A veces tenía un compañero de pesca[101] que venía a mi casa atravesando toda la ciudad, y la captura de la cena era un ejercicio tan social como comerla.
Eremita. Me pregunto qué estará haciendo ahora el mundo. En las tres últimas horas no he oído más que a la langosta entre los helechos. Las palomas duermen en sus perchas y no revolotean. ¿Era eso que ha sonado más allá de los bosques el cuerno de mediodía del granjero? Las manos alcanzan la carne de vacuno cocida y salada, la sidra y el pan indio. ¿Por qué se preocuparán tanto los hombres? Quien no come no necesita trabajar. Me pregunto cuánto habrán cosechado. ¿Quién querría vivir donde un cuerpo no puede pensar a causa de los ladridos del mastín? ¡Oh, cuidar de la casa! ¡Mantener brillantes los pestillos de la puerta del diablo y fregar las tinas en este día tan brillante! Sería mejor no tener casa. ¡Prefiero un árbol hueco y eso para las visitas de la mañana y las cenas! Sólo el golpeteo del pájaro carpintero. Oh, abundan; el sol es demasiado cálido allí; han nacido a la vida demasiado lejos para mí. Tengo agua de la fuente y una hogaza de pan negro en la despensa. ¡Escucha! Oigo el rumor de las hojas. ¿Es un perro de la ciudad mal alimentado que cede al instinto de la caza? ¿O el cerdo perdido que dicen que merodea por estos bosques y cuyas huellas descubrí tras la lluvia? Ya se acerca; tiemblan mis zumaques y escaramujos. Eh, poeta, ¿eres tú? ¿Cómo está hoy el mundo?
Poeta. Mira esas nubes, ¡cómo pasan! Es lo más grande que he visto hoy. No hay nada como eso en las viejas pinturas, nada como eso en otros países, salvo que estuviéramos en las costas de España. Es un verdadero cielo mediterráneo. He pensado que, como tengo que ganarme la vida y hoy no he comido, podría pescar. Esa es la verdadera ocupación de los poetas. Es el único oficio que he aprendido. Venga, vamos.
Eremita. No puedo resistirme. Pronto me quedaré sin mi pan negro. Pronto me reuniré contigo alegremente, pero he de acabar una seria meditación. Creo que estoy cerca del final. Déjame ahora solo durante un tiempo. Para no retrasarnos, excava un poco para encontrar el cebo. Es raro encontrar gusanos de pesca por aquí, pues el suelo no ha sido nunca abonado y apenas quedan. El deporte de excavar en busca de cebo es semejante al de capturar los peces, cuando el apetito no es grande, y hoy te puedes entregar a él durante todo el día. Te aconsejo que caves más allá, entre las glicinas, donde se agita la verbena. Te aseguro que encontrarás un gusano por cada tres terrones que levantes si miras bien entre las raíces de la hierba, como si estuvieras escardando. No estará mal que prefieras ir más lejos, pues he comprobado que el buen cebo abunda en proporción al cuadrado de la distancia.
Eremita a solas. Veamos, ¿dónde estaba? Me parece que estaba aquí y que el mundo se ofrecía con esta perspectiva. ¿Iré al cielo o a pescar? Si me apresuro a terminar esta meditación, ¿volverá a ofrecérseme una ocasión tan propicia? Estaba tan cerca de la esencia de las cosas como no lo había estado en mi vida. Temo que mis pensamientos no vuelvan a mí. Si sirviera de algo, les silbaría. Cuando nos hacen un ofrecimiento, ¿es sabio decir que lo pensaremos? Mis pensamientos no han dejado huella y no puedo retomar el sendero. ¿En qué estaba pensando? Era un día muy brumoso. Probaré con tres frases de Confucio; tal vez me devuelvan a ese estado. No sé si era melancolía o el inicio de un éxtasis. Para recordar: sólo hay una oportunidad.
Poeta. Y ahora, eremita, ¿sigue siendo pronto? Ya tengo trece gusanos completos, además de otros imperfectos o de menor tamaño, pero que valdrán para los pececillos; no cubren todo el anzuelo. Los gusanos de la ciudad son demasiado largos; un pez plateado podría comerse uno sin dar con la punta del anzuelo.
Eremita. Está bien. ¿Vamos al río Concord? Es un buen sitio si no hay demasiado caudal.
