PERO mientras nos limitemos a los libros, aunque sean los más selectos y clásicos, y leamos sólo ciertas lenguas escritas, que en sí mismas son dialectales y provincianas, estamos en peligro de olvidar la lengua que todas las cosas y acontecimientos hablan sin metáfora, la única que es abundante y modélica. Se publica mucho, pero se imprime poco. Los rayos que penetran por el postigo no se recordarán cuando el postigo esté completamente abierto. Ningún método ni disciplina pueden suplir la necesidad de estar siempre alerta. ¿Qué es un curso de historia, filosofía o poesía, por bien elegido que esté, o la mejor compañía, o la más admirable rutina de la vida, comparados con la disciplina de mirar siempre lo que hay que ver? ¿Serás sólo un lector, un estudiante o un visionario? Lee tu hado, mira lo que hay frente a ti y camina hacia el futuro.
Durante el primer verano no leí libros; planté judías. No, a menudo hice algo mejor. Había momentos en que no podía permitirme sacrificar el esplendor del momento presente por trabajo alguno, de la cabeza o las manos. Quiero un amplio margen en mi vida. A veces, en una mañana de verano, tras mi baño de costumbre, me sentaba en el umbral soleado desde el amanecer hasta el mediodía, absorto en una ensoñación, entre los pinos, nogales y zumaques, en imperturbada soledad y tranquilidad, mientras los pájaros cantaban alrededor o revoloteaban silenciosos por la casa, hasta que, por la puesta de sol en mi ventana occidental o por el sonido del carro de algún viajero en la lejana carretera, me acordaba del paso del tiempo. En aquellos instantes crecía como el maíz por la noche, y resultaban mejor de lo que habría sido cualquier trabajo con las manos. No era tiempo sustraído de mi vida, pues estaba muy por encima de mi renta habitual. Me di cuenta de lo que los orientales entienden por la contemplación y el abandono de las obras. En gran medida, no me importaba cómo pasaban las horas. El día avanzaba como para iluminar alguno de mis trabajos; era por la mañana y, mirad, ahora es por la tarde y nada memorable se ha logrado. En lugar de cantar como los pájaros, sonreía silenciosamente por mi incesante buena fortuna. Como el gorrión tenía su trino, posado en el nogal frente a mi puerta, así tenía yo mi risita o el gorjeo amortiguado que podría oír desde mi nido. Mis días no eran los días de la semana, con el sello de una deidad pagana, ni eran desmenuzados en horas ni golpeados por el tictac de un reloj, porque vivía como los indios puri, de quienes se dice que «para el ayer, el hoy y el mañana sólo tienen una palabra, y expresan la variedad de significado señalando hacia adelante para mañana, hacia atrás para ayer y sobre su cabeza para el día que pasa»[60]. Esto era flagrante ociosidad para mis conciudadanos, sin duda, pero si los pájaros y las flores me hubieran examinado según sus pautas, no habrían hallado falta en mí. Es cierto que un hombre debe encontrar sus ocasiones en sí mismo. El día natural es muy tranquilo y no reprobará su indolencia.
«El silbido de la locomotora penetra en mis bosques en verano e invierno».
Tenía una ventaja al menos en mi modo de vida sobre los que estaban obligados a mirar al exterior en busca de diversión, a la sociedad y al teatro: que mi propia vida se convertía en una diversión y no dejaba de ser una novela. Era un drama de muchas escenas y sin un final. Si nos ganáramos siempre el sustento y reguláramos nuestras vidas por el último y mejor método que hemos aprendido, no nos aburriríamos nunca. Seguid vuestro genio de cerca y no dejará de mostraros una nueva perspectiva cada hora. El quehacer doméstico era un pasatiempo agradable. Cuando mi suelo estaba sucio, me levantaba temprano y, tras sacar al exterior todos mis muebles y dejarlos sobre la hierba, con la cama y el armazón en una sola pieza, rociaba el suelo con agua, esparcía arena blanca de la laguna y luego lo barría con una escoba hasta dejarlo limpio y reluciente y, cuando los ciudadanos se desayunaban, el sol matutino ya había secado mi casa lo suficiente para permitirme entrar de nuevo, y mis meditaciones eran casi ininterrumpidas. Era agradable ver todos mis enseres domésticos sobre la hierba, formando una pequeña pila, como el fardo de un gitano, y mi mesa de tres patas, de la que no quitaba los libros, la pluma y la tinta, en medio de los pinos y los nogales. Parecían contentos de verse afuera, como si no quisieran ser llevados adentro. A veces sentía la tentación de extender un toldo sobre ellos y sentarme allí. Valía la pena ver brillar el sol sobre estas cosas y oír soplar libre al viento sobre ellas; los objetos más familiares parecen mucho más interesantes fuera que dentro de casa. Un pájaro se posa en la rama cercana, la siempreviva crece bajo la mesa y los sarmientos de zarzamora se enredan en sus patas; las piñas, castañas erizadas y hojas de fresa se esparcen alrededor. Parecía que de este modo llegaron a transferirse tales formas a nuestro mobiliario, a mesas, sillas y armazones, porque una vez estuvieron en medio de ellas.
