CON un poco más de deliberación en la elección de sus ocupaciones, todos los hombres se volverían tal vez esencialmente estudiosos y observadores, ya que, por cierto, su naturaleza y destino les interesan por igual. Al acumular propiedad para nosotros o nuestra posteridad, al fundar una familia o una hacienda, o incluso al adquirir fama, somos mortales, pero al tratar con la verdad somos inmortales y no hemos de temer cambio ni accidente. El más antiguo filósofo egipcio o hindú levantó el borde del velo de la estatua de la divinidad, y la tela temblorosa aún sigue alzada y yo contemplo una gloria tan reciente como él, pues fui yo en él quien fue entonces tan osado y es él en mí ahora el que vuelve a tener la visión. No se ha posado el polvo en esa tela; no ha pasado el tiempo desde que se reveló la divinidad. El tiempo que realmente mejoramos, o que es mejorable, no es pasado, presente ni futuro.
Mi residencia era más favorable, no sólo para el pensamiento, sino para la lectura sería, que una universidad y, aunque estaba fuera del alcance de la biblioteca circulante ordinaria, estuve más que nunca bajo la influencia de los libros que circulan por el mundo, cuyas sentencias fueron escritas por vez primera en una corteza y ahora tan sólo se copian de vez en cuando en papel de lino. Dice el poeta Mîr Camar Uddîn Mast: «Sentarme a recorrer la región del mundo espiritual: esta ventaja he tenido con los libros. Embriagarme con un solo vaso de vino: tal placer he experimentado cuando he bebido el licor de las doctrinas esotéricas». Tuve la Ilíada de Homero en mi mesa todo el verano, aunque sólo ojeé sus páginas de vez en cuando. El incesante trabajo con mis manos, al principio, pues tenía que acabar mi casa y plantar mis judías al mismo tiempo, me hizo imposible estudiar más. Sin embargo, me mantuve con la perspectiva de tal lectura en el futuro. En los intervalos de mi trabajo leí uno o dos superficiales libros de viajes, hasta que esa ocupación hizo que me avergonzara de mí mismo y me pregunté dónde vivía yo.
El estudiante puede leer a Homero o a Esquilo en griego sin peligro de disipación o lujo, pues ello implica que en cierta medida emula a sus héroes y consagra a sus páginas las horas matutinas. Los libros heroicos, aun cuando estén impresos en los caracteres de nuestra lengua materna, siempre estarán en una lengua muerta para las épocas degeneradas y tendremos que buscar laboriosamente el significado de cada palabra y verso, conjeturando un sentido más amplio del que permite el uso común por nuestra sabiduría, valor y generosidad. La imprenta moderna, barata y fértil, con todas sus traducciones, ha hecho poco por acercarnos a los escritores heroicos de la Antigüedad. Parecen tan solitarios, y las letras en que están impresos tan raras y curiosas, como siempre. Vale la pena gastar días juveniles y horas costosas aunque sólo aprendáis algunas palabras de una lengua antigua, que se eleven sobre la trivialidad de la calle y se conviertan en perpetuas sugerencias y provocaciones. No en vano el granjero recuerda y repite las escasas palabras latinas que ha oído. A veces los hombres creen que el estudio de los clásicos tiene que ceder el paso, por fin, a estudios más prácticos y modernos, pero el estudiante aventurero siempre leerá a los clásicos, cualquiera que sea la lengua en que estén escritos y por antiguos que sean. Pues, ¿qué son los clásicos sino el registro de los más nobles pensamientos del hombre? Son los únicos oráculos que no han decaído y brindan tales respuestas a la investigación más moderna como nunca dieron Delfos y Dodoma. De igual modo podríamos omitir el estudio de la naturaleza por ser vieja. Leer bien, es decir, leer verdaderos libros con un espíritu verdadero, es un noble ejercicio, y ocupará al lector más que cualquier ejercicio estimado por las costumbres del día. Requiere un entrenamiento como el de los atletas, la firme intención de casi toda una vida con este objetivo. Los libros deben ser leídos tan deliberada y reservadamente como fueron escritos. Ni siquiera es suficiente ser capaz de hablar la lengua de la nación en la que están escritos, pues hay un intervalo memorable entre la lengua hablada y la escrita, la lengua oída y la lengua leída. La primera es, por lo general, transitoria, un sonido, un habla, sólo un dialecto, casi bruto, y lo aprendemos inconscientemente, como los animales, de nuestras madres. La segunda es la madurez y experiencia de la primera; si aquella es nuestra lengua materna, esta es nuestra lengua paterna, una expresión reservada y selecta, demasiado significativa para que los oídos la oigan, y tendríamos que volver a nacer para hablarla. Las multitudes de hombres que sólo hablaban las lenguas griega y latina en la Edad Media no tenían derecho por el accidente del nacimiento a leer las obras de genio escritas en aquellas lenguas, ya que no estaban escritas en el griego o latín que conocían, sino en la lengua selecta de la literatura. No habían aprendido los más nobles dialectos de Grecia y Roma, y los mismos materiales sobre los que estaban escritos eran papel mojado para ellos, y en cambio apreciaban una barata literatura contemporánea. Pero una vez que las diversas naciones de Europa hubieron adquirido sus propias lenguas escritas, distintas, aunque rudas, suficientes para los propósitos de sus literaturas nacientes, entonces revivió el saber por vez primera y los escolares fueron capaces de discernir desde la lejanía los tesoros de la Antigüedad. Lo que la multitud romana y griega no pudo oír, fue leído tras el intervalo de las épocas por algunos escolares, y sólo algunos escolares siguen leyéndolo.
