departamento de curas de rayos de foco corto, como si en los años que llevaban trabajando en él no hubieran respirado el suficiente aire repugnante con su olor y calor característico.
Entraron y se sentaron, la una junto a la otra, ante aquella mesa larga, sin cajones y bastamente cepillada. Vera Kornílievna ordenaba las cartillas de los pacientes, hombres y mujeres, separando los casos que ella misma resolvería de los que debían decidir juntas. Liudmila Afanásievna, sombría, miraba ante sí, con la vista en la mesa, avanzando el labio inferior y dando golpecitos con el lápiz.
Vera Kornílievna la miró con simpatía, sin atreverse a nombrar a Rusánov ni a Kostoglótov y sin lanzarse a comentar las vicisitudes de los médicos en general. A nada conduciría repetir lo que era evidente y, si al emitir su opinión carecía de la suficiente delicadeza y el debido tacto, sólo lograría herirla sin llegar a consolarla.
Pero Liudmila Afanásievna manifestó:
—¡Qué exasperante es nuestra impotencia! —(Podía referirse a muchos pacientes examinados hoy). Siguió golpeando la mesa con el lápiz—: Sin embargo, no hemos cometido ningún error —(podía aludir a Azovkin o a Mursalímov)—. Vacilamos al diagnosticar, pero el tratamiento que aplicamos fue justo. Tampoco podíamos administrar una dosis menor. ¡El barril ha sido nuestra perdición!
¡De modo que estaba pensando en Sibgátov! Existen enfermedades tan abyectas que no hay fuerza capaz de salvar al paciente, a pesar de que para conseguirlo se emplee una ingeniosidad triplicada. Cuando les llevaron por primera vez a Sibgátov en camilla, la radiografía denunció la completa destrucción de casi todo el sacro. El error consistió en que, incluso en la consulta del profesor, consideraron que padecía un sarcoma en el hueso. Y sólo después, de modo gradual, descubrieron que era un tumor de células gigantes, con la aparición en los huesos de un líquido viscoso que llega a convertirlos en un tejido gelatinoso. No obstante, el tratamiento fue un éxito.
No es posible extirpar el sacro ni tampoco reducirlo; es como la piedra angular de una construcción. El único remedio que quedaba era aplicar la radioterapia, y a grandes dosis desde el primer momento, ya que, de lo contrario, no surtiría efecto. ¡Y Sibgátov se recuperó! Su sacro se fortaleció. Había sanado. Pero, a causa de la gran dosis de rayos, los tejidos circundantes, excesivamente sensibles, se volvieron propensos a la formación de nuevos tumores malignos. Así fue como a raíz de la contusión le surgió una úlcera trófica. Y ahora, cuando su sangre y sus tejidos rechazaban la radioterapia, brotaba un nuevo tumor sin que existieran medios con que abatirlo. Lo único que hacían era contenerlo.
Para el médico, esto representaba el reconocimiento de su impotencia, de la imperfección de los métodos. Para el corazón, un sentimiento de compasión, la más común de las compasiones: existe el tártaro Sibgátov, triste, dócil, afable, con un sentido muy desarrollado del agradecimiento, pero todo cuanto se puede hacer por él es prolongar sus sufrimientos.
Aquella mañana, Nizamutdín Bajrámovich había reclamado la presencia de Dontsova por este motivo especial: debía acelerarse la transferencia de las camas mediante la salida de todos los enfermos cuyos casos se presentaran confusos o no prometiesen un mejoramiento concluyente. Dontsova estaba de acuerdo con tal medida, porque en el vestíbulo del registro de admisión había permanentemente personas aguardando tumo, algunas durante varios días, y los dispensarios oncológicos comarcales no cesaban de pedir autorización para enviar algún enfermo. Estaba de acuerdo con el principio, y nadie mejor que Sibgátov caía bajo el peso de esta norma. Pero se sentía incapaz de darle el alta. Había librado una lucha demasiado larga y agotadora por aquel sacro humano para capitular ahora ante una simple reflexión, por razonable que fuera, demasiado para renunciar a la sencilla repetición de la jugada con la flaca esperanza de que, a pesar de todo, la equivocada fuera la muerte y no el médico. Por causa de Sibgátov cambiaron de rumbo los intereses científicos de Dontsova: se embebió en la patología de los huesos con el único empeño de salvarlo. Acaso aguardaran en el registro de admisión enfermos igualmente necesitados, pero ella no podía permitir que Sibgátov se marchara. Se las ingeniaría como pudiera ante el médico jefe para conseguirlo.
