CUANDO escribí las páginas siguientes, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo, en los bosques, a una milla de cualquier vecino, en una casa que había construido yo mismo, a orillas de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, y me ganaba la vida sólo con el trabajo de mis manos. Viví allí dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un residente en la vida civilizada.
No impondría mis asuntos a la atención de los lectores si mis conciudadanos no hubieran hecho preguntas muy concretas sobre mi modo de vida, que algunos calificarían de impertinentes, aunque a mí no me lo parezcan en absoluto, sino, considerando las circunstancias, muy naturales y pertinentes. Unos han preguntado qué tenía para comer, si no me sentía solo, si no tenía miedo y cosas parecidas. Otros han querido saber qué parte de mis ingresos dedicaba a obras de caridad, y algunos, con familia numerosa, a cuántos niños pobres mantenía. Por tanto, a aquellos lectores que no sientan particular interés por mí, les pido perdón por tratar de responder a algunas de tales preguntas en este libro. En la mayoría de los libros se omite el yo, o la primera persona; en este se mantiene; respecto al egoísmo, esa es la principal diferencia. Por lo general, no recordamos que, al fin y al cabo, siempre es la primera persona la que habla. No hablaría tanto de mí mismo si hubiera otra persona a quien conociera tan bien. Por desgracia, estoy limitado a este asunto por la pobreza de mi experiencia. Además, por mi parte, exijo de todo escritor, antes o después, un relato sencillo y sincero de su propia vida, y no sólo lo que ha oído de las vidas de otros hombres; un relato como el que enviaría a sus parientes desde una tierra lejana, porque si ha vivido sinceramente, tiene que haber sido en una tierra lejana para mí. Tal vez estas páginas se dirijan especialmente a los estudiantes pobres. En cuanto al resto de mis lectores, aceptarán las partes que les afecten. Confío en que nadie fuerce las costuras al ponerse el abrigo, porque reporte un buen servicio a quien le siente bien.
Estoy dispuesto a decir algo no tanto de los chinos y de los isleños de las Sandwich, como de vosotros, que leéis estas páginas y, según se dice, vivís en Nueva Inglaterra; algo sobre vuestra condición, en especial sobre vuestra condición exterior o circunstancias en este mundo, en esta ciudad, es decir, si es necesario que sea tan mala como es, si puede mejorar o no. He viajado mucho en Concord y, en todas partes, en las tiendas, las oficinas y los campos, me ha parecido que sus habitantes estaban haciendo penitencia de mil notables maneras. Lo que he oído de los brahmanes, que se sientan expuestos a cuatro fuegos de cara al sol, o cuelgan boca abajo sobre las llamas, o miran a los cielos por encima del hombro «hasta que les resulta imposible recuperar su posición habitual, mientras que por la torsión del cuello no pueden ingerir sino líquidos»; o que se hallan al pie de un árbol encadenados de por vida; o que miden con su cuerpo, como orugas, la extensión de vastos imperios; o que se yerguen sobre una sola pierna en lo alto de un pilar; ni siquiera estas formas de penitencia consciente son más increíbles y sorprendentes que las escenas que contemplo a diario. Los doce trabajos de Hércules son triviales en comparación con los que mis vecinos han emprendido, porque aquellos eran sólo doce y tenían un final, pero aún no he visto que estos hombres hayan matado o capturado monstruo alguno ni acabado una sola tarea. No tienen un Yolao amigo que queme con un hierro candente la raíz de la cabeza de la hidra, sino que tan pronto como una es aplastada, surgen dos.
Veo a hombres jóvenes, conciudadanos míos, cuya desgracia es haber heredado granjas, casas, graneros, ganado y aperos de labranza; pues es más fácil adquirirlos que librarse de ellos. Habría sido mejor que hubieran nacido en campo abierto y que una loba los amamantara, que pudieran haber visto con mirada más clara qué tierra estaban llamados a cultivar. ¿Quién los ha hecho siervos de la gleba? ¿Por qué habrían de comer sus sesenta acres, cuando el hombre está condenado a comer sólo su porción de barro? ¿Por qué han de empezar a cavar su tumba en cuanto nacen? Tienen que vivir la vida de un hombre, enfrentarse a estas cosas y salir lo más airosos posible. ¡Cuántas pobres almas inmortales he encontrado casi aplastadas y asfixiadas bajo su carga, arrastrándose por el camino de la vida, empujando ante sí un granero de setenta y cinco pies por cuarenta, sus establos de Augías sin limpiar y un centenar de acres de tierra, labranza, siega, pasto y una parcela de bosque! El desposeído, que no lucha con tales inconvenientes heredados, tiene bastante trabajo con someter y cultivar unos pocos pies cúbicos de carne.
Los hombres trabajan por error. La mejor parte del hombre es muy pronto arada en la tierra como abono. Por un hado similar, comúnmente llamado necesidad, se dedican, como dice un viejo libro, a acumular riquezas donde roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones abren brechas y roban. Es una vida de locos, como comprenderán cuando lleguen a su fin, si no antes. Se dice que Pirra y Deucalión crearon a los hombres al lanzar piedras a sus espaldas:
Inde genus durum sumus, experiensque laborum,
Et documenta damus qua simus origine nati.
O como Raleigh rima con sonoridad:
Desde entonces nuestra especie es insensible, resiste el dolor y el cuidado,
Y prueba que nuestro cuerpo es de naturaleza rocosa.
