HE resistido alegres tormentas de nieve y pasado joviales tardes de invierno junto al fuego, mientras la nieve remolineaba salvajemente en el exterior e incluso el ulular del búho quedaba apagado. Durante muchas semanas no encontré a nadie en mis paseos, salvo a los que venían de vez en cuando a cortar madera y llevársela en trineo a la ciudad. Los elementos, sin embargo, me ayudaron a abrir un sendero a través de la nieve más espesa del bosque, pues una vez que pasé el viento empujó las hojas del roble tras mis huellas, en las que se posaron, y al absorber los rayos del sol fundieron la nieve; de este modo, no sólo prepararon un lecho seco para mis pies, sino que, de noche, su oscura línea me servía de guía. Para tener compañía humana me vi obligado a convocar a los primeros ocupantes de estos bosques. En la memoria de muchos de mis conciudadanos, el camino que pasa cerca de donde se levanta mi casa resonaba con la risa y la charla de habitantes y los bosques que la rodean conservaban, aquí y allá, las mellas y salpicaduras de pequeños jardines y moradas, aunque el bosque era entonces mucho más denso que ahora. En algunos lugares, en mi propio recuerdo, los pinos rozaban ambos lados de una calesa y las mujeres y niños que se veían obligados a tomar este camino para ir a Lincoln, a solas y a pie, lo hacían con temor y a menudo corrían en una buena parte del trayecto. Aunque no era más que una humilde ruta hacia las ciudades vecinas o de uso para los leñadores, hubo una época en que era más amena para el viajero, por su variedad, que ahora, y se grababa perdurablemente en la memoria. Donde ahora se extienden firmes campos abiertos de la ciudad a los bosques, el camino corría entonces a través de un pantano lleno de arces sobre un cimiento de troncos, cuyos restos, sin duda, aún yacen bajo el polvoriento camino actual, desde la granja de Stratten, ahora hospicio, hasta Brister’s Hill.
Al este de mi campo de judías, cruzando el camino, vivía Cato Ingraham, esclavo de Duncan Ingraham, hacendado y caballero de la ciudad de Concord, que levantó una casa para su esclavo y le dio permiso para vivir en los bosques de Walden: Cato no Uticensis, sino Concordiensis. Algunos dicen que era un negro de Guinea. Hay pocos que recuerden su pedazo de tierra entre los nogales, que dejó crecer hasta que fuera viejo y los necesitara; pero un especulador más joven y más blanco sacó provecho al final. Cato, sin embargo, ocupa una casa igual de estrecha en la actualidad. Su bodega medio derruida aún perdura, aunque pocos lo saben, oculta al viajero por una fila de pinos. Ahora está llena de lisos zumaques (Rhus glabra) y una de las especies más antiguas de la caña dorada (Solidago stricta) crece en ella de un modo exuberante.
Aquí, en el límite de mi campo, aún más cerca de la ciudad, Zilpha, una mujer de color, tenía su casita, donde tejía lino para la gente de la ciudad y hacía que los bosques de Walden resonaran con su agudo canto, pues tenía una voz poderosa y notable. Durante la guerra de 1812, su morada fue quemada por los soldados ingleses, prisioneros bajo palabra, cuando ella estaba ausente, y su gato y su perro y sus gallinas ardieron con ella. Llevó una vida dura y, en cierto modo, inhumana. Un asiduo de estos bosques recuerda que, al pasar un mediodía por su casa, la oyó refunfuñar acerca de su puchero hirviente: «¡Eres todo huesos, huesos!». He visto ladrillos en aquel bosquecillo de robles.