Por mucho que admiremos los ocasionales arranques de elocuencia del orador, las más nobles palabras escritas están, por lo general, tan por detrás o por encima de la fugaz lengua hablada como se halla el firmamento con sus estrellas tras las nubes. Allí están las estrellas, y los que pueden las leen. Los astrónomos siempre las comentan y observan. No son exhalaciones como nuestros coloquios diarios y aliento vaporoso. Lo que se llama elocuencia en el foro suele ser retórica en el estudio. El orador cede a la inspiración de la ocasión transitoria y habla a la masa que tiene ante sí, a los que pueden oírle, pero el escritor, cuya ocasión es la vida regular y que se distraería por el acontecimiento y la multitud que inspiran al orador, habla a la inteligencia y el corazón de la humanidad, a los que en cualquier época le entienden.
No es de extrañar que Alejandro llevara la Ilíada consigo en sus expediciones en un precioso cofre. Una palabra escrita es la más escogida de las reliquias. Es algo a la vez más íntimo para nosotros y más universal que ninguna otra obra de arte. Es la obra de arte más próxima a la vida. Puede ser traducida a todas las lenguas, y no sólo leída, sino, en realidad, respirada por todo labio humano; no sólo ser representada en el lienzo o en el mármol, sino tallada con el aliento de la vida misma. El símbolo del pensamiento de los antiguos se convierte en la expresión de los modernos. Dos mil veranos han impartido a los monumentos de la literatura griega, así como a sus mármoles, sólo un más maduro tinte dorado y otoñal, pues han traído su propia atmósfera serena y celestial a toda la tierra para protegerlos de la corrosión del tiempo. Los libros son la riqueza atesorada del mundo y la herencia apropiada de las generaciones y naciones. Los libros, los más antiguos y mejores, perduran natural y legítimamente en los estantes de cualquier casa. No defienden una causa propia y, mientras ilustren y mantengan al lector, su sentido común no los rechazará. Sus autores son una aristocracia natural e irresistible en toda sociedad y ejercen mayor influencia sobre la humanidad que reyes y emperadores. Cuando el comerciante analfabeto y tal vez desdeñoso ha logrado por medio de la dedicación e industria el ocio e independencia codiciados, y es admitido en los círculos de la riqueza y la moda, se vuelve por fin, inevitablemente, a los círculos superiores, pero aún inaccesibles, de la inteligencia y el genio, y sólo es consciente de la imperfección de su cultura y de la vanidad e insuficiencia de todos sus bienes, y demuestra su buen sentido por las molestias que se toma en asegurar a sus hijos la cultura intelectual cuya carencia tanto le pesa, y así se convierte en fundador de una familia.