¿Por qué precisamente estos objetos que contemplamos forman un mundo? ¿Por qué tiene el hombre estas especies de animales por vecinos, como si nada, salvo un ratón, pudiera ocupar esa grieta? Sospecho que Pilpay y compañía[102] han hecho el mejor uso de los animales, pues todos ellos son bestias de carga, en cierto sentido, aptos para llevar una porción de nuestros pensamientos.
Los ratones que rondaban mi casa no eran los comunes, ajenos a esta zona, sino una clase nativa que no se encuentra en la ciudad. Le envié uno a un distinguido naturalista y le interesó mucho. Cuando estaba construyendo mi casa, uno de ellos tenía su nido justo debajo y, antes de que hubiera fijado la segunda capa del suelo y barrido las virutas, salía regularmente a la hora del almuerzo y recogía las migajas a mis pies. Probablemente no había visto nunca a un hombre y pronto se hizo familiar y corría por encima de mis zapatos y mis ropas. Podía encaramarse rápidamente por las paredes de la habitación, a pequeños impulsos, como una ardilla, a la que se parecía en sus movimientos. Al cabo, un día en que me apoyaba con los codos en el banco, subió por mi ropa y recorrió mis mangas, dio vueltas al papel que envolvía mi comida, mientras yo lo mantenía cerrado, y empezó a esquivarlo y a jugar al escondite con él, y cuando puse un pedazo de queso entre los dedos, vino y lo mordisqueó, sentado en mi mano; luego se aseó el hocico y las patas, como una mosca, y se marchó.
Un papamoscas anidó en seguida en mi cobertizo y un petirrojo buscó protección en un pino que crecía junto a la casa. En junio, la perdiz (Tetrao umbellus), que es un ave tan tímida, paseó a sus polluelos por delante de mis ventanas, desde los bosques hasta la puerta de mi casa, cloqueando y llamándolos como una gallina; se comportó verdaderamente como la gallina de los bosques. A una señal de su madre, los polluelos se dispersan de repente al acercarnos, como si un torbellino los hubiera barrido, y se parecen tanto a las hojas secas y las ramitas que más de un paseante ha puesto sus pies en medio de una nidada y ha oído el sobresalto de la madre y sus ansiosas llamadas y reclamos, o la ha visto agitar sus alas para atraer su atención, sin advertir la proximidad de los pequeños. La madre girará y dará vueltas a vuestro alrededor de una manera tan descuidada, que, por un momento, no sabréis de qué criatura se trata. Los polluelos se agazapan silenciosamente, poniendo a menudo sus cabezas debajo de una hoja, atentos sólo a las indicaciones que su madre les da desde lejos, y nuestra presencia no hará que salgan corriendo y se delaten. Podríamos pisarlos, incluso, o tener la mirada puesta en ellos durante un minuto sin descubrirlos. Los he tenido en la palma de mi mano durante ese tiempo y su único cuidado, en obediencia a su madre y a su instinto, era agazaparse en ella sin temor o temblor. Tan perfecto es su instinto que una vez, cuando los volví a dejar sobre las hojas, uno de ellos se cayó de costado y lo encontré con los demás en la misma posición diez minutos después. No son implumes como los polluelos de la mayoría de las aves, sino que se desarrollan mejor y con más precocidad que los pollos. La clara expresión adulta, aunque inocente, de sus serenos ojos abiertos es inolvidable. Toda la inteligencia parece reflejarse en ellos. No sólo sugieren la pureza de la infancia, sino una sabiduría esclarecida por la experiencia. Esa mirada no nació con el ave, sino que es coetánea del cielo que refleja. Los bosques no guardan otra gema semejante. El viajero no pondrá su mirada con frecuencia en una fuente tan límpida. El deportista ignorante o descuidado dispara a menudo a la madre en esa época y deja que estos inocentes se conviertan en presa de las bestias o aves que merodean o que gradualmente se mezclen con las hojas caídas, a las que tanto se parecen. Dicen que cuando los incuba una gallina se dispersan en seguida a la menor alarma y de este modo se pierden, pues no volverán a oír la llamada de la madre que los reúna. Las perdices eran mis gallinas y pollos.