Mi casa estaba en la ladera de una colina, al borde del gran bosque, en medio de un joven soto de pinos tea y nogales, a media docena de varas de la laguna, a la que conducía un estrecho sendero colina abajo. Enfrente de ella crecían fresas, zarzamoras y siemprevivas, verbenas y cañas doradas, roblecillos y cerezo de arena, arándano y cacahuete. A finales de mayo, el cerezo de arena (Cerasus pumila) adornaba ambos lados del sendero con sus delicadas flores dispuestas cilíndricamente en umbelas en torno a cortos tallos, que, por fin, en otoño, se combaban con sus notables y hermosas cerezas, caídas en guirnaldas radiantes por todos lados. Las probaba por gratitud hacia la naturaleza, aunque no eran sabrosas. El zumaque (Rhus glabra) crecía exuberante en torno a la casa trepando por el terraplén que había construido, y llegó a los cinco o seis pies la primera temporada. Su amplia hoja pinada tropical era grata a la vista, aunque extraña. Las grandes yemas, que brotaban tardíamente en primavera de secas varas que parecían muertas, se convertían como por arte de magia en graciosas ramas verdes y tiernas de una pulgada de diámetro y, a veces, cuando me sentaba en la ventana, crecían y forzaban sus débiles junturas con tal descuido que oía caer una rama nueva y tierna, como un abanico sobre el suelo, cuando no se movía ni una pizca de aire, rota por su propio peso. En agosto, los grandes racimos de bayas, que cuando florecían habían atraído a multitud de abejas, asumían gradualmente su aterciopelado matiz carmesí y, del peso, se combaban y rompían sus tiernos miembros.
Mientras estoy sentado en mi ventana en este mediodía de verano, los halcones sobrevuelan el claro; el apresuramiento de las palomas salvajes, que cruzan transversalmente mi perspectiva por parejas y tríos o se posan inquietas sobre las ramas del pino blanco detrás de mi casa, da voz al aire; un pigargo riza la superficie cristalina de la laguna y trae consigo un pez; un visón sale del marjal frente a mi puerta y atrapa una rana en la orilla; la juncia se arquea bajo el peso de los chamberguillos que revolotean por aquí y por allí y, durante la última media hora, he oído el traqueteo de los vagones del ferrocarril, que ahora se pierde y luego revive, como el aleteo de una perdiz, con el transporte de pasajeros de Boston al campo. Pues yo no vivía tan alejado del mundo como aquel muchacho que, según he oído, llevado a una granja del este de la ciudad, salió corriendo y volvió a casa de nuevo, desaliñado y nostálgico. Nunca había visto un lugar tan sombrío y apartado; la gente se había ido, ¡ni siquiera se oía el silbido! Dudo que queden lugares así en Massachusetts:
En verdad, nuestra ciudad se ha convertido en una terminal
De una de esas veloces flechas ferroviarias, y sobre
Nuestro manso llano su suave sonido es Concord[61].
