LA LAGUNA EN INVIERNO

TRAS una noche tranquila de invierno me desperté con la impresión de que me hubieran planteado una pregunta a la que había tratado de responder en vano mientras dormía: ¿qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde? Pero amanecía la naturaleza, por la que todas las criaturas viven, y se asomaba a mis amplias ventanas con un rostro sereno y satisfecho, y en sus labios no había ninguna pregunta. Me desperté a una pregunta contestada, a la naturaleza y la luz del día. La nieve yacía espesamente sobre la tierra moteada de jóvenes pinos y la misma ladera de la colina sobre la que se situaba mi casa parecía decir: ¡Adelante! La naturaleza no pregunta ni responde a nada que nosotros, los mortales, podamos plantear. Hace tiempo que ha tomado una resolución. «Oh príncipe, nuestros ojos contemplan con admiración y transmiten al alma el maravilloso y variado espectáculo del universo. La noche vela, sin duda, una parte de esta gloriosa creación, pero el día vuelve a revelamos esta gran obra, que se extiende desde la tierra hasta las llanuras del éter».

Entonces acudo a mi trabajo matinal. Primero cojo un hacha y un cubo y voy en busca de agua, si eso no es un sueño. Tras una noche fría y nevada se necesita una varita adivinatoria para encontrarla. En invierno, la superficie líquida y temblorosa de la laguna, tan sensible a cualquier respiración y reflejo de la luz y la sombra, se solidifica hasta un pie o pie y medio de profundidad, de modo que soportaría las yuntas más pesadas, y la nieve suele cubrirla en una profundidad semejante, hasta que no se distingue de un campo llano. Como las marmotas en las colinas circundantes, la laguna cierra sus párpados y se duerme durante tres meses o más. De pie sobre la llanura cubierta de nieve, como en un pastizal entre las colinas, practico primero una vía de un pie en la nieve y luego otro pie en el hielo, hasta abrir una ventana a mis pies, donde, al arrodillarme para beber, contemplo los tranquilos salones de los peces, invadidos por una mitigada luz como a través de una ventana de vidrio esmerilado, con el brillante suelo de arena igual que en verano: allí reina una serenidad perenne e inconmovible como en el ambarino cielo del crepúsculo, en consonancia con el temperamento frío y constante de los habitantes. El cielo se encuentra tanto debajo de nuestros pies como encima de nuestras cabezas.

Por la mañana temprano, mientras todas las cosas están ateridas con la escarcha, vienen algunos hombres con cañas de pesca y un magro almuerzo y dejan caer sus sedales a través del campo nevado para coger sollos y percas; hombres salvajes, que instintivamente siguen otras costumbres y confían en otras autoridades distintas a las de sus conciudadanos y que, con sus idas y venidas, cosen las ciudades en aquellas partes que, de otra manera, se desgarrarían. Se sientan en la orilla y toman su almuerzo con sus gruesos abrigos sobre las hojas secas de roble, tan diestros en la sabiduría natural como el ciudadano lo es en la artificial. Nunca consultan los libros y saben y pueden contar mucho menos de lo que han hecho. Se dice que aún no se conoce lo que practican. Uno de ellos pesca los sollos con la perca como cebo. Miramos su cubo con asombro, que era como una laguna de verano, como si hubiera tenido encerrado en casa el verano o supiera dónde se había retirado. Decidme, ¿cómo ha conseguido esto en medio del invierno? Oh, extrae los gusanos de los troncos podridos al helarse la tierra y de este modo los pesca. Su vida se adentra en la naturaleza más de lo que podrían penetrar los estudios del naturalista. Este levanta el musgo y la corteza con su navaja en busca de insectos; aquel deja los troncos partidos hasta el cerno con su hacha y el musgo y la corteza se esparcen a lo largo y a lo ancho. Se gana la vida descortezando árboles. Un hombre así tiene cierto derecho a pescar y me agrada ver la naturaleza cumplida en él. La perca traga el gusano de la madera, el sollo se traga la perca y el pescador el sollo, y así se cierran todas las grietas en la escala del ser.