Quienes no hayan aprendido a leer a los antiguos clásicos en la lengua en que fueron escritos tendrán un conocimiento muy imperfecto de la historia de la raza humana, pues es notorio que no han sido nunca transcritos a una lengua moderna, a menos que nuestra misma civilización pueda ser considerada esa transcripción. Homero nunca ha sido impreso en inglés, ni Esquilo, ni siquiera Virgilio, cuya obra es tan refinada, tan sólida y casi tan hermosa como la mañana misma; porque los escritores posteriores, digamos lo que queramos de su genio, rara vez han igualado, si es que lo han hecho, la elaborada belleza y acabado y las heroicas y prolongadas labores literarias de los antiguos. Sólo hablan de olvidarlos quienes nunca los han conocido. Podremos olvidarlos en cuanto tengamos el saber y genio que nos permita atenderlos y apreciarlos. Será rica la época en que se hayan acumulado aquellas reliquias que llamamos clásicos y las aún más antiguas y más que clásicas, pero menos conocidas, escrituras de las naciones, cuando el Vaticano se llene de Vedas y Zendavestas y Biblias, de Homeros y Dantes y Shakespeares, y todos los siglos por venir depositen sucesivamente sus triunfos en el foro del mundo. Con esa pila esperamos escalar por fin el cielo.
Las obras de los grandes poetas no han sido leídas por la humanidad, pues sólo los grandes poetas pueden leerlas. Han sido leídas como la multitud lee las estrellas, a lo sumo astrológica, no astronómicamente. La mayoría de los hombres ha aprendido a leer para servir a una ínfima conveniencia, así como ha aprendido a calcular para llevar las cuentas y que no la engañen en el negocio; pero poco o nada sabe de la lectura como un noble ejercicio intelectual; sin embargo, leer, en un sentido superior, no es lo que nos arrulla como un lujo y deja que se duerman entretanto las facultades más nobles, sino sólo lo que nos mantiene en vilo para leer, con devoción, en las horas más alertas y despejadas.
Creo que después de aprender las primeras letras deberíamos leer lo mejor de la literatura, y no repetir siempre a, b, abs y demás monosílabos de las clases de cuarto y quinto, sentados en los primeros bancos toda la vida. La mayoría de los hombres está satisfecha si lee u oye una lectura, y tal vez esté convencida de la sabiduría de un solo libro, la Biblia, y el resto de su vida vegeta y desperdicia sus facultades en las llamadas lecturas fáciles. La Biblioteca Ambulante tiene una obra en varios volúmenes, llamada Pequeña Lectura, que yo pensaba que se refería al nombre de una ciudad en la que no había estado. Hay quienes, como cormoranes y avestruces, pueden digerir estas cosas, incluso después de una comilona de carnes y vegetales, pues no permiten que nada se pierda. Si otros son las máquinas que suministran esta comida, ellos son las máquinas que la leen. Leen el cuento nueve mil de Zebulón y Sofronia, que se amaron como nadie, aunque el cauce de su amor verdadero no corrió apaciblemente, sino que, en todo caso, ¡corrió, tropezó, se levantó y siguió adelante!, ¡hasta que el pobre desgraciado subió a la torre, aunque más le habría valido no trepar hasta la aguja, y luego, tras encaramarle allí sin necesidad, el feliz novelista tocaba la campana para que todo el mundo acudiera y supiera, oh Dios, cómo consiguió bajar de nuevo! Por mi parte, creo que harían mejor en metamorfosear a esos aspirantes a héroes de novelería universal en veletas, tal como se disponía a los héroes en las constelaciones, y dejarlos allí girando hasta que se oxidaran, en lugar de hacerlos bajar a importunar a los hombres honrados con sus travesuras. La próxima vez que el novelista toque la campana no me moveré aunque se queme la iglesia. «El brinco del Tip-Toe-Hop, romance de la Edad Media, por el célebre autor de Tittle-Tol-Tan, en entregas mensuales; gran demanda; no se amontonen». Esto lo leen con ojos como platos, rígida y primitiva curiosidad y buche incansable, sin tener que aguzar sus relieves, como un pequeño decano de cuatro años con su edición sobredorada de dos centavos de Cenicienta, sin mejora apreciable en la pronunciación, acento o énfasis, ni al extraer o insertar la moraleja. El resultado es una visión embotada, el estancamiento de las circulaciones vitales y el deliquio y descomposición de las facultades intelectuales. Esta especie de pan de jengibre se cocina a diario en casi todos los hornos con mayor diligencia que el trigo puro o el centeno con maíz, y encuentra un mercado más seguro.