Camino abajo, en la margen derecha, hacia Brister’s Hill, vivía Brister Freeman, «un negro útil», esclavo del hacendado Cummings; allí crecen aún los manzanos que Brister plantó y cuidó, viejos y grandes árboles ahora, aunque su fruto sigue siendo salvaje y ácido para mi gusto. No hace mucho que leí su epitafio en el viejo cementerio de Lincoln, un tanto apartado, cerca de las tumbas anónimas de los granaderos británicos que cayeron en la retirada de Concord, donde se le llama «Sippio Brister» —tenía cierto derecho a ser llamado Escipión el Africano—, «un hombre de color», como si pudiera descolorarse. También decía, con gran énfasis, cuándo murió, lo que era un modo indirecto de informarme de que había vivido. Con él moraba Fenda, su hospitalaria mujer, que decía la fortuna, aunque con agrado: grande, gruesa y negra, más negra que los hijos de la noche, un orbe moreno como nunca se había levantado en Concord ni se ha levantado desde entonces.
Más allá de la colina, en la margen izquierda, por el viejo camino de los bosques, hay señales del hogar de la familia Stratten, cuyo huerto llegó a cubrir toda la ladera de Brister’s Hill, aunque desde entonces ha sucumbido a los pinos tea, salvo unas cuantas cepas, con cuyas viejas raíces se fabrican los rodrigones salvajes de muchos árboles prósperos de la ciudad[108].
Aún más cerca de la ciudad se encuentra la tierra de Breed, al otro lado del camino, justo en el límite del bosque, un lugar famoso por las travesuras de un demonio no del todo identificado en la antigua mitología, que desempeñó un papel destacado y sorprendente en la vida de nuestra Nueva Inglaterra y que merece, como cualquier otro personaje mitológico, que algún día se escriba su biografía: al principio llega como si fuera un amigo o jornalero y luego roba y mata a toda la familia, el Extraño de Nueva Inglaterra. Pero la historia no debe contar aún las tragedias que han tenido lugar aquí; hay que dejar que el tiempo contribuya en cierta medida a mitigarlas y prestarles un matiz azulado. La más confusa y dudosa de las tradiciones dice que hubo aquí una taberna; el pozo es el mismo que atemperaba la bebida del viajero y refrescaba a su montura. Aquí se saludaban los hombres, oían y contaban noticias y seguían su camino.
La cabaña de Breed aún se levantaba hace una docena de años, aunque llevaba mucho tiempo deshabitada. Era de un tamaño semejante al de la mía. Unos muchachos maliciosos la incendiaron una noche electoral, si no me equivoco. Yo vivía entonces en las afueras de la ciudad y me había perdido en el Gondibert de Davenant, en aquel invierno en el que viví en estado de letargo, lo cual, dicho sea de paso, nunca he sabido si considerar un achaque de familia —pues un tío mío se dormía afeitándose y los domingos tenía que pelar patatas en la bodega para mantenerse despierto y respetar el Sabbath—, o una consecuencia de mi intento de leer la colección de poesía inglesa de Chalmers sin omisiones. El incendio pudo con mis nervii. Acababa de hundir mi cabeza en los poemas cuando las campanas tocaron alarma y las bombas de incendios se precipitaron en aquella dirección, guiadas por una desordenada masa de hombres y muchachos, yo entre los primeros, pues había saltado el arroyo. Pensábamos que era al sur, más allá de los bosques, pues ya habíamos apagado otros incendios en graneros, tiendas o casas, o en todos ellos a la vez. «Es el granero de Baker», gritó uno. «Es donde Codman», afirmó otro. Entonces, nuevas pavesas se remontaron sobre el bosque, como si se hubiera desplomado el techo, y gritamos al unísono: «¡Concord al rescate!». Los carros pasaron a toda prisa, con su carga a cuestas, llevando consigo, tal vez, entre los demás, al agente de la compañía de seguros, que estaba obligado a acudir por lejos que fuera, y la campana de la bomba de incendios seguía doblando detrás de nosotros, más lenta y segura, y por último, como luego se rumoreó, llegaron quienes habían prendido el fuego y dado la voz de alarma. Nos comportamos como verdaderos idealistas, rechazando la prueba de nuestros sentidos, hasta que, en una vuelta del camino, oímos el chisporroteo y percibimos el calor del fuego por encima del muro y nos dimos cuenta de que, ay, estábamos allí. La cercanía del fuego enfrió nuestro ardor. Al principio pensamos en arrojarle el agua de una charca de ranas, pero al final dejamos que ardiera el granero, derruido ya e inútil. Nos reunimos alrededor de la bomba de incendios, empujándonos unos a otros y expresando nuestros sentimientos a voz en grito o, en un tono menor, recordamos las grandes conflagraciones que el mundo ha visto, incluyendo la de la tienda de Bascom, y en nuestro fuero interno pensamos que si hubiéramos llegado a tiempo con nuestra «tina», teniendo la charca de ranas al lado, podríamos haber convertido aquella conflagración que amenazaba ser la última y universal en otro diluvio. Al cabo, nos retiramos sin haber causado ningún daño; volvimos a dormir y a Gondibert. Respecto a Gondibert, salvaría aquel pasaje del prefacio donde se dice que el ingenio es el poder del alma, «pero a la mayoría de los hombres el ingenio le resulta extraño, como a los indios la pólvora».