El ferrocarril de Fitchburg linda con la laguna a unas cien varas al sur de donde vivo. Por lo general, voy a la ciudad siguiendo su trazado y, por así decirlo, ese es mi vínculo con la sociedad. Los hombres de los trenes de mercancías que recorren el camino me saludan como a un viejo conocido, pues a menudo se cruzan conmigo y aparentemente me toman por un empleado; eso es lo que soy. Con gusto sería también reparador de vías en algún lugar de la órbita de la tierra.
El silbido de la locomotora penetra en mis bosques en verano e invierno como el chillido de un halcón que atraviesa el terreno de un granjero, y me informa de que llegan numerosos e incansables mercaderes urbanos al círculo de la ciudad, o aventurados comerciantes del otro extremo del país. Cuando entran en el horizonte, se lanzan unos a otros un aviso para despejar la vía que a veces se oye en el radio de dos ciudades. ¡Campo, aquí vienen tus viandas! ¡Vuestras raciones, campesinos! No hay un hombre tan independiente en su granja que pueda rehusarlas. ¡Y ahí tenéis vuestra paga!, chilla el silbato del hombre de campo; madera en forma de largos arietes a veinte millas por hora contra los muros de la ciudad y suficientes plazas para acomodar a cuantos llegan cansados y sobrecargados. Con esa tremenda y torpe cortesía el campo ofrece un asiento a la ciudad. Todas las colinas indias de gayubas son despojadas, todos los prados de arándano se rastrillan hasta la ciudad. Sube el algodón, baja el lienzo tejido; sube la seda, baja la lana; suben los libros, pero baja el ingenio que los escribe.
Cuando me encuentro con la máquina y su serie de vagones con movimiento planetario —o más bien como un cometa, porque el espectador no sabe a qué velocidad y en qué dirección volverá a visitar este sistema, ya que su órbita no parece tener curva de vuelta—, con su nube de vapor como una bandera que ondea con guirnaldas doradas y plateadas, como las nubes vellosas que he visto en lo alto del cielo, desplegando su masa en el aire, como si este semidiós viajero, este conductor de nubes, hubiera tomado el cielo crepuscular por la librea de su séquito; cuando oigo que las colinas hacen eco al resoplido tronador del caballo de hierro, que agita la tierra con sus pies y respira fuego y humo por sus narices (ignoro qué tipo de caballo alado o fiero dragón pondrán en la nueva mitología), parece como si la tierra tuviera por fin una raza de habitarla. ¡Si todo fuera como parece y los hombres sometieran a los elementos por nobles fines! Si la nube que cuelga sobre la máquina fuera la transpiración de hechos heroicos, o fuera tan beneficiosa como la que flota sobre los campos del granjero, entonces los elementos y la naturaleza misma acompañarían alegremente a los hombres en sus vagabundeos y serían su escolta.
Contemplo el paso de los vagones matutinos con el mismo sentimiento con el que contemplo la salida del sol, que apenas es más regular. El tren de nubes, que se extiende por detrás y se eleva cada vez más hasta el cielo mientras los vagones van a Boston, oculta el sol por un momento y deja en la sombra mi campo lejano; es un tren celestial del que el mezquino tren de vagones que abraza la tierra no es sino la punta de la lanza. El mozo de cuadra del caballo de hierro se ha levantado temprano esta mañana invernal por la luz de las estrellas entre las montañas para alimentar y enjaezar a su montura. También se despertó temprano el fuego para darle calor vital y hacerlo salir. ¡Si la empresa fuera tan inocente como temprana! Si hay mucha nieve, se calzan las raquetas y, con el arado gigante, trazan un surco desde las montañas hasta la costa en que los vagones, como una dócil sembradora, esparcen hombres incansables y mercancías flotantes como semillas por el campo. Durante todo el día los caballos de fuego sobrevuelan el campo y sólo se detienen para que su dueño pueda descansar, y a medianoche me despierta su ruido y desafiante resoplido, cuando en alguna remota cañada de los bosques se queda encajonado entre el hielo y la nieve. Llegará a su establo con la estrella de la mañana, para empezar una vez más sus viajes sin haber descansado o dormido. Por la tarde tal vez le oiga en su establo desfogando la energía sobrante del día, para calmar sus nervios y enfriar su hígado y cerebro con unas pocas horas de sueño férreo. ¡Si la empresa fuera tan heroica e imponente como prolongada e inagotable!
