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Los enfermos que esperaban ser operados para que les extirparan los tumores, y que no cabían en el piso inferior, eran instalados en la primera planta, junto a los «de rayos», a los que se trataba con radioterapia o con procedimientos químicos. Por esta razón, en el piso superior había cada mañana dos consultas médicas: la de los radioterapeutas, que examinaban a sus pacientes, y la de los cirujanos, que atendían a los suyos.

Pero el 4 de febrero era viernes, día de operaciones, y los cirujanos no hacían su ronda de visitas a la sala. La doctora Vera Kornílievna Gángart, médico radioterapeuta, tras una breve reunión de cinco minutos con los demás médicos, tampoco realizó inmediatamente su revisión; tan sólo se asomó a la sala de hombres y echó un vistazo desde el umbral.

La doctora Gángart no era alta, aunque sí bien proporcionada. Parecía esbelta, por su talle marcadamente estrecho. Su cabello, recogido en la nuca en un moño pasado de moda, era de una tonalidad más clara que el negro y más oscura que el rubio; de esos que se describen con la ambigua expresión de castaños, cuando debiera decirse rubios oscuros.

Ajmadzhán advirtió su presencia y la saludó risueño con una inclinación de cabeza. Kostoglótov tuvo tiempo de alzar la vista del grueso libro y desde lejos le dedicó otra inclinación. Ella sonrió a ambos y levantó un dedo, como se amonesta a los niños, para que en su ausencia se mantuvieran tranquilos. Se apartó inmediatamente del vano de la puerta y se fue.

Hoy debía recorrer las salas acompañada de Liudmila Afanásievna Dontsova, jefa del departamento de radioterapia. Pero a Liudmila Afanásievna la había llamado Nizamutdín Bajrámovich, el médico jefe, que la retenía.

Únicamente en los días de revisión —una vez a la semana— sacrificaba Dontsova las sesiones de diagnóstico por rayos X. Habitualmente, las dos primeras horas de la mañana, que estimaba las mejores porque la vista es más aguda y el entendimiento está más despejado, las pasaba sentada ante la pantalla, acompañada del médico interno de tumo. Para ella, esta era la parte más complicada de su trabajo; a lo largo de más de veinte años de práctica pudo comprender cuán caro se pagaban los errores, en el diagnóstico en particular. Tenía en su departamento a tres jóvenes doctoras. Para que adquirieran una experiencia similar y ninguna quedara rezagada en el tema de diagnósticos, Dontsova había establecido un tumo rotatorio. Cada una de ellas trabajaba tres meses en el departamento del dispensario, tres en el departamento de diagnóstico radiológico y otros tres como médico interno en la clínica.

La doctora Gángart trabajaba ahora en el tercer turno. En él, lo esencial, lo más comprometido y menos investigado era velar porque la dosis de irradiación fuera la correcta. No existía una fórmula para calcular la intensidad y dosificación de las irradiaciones: las más letales para cada tumor y las más inocuas para el resto del organismo. No había tal fórmula, pero sí cierta experiencia, cierta intuición y la posibilidad de calcularlo por el estado del paciente. La radioterapia constituía en sí una operación, pero hecha con rayos, a ciegas y de duración más prolongada. Era imposible no herir o destruir células sanas.

El resto de las obligaciones del médico no exigían más que un quehacer metódico: ordenar a su debido tiempo los análisis, comprobarlos y efectuar las anotaciones en los 30 historiales clínicos del pabellón. A ningún médico le gustaba rellenar los gráficos, pero Vera Komílievna se había reconciliado con ellos porque durante esos tres meses había tenido sus pacientes, y no un pálido entretejido de colores y sombras en la pantalla: eran personas vivas y familiares que confiaban en ella y esperaban su voz y su mirada. Cuando tenía que transferir sus obligaciones al otro médico, siempre sentía separarse de los enfermos que no había terminado de curar.

La enfermera de guardia, Olimpiada Vladislávovna, mujer entrada en años, de pelo cano, buena presencia y aspecto más grave que el de algunos médicos, iba avisando por las salas a los pacientes de radioterapia para que no se alejaran. En la sala grande de mujeres pareció que esperaban esta indicación, pues en el acto, una tras otra, desfilaron hacia la escalera, con sus uniformes y batas grises, para dirigirse a algún sitio del piso inferior: bien a ver si había llegado el abuelo que vendía la crema, o la mujer de la leche, bien a echar una ojeada desde el porche del pabellón a la ventana de la sala de operaciones (por encima de la parte inferior, pintada de blanco, podían verse los gorros de los cirujanos y de las enfermeras y las resplandecientes lámparas del techo) o bien a enjuagar un tarro al lavabo o a visitar a cualquier otro hospitalizado.