Cuando paseaba alrededor de la laguna en tiempo de neblina me divertía a veces la actitud primitiva que adoptaba un pescador más rudo. Tal vez tendiera ramas de aliso sobre los estrechos agujeros en el hielo, separados entre sí por cuatro o cinco varas y a una distancia semejante de la orilla, y, tras asegurar el extremo del sedal a una estaca para impedir que fuera arrastrado al agua, pasara el sedal flojo alrededor de una rama de aliso, a un pie o más sobre el hielo, atado a una hoja seca, la cual, cuando bajara, le mostraría que habían picado. Las ramas de aliso asomaban entre la niebla a intervalos regulares conforme daba la vuelta a la laguna.

¡Ah, los sollos de Walden! Cuando los veo tendidos en el hielo o en la fuente que el pescador practica en el hielo al abrir un pequeño agujero para dejar pasar el agua, siempre me quedo sorprendido por su extraña belleza, como si fueran peces fabulosos, extraños a las calles, incluso a los bosques, extraños como Arabia a nuestra vida de Concord. Poseen una belleza deslumbrante y trascendente que los separa por un amplio intervalo de los cadavéricos bacalaos y abadejos cuya fama resuena en nuestras calles. No son verdes como los pinos, ni grises como las piedras, ni azules como el cielo; pero tienen, a mis ojos, si es posible, colores aún más raros, como flores o piedras preciosas, como si fueran las perlas, los nuclei o cristales animalizados del agua de Walden. Por supuesto, ellos son Walden en toda su extensión; son, en sí mismos, pequeños Walden del reino animal, waldenses. Es sorprendente que se pesquen aquí, que en este manantial profundo y capaz, muy por debajo de las matraqueantes yuntas y los carruajes y los cascabeleros trineos que recorren la carretera de Walden, nade este gran pez dorado y esmeralda. Nunca he visto otro parecido en el mercado; habría sido el foco de todas las miradas. Rápidamente, con apenas unas sacudidas convulsivas, entregan su espíritu acuático, como un mortal trasladado antes de tiempo al aire sutil del cielo.

Como estaba ansioso por recuperar el fondo de la laguna de Walden, perdido durante tanto tiempo, lo examiné cuidadosamente, antes de que se rompiera el hielo, a principios de 1846, con la brújula, la cadena de medir y la sonda. Se contaban muchas historias del fondo, o más bien de la ausencia de fondo de esta laguna, que desde luego carecían de fundamento en sí mismas. Es sorprendente durante cuánto tiempo creen los hombres en la ausencia de fondo de una laguna sin tomarse la molestia de sondearla. He visitado dos supuestas lagunas sin fondo durante un paseo por esta vecindad. Muchos han creído que Walden llegaba hasta la otra parte del globo. Algunos que han estado tumbados sobre el hielo durante mucho tiempo, mirando hacia abajo a través de ese medio engañoso, tal vez con ojos acuosos por añadidura, y llevados a apresuradas conclusiones por temor a enfriarse el pecho, han visto vastos agujeros «en los que podría caber una carga de heno» si alguien pudiera llevarla, la indudable fuente de la Estigia y la entrada a las regiones infernales en esta parte del mundo. Otros han venido desde la ciudad con un «cincuenta y seis»[116] y un furgón cargado de cuerda de una pulgada, pero no han encontrado fondo alguno, pues mientras el cincuenta y seis descansaba en su camino, seguían dando cuerda en el vano intento de sondear su capacidad, verdaderamente inmensurable, de maravillarse. Pero puedo asegurar a mis lectores que Walden tiene un fondo razonablemente firme a una profundidad razonable, aunque insólita. La sondeé con facilidad con un sedal y una piedra de aproximadamente una libra y media de peso, y podría indicar con precisión cuándo la piedra dejó de tocar fondo al tener que estirar con mucha más fuerza antes de que me ayudara el agua por debajo de ella. La mayor profundidad fue exactamente de ciento dos pies, a los que podrían añadirse los cinco pies que desde entonces ha ganado, hasta sumar ciento siete. Es una profundidad notable para una extensión tan pequeña; sin embargo, la imaginación no podría prescindir de una sola pulgada. ¿Qué pasaría si todas las lagunas fueran superficiales? ¿No influiría esto en los hombres? Agradezco que esta laguna se creara profunda y pura como símbolo. Mientras los hombres crean en lo infinito se pensará que algunas lagunas no tienen fondo.