Nizamutdín Bajrámovich también insistía en deshacerse de los desahuciados. A ser posible, su fallecimiento debía sobrevenir fuera de la clínica. Así se podría contar con más camas libres, los pacientes no presenciarían un hecho deprimente y las estadísticas saldrían beneficiadas, porque no figurarían como enfermos dados de alta por «defunción», sino por «empeoramiento».
En esta categoría se incluyó a Azovkin, que aquel mismo día se fue a su casa. En los meses que estuvo hospitalizado, su historia clínica se había convertido en un voluminoso cuaderno de hojas de papel oscuro, engomado y de tosca elaboración, de una clase de papel con mezcla de trocitos de madera, en los que tropezaba la pluma. En él estaban escritas muchas líneas y cifras con tinta violeta y azul. A través de este cuaderno de hojas adicionadas, las dos doctoras veían al muchacho de la ciudad, sudoroso de sufrimiento, sentado en el lecho, encorvado. Pero dichas cifras, leídas con suave y queda voz, eran más inexorables que las sentencias de los jueces, y nadie podía apelar contra ellas. Allí había 26 000 rad de irradiaciones, de las cuales 12 000 en la última serie;
50 inyecciones de sinestrol y siete transfusiones de sangre. Pese a todo, los leucocitos sólo llegaban a 3400, los eritrocitos… Las metástasis destruían las defensas como si fueran tanques. Ya habían afectado a la pleura, aparecieron en los pulmones inflamando los ganglios supra-claviculares, sin que el organismo proporcionara el concurso preciso para contenerlas.
Las doctoras examinaron las fichas que tenían ante sí y se dispusieron a finalizar su escritura, mientras la enfermera auxiliar de rayos efectuaba el tratamiento de los pacientes externos. Acababa de hacer pasar a una niña de cuatro años, con vestido azul, acompañada de su madre. La niña tenía en el rostro unas pequeñas tumoraciones vasculares de color rojo vinoso; todavía eran reducidas y de carácter benigno, pero requerían la radioterapia para que no crecieran ni degeneraran. La niña apenas se inquietaba. No sabía que quizás en su diminuto labio soportaba el gravoso peso de la muerte. No era la primera vez que venía; había perdido el miedo, parloteaba y tendía las manos hacia las piezas niqueladas de los aparatos, alegrándose ante aquel mundo resplandeciente. Su sesión duraba tres minutos, durante los cuales no quería estarse quieta en su asiento ante el estrecho tubo dirigido exactamente a la zona dañada. Se removía, se ladeaba, y la enfermera que le suministraba los rayos, nerviosa, desconectaba la corriente y trataba de aplicarle una y otra vez el tubo. La madre sostenía un juguete, atrayendo la atención de la niña, y le prometía otros regalos si se mantenía quietecita. Luego entró una anciana sombría que tardó en desenrollarse la toquilla y en despojarse de la blusa. Seguidamente lo hizo una paciente interna, una mujer con bata gris, con un tumor pigmentado y del tamaño de una bolita en la planta del pie, que parecía causado por el pinchazo de un clavo de zapato. Estuvo charlando animadamente con la enfermera sin sospechar en absoluto que esa insignificante bolita de un centímetro de diámetro (que no querían extirparle, cosa que ella no se explicaba) era el rey de los tumores malignos: el melanoma.
Las doctoras se entretuvieron con estos pacientes, examinándoles y dando consejos a la enfermera. Ya había pasado la hora en que Vera Kornílievna debía haber puesto la inyección de ambiquina a Rusánov. Colocó ante Liudmila Afanásievna la tarjeta de Kostoglótov que, intencionadamente, dejó para último lugar.
—Dada la situación de abandono en que tenía su enfermedad, el comienzo ha sido brillante —dijo—. Pero es un hombre muy obstinado. Es posible que renuncie a seguir.
—¡Que lo intente! —exclamó Liudmila Afanásievna, golpeando la mesa.
La enfermedad de Kostoglótov era la misma que la de Azovkin, pero los resultados de su tratamiento eran esperanzadores. ¡Sólo faltaba que se atreviera a renunciar a él!
—Con usted no lo hará —convino Gángart—. Pero no sé si yo podré vencer su obstinación. ¿No sería mejor enviársela a usted? —se quitó de la uña una mota de polvo—. Mis relaciones con él pasan por un mal momento… No conseguiría hablar con él de manera categórica.
Y no sé por qué.
Sus relaciones habían sido delicadas desde el primer encuentro.
Era un día desapacible y lluvioso de enero. Gángart entraba en el turno de noche como médico de guardia de la clínica. Alrededor de las nueve, se presentó la gorda y corpulenta sanitaria de turno y se lamentó:
—Doctora, hay un paciente que está armando jaleo. No puedo con él. Si no se toman medidas, acabarán por volvernos locas.