«Mi casa estaba en la ladera de una colina, al borde del gran bosque, en medio de un joven soto de pinos tea y nogales, a media docena de varas de la laguna, a la que conducía un estrecho sendero colina abajo…».
A través de bosques poco frecuentados en los confines de las ciudades, donde sólo ha penetrado el cazador de día, en la más oscura noche se adentran estos brillantes salones sin conocer a sus habitantes; ahora paran en una brillante estación de la ciudad, donde se reúne la muchedumbre, y luego en la Ciénaga Sombría, para asustar al búho y al zorro. Las salidas y llegadas de los vagones señalan ahora las partes del día en la ciudad. Van y vienen con tal regularidad y precisión, y su silbido puede oírse desde tan lejos, que con ellos los granjeros ponen en hora sus relojes y así una institución bien conducida regula todo un país. ¿No han mejorado los hombres en puntualidad desde que se inventó el ferrocarril? ¿No hablan y piensan más rápido en la estación de lo que lo hacían en la parada de la diligencia? Hay algo electrizador en aquella atmósfera. Me asombran los milagros que ha obrado; que ciertos vecinos, de los que nunca habría profetizado que fueran a Boston por un transporte tan rápido, estén a punto cuando suena la campana. Hacer las cosas «a la manera del ferrocarril» es ahora la marca de calidad, y vale la pena que nos avisen a menudo y sinceramente por cualquier medio para que nos quitemos de su camino. No hay tiempo de pararse a leer la ley de orden público, en este caso, ni para disparar sobre las cabezas de la masa. Hemos construido un hado, un Atropos, que nunca se desvía. (Que ese sea el nombre de vuestra máquina). A los hombres se les advierte que a cierta hora y minuto se echarán los cerrojos en los puntos cardinales; sin embargo, esto no interfiere en los asuntos de nadie y los niños van a la escuela por otro camino. Estamos más seguros gracias a él. Somos educados así para ser hijos de Tell. El aire está lleno de cerrojos invisibles. Toda senda, salvo la vuestra, es la senda del hado. Seguid, pues, vuestro camino.
Lo que hace recomendable para mí el comercio es su iniciativa y valentía. No junta las manos ni reza a Júpiter. Veo que estos hombres van a su negocio cada día con más o menos coraje y alegría, y que incluso hacen más de lo que creen y tal vez de una manera más útil que si se lo hubieran propuesto conscientemente. Me conmueve menos el heroísmo de los que aguantan media hora en el frente de Buena Vista[62] que el firme y alegre valor de los hombres que usan el quitanieves como cuartel de invierno; que tienen no sólo el coraje de las tres de la mañana, que Bonaparte consideraba el más raro, sino un coraje que no les permite retirarse tan pronto y sólo necesita dormir cuando la tormenta duerme o los tendones de su montura de hierro están helados. En esta mañana de la gran nevada[63], que aún enciende y hiela la sangre de los hombres, tal vez oiga salir el tono amortiguado de su campana del banco de niebla que produce su helado aliento, para anunciar que los vagones están al llegar sin gran retraso, a pesar del veto de una tormenta de nieve del noreste de Nueva Inglaterra, y contemple a los campesinos cubiertos de nieve y escarcha, con las cabezas por encima de la vertedera del arado que estará removiendo no sólo margaritas y madrigueras de ratón campestre, como cantos rodados de la Sierra Nevada, que ocupan una posición exterior en el universo.