El dueño de una fábrica, al oír la profundidad que yo había sondeado, pensó que no podía ser cierto, pues, a juzgar por su conocimiento de las presas, la arena no podría posarse en un ángulo tan inclinado. Pero las lagunas más profundas no son tan profundas en proporción a su extensión, como supone la mayoría, y, si se drenaran, no dejarían valles tan notables. No son como copas entre colinas, pues la de Walden, tan insólitamente profunda para su extensión, en una sección vertical por su centro no parecería más profunda que un plato llano. Vacías, la mayoría de las lagunas dejaría un prado tan hondo como los que vemos con frecuencia. William Gilpin, tan admirable en sus relatos de paisajes y habitualmente certero, de pie en el extremo de Loch Fyne, en Escocia, que describe como «una bahía de agua salada, de sesenta o setenta brazas de profundidad y cuatro millas de ancho» y unas cincuenta millas de largo, rodeado de montañas, observa: «Si lo hubiéramos podido ver tras el fragor del diluvio o cualquier otra convulsión de la naturaleza, antes de que las aguas volvieran a su cauce, ¡qué horrible abismo habría parecido!

Tan alto como se elevan las hinchadas colinas, tan bajo

Se hunde un hueco ancho y profundo,

Lecho capaz de albergar las aguas…»[117].

Pero si tomáramos el diámetro más corto de Loch Fyne y aplicáramos sus proporciones a Walden, la cual, como hemos visto, parecería en una sección vertical un plato llano, sería cuatro veces menos hondo. Eso en lo que respecta a los aumentados horrores del abismo de Loch Fyne si se vaciara. Sin duda, muchos valles sonrientes con sus extensos campos de cereal ocupan exactamente un «horrible abismo» semejante, del que las aguas han retrocedido, aunque harían falta la intuición y la perspicacia de un geólogo para convencer a los ingenuos habitantes de este hecho. A menudo, una mirada inquisitiva podría descubrir las orillas de un lago primitivo en las colinas bajas del horizonte y no ha sido necesario que a continuación se elevara la llanura para ocultar su historia. Pero es mucho más sencillo, como saben los que trabajan en la carretera, encontrar los agujeros por los charcos tras un aguacero. Lo cierto es que si le damos la menor licencia a la imaginación, cavará más hondo y se encumbrará más alto que la naturaleza. Probablemente se descubra que la profundidad del océano es incomparable con su amplitud.

Mientras sondeaba a través del hielo pude determinar la forma del fondo con más precisión de la que resulta posible al examinar ensenadas cuya superficie no se hiela, y quedé sorprendido por su regularidad general. En la parte más profunda hay varios acres más llanos que casi cualquier campo expuesto al sol, el viento y el arado. En un caso, en una línea escogida arbitrariamente, la profundidad no varió más de un pie en treinta varas y, por lo general, cerca del centro, pude calcular de antemano la variación por cada cien pies en cualquier dirección en tres o cuatro pulgadas. Hay quien suele hablar de agujeros profundos y peligrosos incluso en tranquilas lagunas arenosas como esta, pero el efecto del agua en circunstancias como estas es el de nivelar todas las desigualdades. La regularidad del fondo y su conformidad respecto a las orillas y el tamaño de las colinas vecinas eran tan perfectas que un promontorio distante se manifestaba en los sondeos a lo largo de la laguna, y podía determinarse su dirección observando la orilla opuesta. El cabo se convierte en banco de arena y en un bajío llano, y el valle y la garganta en aguas profundas y canal.

Observé esta sorprendente coincidencia cuando tracé el mapa de la laguna a una escala de diez varas por pulgada y anoté los sondeos, más de cien en conjunto. Al advertir que el número que indicaba la mayor profundidad estaba aparentemente en el centro del mapa, coloqué una regla a lo largo del mapa, y luego a lo ancho, y encontré, para mi sorpresa, que la línea de mayor longitud cortaba la línea de mayor anchura exactamente en el punto de mayor profundidad, a pesar de que el centro es casi igual de llano y el perfil de la laguna está lejos de ser regular, habiendo calculado los extremos de longitud y amplitud en el interior de las calas. Entonces me dije: ¿quién sabe si este indicio podría llevar a la parte más profunda del océano igual que a la de una laguna o un charco? ¿No es esta también la regla para medir la altura de las montañas, consideradas lo opuesto de los valles? Sabemos que una colina no es más alta en su parte más estrecha.