Es admirable la cantidad de criaturas que viven salvaje y libremente en los bosques, aunque en secreto, y se sustentan, incluso, en las cercanías de las ciudades, conocidas sólo por los cazadores. ¡Con qué sigilo se las arregla la nutria para vivir aquí! Crece hasta tener cuatro pies de longitud, tan grande como un muchachito, tal vez sin que ni un solo ser humano la haya visto. Solía ver al mapache en los bosques donde estaba levantada mi casa y probablemente aún se oiga su lamento de noche. Por lo común descansaba una o dos horas a la sombra al mediodía, después de sembrar, tomaba mi almuerzo y leía un poco junto a un manantial que era la fuente de una ciénaga y de un arroyo y que brotaba a los pies de Brister’s Hill, a media milla de mi campo. Me acercaba hasta allí a través de una serie de hondonadas cubiertas de hierba donde crecían los pinos tea, hasta llegar a un bosque mayor cerca de la ciénaga. Allí, en un lugar apartado y sombrío, bajo un ancho pino blanco, había una cespedera despejada y firme en la que sentarse. Cavé junto al manantial y abrí un pozo de agua de color gris claro, donde podía llenar un balde sin enturbiarla, propósito con el que iba casi todos los días en medio del verano, cuando el agua de la laguna era más cálida. Allí también llevaba su nidada la gallineta para buscar gusanos en el barro, sobrevolando a un pie por encima de la orilla mientras los polluelos corrían en grupo detrás; al descubrirme, los dejaba y daba vueltas a mi alrededor, cada vez más cerca, hasta que, a cuatro o cinco pies, fingía tener las alas y las patas rotas para atraer mi atención y desviarla de los polluelos, que habían retomado su marcha, piando agudamente, en fila india a través de la ciénaga, como ella los dirigía. O bien oía piar a las crías sin ver a la madre. Las tórtolas también acudían al manantial o revoloteaban de rama en rama de los suaves pinos blancos sobre mi cabeza, y la ardilla roja, que descendía por el tronco más cercano, era particularmente familiar e inquisitiva. Sólo tenéis que sentaros el tiempo suficiente en un lugar ameno de los bosques para que todos sus habitantes se os muestren a su vez.
Fui testigo de acontecimientos de carácter menos pacífico. Un día, cuando iba hacia mi leñera, o más bien mi pila de tocones, vi dos hormigas enormes, una roja y la otra mucho mayor, casi de media pulgada de larga y negra, luchando furiosamente entre sí. Habiéndose trabado, no se separaban, sino que luchaban y peleaban y rodaban por las astillas sin cesar. Mirando más allá, descubrí sorprendido que las astillas estaban cubiertas de combatientes, que no era un duellum, sino un bellum, una guerra entre dos razas de hormigas, las rojas siempre enfrentadas a las negras y, con frecuencia, dos rojas contra una negra. Las legiones de estos mirmidones cubrían las colinas y valles de mi leñero y el terreno estaba sembrado de muertos y moribundos, rojos y negros. Fue la única batalla que yo haya presenciado, el único campo de batalla por el que haya pasado mientras se libraba la batalla, una guerra intestina, con los rojos republicanos a un lado y los negros imperialistas al otro. Por todas partes estaban entregadas a un combate mortal, aunque yo no podía oír sonido alguno, con más resolución de la que jamás hayan tenido los soldados humanos. Vi una pareja firmemente trabada, en un pequeño valle soleado entre las astillas, dispuesta a pelear, al mediodía, hasta que se pusiera el sol o faltara la vida. La pequeña campeona roja se había cogido como un vicio a la frente de su adversario y, dando tumbos por aquel campo, no dejó de morder la raíz de una de sus antenas, habiéndole arrancado ya la otra, mientras la negra la sacudía de un lado a otro y, como pude ver al acercarme, le había cercenado varios miembros. Luchaban con más pertinacia que los perros. Ninguna manifestaba la menor disposición a retirarse. Era evidente que el grito de batalla era vencer o morir. Mientras tanto, una hormiga roja llegó a la ladera del valle, con muestras visibles de excitación, tras haber despachado a su enemigo o sin haber tomado parte aún en la batalla, probablemente lo último, pues no había perdido miembro alguno, y cuya madre le había dictado que volviera con su escudo o sobre él. Tal vez fuera un Aquiles, que había alimentado aparte su cólera y venía ahora a vengar o rescatar a su Patroclo. Vio de lejos este combate desigual —pues las negras casi doblaban en tamaño a las rojas—, se acercó rápidamente hasta que se puso en guardia a media pulgada de los combatientes y, viendo su oportunidad, saltó sobre el guerrero negro y comenzó sus operaciones cerca de la raíz de su pata anterior derecha, dejando que el enemigo escogiera entre sus propios miembros; de este modo había tres hormigas unidas de por vida, como si se hubiera inventado una nueva atracción ante la que languidecían todos los cerrojos y cementos. No me habría asombrado en ese momento descubrir que tuvieran sus respectivas bandas de música estacionadas en una astilla eminente y tocaran sus aires nacionales todo el rato para excitar a los remisos y alentar a los combatientes moribundos. Yo mismo estaba, en cierto modo, tan excitado como si hubieran sido hombres. Cuanto más pensemos en ello, menos diferencia habrá. Desde luego, no hay un solo combate que se recuerde en la historia de Concord, al menos, si no en la historia de América, que soporte la comparación con este, ya sea por el número de combatientes o por el patriotismo y heroísmo desplegados. Por el número y la carnicería fue Austerlitz o Dresde. ¡La batalla de Concord! ¡Dos muertos por el lado patriótico y Luther Blanchard herido! Aquí cada hormiga fue un Buttrick —«¡Fuego! ¡Por el amor de Dios, fuego!»— y miles compartieron el hado de Davis y Hosmer[103]. No había mercenarios. No albergo dudas de que luchaban por un principio, como nuestros ancestros, y no para impedir un impuesto de tres peniques en su té, ni de que los resultados de esta batalla serán tan importantes y memorables para aquellos a quienes concierne, al menos como la batalla de Bunker Hill.