El comercio es inesperadamente confiado y sereno, atento, aventurero e incansable. Además, es muy natural en sus métodos, más que muchas fantásticas empresas y experimentos sentimentales, y de ahí su peculiar éxito. Me siento renovado y expansivo cuando me cruzo con el tren de mercancías y huelo las provisiones que van dispensando sus olores por el camino, desde Long Wharf hasta el lago Champlain, y evocan lugares remotos, arrecifes de coral, océanos índicos, climas tropicales y toda la extensión del globo. Me siento como un ciudadano del mundo al ver la palma que cubrirá tantas rubias cabezas de Nueva Inglaterra en el próximo verano, el cáñamo de Manila y las cáscaras de coco, los viejos trastos, los sacos de yute, la chatarra y los clavos oxidados. Esta carga de velas rasgadas es más legible e interesante ahora que si hubiera sido forjada en papel y libros impresos. ¿Quién podría escribir tan gráficamente la historia de las tormentas que han capeado como estas rasgaduras? Son galeradas que no necesitan corrección. Aquí va la madera de los bosques de Maine que no se embarcó con la última marea, subida en cuatro dólares por mil por la que quedó en tierra o rota; pino, abeto, cedro, de primera, segunda, tercera y cuarta clase, hasta hace poco de urja sola al combarse sobre el oso, el alce y el caribú. Luego sigue un primer lote de cal de Thomaston que llegará a las colinas antes de que escasee. ¡Y esos trapos embalados de todos los colores y calidades, la ínfima condición a la que han sido rebajados el algodón y el lino, el resultado final del vestido, de patrones que ya no se estilan, a menos que sea en Milwaukee, como esos espléndidos artículos, estampados ingleses, franceses o americanos, telas a cuadros, muselinas, etc., reunidos de todos los lugares de la moda y la pobreza, listos para convertirse en papel de un color o de ciertos matices, en el que se escribirán cuentos de la vida real, elevados e ínfimos, y fundados en hechos! Este vagón cerrado huele a salazón, el aroma fuerte y comercial de Nueva Inglaterra que recuerda a los grandes bancos y las pesquerías. ¿Quién no ha visto un pescado salado, completamente curado para este mundo, de modo que nada pueda estropearlo y que podría hacer ruborizar a los santos en su perseverancia? Con él se pueden barrer o empedrar las calles y partir las astillas, y el arriero y su carga pueden protegerse con él del sol, el viento y la lluvia, y el comerciante, como hiciera uno de Concord, colgarlo junto a su puerta como señal de que abre el negocio, hasta que por fin su cliente más antiguo no pueda asegurar si es animal, vegetal o mineral, aunque siga tan puro como un copo de nieve y, en caso de ser puesto en un cazo y hervido, resulte un excelente pescado magro para la cena del sábado. Luego llegan los cueros españoles con sus colas, que aún conservan el giro y ángulo de elevación que tenían cuando los bueyes corrían por las pampas de la América española, un modelo de obstinación, que demuestra lo desesperados e incurables que resultan los vicios constitucionales. Confieso que, en la práctica, tras conocer la auténtica disposición de un hombre, no albergo esperanzas de cambiarla para mejor o para peor en esta etapa de la existencia. Como dicen los orientales: «Aunque calentáramos, apretáramos y atáramos con ligaduras una cola de perro, tras doce años de trabajo aún conservaría su forma natural». La única cura efectiva para los resabios que muestran estas colas consiste en hacer engrudo con ellas, que es, según creo, el uso que suele dárseles, y entonces quedarán fijas. Aquí hay un barril de molazas o de brandy dirigido a John Smith, Cuttingsville, Vermont, un mercader de las Green Mountains que importa para los granjeros de la vecindad y ahora tal vez vigila sobre su mamparo y que, al pensar en los últimos envíos marítimos y en cómo pueden afectar al precio, dice a sus clientes en este momento, como ya les ha dicho veinte veces esta mañana, que espera recibir algo de primera calidad en el próximo tren. Se ha publicado en el Cuttingsville Times.
Mientras estas cosas suben otras bajan. Avisado por el zumbido, levanto la vista de mi libro y veo un pino alto, talado en lejanas colinas del norte, que ha pasado volando sobre las Green Mountains y Connecticut, disparado como una flecha en sólo diez minutos a través de la ciudad, y que apenas nadie más ve; está listo para:
Ser el mástil
De un gran almirante[64].