No sólo su destino de ser operadas, sino también aquellas ajadas batas grisáceas de algodón, de aspecto desaliñado aun estando limpias, apartaban, arrancaban a esas mujeres de su mundo y del atractivo femenino. Eran de corte indefinido, tan anchas que cualquier mujer gruesa podría cruzársela en torno a su cuerpo, y las mangas caían como dos amplios y disformes tubos. Las chaquetas a rayas rosadas de los hombres eran mucho más decorosas. A las mujeres no les proporcionaban vestidos, sólo esas batas sin ojales ni botones. Unas las acortaban, otras las alargaban y todas ellas se las ceñían con un cinturón de fustán para no enseñar el camisón, y también iban con la mano sujetando las solapas al pecho. Cualquier mujer abatida por la enfermedad, además del mísero aspecto que ofrecían con las batas, era incapaz de deleitar la vista de nadie. Ellas lo comprendían.

En la sala de hombres, todos, excepto Rusánov, esperaban, tranquilos y sosegados, la ronda del doctor.

El viejo uzbeko Mursalímov, guarda de un koljós, permanecía tumbado cuan largo era sobre la cama ya recogida y con su inseparable y raído gorro. Parecía satisfecho, aunque sólo fuera porque la tos no le acometía. Con ambas manos sobre el jadeante pecho, miraba a un punto fijo del techo. Su piel broncínea casi se atirantaba en su cráneo; se le apreciaban los bordes del hueso de la nariz, los pómulos y el agudo hueso del mentón con la barbita en punta. Tenía las orejas apergaminadas y los cartílagos completamente planos. Le hubiera bastado secarse y ennegrecerse un poco más para parecer una momia.

A su lado, el pastor kazajo Yeguenberdíev, hombre de mediana edad, estaba sentado en el lecho con las piernas cruzadas, como si se hallara en su casa, sentado sobre una alfombrilla. Apoyaba las palmas de sus grandes y fuertes manos en las robustas rodillas; estaba tan rígidamente ensamblado en su macizo y fornido cuerpo que, cuando en su habitual inmovilidad se balanceaba un poco, lo hacía como si fuera una torre o la chimenea de una fábrica. Sus hombros y su espalda tensaban la chaquetilla blanco rosáceo, cuyos puños casi reventaban en sus musculosas muñecas. La pequeña úlcera del labio, por la que ingresó en la clínica se había convertido a causa de las irradiaciones en una enorme escara de color rojo oscuro que le obstruía la boca y le estorbaba para comer y beber. Pero él no se inquietaba, ni se alteraba, ni gritaba; comía meticulosamente hasta dejar limpio el plato, con la misma quietud con que podía seguir sentado horas y horas, mirando a un punto fijo.

Más allá, en la cama inmediata a la puerta, Diomka, el joven de dieciséis años, estaba en la cama con la pierna enferma extendida, y sin cesar se la acariciaba suavemente, dándose masajes con la palma de la mano en la zona dolorida. Tenía la otra pierna encogida, como un gatito, y leía sin reparar en nada más. En realidad, leía todo el tiempo que le quedaba libre después de dormir y de pasar por el tratamiento. En el laboratorio, donde se hacían todos los análisis, la asistenta jefe tenía un armario con libros; Diomka podía entrar allí libremente y cambiar los libros sin esperar a que se los cambiaran a los demás. Ahora leía una vieja revista de cubiertas azuladas, estropeada y descolorida por el sol. No había libros nuevos en el armario de la enfermera del laboratorio.

Proshka ya había arreglado su cama con esmero, sin hoyos ni arrugas, y aguardaba sentado, formal y paciente, con los pies en el suelo, como una persona completamente sana. En realidad, estaba completamente sano: en la sala no se le oía quejarse de nada, no tenía ningún signo externo de afección, sus mejillas ofrecían un saludable color bronceado y le caía sobre la frente un mechón de pelo. El muchacho parecía magnífico, como para ir al baile.

Junto a él, Ajmadzhán había colocado diagonalmente sobre la manta el tablero de damas y, no hallando con quién jugar, hacía una partida en solitario.

Yefrem, envuelto en su vendaje que parecía blindado y le impedía girar la cabeza, no caminaba por el pasillo ni incordiaba a nadie. Apoyado en dos almohadas, leía sin interrupción el libro que el día anterior le ofreciera Kostoglótov. Volvía las páginas con tan poca frecuencia que podría creerse que dormitaba con el libro en las manos.