De cinco calas, en tres, o en todas las que fueron sondeadas, se observó que había un banco de arena que atravesaba su entrada y las aguas más profundas en su interior, de manera que la bahía tendía a ser una expansión del agua en la tierra no sólo horizontal, sino verticalmente, y a formar una cuenca o laguna independiente; la dirección de los dos cabos mostraba el curso del banco. Las bahías en la costa del mar también tienen su banco de arena a la entrada. Conforme la boca de la cala era más ancha en comparación con su longitud, la profundidad del agua sobre el banco de arena era mayor en comparación con la cuenca. Dados, entonces, el ancho y el largo de la cala, y las características de la orilla circundante, tendremos elementos suficientes para establecer una fórmula válida en todos los casos.

Para ver hasta qué punto podía calcular, con esta experiencia, el punto más profundo de una laguna, mediante la observación del perfil de su superficie y las características de sus orillas solamente, tracé un plano de la laguna White, que comprende unos cuarenta y un acres y que, como Walden, no tiene isla alguna ni afluente o aliviadero conocidos. Como la línea de mayor anchura caía muy cerca de la línea de mayor longitud, donde dos cabos opuestos se aproximaban uno a otro y dos bahías opuestas se separaban, me atreví a señalar un punto a poca distancia de la última línea, aún en la línea de mayor longitud, como el más profundo. Descubrí la parte más profunda a unos cien pies de ese punto, aún más avanzado en la dirección por la que yo me inclinaba, y era sólo un pie más profunda, es decir, sesenta pies. Por supuesto, una corriente que la atravesara o una isla en la laguna complicarían mucho más el problema.

Si conociéramos todas las leyes de la naturaleza, sólo necesitaríamos un hecho, o la descripción de un solo fenómeno real, para deducir todos los resultados particulares al respecto. Pero apenas conocemos unas cuantas leyes y nuestros resultados están viciados, no, por supuesto, por confusiones o irregularidades de la naturaleza, sino por nuestra ignorancia de los elementos esenciales del cálculo. Nuestras nociones de la ley y la armonía se limitan, por lo común, a los ejemplos que descubrimos; pero la armonía que resulta de un número mucho mayor de leyes, en apariencia conflictivas, aunque en realidad concurrentes, que no hemos descubierto, es aún más maravillosa. Las leyes particulares son como nuestros puntos de vista, igual que, para el viajero, el perfil de una montaña varía a cada paso y ofrece un número infinito de perfiles, aunque una sola forma absoluta. Aunque la hendiéramos o perforásemos, no la comprenderíamos en su integridad.

Lo que he observado de la laguna no es menos cierto en la ética. Es la ley del término medio. Una regla como la de los dos diámetros no sólo nos guía hacia el sol en el sistema solar y hacia el corazón en el hombre, sino que, si trazáramos las líneas correspondientes a lo largo y a lo ancho del conjunto de comportamientos cotidianos y particulares de un hombre y las oleadas de la vida en sus calas y afluentes, donde se cortaran encontraríamos la altura o la profundidad de su carácter. Tal vez sólo necesitemos conocer cómo se inclinan sus orillas y el campo adyacente o las circunstancias para inferir su profundidad y su escondido fondo. Si lo rodearan circunstancias montañosas, una orilla aquilea, cuyas cimas oscurecieran el fondo y se reflejaran en él, sugerirían una profundidad correspondiente. Pero una orilla baja y suave probaría que es superficial al respecto. En nuestros cuerpos, una frente que se proyecta con osadía se destaca e indica una profundidad de pensamiento semejante. También hay un banco de arena a la entrada de cada cala o inclinación particular; cada una de ellas es nuestra bahía durante una temporada, en la que estamos detenidos y parcialmente varados. Por lo común, esas inclinaciones no son caprichosas, sino que su forma, tamaño y dirección están determinados por los promontorios de la orilla, los antiguos ejes de elevación. Si el banco de arena aumenta debido a las tormentas, las mareas o las corrientes, o porque descienda el nivel del agua, de modo que roza la superficie, lo que al principio era una inclinación en la orilla donde se había refugiado un pensamiento se convierte en un lago individual, separado del océano, donde el pensamiento establece sus propias condiciones, cambia, tal vez, de salado a fresco, se convierte en un mar dulce, en un mar muerto o en una marisma. Con la llegada de cada individuo a esta vida, ¿no podríamos suponer que un banco semejante ha aflorado a la superficie en alguna parte? Es cierto que somos tan malos navegantes que nuestros pensamientos, en su mayor parte, bordean una costa sin bahías y conversan sólo con los recovecos de las bahías de la poesía, o se dirigen a los puertos públicos de registro y entran en los diques secos de la ciencia, donde son reparados para seguir en este mundo, sin que ninguna corriente natural concurra para individualizarlos.