¡Y escuchad! Aquí viene el tren del ganado con las reses de mil colinas, apriscos, establos y cañadas por el aire, arrieros con sus varas y jóvenes pastores en medio de sus rebaños, todo salvo los pastos montañosos, arremolinados como hojas traídas desde las montañas por los vendavales de septiembre. El aire se llena de balidos de terneros y ovejas y del ajetreo de los bueyes, como si se tratara de un valle pastoral. Cuando el viejo manso a la cabeza hace sonar su cencerro, las montañas brincan como carneros y las pequeñas colinas como ovejas. También hay un vagón de arrieros en el medio, al mismo nivel ahora que los arreados, sin su vocación, pero aún aferrados a sus inútiles varas como a una insignia profesional. Pero sus perros, ¿dónde están? Para ellos se trata de una estampida; han sido abandonados, han perdido el rastro. Creo que los oigo ladrar tras las colinas de Peterboro, o jadear por la pendiente occidental de las Green Mountains. No estarán presentes en la matanza. Su vocación también ha desaparecido. Su fidelidad y sagacidad está ahora bajo par. Se escabullirán desventurados hacia sus casetas, o tal vez correrán asilvestrados y formarán una liga con el lobo y el zorro. Así acaba vuestra vida pastoral. Pero la campana suena y debo apartarme de la vía y dejar paso a los vagones:
¿Qué es el ferrocarril para mí?
Nunca voy a ver
Dónde acaba.
Llena unos pocos huecos
Y forma taludes para las golondrinas,
Da un soplido a la arena
E ímpetu a los arándanos.
Pero la cruzo como una carretera en los bosques. No dejaré que su humo, vapor y pitido moleste a mis ojos ni dañe a mis oídos.
Ahora que los vagones han pasado, y con ellos todo el mundo incansable, y los peces en la laguna ya no sienten su retumbar, estoy más solo que nunca. Durante el resto de la larga tarde mis meditaciones tal vez sean sólo interrumpidas por el débil traqueteo de un carro o una yunta en la lejana carretera.
A veces, en domingo, oigo las campanas, la campana de Lincoln, Acton, Bedford o Concord, cuando el viento es favorable, una débil, dulce y, por así decirlo, natural melodía, digna de ser importada al desierto. A suficiente distancia en los bosques, este sonido adquiere cierto zumbido vibratorio, como si las agujas de pino en el horizonte fueran las cuerdas rozadas de un arpa. Todo sonido oído a la mayor distancia posible produce uno y el mismo efecto: una vibración de la lira universal, así como la atmósfera intermedia forma una lejana ondulación de tierra que interesa a la mirada por su tinte azul. Llegaba hasta mí en este caso una melodía que el aire había pulsado y que había conversado con cada hoja y aguja de los bosques, esa porción de sonido que los elementos habían aceptado, modulado y prolongado con ecos de valle en valle. El eco es, hasta cierto punto, un sonido original, y de ahí su magia y encanto. No es sólo la repetición de lo que era digno de repetirse en la campana, sino en parte la voz del bosque, las mismas palabras y notas triviales cantadas por una ninfa.
Al atardecer, los lejanos mugidos de una vaca en el horizonte tras los bosques sonaban dulces y melodiosos, y al principio se confundían con las voces de ciertos trovadores que en ocasiones me ofrecían su serenata, errantes por colinas y valles; sin embargo, no me sentía ingratamente decepcionado cuando al instante se prolongaban en la barata y natural música de la vaca. No pretendo ser satírico, sino expresar mi apreciación por el canto de aquellos jóvenes, si afirmo que percibía claramente su afinidad con la música de la vaca y que resultaban una articulación de la naturaleza.
Regularmente, a las siete y media, en cierta época del verano, tras la partida del tren vespertino, los chotacabras cantaban sus vísperas durante media hora, posados en un tocón junto a mi puerta o sobre la parhilera de la casa. Empezaban a cantar casi con tanta precisión como un reloj, cada tarde, durante cinco minutos y a cierta hora próxima a la puesta de sol. Tuve una rara oportunidad de familiarizarme con sus hábitos. A veces oía cuatro o cinco a la vez en diferentes partes del bosque, casualmente un acorde tras otro, y tan cerca de mí que no sólo distinguía el cloqueo tras cada nota, sino a menudo su peculiar zumbido, como de una mosca en una telaraña, sólo que proporcionalmente más fuerte. A veces uno de ellos me rondaba en los bosques a pocos pies de distancia, como atado a una cuerda, probablemente cuando estaba cerca de sus huevos. Cantaban a intervalos toda la noche y eran de nuevo tan musicales como siempre al amanecer.