Vera Kornílievna bajó hacia el vestíbulo. En el mismo suelo, junto al cuartucho cerrado de la enfermera jefe y cerca de la escalera principal, un hombre de elevada estatura yacía cuan largo era. Calzaba botas altas y vestía un descolorido abrigo militar. Llevaba un gorro civil que le venía pequeño, pero, no obstante, lo tenía embutido en la cabeza. Apoyaba esta en un macuto y todo hacía suponer que se disponía a dormir. Gángart, con sus finas pantorrillas y sus tacones (jamás vestía con abandono), se aproximó a él. Le miró con severidad, deseando avergonzarle con la mirada para que se levantara; pero él, aunque la había visto, demostró una total indiferencia, no se movió y cerró los ojos.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—Un… ser… humano —respondió en voz baja y con desgana.
—¿Tiene certificado de admisión?
—Sí.
—¿Cuándo lo ha recibido?
—Hoy.
Por las señales que se veían en el suelo, bajo sus costados, el abrigo debía de estar empapado, lo mismo que sus botas y su mochila.
—No puede quedarse aquí… No está permitido. Además… es incómodo para usted.
—En absoluto —repuso con desmayo—. Estoy en mi patria. ¿Por qué debo sentirme molesto?
Vera Kornílievna se quedó perpleja. Se daba cuenta de que no podía alzarle la voz ni ordenarle que se levantara y de que, por otra parte, él no la obedecería.
Miró a su alrededor. El vestíbulo, durante el día, estaba siempre lleno de visitantes y de enfermos que aguardaban; cuando la clínica se cerraba por la noche, se permitía la estancia en él a los enfermos graves que venían de otros lugares y no tenían dónde alojarse. En aquel momento sólo había en el vestíbulo dos bancos: en uno estaba acostada una anciana, y en el otro, una joven uzbeka, con pañuelo abigarrado, había acomodado a un niño a su lado.
Habría podido autorizarle para que se quedara tumbado en el vestíbulo, pero el suelo estaba sucio y pisoteado.
Más allá sólo se permitía la entrada con ropa de la clínica o con bata blanca.
Vera Kornílievna miró de nuevo a aquel huraño enfermo, cuyo rostro afilado y demacrado revelaba una indiferencia de muerte.
—¿No tiene a nadie en la ciudad?
—No.
—¿Ha intentado instalarse en un hotel?
—Sí, lo he intentado —respondió, cansado de contestar.
—Aquí hay cinco hoteles.
—Pero no quieren ni escucharle a uno. —Y cerró los ojos, como dando por concluida la audiencia.
—¡Si hubiera llegado antes! —reflexionó Gángart—. Algunas de nuestras sanitarias, por la noche, albergan a enfermos en sus domicilios. No cobran caro.
Él siguió echado, con los ojos cerrados.
—Ha dicho que seguirá ahí tumbado aunque sea una semana entera —intervino, agresiva, la sanitaria de guardia—. ¡Aquí, en un lugar de paso! ¡Y dice que hasta que le proporcionen una cama! ¡Menudo camorrista! ¡Levántate, basta de hacer el tonto! ¡Esto está esterilizado! —y se le aproximó.
—¿Por qué hay dos bancos únicamente? ¿No había uno más? —Gángart se extrañó.
—El tercero lo han trasladado ahí —la sanitaria indicó tras la puerta de cristales.
Tenía razón. Al otro lado de aquella puerta estaba el pasillo que conducía al departamento de rayos. Y el banco lo colocaron allí para los pacientes externos que acudían de día a tratamiento y que aguardaban turno.
Vera Kornílievna ordenó a la sanitaria abrir la puerta del pasillo y dijo al enfermo:
—Levántese; le pondré en otro sitio más cómodo.
Él la miró sin mostrar al principio mucha confianza. Después, atormentado y encogido por los dolores, empezó a levantarse. Era evidente que cada movimiento y giro del cuerpo le resultaban penosos. Al incorporarse, dejó la mochila en el suelo, y ahora, al agacharse para cogerla, sufriría nuevos dolores.
Vera Kornílievna se inclinó con agilidad, tomó entre sus blancos dedos la sucia y húmeda bolsa y se la entregó.
—Gracias —le sonrió torcidamente—. ¡A qué extremo he llegado!…
En el suelo, donde había estado tendido, quedó un húmedo manchón alargado.
—¿Ha caminado bajo la lluvia? —le preguntó, mirándolo con mayor interés y simpatía—. En el corredor hace calor; puede quitarse el abrigo. ¿Siente escalofríos? ¿Tendrá fiebre?
Aquel gorro negro y grotesco que llevaba encasquetado, con las orejeras de piel colgándole, le tapaba por completo la frente y ella le aplicó los dedos a la mejilla.