No he descubierto otro afluente o aliviadero de Walden que la lluvia, la nieve y la evaporación, aunque, tal vez, con un termómetro y una cuerda podría encontrarlos, pues donde el agua fluyera en la laguna sería probablemente más fría en verano y más cálida en invierno. Cuando los cortadores de hielo trabajaron en ella entre 1846 y 1847, los témpanos enviados a la orilla fueron rechazados un día por quienes los apilaban allí por no ser lo suficientemente gruesos para estar junto a los demás, y así los cortadores descubrieron que el hielo, en un pequeño espacio, era dos o tres pulgadas más delgado que en otras partes, lo que les hizo pensar que hubiera un afluente por allí. También me enseñaron, en otra parte, lo que llamaban un «coladero», a través del cual la laguna se filtraba por debajo de una colina hasta un prado vecino, llevándome sobre un témpano de hielo para que lo viera. Era una pequeña cavidad bajo diez pies de agua, pero creo que puedo garantizar que la laguna no necesitará soldadura hasta que no encuentren una grieta peor. Alguien ha sugerido que, si se encontrara un «coladero» semejante, su conexión con el prado, de haberla, podría probarse arrojando algo de serrín o polvo coloreado en la boca del agujero y poniendo luego un filtro en el manantial del prado, con el que podrían recogerse las partículas llevadas por la corriente.

Mientras seguía con mis observaciones, el hielo, que tenía dieciséis pulgadas de espesor, se ondulaba con un viento ligero como el agua. Es bien sabido que el nivel no se puede usar sobre el hielo. A una vara de la orilla, su mayor fluctuación, observada por medio de un nivel puesto en tierra y dirigido hacia un bastón graduado sobre el hielo, era de tres cuartos de pulgada, aunque el hielo parecía firmemente adherido a la orilla. Probablemente fuera mayor en el centro. ¿Quién sabe si no podríamos apreciar la ondulación de la corteza terrestre si nuestros instrumentos fueran suficientemente delicados? Cuando dos soportes de mi nivel estaban apoyados sobre la tierra y el tercero sobre el hielo, y la mira estaba puesta sobre el último, un ascenso o caída del hielo de importancia casi infinitesimal arrojaban una diferencia de varios pies sobre un árbol al otro lado de la laguna. Cuando empecé a practicar agujeros para sondear, había tres o cuatro pulgadas de agua sobre el hielo bajo una profunda capa de nieve que la había rebajado a ese nivel, pero el agua empezó a escurrirse inmediatamente por los agujeros y siguió haciéndolo durante dos días en corrientes profundas, que fundieron el hielo a su paso y contribuyeron esencialmente, si no por completo, a secar la superficie de la laguna, pues conforme se escurría el agua el hielo ascendía y flotaba. Era como abrir un agujero en el fondo de un barco para dejar que saliera el agua. Cuando los agujeros se hielan y llega la lluvia, y una nueva helada forma una suave y fresca capa de hielo que lo cubre todo, oscuras figuras motean hermosamente el interior, parecidas a una tela de araña, a las que podríamos llamar rosetas de hielo, producidas por los canales de agua que fluían de todas partes hacia el centro. A veces, también, cuando el hielo se cubría de charcos superficiales, veía mi sombra repetida, una sobre la cabeza de la otra, una en el hielo, la otra proyectada sobre los árboles o la ladera de la colina.

Mientras aún dura el frío enero y la nieve es espesa y el hielo sólido, el posadero prudente viene de la ciudad para llevarse hielo con el que enfriar su bebida de verano; es conmovedora, incluso patéticamente sabio, prever el calor y la sed de julio en enero, ¡provisto de abrigo y mitones!, cuando se descuidan tantas cosas. Puede que no amontone tesoros en este mundo que enfríen su bebida de verano en el otro. Corta y sierra la sólida laguna, le quita el tejado a la casa de los peces y se lleva en su carro su mismo elemento y aire, sujeto con cadenas y estacas como un haz de leña, a merced del aire favorable del invierno, hasta sus bodegas de invierno, para enterrar allí el verano. Parece azul solidificado cuando, de lejos, atraviesa las calles. Los cortadores de hielo son una raza feliz, pletórica de bromas y esparcimiento; cuando iba con ellos solían invitarme a serrar, y me quedaba en la parte inferior de la cavidad.