Los mejores libros ni siquiera son leídos por los que llamamos buenos lectores. ¿A qué equivale nuestra cultura en Concord? En esta ciudad, con muy pocas excepciones, no hay el menor gusto por los libros mejores, o muy buenos, ni siquiera de la literatura inglesa, cuyas palabras todos pueden leer y deletrear. Incluso los hombres formados en la universidad y educados, según se dice, liberalmente, aquí y en cualquier parte, tienen realmente poco o ningún trato con los clásicos ingleses; en cuanto a la sabiduría registrada de la humanidad, los antiguos clásicos y Biblias, accesibles a todos los que quieran conocerlos, apenas nos hemos esforzado en tener trato con ellos. Conozco a un leñador de mediana edad que coge un periódico francés no por las noticias, ya que, según dice, está por encima de eso, sino para «mantenerse en forma», pues es canadiense de nacimiento, y cuando le pregunto qué considera lo mejor que puede hacer en este mundo, responde que, aparte de esto, conservar su inglés y mejorarlo. Es tanto como lo que hacen o aspiran a hacer los educados en la universidad, para lo cual cogen un periódico inglés. Si alguien acaba de leer tal vez uno de los mejores libros ingleses, ¿a cuántos encontrará con quienes conversar al respecto? O suponed que acabe de leer un clásico griego o latino en el original, cuyas alabanzas les resultan familiares incluso a los analfabetos; no encontrará a nadie con quien hablar, sino que deberá guardar silencio al respecto. En verdad, apenas hay un profesor en nuestras universidades que, aunque domine las dificultades de la lengua, domine proporcionalmente las dificultades del ingenio y la poesía de un poeta griego y tenga simpatía alguna que impartir al lector alerta y heroico; en cuanto a las Sagradas Escrituras, o Biblias de la humanidad, ¿quién podría decirme en esta ciudad siquiera sus títulos? La mayoría de los hombres no sabe que otra nación, salvo la hebrea, tenga su escritura. Un hombre, cualquiera, se apartará considerablemente de su camino para recoger un dólar de plata, pero aquí hay palabras doradas pronunciadas por los sabios de la Antigüedad, cuyo valor han avalado los sabios de épocas sucesivas; sin embargo, sólo aprendemos a leer la Lectura Fácil, las cartillas y libros de texto y, después de la escuela, la «Pequeña Lectura» y los libros de cuentos, que son para muchachos y principiantes; nuestra lectura, conversación y pensamiento están en un nivel muy bajo, propio sólo de pigmeos y maniquíes.
Aspiro a tratar con hombres más sabios que los que ha producido esta tierra nuestra de Concord, cuyos nombres apenas son conocidos aquí. ¿Oiré el nombre de Platón y no leeré nunca su libro? Es como si Platón fuera un conciudadano mío y nunca lo viera, o vecino mío, y nunca lo oyera hablar o estuviera atento a la sabiduría de sus palabras. ¿Qué ocurre en realidad? Sus diálogos, que contienen lo que en él era inmortal, están en el estante de al lado y, sin embargo, no los he leído. Nos alimentamos mal, vivimos vulgarmente y somos analfabetos; al respecto, confieso que no hago una gran distinción entre el analfabetismo de mis conciudadanos que no saben leer y el analfabetismo del que ha aprendido a leer sólo lo que resulta apropiado para niños e inteligencias débiles. Deberíamos ser tan buenos como los próceres de la Antigüedad, pero en parte sabiendo en primer lugar lo buenos que fueron. Somos una raza de hombres de hojalata y no nos elevamos en nuestros vuelos intelectuales más que las columnas del periódico diario.
No todos los libros son tan torpes como sus lectores. Probablemente hay palabras dirigidas exactamente a nuestra condición, las cuales, si pudiéramos realmente oírlas y comprenderlas, serían más saludables que la mañana o la primavera de nuestras vidas y posiblemente darían un nuevo aspecto a la faceta que las cosas nos presentan. Cuántos hombres han fechado una nueva época en su vida por la lectura de un libro. Quizá exista el libro que nos explique nuestros milagros y revele otros nuevos. Podemos encontrar pronunciadas en algún lugar las cosas hasta ahora impronunciables. Las mismas cuestiones que nos turban y asombran y confunden les ocurrieron a su vez a todos los hombres sabios, ni una ha sido omitida y cada cual las ha respondido, según su habilidad, con sus palabras y su vida. Además, con la sabiduría aprenderemos la liberalidad. El jornalero solitario de una granja a las afueras de Concord que ha tenido su segundo nacimiento y su peculiar experiencia religiosa y que se ve llevado por su fe, según cree, a la gravedad silenciosa y la exclusividad, podría pensar que no es cierto, pero Zoroastro, hace miles de años, recorrió el mismo camino y tuvo la misma experiencia; no obstante, en su sabiduría, supo que era algo universal y trató a sus vecinos conforme a ello e incluso se dice que inventó y estableció el culto entre los hombres. Dejemos que comulgue humildemente con Zoroastro y, a través de la influencia liberadora de todos los próceres, con el propio Jesucristo, y dejemos que «nuestra iglesia» se vaya al traste.