Ocurrió que paseé por aquellos campos a la noche siguiente, a la misma hora, y, oyendo un tenue gemido, me acerqué en la oscuridad y descubrí al único superviviente de la familia que conozco, el heredero de sus virtudes y de sus vicios, y el único al que había afectado el incendio, tumbado boca abajo y mirando las paredes del sótano, donde aún ardían los rescoldos, murmurando para sí como solía. Había estado trabajando todo el día lejos de allí, en los prados del río, y había aprovechado el primer instante que había tenido para visitar la casa de sus padres y de su juventud. Miró el sótano desde todos los puntos de vista, alternativamente, siempre tumbado, como si recordara un tesoro oculto entre las piedras, aunque no había nada salvo un montón de ladrillos y cenizas. Derruida la casa, contemplaba lo que había quedado. Le consoló la simpatía que mi presencia indicaba y me mostró, hasta donde lo permitía la oscuridad, dónde estaba el pozo tapado que, gracias al cielo, no podría quemarse nunca; anduvo largo tiempo a tientas hasta que encontró la roldana que su padre había tallado y montado, palpando para dar con el gancho o argolla por el que se había colgado un peso hasta el extremo menos ligero —ahora no podía agarrase a otra cosa—, para convencerme de que no era un «ingenio» cualquiera. Lo palpé y desde entonces lo recuerdo todos los días en mis paseos, pues de él pendía la historia de una familia.
Una vez, a la izquierda, donde se ven el pozo y el arbusto de lilas junto al muro, ahora en campo abierto, vivieron Nutting y Le Grosse. Pero volvamos a Lincoln.
Adentrado en los bosques más que nadie, donde el camino se aproxima a la laguna, se instaló Wyman el alfarero, que suministraba objetos de arcilla a sus conciudadanos y dejó descendientes que le sucedieron. Ninguno de ellos fue rico en bienes terrenales y se les permitió conservar la tierra mientras vivieron. A menudo, el recaudador llegaba hasta allí para cobrar los impuestos y «embargaba una astilla», para guardar las formas, como he leído en sus informes, pues no había otra cosa en la que poner las manos. Un día de verano, mientras yo estaba sembrando, un hombre que llevaba una carga de loza al mercado detuvo su caballo en mi campo y me preguntó por el joven Wyman. Hacía mucho tiempo le había comprado un torno de alfarero y deseaba saber qué había sido de él. Yo había leído acerca de la arcilla y el torno del alfarero en las Escrituras, pero no se me había ocurrido que las vasijas que usamos no fueran las que se habían conservado intactas desde entonces o no brotaran en alguna parte como calabazas, y me agradó saber que un arte tan plástico se practicara en mi vecindad.