Todo por ciega obediencia a un oráculo errado, al lanzar piedras a sus espaldas sin ver dónde caían.
La mayoría de los hombres, incluso en este país relativamente libre, por mera ignorancia y error, está tan ocupada con los cuidados ficticios y las labores superfluamente groseras de la vida, que no puede recoger sus mejores frutos. Sus dedos, por el trabajo excesivo, son demasiado torpes y tiemblan demasiado para ello. En realidad, el hombre laborioso no tiene ocio para una verdadera integridad cotidiana; no puede permitirse mantener las relaciones más viriles con otros hombres; su trabajo se depreciaría en el mercado. No tiene tiempo de ser sino una máquina. ¿Cómo podría recordar su ignorancia —según requiere su crecimiento— quien ha de usar tanto su conocimiento? Tendríamos que alimentarlo y vestirlo gratuitamente y reponerlo con cordiales antes de juzgarlo. Las mejores cualidades de nuestra naturaleza, como la flor de los frutales, sólo pueden preservarse con el trato más delicado. Sin embargo, no nos tratamos a nosotros mismos ni a los demás con esa ternura.
Todos sabemos que para algunos de vosotros, pobres como sois, vivir es duro y a veces jadeáis para respirar. No dudo de que algunos de los que estáis leyendo este libro sois incapaces de pagar todas vuestras comidas o los abrigos y zapatos que lleváis o habéis gastado, y que habéis venido a esta página a pasar un tiempo prestado o sustraído, tras robar una hora a los acreedores. Resulta evidente cuán mezquinas y furtivas vidas vivís muchos de vosotros, porque mi vista se ha aguzado con la experiencia; siempre en los límites, intentando hacer negocio y evitar las deudas, una ciénaga muy antigua, llamada por los latinos æs alienum, el cobre ajeno, porque algunas de sus monedas eran de cobre; viviendo y muriendo, y enterrados con este cobre ajeno; siempre prometiendo pagar, prometiendo pagar mañana y muriendo hoy, insolventes; buscando favores y encargos de muchos modos, con tal que no incurran en penas de prisión; mintiendo, adulando, votando, encogiéndoos en una cáscara de nuez de civilidad o dilatando una atmósfera de delgada y vaporosa generosidad, a fin de persuadir a vuestro vecino de que os permita hacerle unos zapatos, o el sombrero, o el abrigo, o el coche, o acarrear por él sus víveres; enfermando hasta reunir algo para un mal día, algo que esconder en una vieja arca o en una media tras el revoque o, con mayor seguridad, en un banco de ladrillos; no importa dónde, no importa si mucho o poco.
A veces me asombro de que podamos ser tan frívolos, casi podría decir, como para atender a la forma de grosera servidumbre, pero algo ajena, conocida como la esclavitud de los negros, cuando hay tantos dueños agudos y sutiles que esclavizan tanto al norte como al sur. Es duro tener un supervisor sureño y peor tener uno norteño, pero lo peor de todo es que seáis vuestros propios negreros. ¡Y hablamos de la divinidad en el hombre! Mirad al cochero en la carretera, dirigiéndose al mercado de día o de noche, ¿acaso se agita la divinidad en él? ¡Su deber superior es forrajear y abrevar a sus caballos! ¿Qué es su destino para él comparado con los intereses de embarque? ¿No conduce para el Señor Escandalizador? ¿Cuán divino, cuán inmortal es? Mirad cómo se encoge y escabulle, qué vagos temores abriga todo el día sin ser inmortal ni divino, sino esclavo y prisionero de la opinión que tiene de sí mismo, una fama lograda por sus propios hechos. La opinión pública es un débil tirano comparada con nuestra propia opinión. Lo que un hombre piensa de sí mismo es lo que determina, o más bien indica, su hado. ¿Qué Wilberforce[32] llevará a cabo la emancipación de uno mismo en las provincias indias occidentales de la fantasía y la imaginación? ¡Pensad también en nuestras señoras, que tejen cojines de aseo para el último día, con tal de no revelar un interés demasiado crudo en su hado! Como si pudierais matar el tiempo sin ofender a la eternidad.
La mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación. Lo que se llama resignación es desesperación confirmada. De la ciudad desesperada marcháis al campo desesperado y os consoláis con la valentía de los visones y las ratas almizcleras. Una desesperación estereotipada, pero inconsciente, se oculta incluso bajo los llamados juegos y diversiones de la humanidad. No hay en ellos el esparcimiento que viene tras el trabajo. Una característica de la sabiduría es no hacer cosas desesperadas.