Azovkin sufría tanto como el día anterior. Posiblemente se había pasado la noche sin dormir. En el alféizar de la ventana y en la mesilla se veían sus cosas esparcidas, y el lecho estaba revuelto. Le transpiraban las sienes y la frente, y su amarillento rostro crispado reflejaba los dolores internos que sufría. Ya se ponía en pie, apoyándose con los codos en los barrotes de la cama, y permanecía así doblado, ya se aferraba el vientre con ambas manos y se acostaba boca abajo. Hacía muchos días que no respondía a las preguntas que le hacían en la sala ni decía nada de sí mismo. Sólo hablaba para pedir medicinas superfluas a las enfermeras y a los médicos. Cuando sus familiares iban a visitarle, los enviaba a comprar los mismos medicamentos que le daban en el hospital.

Tras las ventanas, el día era nublado, tranquilo, apagado. Al regresar de la sesión matinal de rayos, Kostoglótov, sin consultar con Pável Nikoláyevich, abrió el ventanuco situado sobre su cabecera; por él entró un aire húmedo, aunque no helado.

Por miedo a que se le enfriara el tumor, Pável Nikoláyevich se cubrió el cuello y se sentó lo más alejado que pudo de la corriente. ¡Qué rudos eran todos, y qué dóciles y zoquetes! Exceptuando a Azovkin, ninguno, por lo visto, padecía realmente. Si no recordaba mal, fue Gorki quien dijo que sólo es digno de la libertad aquel que lucha por ella. Lo mismo podía decirse de la curación. Pável Nikoláyevich ya había dado aquella mañana los pasos decisivos y pertinentes. En cuanto abrieron la oficina de registro, llamó por teléfono a su casa y comunicó a su mujer la resolución que había tomado durante la noche: echar mano de todos los conductos para conseguir que lo enviaran a Moscú, sin arriesgarse a que aquí le destruyeran. Kapa era expeditiva y ya estaría actuando. Ciertamente, había sido una cobardía asustarse por el bulto y hospitalizarse. Porque, ¿quién podría creer que, desde las tres de la tarde del día anterior, nadie hubiera acudido, ni siquiera a palparle el tumor para ver si crecía? Tampoco le habían administrado medicinas, y si colgaron el gráfico de la fiebre en la cama fue sólo para engañar a los imbéciles. Decididamente, nuestras instituciones sanitarias necesitan que las enderecen, que las metan en cintura.

Por fin aparecieron los médicos, pero no entraron en la sala, sino que se detuvieron al otro lado de la puerta. Estuvieron largo rato ante la cama de Sibgátov. Este se descubrió la espalda y la mostró a los médicos. (Entretanto, Kostoglótov escondió su libro bajo el colchón).

Después entraron en la sala las doctoras Dontsova y Gángart, y la enfermera canosa de buena presencia, con un cuaderno de apuntes en la mano y una toalla colgada del brazo. La aparición simultánea de varias batas blancas provoca generalmente un acceso de expectación, de temor y de esperanza; y estas tres sensaciones son tanto más fuertes cuanto mayor es el número de batas y de gorros y cuanto más severa es la expresión de los rostros. Allí, la más grave y ceremoniosa de las tres era la enfermera Olimpiada Vladislávovna. Para ella, la ronda era como el oficio divino para el diácono. Era de esas enfermeras para quienes los médicos están por encima de la gente común, convencidas de que estos lo comprenden todo, jamás se equivocan y no hacen prescripciones erróneas. Anotaba cada instrucción en su cuaderno, con una sensación rayana en la felicidad que ya no experimentan las enfermeras jóvenes.

Sin embargo, al entrar las doctoras en la sala, ¡tampoco se apresuraron a acercarse a la cama de Rusánov! Liudmila Afanásievna, corpulenta, de rasgos faciales grandes y vulgares, de cabello ceniciento, corto y rizado, pronunció un general y discreto «¡Buenos días!», y se detuvo ante la primera cama, la de Diomka, al que miró especulativamente.

—¿Qué lees, Diomka?

(¡No ha podido hallar pregunta más inteligente! ¡Y en sus horas de servicio!).

Como hacen muchas personas, Diomka no enunció el título, sino que dio vuelta a la revista y mostró su cubierta de azul desvaído. Dontsova entrecerró los ojos.

—¿Por qué lees una revista de hace dos años?

—Tiene un artículo interesante —aclaró Diomka con gran seriedad.

—¿Sobre qué?

—¡Sobre la sinceridad! —respondió con énfasis—. Dice que la literatura está falta de sinceridad…

Había deslizado la pierna enferma al suelo, pero Liudmila Afanásievna le advirtió con presteza:

—¡No es preciso! ¡Remángate!