Tomé la astilla donde luchaban las tres que he descrito en particular, me la llevé a casa y la puse en un vaso en el alféizar de mi ventana, para ver el desenlace. Aplicando un microscopio a la hormiga roja mencionada en primer lugar, vi que, aunque mordía repetidamente la pata derecha de su enemigo, habiendo cercenado la antena que le quedaba, su propio tórax estaba desgarrado y exponía las entrañas a las mandíbulas del guerrero negro, cuya caja torácica parecía demasiado gruesa para que la pudiera despedazar, y los oscuros carbunclos de los ojos del doliente brillaban con la ferocidad que sólo la guerra puede proporcionar. Lucharon durante media hora más en el vaso y, cuando volví a mirar, el soldado negro había separado las cabezas de sus enemigos de sus cuerpos, las cuales, aún vivas, colgaban de sus costados como trofeos espectrales de su arzón, en apariencia tan firmemente fijadas como antes, y trataba débilmente, sin antenas y con el resto de una sola pata, y no sé cuántas heridas más, de librarse de ellas, lo que logró al cabo de media hora. Levanté el vaso y se marchó por el alféizar en ese estado de mutilación. Si sobrevivió al combate y pasó el resto de sus días en algún Hotel des Invalides, no lo sé; pero creo que su esfuerzo no valdría de mucho después de eso. No llegué a saber qué bando resultó victorioso ni la causa de la guerra, pero pasé el resto del día con mis sentimientos excitados y atormentados por haber presenciado la lucha, la ferocidad y la carnicería de una batalla humana ante mi puerta.
Kirby y Spence nos informan de que hace mucho tiempo que se celebran las batallas de hormigas y de la fecha más antigua que se recuerda, aunque alegan que Huber es el único autor moderno que parece haberlas visto. «Eneas Silvio —dicen—, tras dar una relación detallada de una batalla librada con gran obstinación por una especie grande y otra pequeña en el tronco de un peral, añade que esa acción tuvo lugar durante el pontificado de Eugenio IV, en presencia de Nicholas Pistoriensis, un eminente jurista, que contó toda la historia de la batalla con la mayor fidelidad. Olao Magno recuerda un encuentro similar entre hormigas grandes y pequeñas en el que las pequeñas, victoriosas, enterraron los cuerpos de sus soldados y dejaron el de sus enemigos gigantes como pasto para las aves. Ese acontecimiento tuvo lugar antes de la expulsión del tirano Cristián II de Suecia». La batalla de la que fui testigo sucedió durante la presidencia de Polk, cinco años antes de la promulgación de la Ley de Esclavos Fugitivos de Webster.