Bastaba tocarle para saber que tenía fiebre.
—¿Toma usted algo?
La miró ahora de diferente modo, sin el acusado distanciamiento anterior.
—Analguín.
—¿Tiene?
—Sí.
—¿Desea que le traiga un somnífero?
—Si es posible…
—¡Oh, sí! —Ella cayó en la cuenta—: ¡Enséñeme su certificado de admisión!
No podría decirse si lo del hombre fue un asomo de sonrisa o si sus labios se movieron debido al dolor.
—Y si no tengo documentos, ¿otra vez bajo la lluvia?
Se desabrochó los corchetes superiores del abrigo y los del bolsillo de la guerrera que llevaba debajo, y sacó el certificado que, en efecto, había sido expedido aquella misma mañana en el consultorio. Ella lo leyó, advirtiendo que el paciente iba destinado a su sección, la de radioterapia. Se volvió con él en la mano con intención de ir a buscar el somnífero.
—Ahora mismo se lo traigo. Vaya a acostarse.
—¡Espere, espere! —le dijo con viveza—. ¡Devuélvame el papelito! ¡Conozco de sobra a los recepcionistas!
—¿Qué teme? ¿No confía en mí? —y se le encaró, ofendida.
—Él la miró titubeante y rezongó:
—¿Por qué debería confiar en usted? Creo que nunca hemos comido en el mismo plato…
Y se fue a acostar.
Ella, enojada, no volvió por allí. Por mediación de la sanitaria le envió el somnífero y la hoja de ingreso, en cuya parte superior había escrito la palabra urgente, subrayada y entre signos de admiración.
No pasó por su lado hasta la noche. Dormía. El banco era cómodo y no podía caerse de él: su curvado respaldo se iba convirtiendo gradualmente en el también curvado asiento, en forma de canalón. Se había quitado el abrigo empapado, aunque se lo había echado encima; una mitad del faldón extendida sobre las piernas y la otra mitad cubriéndole los hombros. Las botas sobresalían del borde lateral del banco. Las suelas no tenían un espacio sano, las llevaba remendadas con trozos de piel negra y rojiza, remachadas con cercos metálicos, y los tacones con pequeñas herraduras.
Por la mañana, Vera Kornílievna habló de él con la enfermera jefe, que le acomodó en el rellano superior de la escalera.
Ciertamente, desde el día de su encuentro Kostoglótov no volvió a insolentarse con ella. Le hablaba cortésmente, con lenguaje normal y educado; era el primero en iniciar el saludo y hasta le sonreía con afecto. Pero a ella le embargaba la constante sensación de que podía salir con algo extravagante.
En efecto. Dos días atrás, cuando lo llamó para establecer su grupo sanguíneo y se disponía a extraérsela de la vena con la jeringuilla, él, de repente, se bajó la manga que ya tenía enrollada y dijo con sequedad:
—Vera Kornílievna, lo siento mucho, pero halle el modo de evitar esta prueba.
—¿Y eso por qué, Kostoglótov?
—Porque ya me han sacado bastante sangre y no quiero que me extraigan más. Que la proporcione quien la posea en abundancia.
—¿No le da vergüenza, siendo un hombre? —le miró con esa socarronería innata en las mujeres, tan difícil de soportar para el hombre.
—¿Para qué la quieren?
—Por si tenemos que hacerle una transfusión.
—¿Una transfusión a mí? ¡Quiá! ¿Para qué necesito sangre ajena? No la quiero y tampoco daré una gota de la mía. Anote el grupo a que pertenece; lo sé desde que estuve en el frente.
Por mucho que intentó convencerlo, no logró hacerlo entrar en razón, pues él alegó nuevos e inesperados argumentos. Estaba persuadido de que era innecesario.
Finalmente, ella se ofendió:
—Me coloca usted en una situación absurda y ridícula. Se lo pido por última vez.
Naturalmente que era un error y una humillación por su parte, porque, en realidad, ¿por qué tenía que rogarle?
Pero él, súbitamente, se descubrió el brazo y se lo ofreció:
—Lo hago sólo por usted. Puede tomar si quiere tres centímetros cúbicos.
En cierta ocasión, la confusión que se apoderaba de ella en su presencia motivó un episodio ridículo. Kostoglótov le había preguntado:
—No parece usted alemana. ¿Usa el apellido del marido?
—Sí —se le escapó.
¿Qué razón tuvo para tal respuesta? En ese instante le molestaba decir otra cosa.
Él no le hizo más preguntas.
Gángart era el apellido de su padre y de su abuelo, que fueron alemanes rusificados.
¿Tendría, pues, que haberle dicho: «No estoy casada. No lo he estado nunca»?
No hubiera podido.