Cuando consideramos lo que, por usar las palabras del catecismo, es el fin principal del hombre y cuáles son las auténticas necesidades y medios de vida, parece como si los hombres hubieran elegido deliberadamente el modo común de vida porque lo prefieren a cualquier otro. Sin embargo, creen sinceramente que no hay elección, aunque las naturalezas alertas y saludables recuerdan que el sol sale con claridad. Nunca es demasiado tarde para renunciar a nuestros prejuicios. No puede confiarse sin prueba en manera alguna de pensar u obrar, por antigua que sea. Aquello de lo que todo el mundo hoy se hace eco o admite como cierto en silencio puede resultar falso mañana, mero humo de opinión que algunos habían tomado por una nube que salpicaría sus campos con lluvia fertilizante. Haced lo que los viejos dicen que no podéis hacer y veréis como podéis hacerlo. Lo viejo para los ancianos y lo nuevo para los jóvenes. Tal vez los ancianos no hayan sabido traer más combustible con que mantener el fuego; los jóvenes ponen un poco de leña seca bajo una cazuela y giran en torno al globo a la velocidad de los pájaros, de un modo capaz de acabar, según se dice, con los ancianos. La vejez no está mejor ni tan bien cualificada para instruir como la juventud, porque no ha aprovechado tanto como ha perdido. Casi podríamos dudar de si el hombre más sabio, por vivir, ha aprendido algo con valor absoluto. En la práctica, los viejos no tienen consejos muy importantes que dar a los jóvenes, pues su experiencia ha sido tan parcial y sus vidas han sido fracasos tan miserables, por razones particulares, como ellos suponen, y puede que les quede algo de fe que desmienta aquella experiencia y sean sólo menos jóvenes de lo que fueron. He vivido unos treinta años en este planeta y hasta ahora no he oído la primera sílaba de un consejo valioso ni serio de mis mayores. Nada me han dicho y, probablemente, nada puedan decirme a propósito. He aquí la vida, en gran medida un experimento que aún no he llevado a cabo; de nada me sirve que ellos lo hayan hecho. Si tengo alguna experiencia que considero valiosa, estoy seguro de que mis mentores no han dicho nada al respeto.
Un granjero me dice: «No puedes vivir sólo de vegetales, pues no son alimento para los huesos», y dedica religiosamente parte del día a suministrar a su sistema el crudo material de los huesos, caminando mientras habla tras su buey, el cual, con huesos fabricados de vegetales, tira a toda costa de él y de su pesado arado. Ciertas cosas, que en ciertos círculos, los más desamparados y enfermos, son necesidades de la vida, en otros son sólo lujos y en otros son desconocidas por completo.
Algunos creen que todo el terreno de la vida humana ha sido examinado por sus predecesores, tanto las cimas como los valles, así como todas las cosas por que preocuparse. Según Evelyn, «el sabio Salomón prescribió la distancia entre los árboles y los pretores romanos decidieron con qué frecuencia se podía entrar a recoger impunemente las bellotas caídas en la tierra del vecino, y la parte que le correspondía»[33]. Hipócrates indicó incluso cómo cortarse las uñas, hasta el extremo del dedo, no más largas ni cortas. Sin duda, el mismo tedio y aburrimiento que parece haber agotado la variedad y los goces de la vida es tan viejo como Adán. Pero las capacidades del hombre nunca han sido medidas, ni vamos a juzgar sobre lo que puede hacer por precedente alguno, con lo poco que se ha intentado. Cualesquiera hayan sido hasta ahora tus fracasos, «no te aflijas, hijo mío, pues ¿quién te señalará lo que has dejado por hacer?»[34].
Podríamos someter nuestra vida a mil sencillas pruebas, como, por ejemplo, que el mismo sol que madura mis judías ilumina a la vez un sistema de planetas como el nuestro. Si hubiera recordado esto, habría evitado ciertos errores. No las cultivé a esa luz. ¡De qué maravillosos triángulos son ápices las estrellas! ¡Qué seres distantes y diferentes en las varias mansiones del universo contemplan lo mismo a la vez! La naturaleza y la vida humana son tan variadas como nuestras diversas constituciones. ¿Quién dirá qué perspectiva ofrece la vida a otro? ¿Podría ocurrimos un milagro mayor que mirar a través de los ojos ajenos por un instante? Deberíamos vivir en todas las épocas del mundo en una hora, ¡ay, en todos los mundos de cualquier época! ¡Historia, poesía, mitología! Ninguna lectura de la experiencia ajena sería tan asombrosa e informativa como esta.
Creo sinceramente que la mayor parte de lo que mis vecinos llaman bueno es malo y, si me arrepiento de algo, probablemente sea de mi buena conducta. ¿Qué demonio me ha poseído para comportarme tan bien? Puedes decir las cosas más sabias por ser viejo, tú que has vivido setenta años, no sin cierto honor; yo oigo una voz irresistible que me invita a alejarme de todo eso. Una generación abandona las empresas de otra como naves varadas.
Podríamos confiar más de cuanto lo hacemos. Podríamos renunciar al cuidado de nosotros mismos que sinceramente estamos dispuestos a conceder. La naturaleza está tan bien adaptada a nuestra debilidad como a nuestra fuerza. La incesante ansiedad y esfuerzo de algunos es una forma casi incurable de enfermedad. Exageramos la importancia del trabajo que hacemos y, sin embargo, ¡cuántas cosas dejamos por hacer! ¿Y si hubiéramos caído enfermos? ¡Qué vigilantes estamos, resueltos a no vivir por la fe si podemos evitarlo! Pasamos el día en alerta, de noche rezamos con desgana nuestras oraciones y nos encomendamos a incertidumbres. Nos vemos continua y sinceramente obligados a vivir, reverenciando nuestra vida y negando la posibilidad del cambio. Es el único camino, decimos; pero hay tantos caminos como radios pueden trazarse desde un centro. Todo cambio es un milagro digno de contemplarse; pero un milagro es lo que tiene lugar a cada instante. Confucio dijo: «Saber que sabemos lo que sabemos y que no sabemos lo que no sabemos es el verdadero conocimiento». Cuando un hombre reduzca un hecho de la imaginación a un hecho de su entendimiento, preveo que todos los hombres establecerán su vida sobre esa base.