Más de un perro de la ciudad, capaz de perseguir sólo tortugas de tierra en una despensa, sacudía sus pesados cuartos traseros en los bosques sin permiso de su amo y olisqueaba en vano las madrigueras del viejo zorro y los agujeros de las marmotas; dirigido tal vez por algún perro silvestre que recorría ágilmente el bosque y podía inspirar un terror natural en sus habitantes, ladraba como un toro canino, detrás de su guía, a alguna ardilla pequeña encaramada a un árbol para otear, o trotaba, doblando los arbustos con su peso, imaginando que seguía el rastro de algún miembro extraviado de la familia de los jerbos. Una vez me sorprendió ver a un gato caminando por la orilla pedregosa de la laguna, pues raramente se alejan tanto de casa. La sorpresa fue mutua. Sin embargo, el más doméstico de los gatos, que pasa todo el día sobre una alfombra, se comporta como en casa en los bosques y, con su conducta astuta y artera, demuestra que es más nativo aquí que los habitantes acostumbrados. Una vez, mientras recogía bayas, me topé con una gata y sus cachorrillos en los bosques, completamente salvajes, y todos, como su madre, erizaron el lomo y empezaron a dar bufidos. Años antes de vivir en los bosques había un gato al que apodaban «alado» en una de las granjas de Lincoln más cercanas a la laguna, propiedad del señor Gilian Baker. Cuando fui a verlo en junio de 1842, había salido a cazar a los bosques, como solía (no estoy seguro de si era macho o hembra y, por eso, uso el pronombre más común), pero su dueña me dijo que había rondado por la vecindad hacía poco más de un año, en abril, hasta que lo habían acogido en casa, y que era de un oscuro color gris pardo, con una mancha blanca en la garganta y patas blancas, y una cola grande y tupida como la de un zorro; que, en invierno, la piel se hacía espesa y lisa en los costados y formaba bandas de diez o doce pulgadas de longitud y dos y media de ancho, como un manguito bajo la barbilla, con la parte superior lisa y la inferior enmarañada, y que, en la primavera, todos estos apéndices se desprendían. Me dieron un par de sus «alas», que todavía conservo. No hay rastro de membranas en ellas. Algunos pensaban que era una especie de ardilla voladora u otro animal salvaje, lo que no es imposible, pues, de acuerdo con los naturalistas, la unión de martas y gatos domésticos ha producido híbridos prolíficos. Ese sería el gato ideal para mí, si tuviera uno, pues ¿por qué no habría de ser alado, como su caballo, el gato de un poeta?
En otoño llegó el somormujo (Colymbus glacialis), como siempre, a mudar la pluma y bañarse en la laguna, naciendo que los bosques resonaran con su risa salvaje antes de que me despertara. Al rumor de su llegada, los deportistas de Milldam se ponen en alerta, preparan sus calesas o marchan a pie, en parejas o en tríos, con rifles patentados, balas cónicas y anteojos. Atraviesan los bosques susurrando como las hojas de otoño, al menos diez por cada somormujo. Algunos se apostan a este lado de la laguna, otros en aquel, pues el pobre pájaro no es omnipresente; si se sumerge aquí ha de emerger por allí. Pero entonces sopla el suave viento de octubre, haciendo que las hojas crujan y se rice la superficie del agua, de manera que no puede verse ni oírse al somormujo, aunque sus enemigos barren la laguna con los anteojos y los bosques retumban con sus descargas. Las olas se alzan con generosidad y se estrellan con furia, tomando parte a favor de las aves acuáticas, y nuestros deportistas tienen que retirarse a la ciudad, la tienda y los quehaceres interrumpidos. Pero, demasiado a menudo, tenían éxito. Cuando iba a sacar un cubo de agua por la mañana temprano, veía con frecuencia a esa espléndida ave alejarse de mi cala unas varas. Si trataba de darle alcance con el bote, para ver cómo maniobraba, se zambullía hasta perderse completamente de vista, de modo que, a veces, no volvía a descubrirla hasta el final del día. Pero yo era para ella más que un competidor en la superficie. Solía desaparecer con la lluvia.