El último habitante que me precedió en estos bosques fue un irlandés, Hugh Quoil (si he desenrollado bien su nombre)[109], que ocupó el terreno de Wyman, coronel Quoil, como le llamaban. Corría el rumor de que había sido soldado en Waterloo. Si hubiera vivido lo suficiente le habría hecho volver a celebrar sus batallas. Aquí su oficio fue el de cavador. Napoleón fue a Santa Helena; Quoil vino a los bosques de Walden. Todo lo que sé de él es trágico. Era un hombre de buenos modales, propios de quien ha visto mundo, y hablaba con más cortesía de la que podía esperarse. En verano llevaba un gran chaquetón, presa del delirio temblón, y su rostro era de color carmín. Murió en la carretera a los pies de Brister’s Hill poco después de que yo llegara a los bosques, así que no puedo recordarlo como vecino. Antes de que derribaran su casa, que sus camaradas evitaban como un «castillo infausto», la visité. Aún estaban allí sus viejos trajes arrugados por el uso, como si fueran él mismo, sobre su cama levantada en un tablón. Su tonel estaba roto en el hogar, en lugar del cántaro roto en la fuente. El cántaro no pudo ser el símbolo de su muerte, pues me confesó que, aunque había oído hablar de Brister’s Spring, no la había visto nunca. Por el suelo había esparcidos naipes sucios, reyes de diamantes, espadas y corazones. Un pollo negro que el administrador no pudo atrapar, negro como la noche y tan silencioso como ella, sin cacarear, a la espera del zorro, se retiró a descansar a la habitación contigua. Alrededor se adivinaba el diseño de un huerto, para el que se había despejado el terreno y que no había sido sembrado nunca, a causa de aquellos terribles ataques, aunque ya era el tiempo de la cosecha. Estaba plagado de ajenjo romano y garrapatas que, por todo fruto, se prendieron a mis ropas. Había una piel de marmota recién tundida a espaldas de la casa, el trofeo de su última Waterloo, aunque el coronel no necesitará otro cálido capote ni mitones.
Ahora, sólo una hondonada en el terreno señala el lugar de esas moradas, con piedras de bodega sepultadas y fresas, sangüesas, frambuesas negras, avellanos y zumaques creciendo en la soleada cespedera; algún pino tea o un rugoso roble ocupa el lugar de la chimenea y tal vez un perfumado abedul negro se inclina donde se hallaba el umbral. A veces se ve el hueco del pozo, donde una vez brotó un manantial, cubierto de hierba seca y sin lágrimas; o tal vez, cuando el último de la raza partió, lo ocultó profundamente para que no fuera descubierto hasta un lejano día. ¡Qué penoso ha de ser tapar un pozo mientras se abren las fuentes de las lágrimas! Estas bodegas sepultadas, viejos agujeros como la madriguera de los zorros, son todo lo que ha quedado donde una vez resonaron el bullicio y la algarabía de la vida humana y «el hado, el libre albedrío y la presciencia absoluta»[110], de una forma o dialecto u otra, fueron por turno objeto de discusión. Todo cuanto puedo aprender de sus conclusiones equivale a esto: «Cato y Brister cardaron la lana», lo cual es tan edificante como la historia de las más famosas escuelas de filosofía.
Aún crece la lila vivaz una generación después de que la puerta, el dintel y el umbral hayan desaparecido, y sus flores perfumadas se abren cada primavera para que las coja un viajero distraído; plantada y cuidada una vez por manos infantiles en arriates fronteros, ahora se apoya en los muros de pastos retirados y cede su lugar a los nuevos bosques que crecen, la última de aquella estirpe, la única superviviente de la familia. Poco podían imaginar aquellos niños morenos que el diminuto esqueje de dos yemas que clavaron en el suelo, a la sombra de la casa, y regaron cada día, arraigaría de este modo y les sobreviviría a ellos y a la casa en esa zona sombreada, hasta convertirse en el jardín y el huerto del hombre y musitar su historia al viajero solitario, medio siglo después de que hubieran crecido y muerto, floreciendo tan hermosamente y oliendo con tanta dulzura como en aquella primavera temprana. Anoto sus colores tiernos, delicados, alegres, lilas.