Consideremos por un momento de dónde proviene la mayor parte de la inquietud y ansiedad a la que me he referido y si es necesario que estemos inquietos o, al menos, atentos. Sería provechoso vivir una vida primitiva y fronteriza, incluso en medio de una civilización exterior, aunque sólo fuera para aprender cuáles son las vulgares necesidades de la vida y qué métodos se han adoptado para satisfacerlas; incluso ojear los viejos diarios de los comerciantes para ver qué era lo que los hombres solían comprar en el almacén y lo que almacenaban, es decir, cuáles son las viandas más vulgares. Porque la mejora de los tiempos ha tenido poca influencia en las leyes esenciales de la existencia del hombre, así como nuestros esqueletos no se distinguen probablemente de los de nuestros antepasados.
Con las palabras necesario para vivir me refiero a todo lo que, obtenido por el propio esfuerzo del hombre, ha sido desde el principio, o ha resultado por el uso, tan importante para la vida humana que pocos, si los hay, por salvajismo, pobreza o filosofía, han intentado subsistir sin ello. Para muchas criaturas hay en este sentido sólo una cosa necesaria para la vida, el alimento. Para el bisonte de la pradera consiste en unas pocas pulgadas de sabrosa hierba y agua para beber, a menos que busque el cobijo del bosque o la sombra de la montaña. Nada en la creación animal requiere más que alimento y cobijo. Las cosas necesarias de la vida para el hombre en este clima pueden distribuirse, de manera bastante exacta, bajo los títulos de alimento, cobijo, vestido y combustible, porque hasta que no hayamos asegurado tales cosas, no estamos preparados para afrontar los auténticos problemas de la vida con libertad y una perspectiva de éxito. El hombre no sólo ha inventado casas, sino ropa y comida cocinada, y posiblemente por el descubrimiento accidental del calor del fuego y su uso consecuente, que al principio fue un lujo, surgió la actual necesidad de sentarse junto a él. Observamos que los perros y gatos adquieren la misma segunda naturaleza. Con adecuado cobijo y vestido conservamos legítimamente nuestro calor interior, pero ¿no podríamos decir en verdad que la cocina empezó con el exceso de cobijo o vestido, o de combustible, es decir, con un calor exterior mayor que el interior? Darwin, el naturalista, dice de los habitantes de la Tierra del Fuego que, mientras que los de su grupo, abrigados y sentados junto al fuego, no estaban demasiado calientes, los salvajes desnudos, que se hallaban más lejos, para su sorpresa, «estaban bañados de sudor por el calor». Así, se nos dice que el habitante de Nueva Holanda va impunemente desnudo, mientras que el europeo tirita bajo sus ropas. ¿Es imposible combinar la dureza de estos salvajes con la condición intelectual del hombre civilizado? Según Liebig, el cuerpo del hombre es una estufa y el alimento es lo que mantiene la combustión interna en los pulmones[35]. Con el frío comemos más, con el calor menos. El calor animal es el resultado de una lenta combustión y la enfermedad y la muerte sobrevienen cuando la combustión es demasiado rápida; por falta de combustible o por un defecto del tiro, el fuego se apaga. Por supuesto, el calor vital no ha de confundirse con el fuego; hasta ahí llega la analogía. Parece, por tanto, por la lista anterior, que la expresión vida animal es casi sinónima de la expresión calor animal porque mientras que el alimento puede considerarse el combustible que mantiene el fuego en nuestro interior —y el combustible sirve sólo para preparar el alimento o aumentar el calor de nuestros cuerpos por adición del exterior—, el cobijo y el vestido sirven también para retener el calor así generado y absorbido.
La gran necesidad de nuestros cuerpos es, por tanto, mantenerse calientes, mantener el calor vital en nosotros. ¡Cuántas molestias nos tomamos no sólo con nuestro alimento, ropa y cobijo, sino con nuestra cama, que es nuestro vestido nocturno, robando los nidos y pechos de los pájaros para preparar este cobijo dentro de un cobijo, así como el topo tiene su lecho de hierba y se retira al fondo de su madriguera! El hombre pobre suele quejarse de que este es un mundo frío y al frío, no menos físico que social, achacamos directamente gran parte de nuestras dolencias. El verano, en ciertos climas, hace posible para el hombre una especie de vida elísea. El combustible, salvo para cocinar su comida, resulta entonces innecesario; el sol es su fuego y muchos frutos están suficientemente cocinados por sus rayos, mientras que el alimento es por lo general más variado y se obtiene con mayor facilidad, y el vestido y el cobijo son por completo o casi innecesarios. Hoy en día y en este país, como sé por propia experiencia, pocos utensilios, un cuchillo, un hacha, una pala, una carretilla, etc., y para el estudioso la luz de una lámpara, útiles de escribir y el acceso a unos pocos libros, se aproximan a lo necesario y pueden obtenerse con un coste nimio. Sin embargo, algunos, no los sabios, marchan a la otra parte del globo, a regiones bárbaras e insalubres, y se dedican a comerciar durante diez o veinte años para poder vivir —es decir, mantenerse cómodamente calientes— y morir al fin en Nueva Inglaterra. Los lujosamente ricos no sólo se mantienen cómodamente calientes, sino con un ardor antinatural; como ya he sugerido, se cocinan, por supuesto, à la mode.