Una tarde muy tranquila de octubre en la que remaba a lo largo de la costa septentrional, en los días en que especialmente acuden a los lagos, con la caída de la pluma, habiendo recorrido en vano la laguna en busca de un somormujo, de repente uno, saliendo de la costa hacia el centro a pocas varas delante de mí, prorrumpió en su risa salvaje y se delató. Lo perseguí con el remo y se sumergió, pero, cuando emergió, yo estaba más cerca que antes. Volvió a sumergirse, pero calculé mal la dirección que tomaría y cuando emergió a la superficie nos separaban cincuenta varas, pues yo había contribuido a ensanchar el intervalo, y de nuevo prorrumpió en su larga risa sonora, con más razón que antes. Maniobró tan hábilmente que no pude acercarme a menos de media docena de varas. Cada vez que emergía a la superficie, volviendo su cabeza a uno y otro lado, examinaba fríamente el agua y la tierra y, al parecer, escogía su dirección de modo que pudiera emerger donde había más agua y la distancia del bote era mayor. Era sorprendente lo rápido que se decidía y llevaba a cabo su resolución. Me llevó en seguida a la parte más ancha de la laguna y no pude sacarlo de allí. Mientras él pensaba en algo, yo trataba de adivinar su pensamiento. Era un juego magnífico sobre la superficie lisa de la laguna, un hombre contra un somormujo. De repente, la pieza del adversario desaparecía debajo del tablero y el problema consistía en situarse lo más cerca posible de donde reaparecería. A veces emergía inesperadamente por el lado opuesto al mío, habiendo pasado directamente, al parecer, por debajo del bote. Contenía tanto el aliento y era tan infatigable que, aun cuando hubiera nadado lo más lejos posible, volvía a zambullirse, y entonces nadie podía adivinar por dónde, en la profunda laguna, bajo la lisa superficie, podría seguir velozmente su camino como un pez, pues tenía tiempo y habilidad para llegar al fondo de la laguna en su parte más profunda. Dicen que se han cogido somormujos en los lagos de Nueva York a ochenta pies por debajo de la superficie, con anzuelos colocados para truchas, aunque Walden es aún más profundo. ¡Qué sorprendidos han de quedarse los peces al ver a este desgarbado visitante de otra esfera que pasa velozmente entre sus cardúmenes! Sin embargo, parecía conocer su camino bajo el agua tan bien como en la superficie y nadaba mucho más aprisa allí. Una vez o dos vi un chapoteo donde se aproximaba a la superficie, asomó su cabeza para ser reconocido y volvió a sumergirse. Deduje que sería tan útil para mí descansar sobre mis remos y esperar a que reapareciera como tratar de calcular por dónde asomaría, pues una y otra vez, mientras forzaba mis ojos sobre la superficie en una dirección, su risa sobrenatural me sorprendía por detrás. Pero ¿por qué, tras demostrar tanta habilidad, se traicionaba invariablemente a sí mismo en el momento en que emergía con esa risa orgullosa? ¿No lo delataba ya bastante su pecho blanco? Pensé que era un somormujo idiota. Podía oír el chapoteo del agua cuando emergía y, de este modo, descubrirlo. Pero una hora después seguía tan fresco como siempre, se zambullía a su antojo y nadaba aún más rápido que al principio. Era asombroso ver con qué serenidad se alejaba con el pecho tranquilo cuando emergía a la superficie, haciendo todo el trabajo por debajo con sus pies de palmípedo. Su nota de costumbre era esa risa demoníaca, en cierto modo parecida a la de las gallinetas de agua; pero, en ocasiones, cuando me había burlado con éxito y emergía a mucha distancia, prorrumpía en un largo y sostenido aullido sobrenatural, más parecido, probablemente, al de un lobo que al canto de un pájaro, como cuando una bestia hunde su hocico en el suelo y aúlla deliberadamente. Esa era su voz, tal vez el sonido más salvaje que se haya oído aquí y que resonaba a lo largo y ancho de los bosques. Deduje que se reía de mis esfuerzos, orgulloso de sus propios recursos. Aunque el cielo se había encapotado para entonces, la laguna estaba tan lisa que podía ver dónde rompía la superficie cuando no lo oía. En contra de él estaban su pecho blanco, la quietud del aire y la lisura del agua. Al cabo, habiendo emergido a cincuenta varas, prorrumpió en uno de sus prolongados aullidos, como si invocara al dios de los somormujos en su ayuda, e inmediatamente sopló el viento del este que rizó la superficie y llenó el aire de una lluvia brumosa, lo que me impresionó como si fuera la respuesta a la plegaria del somormujo y su dios estuviera airado conmigo, de modo que lo dejé desaparecer a lo lejos en la tumultuosa superficie.
Durante horas, en los días de otoño, observaba cómo los patos cambiaban de rumbo y viraban con habilidad y se mantenían en medio de la laguna, lejos de los cazadores, trucos que habrían tenido que practicar menos en las bahías de Luisiana. Cuando se veían forzados a alzar el vuelo, a veces daban vueltas en círculo sobre la laguna a una altura considerable, desde la que podían ver otras lagunas y el río, como motas negras en el cielo, y cuando pensaba que se habían ido hacía mucho, tomaban tierra tras un vuelo sesgado de un cuarto de milla en una parte distante que había quedado libre; pero no averigüé qué conseguían, además de la seguridad, al nadar en medio de Walden, salvo que amaran sus aguas por la misma razón que yo.