Pero ¿por qué esta pequeña ciudad, germen de algo mayor, ha desaparecido mientras que Concord conserva su terreno? ¿No había aquí ventajas naturales, privilegios de agua, sin duda? Ay, la profunda laguna de Walden y la fría Brister’s Spring, un privilegio para beber largos y saludables tragos, desaprovechados por los hombres salvo para limpiar sus vasos. Universalmente fueron una raza sedienta. ¿No podrían haber prosperado aquí los oficios de cestería, de fabricación de escobas, de felpudos, el tueste de maíz, el hilado de lino y la alfarería, haciendo que el desierto floreciera como la rosa para que una descendencia numerosa heredase la tierra de sus padres? El suelo estéril habría sido una prueba contra la degeneración de las tierras bajas. ¡Ay, qué poco aumenta la memoria de estos habitantes la belleza del paisaje! Tal vez la naturaleza pruebe de nuevo conmigo como primer morador y mi casa, levantada la pasada primavera, llegue a ser la más vieja de la aldea.
No sé de nadie que haya construido una casa en el lugar que yo ocupo. Libradme de una ciudad construida en el lugar de una ciudad más antigua, cuyos materiales son ruinas, cuyos jardines son cementerios. El suelo está pelado y maldito en ella y, antes de hacerse necesaria, la propia tierra será destruida. Con esas reminiscencias repoblaba los bosques y arrullaba mis sueños.
En esa época apenas tenía visitas. Cuando la nieve era tan espesa, nadie se aventuraba a acercarse a mi casa durante una semana e incluso una quincena, pero allí vivía tan cómodo como un ratón de campo o como el ganado y las gallinas, de los que se dice que han sobrevivido mucho tiempo sepultados bajo la nieve, incluso sin alimento; o como la familia de aquel pionero en la ciudad de Sutton, en este estado, cuya casa quedó completamente cubierta por la gran nevada de 1717, estando él ausente, hasta que un indio la encontró gracias al agujero que el tiro de la chimenea abrió en la nieve y salvó a la familia. Ningún indio amistoso se preocupó por mí, ni tenía por qué, pues el dueño de la casa estaba en ella. ¡La gran nevada! ¡Qué agradable es oír hablar de ella! Los granjeros no podían salir a los bosques y pantanos con sus yuntas y se vieron obligados a cortar los árboles que daban sombra a sus casas y, cuando la costra de hielo era más dura, a cortar los árboles de los pantanos a diez pies del suelo, como se vio en la primavera siguiente.
«Cuando la nieve era tan espesa, nadie se aventuraba a acercarse a mi casa…».
En las más fuertes nevadas, el sendero que yo seguía desde la carretera hasta mi casa, de una media milla de largo, podría haber sido representado por una ondulante línea de puntos, con amplios intervalos entre los puntos. Durante una semana de tiempo estable di exactamente el mismo número de pasos, y de la misma longitud, al ir y al venir, caminando deliberadamente y con la precisión de un compás sobre mis propias huellas —a semejante rutina nos reduce el invierno—, aunque, a menudo, ya estaban llenas del azul del cielo. Pero el clima no se interpuso fatalmente en mis paseos, o más bien salidas al extranjero, pues con frecuencia recorría ocho o diez millas, a través de la nieve más espesa, para acudir a una cita con un haya, o un abedul amarillo, o un viejo conocido entre los pinos, cuando el hielo y la nieve doblaban sus ramas y afilaban sus copas hasta convertirlos en abetos; o vagaba hasta las cimas de las más altas colinas cuando la nieve tenía casi dos pies de altura, sacudiéndome de la cabeza a cada paso una nueva nevisca; o, a veces, me arrastraba y tanteaba el terreno con manos y rodillas, cuando los cazadores se habían retirado a los cuarteles de invierno. Una tarde me divertí observando un búho listado (Strix nebulosa), posado en una de las ramas muertas inferiores de un pino blanco, cerca del tronco, en pleno día, a una vara de donde yo me encontraba. Me oyó cuando me moví y crujió la nieve bajo mis pies, pero no podía verme con claridad. Al hacer más ruido estiró el cuello y erizó las plumas y abrió los ojos por completo, pero pronto volvieron a cerrársele los párpados y empezó a dormitar. También yo me sentí somnoliento tras observarlo durante media hora, mientras él descansaba con los ojos semiabiertos, como un gato, el hermano alado del gato. Apenas había un resquicio entre sus párpados, gracias al cual mantenía conmigo una relación peninsular, con los ojos semicerrados, mirando desde el país de los sueños y procurando percatarse de mi presencia, un vago objeto o mota que interrumpía sus visiones. Al cabo, a causa de un ruido mayor o de mi cercanía, empezó a inquietarse y perezosamente se removió en su pértiga, molesto por que hubieran turbado sus sueños, y cuando alzó el vuelo y aleteó hacia los pinos, extendiendo unas alas de tamaño inesperado, no oí el menor sonido. Guiándose en la espesura por un delicado sentido de la proximidad de las ramas más que por la vista, advirtiendo su trayectoria crepuscular, por así decirlo, con sus sensibles alas, encontró una nueva pértiga donde esperar en paz el amanecer de su día.