Nos jactamos de pertenecer al siglo XIX y de estar haciendo más rápidos progresos que ninguna otra nación, pero considerad lo poco que hace esta ciudad por su propia cultura. No quiero adular a mis conciudadanos, ni ser adulado por ellos, ya que eso no nos hará avanzar. Necesitamos ser provocados, aguijados como bueyes, tal como somos, para trotar. Tenemos un sistema de escuelas comunes relativamente decente, escuelas sólo para niños, pero, salvo el liceo casi desierto en invierno y la reciente y endeble fundación de una biblioteca sugerida por el estado, no tenemos escuelas para nosotros mismos. Casi gastamos más en cualquier artículo de alimentación o malestar corporal que en nuestro alimento mental. Es hora de que tengamos escuelas poco comunes, de que no abandonemos nuestra educación cuando empezamos a ser hombres y mujeres. Es hora de que las ciudades sean universidades, y sus ancianos miembros de la universidad, con ocio —si su posición lo permite— para continuar los estudios liberales el resto de su vida. ¿Estará el mundo confinado para siempre a un París o un Oxford? ¿No podrían los estudiantes alojarse aquí y conseguir una educación liberal bajo los cielos de Concord? ¿No podemos contratar a un Abelardo para que nos dé conferencias? Ay, al dar forraje al ganado y atender el almacén nos apartamos demasiado de la escuela y nuestra educación queda tristemente descuidada. En este país, la ciudad debería en ciertos aspectos ocupar el lugar de los nobles de Europa. Debería ser el patrón de las bellas artes. Es lo bastante rica. Sólo le faltan magnanimidad y refinamiento. Puede gastar bastante dinero en las cosas que valoran los granjeros y comerciantes, pero se considera utópico proponer el gasto en cosas que, a juicio de hombres inteligentes, son más valiosas. Esta ciudad ha gastado diecisiete mil dólares en un ayuntamiento, gracias a la fortuna o la política, pero no es probable que en cien años gaste tanto en ingenio vivo, la verdadera sustancia que tal concha debería encerrar. Los ciento veinticinco dólares de suscripción anual para el liceo de invierno están mejor gastados que cualquier otra suma igual reunida en la ciudad. Si vivimos en el siglo XIX, ¿por qué no hemos de disfrutar de las ventajas que ofrece el siglo XIX? ¿Por qué habría de ser provinciana nuestra vida en ningún aspecto? Si leemos los periódicos, ¿por qué no evitamos los chismes de Boston y tenemos de una vez el mejor periódico del mundo? ¡No sorbamos aquí, en Nueva Inglaterra, la papilla de los periódicos de «familia neutral» o ramoneemos «Ramas de olivo»![59]. Dejemos que lleguen los informes de todas las sociedades cultas y veremos si saben algo. ¿Por qué hemos de dejar que Harper & Brothers y Reeding & Co. seleccionen nuestras lecturas? Así como el noble de gusto cultivado se rodea de cuanto conduce a su cultura, de genio, saber, ingenio, libros, pinturas, escultura, música, instrumentos filosóficos y demás, dejemos que la ciudad haga lo propio, no nos conformemos con un pedagogo, un párroco, un sacristán, una biblioteca parroquial y tres hombres selectos, porque nuestros padres peregrinos pasaran antaño así un frío invierno en una roca desolada. Actuar colectivamente responde al espíritu de nuestras instituciones; confío en que, cuando nuestras circunstancias sean más florecientes, nuestros medios sean mayores que los del noble. Nueva Inglaterra puede contratar a todos los hombres sabios del mundo para que vengan y le enseñen y alojarlos entretanto, sin ser provinciana. Esa es la escuela poco común que necesitamos. En lugar de nobles, tengamos nobles ciudades de hombres. Si es necesario, omitamos un puente sobre el río, vayamos un poco más allá y tendamos al menos un arco sobre el más oscuro golfo de la ignorancia que nos rodea.