Cuando otros pájaros callan, las lechuzas toman el relevo, como plañideras, con su viejo u-lu-lu. Su deprimente grito es verdaderamente Ben Jonsoniano[65]. ¡Sabias arpías de medianoche! No es el honrado y romo tu-whit tu-who de los poetas, sino, bromas aparte, la más solemne cancioncilla funeraria, los consuelos mutuos de los amantes suicidas que recuerdan los dolores y las delicias del amor sobrenatural en los bosquecillos infernales. Sin embargo, me encanta oír su llanto, sus dolientes respuestas, trinadas por la vereda, que evocan a los pájaros cantores; como si fuera el lado oscuro y lagrimoso de la música, los lamentos y suspiros que querríamos cantar. Son espíritus, los espíritus alicaídos y las aprensiones melancólicas de almas muertas que, con forma humana, rondaban de noche por la tierra y perpetraron los hechos de la oscuridad, y que ahora expían sus pecados con himnos gimientes o trenos en el escenario de sus transgresiones. Me comunican un nuevo sentido de la variedad y capacidad de esa naturaleza que es nuestra morada común. ¡O-o-o-oh si nunca hubiera nacido-o-o-o!, suspira una a este lado de la laguna, y vuelve con la inquietud de la desesperación a una nueva rama de los robles grises. ¡O-o-o-oh si nunca hubiera nacido-o-o-o!, responde otra en eco a lo lejos con trémula sinceridad, y ¡Nacido-o-o-o! llega débilmente desde los bosques de Lincoln.
Un búho ululante cantaba también para mí su serenata. Podríais imaginarlo, tan cerca, como el sonido más melancólico de la naturaleza, como si pretendiera estereotipar y perpetuar en su coro los moribundos gemidos de un ser humano, alguna pobre y débil reliquia de mortalidad que hubiera dejado atrás la esperanza y aullara como un animal, aunque con sollozos humanos, al entrar en el oscuro valle, con voz más horrible por cierta melodía glótica; veo que he de usar las letras «gl» al tratar de imitarlo, expresión propia de quien ha alcanzado una fase gelatinosa y mohosa en la mortificación de todo pensamiento saludable y valiente. Me recordaba a demonios necrófagos e idiotas y a locos aullidos. Pero ahora llega una respuesta desde bosques lejanos con un tono que la distancia vuelve melodioso, Hoo hoo hoo, hoorer hoo, y que, en efecto, en gran medida sugiere sólo gratas asociaciones oídas de día o de noche, en verano o invierno.
Me alegra que haya búhos. Dejemos que hagan el idiótico y maniaco ululato en lugar de los hombres. Es un sonido admirablemente adecuado a pantanos y bosques crepusculares que el día no ilumina, y que sugiere una vasta y no desarrollada naturaleza que los hombres no han conocido. Los búhos representan el crudo crepúsculo y los pensamientos insatisfechos que todos tenemos. Durante el día el sol ha brillado sobre la superficie del pantano salvaje, donde se inclina el solitario abeto cubierto de líquenes, sobrevolado por pequeños halcones, el paro cecea entre las hojas perennes y la perdiz y el conejo merodean; ahora amanece un día más sombrío y apropiado, y una raza diferente de criaturas despierta allí para expresar el significado de la naturaleza.