Mientras seguía el trazado del ferrocarril a través de los páramos, topaba con más de una ráfaga cortante de viento, pues en ningún otro sitio sopla con más libertad, y cuando la escarcha me golpeaba una mejilla, por pagano que fuera, le ponía también la otra. No era mucho mejor la carretera de Brister’s Hill. Solía ir tranquilamente a la ciudad, como un indio amistoso, cuando la nieve de los amplios campos abiertos se amontonaba junto a los muros del camino de Walden y media hora era suficiente para borrar las huellas del último viajero. Cuando volvía, se habían formado nuevos aludes, a través de los cuales tanteaba mi camino, y el viento del norte había ido depositando el polvo de nieve en cada recodo del camino, y no podía verse la huella de un conejo ni la menor impresión o el más pequeño rastro de un ratón de campo. Sin embargo, rara vez dejaba de encontrar, incluso en pleno invierno, algún tremedal cálido y húmedo donde la hierba y las berzas medraban con perenne verdor y algún pájaro más osado esperaba el regreso de la primavera.
A veces, a pesar de la nieve, cuando volvía de mi paseo vespertino, me cruzaba con las huellas de un leñador que partían desde mi puerta y encontraba su pila de virutas en el hogar y mi casa llena del olor de su pipa. Si me encontraba en casa un domingo por la tarde, oía crujir la nieve con los pasos de un granjero tozudo que llegaba a mi casa desde un lugar apartado de los bosques para mantener cierto «trato» social; uno de los pocos que, en su vocación, son «hombres en las granjas»[111] y visten camisa en lugar de la toga de profesor, tan dispuesto a extraer las enseñanzas de la iglesia y el estado como a levantar una carga de estiércol en su granero. Hablábamos de las épocas rudas y sencillas, cuando los hombres se sentaban alrededor de grandes fuegos, con un tiempo frío y estimulante y la cabeza descubierta, y si no teníamos otro postre, hincábamos el diente en más de una nuez que las sabias ardillas habían dejado, pues las que tienen la cascara más dura suelen estar vacías.
Quien vino a mi casa de más lejos, a través de fuertes nevadas y tenebrosas tempestades, fue un poeta. Un granjero, un cazador, un soldado, un periodista, incluso un filósofo pueden acobardarse, pero nada podría detener a un poeta, pues obra por amor puro. ¿Quién podría predecir sus idas y venidas? Su oficio le llama a cualquier hora, incluso cuando duermen los médicos. Hacíamos que aquella pequeña casa sonara con la bulliciosa alegría y resonara con el murmullo de mucha conversación sobria, enmendando los largos silencios del valle de Walden. En comparación, Broadway estaba tranquila y desierta. A intervalos adecuados había salvas regulares de risa, que podían atribuirse tanto a la última broma o a la siguiente. Elaboramos muchas teorías de la vida «completamente nuevas» sobre un magro plato de gachas, que combinaban las ventajas de la camaradería con la clarividencia que la filosofía requiere.