La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad. Con respecto a los lujos y comodidades, los más sabios siempre han vivido una vida más sencilla y austera que los pobres. Los antiguos filósofos chinos, hindúes, persas y griegos formaron una clase tan pobre en riquezas exteriores, y rica en interiores, como no ha habido otra. Apenas sabemos nada de ellos. Es curioso que nosotros sepamos tanto de ellos. Lo mismo puede decirse de los modernos reformadores y benefactores de la raza. Nadie puede ser un observador imparcial o sabio de la vida humana si no se apoya en lo que nosotros deberíamos llamar pobreza voluntaria. El fruto de una vida de lujo es el lujo, ya sea en agricultura, comercio, literatura o arte. Hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Sin embargo, es admirable profesarla porque una vez fue admirable vivirla. Ser un filósofo no es sólo tener pensamientos sutiles, ni siquiera fundar una escuela, sino amar la sabiduría y vivir de acuerdo con sus dictados una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza. Es resolver ciertos problemas de la vida, no sólo en la teoría, sino en la práctica. El éxito de los grandes escolares[36] y pensadores es por lo general un éxito cortesano, no regio ni varonil. Cambian para vivir sólo por conformidad, prácticamente como sus padres, y no son en modo alguno los progenitores de una raza de hombres más nobles. Pero ¿por qué degeneran siempre los hombres? ¿Qué hace desaparecer a las familias? ¿Cuál es la naturaleza del lujo que enerva y destruye naciones? ¿Estamos seguros de que no se halla en nuestras vidas? El filósofo está por delante de su época incluso en la forma exterior de su vida, No se alimenta, cobija, viste ni calienta como sus contemporáneos. ¿Cómo puede un hombre ser filósofo y no mantener su calor vital con mejores métodos que los de otros hombres? Cuando un hombre entra en calor por los diversos modos que he descrito, ¿qué quiere a continuación? Seguramente, no más calor del mismo tipo, sino más y mejor comida, casas mayores y más espléndidas, ropa más linda y abundante, fuegos más intensos, numerosos e incesantes, y cosas por el estilo. Cuando ha obtenido lo que es necesario para la vida, hay otra alternativa a obtener lo superfluo: aventurarse ahora en la vida, tras comenzar las vacaciones de su esfuerzo más humilde. El terreno, según parece, es idóneo para la semilla, porque ha penetrado su radícula y puede brotar con confianza. ¿Por qué ha arraigado el hombre tan firmemente en la tierra, sino para poder alzarse en la misma proporción hacia los cielos? Las plantas más nobles se aprecian por el fruto que dan al cabo en el aire y la luz, lejos de la tierra, y no se las trata como humildes comestibles, que, aunque sean bienales, se cultivan sólo hasta que ha crecido su raíz, y a menudo se podan por arriba a propósito, de modo que casi nadie las ha visto nunca en flor.
No pretendo prescribir reglas a las naturalezas fuertes y valientes, que cuidan de sus asuntos en el cielo o el infierno y quizá levantan construcciones más magníficas y gastan con mayor prodigalidad que los ricos sin empobrecerse ni saber cómo viven, si, en efecto, tales naturalezas existen, como se ha soñado; ni a quienes hallan su coraje e inspiración precisamente en el actual estado de cosas y lo aprecian con el afecto y entusiasmo de los amantes, entre los que me cuento hasta cierto punto. No hablo a quienes están bien ocupados, en cualesquiera circunstancias, y saben si están o no bien ocupados, sino a la masa de hombres que están descontentos y se quejan ociosamente de la dureza de su suerte o de su tiempo cuando podrían mejorarlos. Algunos se quejan más enérgica e inconsolablemente que otros porque están, según dicen, cumpliendo con su deber. También pienso en aquella clase, aparentemente enriquecida, pero suma y terriblemente empobrecida, de los que han acumulado escoria, pero no saben cómo usarla o librarse de ella y han forjado así sus propios grilletes dorados o plateados.
Si tratara de contar cómo he deseado emplear mi vida en los años pasados, probablemente sorprendería a aquellos de mis lectores que conocen algo de su verdadera historia; asombraría, por cierto, a los que no saben nada de ella. Sólo sugeriré algunas de las cosas en que me he empeñado.
Con cualquier clima, a cualquier hora del día o de la noche, me he preocupado por mejorar la muesca del tiempo y señalarla en mi bastón; por permanecer en el cruce de dos eternidades, el pasado y el futuro, que es precisamente el momento presente, por conformarme con ello. Perdonaréis ciertas oscuridades, ya que hay más secretos en mi oficio que en el de la mayoría de los hombres, no mantenidos voluntariamente, sino inseparables de su naturaleza. Alegremente diría todo lo que sé, sin pintar nunca en la puerta: «Prohibido el paso».
Hace tiempo perdí un perro, un bayo y una tórtola, y aún sigo su rastro. He hablado de ellos con muchos viajeros, les he descrito sus rasgos y la llamada a la que responden. He encontrado a uno o dos que han oído al perro y el trote del caballo, e incluso han visto desaparecer a la paloma tras una nube, y que parecían tan ansiosos por recobrarlos como si los hubieran perdido ellos mismos.
¡Anticiparse, no sólo a la salida del sol y al amanecer, sino, si es posible, a la propia naturaleza! ¡Cuántas mañanas, en verano y en invierno, antes de que ningún vecino se afanara tras sus negocios, estaba yo tras los míos! Sin duda, muchos de mis conciudadanos se han encontrado conmigo al regresar de mis asuntos, los granjeros al partir a Boston con las primeras luces o los leñadores al ir a trabajar. Es verdad que nunca he ayudado al sol a salir materialmente, pero, sin duda, era de suma importancia estar allí.