A última hora de la tarde oía el lejano retumbar de los vagones sobre los puentes —un sonido que de noche llega más lejos que ningún otro—, el aullido de los perros y, a veces, de nuevo, el mugido de una vaca lastimera en un establo remoto. Entre tanto toda la orilla sonaba con el trompeteo de las ranas mugidoras, los rudos espíritus de antiguos bebedores y borrachos, aún impenitentes, que tratan de cantar un fragmento en su laguna Estigia —si las ninfas de Walden me permiten la comparación, pues, aunque allí no haya ortigas, sí que hay ranas—, dispuestos a mantener las reglas hilarantes de sus viejas mesas festivas, aunque sus voces se han vuelto solemnemente graves y roncas, se burlan de la alegría, el vino ha perdido su sabor hasta convertirse sólo en el licor que distiende sus panzas, y no es la dulce ebriedad la que ahoga la memoria del pasado, sino la mera saturación, anegación y distensión. El más concejil, con su barbilla sobre una hoja corazonada, que le sirve de servilleta para sus babeantes mandíbulas, bebe en esta orilla norte un gran trago del agua antes despreciada y pasa la copa con la exclamación ¡tr-r-roonk, tr-r-roonk, tr-r-roonk!, y por el agua llega desde una cavidad lejana la misma contraseña repetida, donde el siguiente en edad y volumen ha engullido lo propio, y cuando esta observancia ha completado el circuito de las orillas, entonces exclama el maestro de ceremonias, con satisfacción, ¡tr-r-roonk!, y cada cual lo repite por turno, hasta el menos distendido, goteante y flojo panzudo, para que no haya equivocación posible; entonces el cuenco vuelve a girar, hasta que el sol dispersa la bruma matinal y el patriarca es el único que sigue fuera de la laguna y aún brama troonk de vez en cuando, a la espera de una réplica.
No estoy seguro de que oyera alguna vez el sonido del canto del gallo desde mi claro y pensé que podría valer la pena mantener un gallo sólo por su música, como un pájaro cantor. La nota del que una vez fuera un faisán indio salvaje es, por cierto, más notable que la de pájaro alguno y, si pudiera naturalizarse sin ser domesticado, pronto sería el sonido más famoso de nuestros bosques y superaría al graznido del ganso y al ululato del búho. ¡Imaginad luego el cacareo de las gallinas para colmar las pausas entre los clarines de sus maestros! No es de extrañar que el hombre añadiera este pájaro a su dócil reserva, por no decir nada de los huevos y las patas. Caminar en una mañana de invierno por un bosque donde abundaran esas aves, por sus bosques nativos, y oír cacarear a los gallos salvajes en los árboles, con un sonido claro y estridente sobre la tierra resonante que ahogaría las notas más débiles de los demás pájaros… ¡Pensadlo! Pondrían en alerta a las naciones. ¿Quién no se levantaría cada vez más temprano en los días sucesivos de su vida, hasta que llegara a ser inefablemente saludable, rico y sabio? La nota de este pájaro extranjero es celebrada por los poetas de todos los países junto con las notas de sus rapsodas. Todos los climas convienen al valiente gallo. Es aún más indígena que los nativos. Su salud siempre es buena, sus pulmones están sanos, su espíritu nunca flaquea. Incluso el marinero en el Atlántico y el Pacífico se despierta con su voz; sin embargo, su estridente sonido nunca me despertó de mi sueño. No tenía perro, ni gato, ni vaca, ni cerdo ni gallinas, así que diríais que en mi casa había deficiencia de sonidos domésticos; ni mantequera, ni rueca, ni el silbido de la tetera, ni el siseo de la cafetera, ni el grito de los niños como consuelo. Un hombre chapado a la antigua habría perdido sus sentidos o muerto de tedio antes de pasar por eso. No había ratas en la pared, ya que habrían muerto de hambre, o más bien nunca habrían visto cebo alguno, sino sólo ardillas en el tejado y bajo el suelo, un chotacabras en la parhilera, un grajo azul que chillaba bajo la ventana, una liebre o marmota bajo la casa, una lechuza o un búho tras ella, una bandada de gansos salvajes o un somormujo burlón en la laguna y un zorro para aullar de noche. La alondra o la oropéndola, esas dóciles aves de plantación, nunca visitaron mi claro. Ni los gallos cantaban ni las gallinas cacareaban en el corral. ¡No había corral, sino la naturaleza sin vallas hasta el mismo umbral! Un bosquecillo crecía bajo las ventanas, y zumaques y zarzamoras silvestres irrumpían en el sótano; robustos pinos se frotaban y crujían contra las tablillas por falta de espacio, con sus raíces bajo la casa. En lugar de una trampilla o persiana arrancadas por el vendaval, había un pino partido o tronchado por las raíces detrás de la casa, que serviría de combustible. ¡En lugar de quedar sin sendero hasta la puerta de entrada durante la gran nevada, no había puerta alguna, ni entrada, ni sendero al mundo civilizado!