Él se subió el pantalón. Ella se sentó en la cama y con mucho cuidado, y a cierta distancia, le tanteó la pierna con dos o tres dedos.

Vera Kornílievna, que permanecía detrás, apoyada en el pie de la cama, la observaba por encima de su hombro y dijo quedamente:

—Quince sesiones de tres mil rad.

—¿Te duele aquí?

—Sí.

—¿Y aquí?

—Más, y arriba también.

—¿Por qué callas, pues? ¡Vaya un héroe! Indícame dónde sientes más dolor.

Y le tanteaba lentamente por las inmediaciones de la zona dañada.

—¿Te duele cuando no te tocas? ¿Por la noche?

En la tersa cara de Diomka no había apuntado aún el vello. Pero su expresión, permanentemente tensa, le hacía parecer mucho mayor.

—Me aguijonea tanto de día como de noche.

Liudmila Afanásievna intercambió una mirada con la doctora Gángart.

—Pero, de todos modos, ¿has notado si desde que estás aquí te molesta más o menos que antes?

—No lo sé. Puede que algo menos, aunque quizá sólo me lo parezca.

—La sangre —solicitó Liudmila Afanásievna y la doctora Gángart le tendió al instante el historial clínico.

Liudmila Afanásievna lo leyó y lanzó una mirada al muchacho.

—¿Tienes apetito?

—Toda la vida he comido con ganas —contestó Diomka con seriedad.

—Le damos una ración complementaria —aclaró Vera Kornílievna con voz cantarina y cariñosa, como de niñera, mientras sonreía a Diomka.

Este le devolvió la sonrisa.

—¿Transfusión? —preguntó queda y entrecortadamente Gángart a Dontsova, recuperando la historia clínica.

—Sí. ¿Qué te parece, Diomka? —Liudmila Afanásievna le miró de nuevo con ojos escrutadores—. ¿Seguimos con los rayos?

—¡Naturalmente! —accedió complacido el muchacho.

Y la miró agradecido.

Pensaba que la radioterapia evitaría la operación y creía que Dontsova opinaba lo mismo. (Pero lo que Dontsova tenía presente era que, antes de operar un sarcoma en un hueso, se imponía reprimir su actividad con las irradiaciones para prevenir la metástasis).

Hacía rato que Yeguenberdíev estaba preparado y en guardia, y en cuanto Liudmila Afanásievna abandonó la cama vecina, se puso en pie en el pasillo, sacando el pecho ante ella como un soldado.

Dontsova le sonrió, se aproximó a su labio y le examinó la cara. Gángart le leía en voz baja ciertas cifras.

—¡Bien! ¡Muy bien! —le animó Liudmila Afanásievna con un tono más alto del necesario, como suele hacerse con personas que hablan diferente idioma—. Todo va perfectamente, Yeguenberdíev. Pronto te irás a casa.

Ajmadzhán, que sabía su obligación, se lo tradujo al uzbeko (él y Yeguenberdíev podían entenderse a pesar de que a cada uno de ellos se le antojaba deformado el lenguaje del otro).

Yeguenberdíev contemplaba a Liudmila Afanásievna con esperanza, con fe y hasta con entusiasmo, con el embeleso de las almas simples ante las personas verdaderamente cultas y útiles. Pero, de todos modos, se pasó la mano por la escara, y preguntó:

—¿No ha aumentado? ¿No se ha extendido? —tradujo Ajmadzhán.

—Toda esa costra se desprenderá. ¡Así debe ser! —le aseguró Dontsova con acento más pronunciado—. ¡Te desaparecerá todo eso! ¡Descansarás tres meses en casa y luego volverás aquí!

A continuación se acercó al anciano Mursalímov. Ya estaba sentado, con los pies fuera de la cama, e intentó levantarse, pero ella le contuvo y se sentó a su lado. Este viejo bronceado y sarmentoso la miraba con la misma fe en su omnipotencia. Por mediación de Ajmadzhán se interesó por su tos y le ordenó subirse la camisa. Le auscultó el pecho en el sitio dolorido, dándole unos golpecitos con un dedo a través de su otra mano, y escuchó el informe de Vera Kornílievna sobre el número de sesiones, la sangre y las inyecciones y, en silencio, revisó su historial. Alguna vez su cuerpo sano había tenido cuanto era necesario y en su justo lugar, pero ahora todo era superfluo y surgían extraños bultos y protuberancias…

Dontsova le recetó otras inyecciones, y le rogó que sacara de la mesilla los comprimidos que tomaba y se los mostrara.