¡Tantos días de otoño, ay, y de invierno pasados fuera de la ciudad, intentando oír lo que había en el viento, oírlo y expresarlo! Casi he invertido en ello todo mi capital y perdido el aliento por añadidura, por adelantar al viento. Si hubiera importado a algún partido político, y dependiera de él, habría aparecido en el periódico al primer aviso. Otras veces contemplaba desde el observatorio de un precipicio o árbol para telegrafiar una nueva llegada, o esperaba al atardecer en lo alto de una colina a que cayera del cielo, para captar algo, aunque nunca capté demasiado, que, como si fuera maná, se disolvía de nuevo en el sol.
Durante cierto tiempo trabajé como reportero de un periódico[37] de escasa circulación, cuyo editor nunca consideró oportuno publicar la mayor parte de mis contribuciones y, como suele ocurrirles a los escritores, no gané otra cosa que mi esfuerzo. Sin embargo, en este caso mi esfuerzo fue su propia recompensa.
Durante muchos años me nombré a mí mismo inspector de tormentas de nieve y de lluvia y cumplí fielmente con mi deber; agrimensor, si no de carreteras, de sendas forestales y de todas las rutas de cruce, y de barrancos salvados por puentes y transitables en cualquier estación, cuya utilidad había atestiguado el talón público.
Cuidé el ganado salvaje de la ciudad, que mantiene ocupado con sus saltos de valla al fiel pastor, y me fijé en las esquinas y rincones poco frecuentados de la granja, aunque no siempre sabía si Jonás o Salomón trabajaban hoy en cierto terreno; no era asunto mío. Regué la gayuba roja, el cerezo arenoso y el almez, el pino rojo y el fresno negro, la uva blanca y la violeta amarilla, que se habrían marchitado en la estación seca.
En resumen, seguí así durante mucho tiempo, puedo decirlo sin jactancia, ocupándome fielmente de mis asuntos, hasta que resultó cada vez más evidente que mis conciudadanos no me admitirían en la lista de los empleados públicos ni convertirían mi puesto en una sinecura con una paga moderada. Mis ingresos, que puedo jurar haber mantenido escrupulosamente, nunca han sido, en efecto, auditados, menos aún aceptados, y menos aún pagados y fijados. Sin embargo, no puse mi corazón en eso.
Hace poco tiempo, un indio itinerante fue a vender cestas a casa de un conocido abogado de mi vecindad. «¿Quiere comprar cestas?», le preguntó. «No, no queremos ninguna», fue la réplica. «¡Cómo!», exclamó el indio mientras salía por la puerta, «¿quiere que nos muramos de hambre?». Habiendo visto que a sus laboriosos vecinos blancos les iba tan bien, que el abogado sólo tenía que tejer argumentos y que por cierta magia le seguía la riqueza y reputación, se había dicho a sí mismo: me dedicaré a los negocios, tejeré cestas; es algo que puedo hacer. Pensó que cuando hubiera hecho las cestas habría cumplido su parte y luego la del hombre blanco sería comprarlas. No se dio cuenta de que era necesario convencer a los demás de que valía la pena comprarlas, o al menos hacer creer al otro que así era, o hacer algo más por lo que valiera la pena comprarlas. Yo también había tejido una cesta de delicada textura, pero no convencí a nadie de que valiera la pena comprarla[38]. Sin embargo, no pensé que no mereciera la pena tejerlas y, en lugar de estudiar cómo conseguir que los hombres creyeran que valía la pena comprar mis cestas, estudié cómo evitar la necesidad de venderlas. Sólo hay un tipo de vida que los hombres alaben y consideren lograda. ¿Por qué deberíamos exagerarlo a expensas de los demás?
Al saber que probablemente mis conciudadanos no me ofrecerían una habitación en el tribunal de justicia, ni una coadjutoría o beneficio en parte alguna, sino que debía valerme por mí mismo, me volví con mayor determinación que nunca a los bosques, donde era más conocido. Decidí entrar en los negocios de una vez y no esperar a adquirir el capital de costumbre, sino usar los escasos medios que entonces tenía. Mi propósito al ir a la laguna de Walden no era vivir allí de manera barata o cara, sino llevar a cabo ciertos negocios con los menores obstáculos; verme impedido para realizarlos, por falta de un poco de sentido común, de un poco de iniciativa y talento comercial, parecía más alocado que triste.