No debería olvidar que, en mi último invierno en la laguna, di la bienvenida a otra visita[112], que llegó atravesando la ciudad, la nieve, la lluvia y la oscuridad hasta que vio la luz de mi lámpara entre los árboles, y compartió conmigo largas tardes de invierno. Uno de los últimos filósofos —Connecticut se lo ha dado al mundo—, vendió primero sus mercancías de casa en casa y luego, como él dice, sus ideas. Estas aún las vende, inspirándose en Dios y avergonzando al hombre, dando por todo fruto su cerebro, como el meollo de la nuez. Creo que es el hombre con más fe que existe. Sus palabras y su actitud siempre denotan una situación mejor que aquella con la que están familiarizados los hombres, y sería el último en sentirse decepcionado con la revolución de los tiempos. Ahora no tiene suerte. Relativamente menospreciado en la actualidad, cuando llegue su día se promulgarán leyes imprevistas por la mayoría, y los padres de familia y los gobernantes acudirán a pedirle consejo.
¡Qué ciego está quien no ve la serenidad![113]
Un verdadero amigo del hombre; casi el único amigo del progreso humano. Un Viejo mortalidad[114], o más bien inmortalidad, de infinita paciencia y fe para lograr que se vea la imagen grabada en los cuerpos de los hombres, el dios del que son monumentos derruidos y sin rostro. Su hospitalaria inteligencia acoge a los niños, a los mendigos, a los locos y a los sabios, comprende el pensamiento de todos ellos y les añade amplitud y elegancia. Podría abrir una posada en la carretera del mundo donde los filósofos de todas las naciones se reunieran y en cuya muestra dijera: «Alojamiento para el hombre, no para su bestia. Entrad quienes tengáis tiempo y tranquilidad y busquéis en serio el verdadero camino». Tal vez sea el más sano de los hombres, con menos caprichos que nadie que yo conozca; igual ayer que mañana. Hemos caminado y conversado durante años, hasta dejar atrás el mundo, pues él no estaba ligado a ninguna institución y había nacido libre, ingenuus. Allí donde volviéramos nuestros pasos parecía que los cielos y la tierra se juntaban, pues con él aumentaba la belleza del paisaje. Viste de azul y su techo más apropiado es la bóveda celeste que refleja su serenidad. No veo que pueda morir; la naturaleza no podría prescindir de él.
Teniendo cada uno ripias de pensamiento bien secas, nos sentábamos a mondarlas, probando nuestras navajas y admirando la corteza amarillenta del pino blanco. Vadeábamos con tanta gentileza y reverencia, o remábamos juntos tan suavemente, que los peces del pensamiento no se apartaban de la corriente ni temían que lanzáramos el anzuelo, sino que iban y venían majestuosamente, como las nubes que flotan en el cielo occidental y los copos de madreperla que, a veces, se forman y disuelven allí. Allí trabajábamos, revisando la mitología, dándole vueltas a una fábula y construyendo castillos en el aire para los que la tierra no ofrecía un fundamento digno. ¡Gran observador! ¡Siempre expectante! Conversar con él era como leer las mil y una noches de Nueva Inglaterra. Hablábamos de tal modo, el eremita, el filósofo y el antiguo morador del que ya he hablado —los tres—, que mi pequeña casa se expandía y contraía. No me atrevería a decir cuántas libras de peso habría por encima de la presión atmosférica por cada pulgada cuadrada. Las junturas de la casa se abrían de tal modo que tendría que calafatearlas luego con mucho aburrimiento para evitar que se desmoronase, pero me había provisto de una cantidad suficiente de esa clase de estopa.
Había otro con quien pasaba «buenas temporadas», dignas de recuerdo, en su casa de la ciudad, y que me visitaba de vez en cuando[115], pero no tenía más compañía.
Como en todas partes, también allí esperaba a veces la visita que nunca viene. El Visnú Purana dice: «El anfitrión ha de sentarse al atardecer en el patio de su casa tanto tiempo como lleva ordeñar una vaca, o más si lo desea, para esperar a su huésped». He cumplido a menudo este deber de hospitalidad y esperado tanto tiempo como para ordeñar un rebaño entero de vacas, pero no vi aproximarse al hombre desde la ciudad.