En el invierno de 1846 a 1847 llegó un centenar de hombres de extracción hiperbórea que descendieron una mañana a nuestra laguna con muchas carretas cargadas de desmañadas herramientas de labranza, trineos, arados, taladradoras, cortadoras de hierba, palas, sierras, rastrillos, todos ellos armados con una pica de dos puntas que no describen El granjero de Nueva Inglaterra ni El agricultor. No sabía si venían a sembrar centeno de invierno u otra clase de cereal introducido recientemente de Islandia. Como no veía abono, pensé que querían rastrillar la tierra, como yo había hecho, convencidos de que el suelo era profundo y había estado mucho tiempo en barbecho. Dijeron que un hacendado, que estaba entre bastidores, quería doblar su dinero, el cual, según entendí, ascendía ya a medio millón; pero para cubrir cada uno de sus dólares con otro, le quitó el único abrigo, ay, la propia piel, a la laguna de Walden en medio de un crudo invierno. Se pusieron en seguida a trabajar, arando, rastrillando, pasando el rodillo, abriendo surcos, en un orden admirable, como si estuvieran dispuestos a convertir la laguna en una granja modelo, pero cuando me fijé para ver qué clase de semilla arrojaban al surco, unos cuantos, a mi lado, comenzaron de repente a levantar con ganchos el mismo molde virgen, tirando bruscamente de él de un modo peculiar hasta dar con la arena, o más bien con el agua —pues era un suelo lleno de acuíferos, como toda la terra firma allí—, y se lo llevaron en trineos, y entonces supuse que debían de cortar turba en un pantano. Iban y venían cada día, con un silbido peculiar de la locomotora, desde y hasta algún lugar de las regiones polares, según me parecía a mí, como una bandada de árticas aves de nieve. Pero, a veces, la india Walden se vengaba y alguno de los obreros que caminaba detrás de su yunta se deslizaba por una grieta del suelo hacia el Tártaro, y el que tan valiente era se convertía, de repente, en la décima parte de un hombre y a punto estaba de entregar su calor animal, y se alegraba de encontrar refugio en mi casa y reconocía que había alguna virtud en una estufa; o, a veces, el suelo helado arrancaba una pieza de acero de la reja del arado o el arado quedaba atrapado en el surco y tenía que ser cortado.

Literalmente, cien irlandeses, con capataces yanquis, venían de Cambridge cada día para llevarse el hielo. Lo dividían en témpanos con métodos demasiado conocidos para tener que describirlos y, llevados en trineos a la orilla, los halaban rápidamente hasta una plataforma de hielo y los izaban con ganchos de hierro, poleas y aparejos, tiraban de ellos con caballos y los hacinaban firmemente, como si fueran barriles de harina, colocados a nivel uno al lado de otro, una fila tras otra, como si formaran la base sólida de un obelisco diseñado para romper en pedazos las nubes. Me contaron que en un buen día podían sacar mil toneladas, lo que aproximadamente equivalía a la extensión de un acre. Profundos surcos y «huecos de cuna» marcaban el hielo, como si fuera terra firma, por el paso de los trineos sobre la misma huella, y los caballos comían invariablemente su avena en casquetes de hielo vaciados como pesebres. Dejaban los témpanos a la intemperie en una pila de treinta y cinco pies de alto por seis o siete varas de ancho, rellenando de heno las capas exteriores para evitar el aire, pues cuando el viento, aunque sin ser tan frío, encuentra una abertura, perfora grandes cavidades y deja sólo ligeros soportes o traviesas aquí y allá, hasta que acaba por derribarla. Al principio parecía una vasta fortaleza azul o Walhalla, pero cuando empezaron a rellenar los resquicios con el rudo heno de las praderas y quedó cubierta de escarcha y carámbanos, parecía una venerable ruina canosa tapizada de musgo, construida con un mármol de vetas azules, la morada del Invierno, el anciano que vemos en los almanaques, su cabaña, como si se hubiera propuesto pasar el verano con nosotros. Calculaban que un veinticinco por ciento del hielo no llegaría a su destino y que un dos o tres por ciento se perdería al transportarlo. Sin embargo, una parte aún mayor de ese montón tenía un destino diferente al previsto, pues ya fuera porque no se encontrara el hielo todo lo bien que se esperaba y contuviera más aire del usual, o por alguna otra razón, no iría nunca al mercado. Ese montón, apilado en el invierno de 1846 a 1847 y estimado en unas diez mil toneladas, fue al cabo cubierto de heno y tablas y, aunque no se destapó hasta el mes de julio siguiente para transportar una parte, el resto quedó expuesto al sol, siguió como estaba durante el verano y el invierno siguiente y no se fundió hasta septiembre de 1848. Entonces la laguna recobró la mayor parte.