Siempre me he esforzado por adquirir estrictos hábitos comerciales; son indispensables para cualquier hombre. Si tratáis con el Imperio Celeste, una pequeña casa de cuentas en la costa, en un puerto de Salem, será suficiente. Exportaréis los artículos que proporcione el país, sólo productos nativos, mucho hielo y madera de pino y un poco de granito, siempre del suelo natal. Será una buena empresa. Tendréis que revisar todos los detalles en persona; ser a la vez piloto y capitán, propietario y suscriptor; comprar y vender y llevar las cuentas; leer las cartas recibidas y escribir o leer las cartas enviadas; supervisar la descarga de las importaciones noche y día; estar en muchas partes de la costa casi al mismo tiempo, pues a menudo el flete más valioso se descarga en la orilla de Nueva Jersey[39]; ser vuestro propio telégrafo, barriendo incansablemente el horizonte para hablar con las naves amarradas a lo largo de la costa; preparar un despacho seguro de mercancías como suministro a un mercado lejano y exorbitante; manteneros informados del estado de los mercados, de las perspectivas de paz y guerra en todas partes, y anticiparos a las tendencias del comercio y la civilización, aprovechando el resultado de las expediciones exploratorias, usando nuevas rutas y todas las mejoras en la navegación; estudiar las cartas de navegación, averiguar la posición de los arrecifes y las nuevas luces y boyas, y siempre, siempre, corregir las tablas logarítmicas, ya que por error de cálculo la nave que debía alcanzar un amistoso malecón se parte a menudo en una roca, como el indecible hado de La Perouse[40]; correr parejas con la ciencia universal y estudiar las vidas de los grandes descubridores y navegantes, de los grandes aventureros y comerciantes, desde Hanón y los fenicios hasta nuestros días; en resumen, hacer periódicamente la cuenta del surtido, para saber cómo os va. Es un trabajo que pone a prueba las facultades de un hombre; problemas de beneficio y pérdida, de interés, de tara y rebaja y todo tipo de calibre, que exigen un conocimiento universal.
Pensé que la laguna de Walden sería un buen lugar para los negocios, no sólo por el ferrocarril y el comercio de hielo; ofrece ventajas que tal vez no convenga divulgar; es un buen puerto y una buena fundación. No hay que drenar los pantanos del Neva, aunque en todas partes deberéis construir sobre las estacas que hayáis clavado. Se dice que una marea, con el viento del oeste y el hielo del Neva, borraría San Petersburgo de la faz de la tierra.
Como había que emprender este negocio sin el capital de costumbre, puede que no sea fácil conjeturar dónde iban a obtenerse los medios indispensables para tal empresa. En cuanto al vestido, para llegar de una vez a la parte práctica de la cuestión, al procurarlo tal vez nos dejamos llevar a menudo por amor a la novedad y por la consideración hacia las opiniones de los hombres, antes que por una verdadera utilidad. Que aquel que tenga trabajo que hacer recuerde que el objetivo del vestido es, primero, retener el calor vital y luego, en nuestro estado social, cubrir la desnudez, y podrá juzgar qué cantidad de trabajo necesario o importante se realiza sin aumentar su guardarropa. Los reyes y reinas que visten sus prendas una sola vez, aunque confeccionadas por un sastre o modista para su majestad, no conocen el consuelo de llevar una prenda que les siente bien. No son mejores que la percha en que se cuelga la ropa limpia. Cada día nuestras prendas se asimilan más a nosotros y reciben la huella del carácter del portador, hasta que dudamos si dejarlas de lado sin la demora, los cuidados médicos y la solemnidad con que tratamos nuestro cuerpo. No tengo en menor estima a un hombre porque lleve un remiendo en su ropa; sin embargo, estoy seguro de que, por lo general, hay mayor preocupación por vestir ropa de temporada, o al menos limpia y sin remendar, que por tener la conciencia tranquila. Pero aun si el roto no es zurcido, tal vez el peor vicio sea la imprevisión. A veces pongo a prueba a mis conocidos de este modo: ¿quién llevaría un remiendo o un par extra de costuras sobre la rodilla? La mayoría se comporta como si creyera que sus perspectivas para la vida se arruinarían si tuviera que hacerlo. Les resultaría más fácil cojear por la ciudad con una pierna rota que con un pantalón roto. A menudo, si un caballero sufre un accidente en sus piernas, estas pueden curarse; pero si les ocurre un accidente similar a las perneras de sus pantalones, no hay remedio, porque no considera lo que resulta en verdad respetable, sino lo que es respetado. Conocemos pocos hombres, pero muchos abrigos y calzones. Si vestís a un espantapájaros con vuestro último traje y os quedáis al lado desnudos, ¿quién no saludará antes al espantapájaros? Al pasar el otro día por un campo de maíz, junto a un sombrero y un abrigo en una estaca, reconocí al dueño de la granja. Sólo estaba un poco más curtido por el tiempo que la última vez que lo vi. He oído hablar de un perro que ladraba a cada extraño que se aproximaba vestido a la parcela de su amo, pero al que un ladrón desnudo acallaba fácilmente. Es interesante preguntar hasta qué punto conservarían los hombres su posición si fueran despojados de sus ropas. ¿Podríais, en tal caso, hablar con seguridad de una compañía de hombres civilizados que pertenecieran a la clase más respetada? Cuando Madame Pfeiffer, en sus aventureros viajes por el mundo, de este a oeste, llegó hasta la Rusia asiática, dice que sintió la necesidad de quitarse el vestido de viaje para hablar con las autoridades, ya que «ahora estaba en un país civilizado, donde a la gente se la juzga por sus ropas»[41]. Incluso en nuestras democráticas ciudades de Nueva Inglaterra, la posesión accidental de la riqueza, y su manifestación en la indumentaria y el equipaje, despiertan un respeto casi universal hacia su poseedor. No obstante, los que confieren tal respeto, por numerosos que sean, son paganos en la misma medida y necesitan la visita de un misionero. Además, el vestido ha introducido la costura, un tipo de trabajo que podríamos considerar interminable; un vestido de mujer, al menos, nunca está acabado.