Mursalímov sacó un frasquito vacío de comprimidos vitamínicos.

—¿Cuándo lo has comprado? —inquirió Dontsova, y Ajmadzhán le dio la respuesta traducida:

—Hace tres días.

—¿Dónde están las tabletas?

—Las he tomado.

—¿Dices que las has tomado? —se asombró Dontsova—. ¿Todas de una vez?

—No, en dos veces —tradujo Ajmadzhán.

Las doctoras, la enfermera, los pacientes rusos y Ajmadzhán soltaron una carcajada, y también el propio Mursalímov enseñó los dientes, aunque sin comprender por qué.

Únicamente a Pável Nikoláyevich le llenó de indignación aquella risa absurda e inoportuna. Pero ¡ahora les haría moderar el tono! Eligió la postura más apropiada para hacer frente a las doctoras, considerando que medio sentado estaría en posición más ventajosa.

—¡Está bien! ¡No debe preocuparse! —animaba Dontsova a Mursalímov. Y tras recetarle más vitamina C y frotarse las manos con la toalla que ceremoniosamente le ofrecía la enfermera, se volvió con actitud preocupada hacia la cama siguiente. En aquel instante, más próxima a Pável y de cara a la ventana, Dontsova presentaba en su rostro un color grisáceo y enfermizo y una expresión de profundo cansancio, casi de quebrantamiento.

Calvo, con el gorro y las gafas, y sentado con tal severidad en el lecho, Pável Nikoláyevich hacía pensar en un maestro; no en un maestro cualquiera, sino en uno de logrados méritos que hubiera educado a centenares de alumnos. Aguardó a que Liudmila Afanásievna se aproximara a su cama para ajustarse las gafas y decir:

—Bien, camarada Dontsova. Me veo obligado a informar al Ministerio de Sanidad de los métodos de trabajo en esta clínica. Telefonearé al camarada Ostápenko.

Ella ni se estremeció ni palideció, aunque quizá se volviera más terroso el color de su cara. Efectuó un extraño movimiento simultáneo y circular con los hombros, como si estuvieran cansados por la carga que sostenían y no pudiera librarlos de ella.

—Si tiene usted fácil acceso al Ministerio de Sanidad y puede incluso telefonear al camarada Ostápenko —consintió ella inmediatamente—, le facilitaré más material, ¿quiere?

—¿Qué más puede añadir? ¡La indiferencia que muestran ustedes supera todos los límites! ¡Llevo dieciocho horas aquí sin que nadie me ponga en tratamiento! Mientras tanto, yo…

(¡No pudo decirle más! ¡Debía comprenderlo por sí misma!).

En la sala todos guardaban silencio y miraban a Rusánov. Quien había recibido el golpe no fue Dontsova, sino Gángart, que apretó los labios en una línea, frunció el ceño y arrugó la frente como si presenciara algo irremediable que no podía parar.

Pero Dontsova, en pie y con toda su corpulencia ante Rusánov, que seguía sentado, no se permitió ni un fruncimiento de cejas; sólo realizó un nuevo movimiento circular con los hombros y, condescendiente, en voz baja, dijo:

—A eso he venido, a curarle.

—No. ¡Ahora ya es tarde! —le interrumpió Pável Nikoláyevich—. He observado bien los procedimientos que rigen aquí y me marcho. ¡Nadie se toma el menor interés! ¡Nadie establece un diagnóstico!

Sin advertirlo le tembló la voz. Se sentía realmente ofendido.

—Su diagnóstico está ya establecido —dijo con gravedad Dontsova, aferrada con ambas manos a los pies de la cama—. Y no tiene opción para irse a otro sitio. Con su enfermedad, no hallará en toda la república dónde puedan curarle.

—¿No me ha dicho usted misma que no tengo cáncer?… ¡Dígame entonces lo que tengo!

—En general no estamos obligados a explicar a los pacientes sus enfermedades. Pero si eso alivia su situación, se lo diré con mucho gusto: linfogranulomatosis.

—¡O sea que no es cáncer!

—¡Claro que no! —Ni su rostro ni su voz reflejaban la natural irritación por la disputa. Ella había visto ya bajo su mandíbula el tumor del tamaño de un puño.

¿Con quién tendría que enojarse? ¿Con el tumor?

—Nadie le ha obligado a hospitalizarse aquí —prosiguió—. Si lo desea, puede solicitar el alta ahora mismo. Pero recuerde… —titubeó y le advirtió con tono conciliador—, no sólo de cáncer muere la gente.