Como el agua, el hielo de Walden, visto de cerca, tiene un tono verde, pero a distancia es hermosamente azul, y podríamos distinguirlo con facilidad del hielo blanco del río o del hielo vagamente verdoso de algunas lagunas que se encuentran a un cuarto de milla. A veces, alguno de esos grandes témpanos resbala del trineo del cortador de hielo y cae en una calle de la ciudad, donde permanece durante una semana como una gran esmeralda, un objeto de interés para los transeúntes. He observado que una porción de Walden que, en estado líquido, era verde, al helarse parece azul desde el mismo punto de vista. A veces, las hondonadas que rodean la laguna se llenan de un agua verdosa como la suya, pero al día siguiente serán de un azul helado. Tal vez el color azul del agua y el hielo se deba a la luz y el aire que contienen; cuanto más transparentes sean, más azules. El hielo es un interesante objeto de contemplación. Los cortadores de hielo me dijeron que conservaban en perfecto estado algunos témpanos en los neveros de la laguna Fresh de cinco años de antigüedad. ¿Por qué una vasija de agua se pudre en seguida y el agua helada se conserva siempre dulce? Suele decirse que esa es la diferencia entre los afectos y la inteligencia.

Durante dieciséis días vi desde mi ventana a cien hombres trabajando como afanosos campesinos, con yuntas y caballos y toda la apariencia de los útiles agrícolas, en una imagen como la que vemos en la primera página del almanaque, y cada vez que miraba me acordaba de la fábula de la alondra y los segadores o de la parábola del sembrador y otras parecidas; ahora se han ido y, en treinta días, probablemente, contemplaré desde la misma ventana el agua pura de Walden, verde como el mar, reflejando las nubes y los árboles y evaporándose en soledad, y no quedará ninguna huella de que hombre alguno haya estado por aquí. Tal vez oiga a un solitario somormujo reírse mientras se zambulle y muda el plumaje o vea a un solitario pescador en su bote, como una hoja flotante, contemplando su forma reflejada en las ondas, donde cien hombres habían estado trabajando.

Así es como, al parecer, los sofocados habitantes de Charleston y Nueva Orleans, de Madrás y Bombay y Calcuta, beben de mi pozo. Por la mañana baño mi inteligencia en la estupenda y cosmogónica filosofía del Bhagavad Gita, desde cuya composición han pasado años enteros de dioses y, en comparación con la cual, nuestro mundo moderno y su literatura parecen endebles y triviales; dudo, incluso, si no habría que referir esa filosofía a un estado anterior de la existencia de lo alejada en su sublimidad que se encuentra respecto a nuestras concepciones. Cierro el libro, voy a mi fuente por agua y, ¡mirad!, me encuentro con el sirviente del braman, sacerdote de Brahma y de Visnú y de Indra, que aún se sienta en su templo del Ganges leyendo los Vedas o mora en la raíz de un árbol con su corteza de pan y su jarro de agua. Encuentro a su sirviente que viene a sacar agua para su amo y nuestras vasijas, por así decirlo, entrechocan en la misma fuente. El agua pura de Walden se mezcla con el agua sagrada del Ganges. Con viento favorable, fluyen más allá de donde estuvieron las fabulosas islas de la Atlántida y las Hespérides, siguen el periplo de Hannon y, flotando junto a Ternate y Tidor y la entrada del golfo Pérsico, se funden con los vientos tropicales del mar de la India, hasta tocar tierra en puertos de los que Alejandro sólo oyó hablar.