—¿Trata de asustarme? —gritó Pável Nikoláyevich—. ¿Por qué quiere intimidarme? ¡No es muy buen método que digamos! —la atajó con viveza, aunque sintió frío en su interior al oír la palabra «muere». Y ya más suavemente preguntó—: ¿Quiere decirme, acaso, que corro ese peligro?

—Si piensa andar de clínica en clínica, desde luego que sí. Veamos, quítese la bufanda. Incorpórese, por favor.

Se despojó de la bufanda y se puso en pie. Con suma precaución Dontsova empezó a tantearle el tumor y luego la parte sana del cuello, comparando ambas partes. Le rogó que se esforzara por echar la cabeza hacia atrás cuanto pudiera (no consiguió moverla mucho, pues sintió en el acto el tirón del bulto), y que la inclinara hacia adelante, hacia la izquierda y la derecha.

Resultaba, al parecer, que su cabeza apenas tenía libertad de movimiento, esa ligera y maravillosa libertad que poseemos y en la que no reparamos cuando gozamos de ella.

—Quítese la chaqueta, por favor.

La chaqueta de su pijama a rayas verdes y marrones tenía grandes botones y era de amplia hechura; por ello parecía que no tendría dificultad en quitársela. Pero, al estirar los brazos, Pável Nikoláyevich sintió dolor en el cuello y lanzó un quejido. ¡Oh, cómo había avanzado la enfermedad!

La grave y canosa enfermera le ayudó a desembarazarse de las mangas.

—¿Nota dolores en las axilas? —le preguntó Dontsova—. ¿Alguna molestia?

—¿También ahí puedo tener algún mal? —Ahora el tono de voz de Rusánov descendió con desmayo y se hizo aún más bajo que el de Liudmila Afanásievna.

—Alce los brazos hacia los lados.

Atentamente, presionando con fuerza, le palpaba las axilas.

—¿En qué consistirá el tratamiento? —quiso saber Pável Nikoláyevich.

—Inyecciones. Ya se lo dije.

—¿Dónde? ¿Directamente en el tumor?

—No. Intravenosas.

—¿Con frecuencia?

—Tres veces a la semana. Vístase.

—¿No es posible la operación?

(Aunque preguntaba si podían operarle, de hecho lo que más temía era tener que acostarse en la mesa de operaciones. Como la mayoría de los enfermos, prefería cualquier otro método de cura, por largo que fuese).

—La operación carece de objeto —respondió la doctora, frotándose las manos en la toalla que le tendían.

«¡Me alegro de que carezca de objeto!», pensó Pável Nikoláyevich. «A pesar de todo, tendré que consultarlo con Kapa». Las gestiones indirectas tampoco eran tan simples y él, en realidad, no gozaba de la influencia personal que hubiera deseado y que en la clínica pretendía insinuar que tenía. Tampoco era tan sencillo telefonear al camarada Ostápenko.

—Bien. Lo pensaré —apuntó Pável—. ¿Lo decidimos mañana?

—No —negó inexorable Dontsova—. Tiene que ser hoy mismo. Mañana es sábado y no podremos inyectarle.

¡Otra vez las normas! ¡Como si no se establecieran para poder infringirlas!

—¿Por qué no es posible el sábado?

—Porque hay que vigilar atentamente su reacción el mismo día en que se le inyecte, y también el siguiente. Y el domingo eso sería imposible.

—¿Tan delicada es esa inyección?…

Liudmila Afanásievna no le respondió. Había pasado al lecho de Kostoglótov.

—Bueno. ¿Y si esperásemos al lunes?

—¡Camarada Rusánov! Nos ha reprochado que en dieciocho horas no le hayamos atendido. ¿Quiere ahora esperar setenta y dos? —(le había derrotado, triturado, y él era impotente…)—. O nos encargamos de su curación o no. En caso afirmativo, hoy, a las once de la mañana, recibirá la primera inyección. En caso negativo, rehúse bajo firma nuestra asistencia y en el acto le daré el alta. No tenemos derecho a permanecer tres días impasibles. Recapacite mientras termino la visita a la sala, y notifíqueme su decisión.

Rusánov se cubrió el rostro con las manos.

Gángart, con la bata abotonada casi hasta el cuello, pasó por su lado en silencio. Y Olimpiada Vladislávovna desfiló a su vera como un navío.

Dontsova, cansada por la disputa, confiaba divertirse en la siguiente cama. Ella y Gángart ya casi sonreían.

—Y usted, Kostoglótov, ¿qué me cuenta?

Kostoglótov, alisándose las greñas, respondió sonora y firmemente, con voz de persona sana:

—¡Que estoy magníficamente, Liudmila Afanásievna! ¡Mejor imposible!

Las doctoras intercambiaron una mirada. Los labios de Vera Kornílievna iniciaron una tímida sonrisa, aunque sus ojos reían alegres.

—Veamos, no obstante —Dontsova se sentó en la cama—. Descríbame con simples palabras lo que experimenta, los cambios que ha notado desde que está aquí.

—¡Con mucho gusto! —accedió de buen grado Kostoglótov—. Los dolores disminuyeron después de la segunda sesión, desapareciendo por completo después de la cuarta. Al mismo tiempo bajó la fiebre. Duermo admirablemente, hasta diez horas seguidas, en cualquier postura y sin sentir dolor. Sin embargo, antes no podía hallar una postura adecuada. Tampoco podía ver la comida, y ahora lo como todo y aún pido más. Y nada me duele.

—¿Y nada le duele? —se rio Gáspart.

—¿Y se lo dan? —rio también Dontsova.

—A veces. Pero ¿para qué hablar de ello? Sencillamente, en mi caso se han alterado las relaciones del hombre con el medio ambiente. Llegué siendo un cadáver y ahora estoy vivo.

—¿No siente náuseas?

—No.

Dontsova y Gángart contemplaban radiantes a Kostoglótov, exactamente como el maestro contempla al alumno destacado: más orgulloso de su excelente respuesta que de la experiencia y conocimientos propios. Tal discípulo estimula el afecto hacia él.

—¿Percibe el tumor?

—Ahora no me molesta.

—Pero ¿lo nota?

—Pues, cuando estoy tumbado, siento como un peso innecesario y como si cambiara de sitio. Pero ¡no me molesta! —insistió Kostoglótov.

—Está bien. Tiéndase.

Kostoglótov, con un movimiento acostumbrado, levantó las piernas hasta la cama. (Durante el último mes, y en diversas clínicas, fueron muchos los médicos y practicantes invitados especialmente a palpar su tumor, y todos se asombraban). Estiró las rodillas, se tumbó de espaldas sin posar la cabeza en la almohada y puso al descubierto su vientre. Inmediatamente sintió que aquella irritación interna, compañera de su vida, se acoplaba profundamente en su interior, oprimiéndole.

Liudmila Afanásievna, sentada a su lado, trataba de llegar al tumor mediante suaves movimientos circulares de sus dedos.

—No se ponga tenso, no se ponga tenso —le recordó.

Él ya sabía que no debía hacerlo; pero, sin querer, se ponía rígido en instintiva defensa, con lo que obstaculizaba el examen. Al fin, cuando se encontró con un vientre laxo y confiado, Liudmila Afanásievna pudo captar con claridad allá en el fondo, tras el estómago, el borde del tumor. Al principio lo contorneó suavemente, después de modo más firme y, por último, presionando más.

Gángart observaba por encima de su hombro y Kostoglótov miraba a Gángart. Esta inspiraba simpatía. Quería mostrarse severa sin conseguirlo, pues se encariñaba enseguida con los pacientes. Deseaba actuar como una persona adulta y tampoco lo lograba, ya que en su naturaleza había algo de muchachita adolescente.

—Se sigue localizando con precisión —hizo constar Liudmila Afanásievna—. Está más plano, no cabe duda, pero se ha hecho más profundo, liberando el estómago. Por eso no le duele. También está más blando, aunque su contorno es casi el mismo. ¿Quiere verlo?

—No, no. Se lo examino cada día, pero para apreciarlo mejor tendría que hacerlo con intervalos de tiempo. Velocidad de sedimentación globular, veinticinco; leucocitos, cinco mil ochocientos; segmentarios… Pero véalo usted misma…

Rusánov levantó la cabeza de las manos y quedamente preguntó a la enfermera:

—¿Son dolorosas esas inyecciones?

Kostoglótov también quiso averiguar:

—¡Liudmila Afanásievna! ¿Cuántas sesiones deberé tomar todavía?

—Ahora no es posible calcularlo.

—Pero ¿cuándo podrá darme de alta? Aproximadamente.

—¿Diga? —ella levantó la cabeza del historial—. ¿Qué me preguntaba?

—Que cuándo me dará de alta —repitió Kostoglótov con igual firmeza.

Huraño, se abrazaba las rodillas con ambos brazos.

En la mirada de Dontsova no quedó ni rastro de admiración por el alumno sobresaliente. Ante ella se encontraba ahora un paciente difícil, con la expresión del rostro ofuscada.

—¡Justamente ahora inicio su curación! —Ella le hizo bajar los humos—. A partir de mañana la inicio. Todo lo anterior ha sido un mero reconocimiento del campo.

Kostoglótov no cedió:

—Liudmila Afanásievna, quisiera que me entendiera. Comprendo que aún no estoy curado, pero tampoco pretendo un restablecimiento completo.

—¡Vaya unos enfermos que me están resultando ustedes! ¡A cuál mejor! —Y Liudmila Afanásievna frunció las cejas enfadada—. ¿Qué dice? ¿Está usted en su sano juicio o no?

—Liudmila Afanásievna —dijo tranquilamente Kostoglótov con un movimiento de su larga mano—, la discusión acerca de la cordura y la anormalidad del hombre moderno nos conduciría bastante lejos… Le agradezco de todo corazón que me haya puesto en estado tan satisfactorio. Ahora aspiro a vivir así durante algún tiempo, porque no sé lo que ocurrirá con el tratamiento futuro. —A medida que hablaba, en el labio inferior de Liudmila Afanásievna crecía la impaciencia y la indignación. A la doctora Gángart se le contraían las cejas y sus ojos pasaban sucesivamente de él a ella, con deseos de intervenir y paliar la cuestión. Olimpiada Vladislávovna contemplaba al rebelde con altivez—. En una palabra, no quisiera pagar ahora un precio demasiado elevado por la esperanza de vivir algún tiempo. Quiero confiar en las defensas naturales del organismo…

—¡Con las defensas naturales del organismo llegó usted a nuestra clínica arrastrándose a cuatro patas! —le replicó ásperamente Dontsova, levantándose de la cama—. ¡Ni siquiera comprende lo que se está jugando! ¡No deseo seguir hablando con usted!

Hizo un gesto despectivo y varonil con la mano y se volvió hacia Azovkin. Pero Kostoglótov, con las rodillas estiradas sobre la manta, la miró tercamente y, cual perro mortificado, pidió:

—¡Y yo, Liudmila Afanásievna, le ruego que hablemos! Es posible que a usted le interese el experimento y sienta curiosidad por saber en qué acaba esto, pero yo anhelo vivir tranquilamente, aunque sólo sea un añito más. Eso es todo.

—Entendido —le lanzó Dontsova por encima del hombro—. Ya le avisarán.

Miraba a Azovkin todavía enojada, incapaz de adoptar un nuevo tono de voz y una nueva expresión del rostro.

Azovkin no se levantó. Siguió sentado, sujetándose el vientre. Lo único que hizo para recibir a las doctoras fue alzar la cabeza. Sus labios no se limitaban a formar parte de la boca, sino que cada uno de ellos exteriorizaba por separado su sufrimiento. En sus ojos no había emoción alguna, salvo una súplica, un ruego ardiente de ayuda a oídos sordos.

—¿Qué hay, Kolia? ¿Cómo estás? —le preguntó Liudmila Afanásievna, pasándole el brazo por los hombros.

—¡Mal!… —respondió apagadamente, moviendo sólo la boca y procurando que el aire no le dilatara el pecho, pues la más ligera vibración trascendía inmediatamente al vientre, y a su tumor.

Seis meses atrás marchaba con la pala al hombro, al frente de los jóvenes comunistas que voluntariamente trabajaban los domingos, cantando a voz en cuello. Ahora ni de su propio dolor podía hablar, a no ser en un susurro.

—Está bien, Kolia. Decidámoslo juntos —dijo Dontsova, igualmente quedo—. ¿Estás cansado de la medicación? ¿O es que estás harto de la vida de hospital? ¿Es eso?

—Sí…

—Tú eres de aquí. ¿Y si te fueras a casa a descansar? ¿Lo deseas? ¿Te damos el alta por un mes o mes y medio?

—Y después…, ¿volverán a admitirme?

—¡Naturalmente! Tú ya eres de los nuestros. Descansarás de las inyecciones. En su lugar comprarás en la farmacia una medicina que te pondrás bajo la lengua tres veces al día.

—¿Sinestrol?

—Sí.

Dontsova y Gángart no sabían que, durante todos aquellos meses, Azovkin había mendigado, a cada enfermera que entraba de turno y a cada médico de la guardia nocturna, somníferos y analgésicos innecesarios y toda suerte de polvos y tabletas, además de las que le daban o le inyectaban por prescripción. Con dicha reserva de medicamentos, con los que había llenado una bolsita de tela, Azovkin planeaba su salvación para el día preciso en que los médicos se deshicieran de él.

—Necesitas descansar, Kólienka… Descansar…

En la sala reinaba un silencio absoluto. Se oyó claramente cómo suspiraba Rusánov y, después de apartar la cabeza de sus manos, anunció:

—¡Doy mi consentimiento, doctora! ¡Inyécteme!