Un hombre que ha encontrado por fin algo que hacer no necesitará un traje nuevo para hacerlo; le servirá el viejo, que ha permanecido polvoriento en el desván durante un periodo indeterminado. Unos zapatos viejos servirán a un héroe más de lo que sirvieron a su criado, si algún héroe ha tenido criados; los pies desnudos son más viejos que los zapatos y también puede usarlos. Sólo quienes van a soirées y a cámaras legislativas deben llevar chaquetas nuevas, chaquetas para cambiar tan a menudo como cambia el hombre con ellas. Pero si mi camisa y pantalones, mi sombrero y zapatos, son adecuados para adorar a Dios, servirán, ¿o no? ¿Quién no ha visto alguna vez sus ropas viejas, su chaqueta vieja, gastada, deshecha en sus elementos originales, hasta tal punto que ni siquiera sería un acto de caridad cedérsela a un pobre muchacho, cedidas tal vez a otro aún más pobre —o diremos más rico— que pudiera valerse con menos? Os digo que tengáis cuidado con las empresas que exigen ropas nuevas antes que un nuevo portador de ropas. Si no hay un hombre nuevo, ¿cómo podrán sentarle bien las ropas nuevas? Si tenéis alguna empresa ante vosotros, tratad de hacerla con las ropas viejas. A los hombres les hace falta, no algo con lo que hacer, sino algo que hacer, o mejor, algo que ser. Tal vez no deberíamos procurarnos un traje nuevo, por harapiento y sucio que esté el viejo, hasta no habernos conducido, empeñado o embarcado de tal modo que podamos sentirnos hombres nuevos en el viejo; conservarlo sería como echar vino nuevo en odres viejos. Nuestro periodo de muda, como el de las aves, debe ser una crisis en nuestra vida; el somormujo se retira a los estanques solitarios para pasarlo. Así la serpiente se desprende de su piel y la oruga de su capa agusanada, por industria interna y expansión, pues las ropas no son sino nuestra cutícula externa y cáscara mortal. De otro modo, nos encontraremos navegando bajo pabellón falso y seremos destituidos al fin tanto por nuestra propia opinión como por la de la humanidad.
Nos ponemos una prenda sobre otra y crecemos como plantas exógenas, por adición externa. Nuestras ropas exteriores, a menudo delgadas y fantasiosas, son nuestra epidermis o falsa piel, que no participa de nuestra vida y puede quitarse aquí y allá sin agravio fatal; nuestras prendas más gruesas, que llevamos constantemente, son nuestro tegumento celular o corteza, pero las camisas son nuestro líber o auténtica cáscara, que no puede quitarse sin ceñir y, por tanto, destruir al hombre. Creo que todas las razas llevan en ciertas estaciones algo equivalente a la camisa. Es deseable que un hombre esté vestido con tal sencillez que pueda poner sus manos sobre sí en la oscuridad y viva en todos los aspectos compacto y preparado, de modo que si un enemigo toma la ciudad pueda, como el viejo filósofo, salir despreocupadamente por el portillo con las manos vacías. Mientras una prenda gruesa siga siendo tan buena como tres delgadas y la ropa barata pueda obtenerse a precios adecuados a los clientes; mientras pueda comprarse un abrigo grueso a cinco dólares y dure muchos años, pantalones gruesos a dos dólares, botas de cuero de vaca a un dólar y medio el par, un sombrero de verano a un cuarto de dólar y una gorra de invierno a sesenta y dos centavos y medio, o pueda hacerse una mejor en casa a precio nominal, ¿dónde hay alguien tan pobre que, vestido así, con sus propias ganancias, no merezca la reverencia de los sabios?
Cuando pido ropa de cierto tipo, mi sastre me dice seriamente: «Ya no se hace así», sin enfatizar el «se», como si citara una autoridad tan impersonal como los hados, y me resulta difícil que haga lo que quiero, sólo porque no puede creer que quiera decir lo que digo, que sea tan atolondrado. Cuando escucho esa sentencia oracular, me quedo absorto por un momento, enfatizando por separado cada palabra para dar con su significado y averiguar qué grado de consanguinidad hay entre se y conmigo y qué autoridad puede tener en un asunto que me afecta tan íntimamente, y, por fin, me inclino a responderle con el mismo misterio y sin más énfasis en el «se»: «Es verdad, últimamente no se hace, pero ahora sí». ¿De qué sirve que me mida si no mide mi carácter, sino sólo la anchura de mis hombros, como si fuera una percha de la que colgar el abrigo? No adoramos a las gracias ni a las parcas, sino a la moda, que hila, teje y corta con plena autoridad. Una cabeza de mono en París se pone una gorra de viajero y todos los monos de América hacen lo mismo. A veces desespero de que se haga algo sencillo y honrado en este mundo con ayuda de los hombres. Habría que hacerlos pasar antes por una poderosa prensa, para extraerles sus viejas nociones, de modo que no volvieran a erguirse en seguida sobre sus piernas, y luego habría alguno en el grupo víctima de algún antojo, salido de un huevo puesto allí inadvertidamente, pues ni siquiera el fuego consume estas cosas, y vuestro esfuerzo habría sido en vano. Sin embargo, no olvidemos que fue una momia la que nos entregó un puñado de trigo egipcio.
En conjunto, pienso que no puede defenderse que la costura, en este o cualquier otro país, se haya elevado a la dignidad de un arte. Hoy en día los hombres suelen vestir lo que está a su alcance. Como marineros náufragos, se ponen lo que encuentran en la playa y, a cierta distancia, en el tiempo o el espacio, se ríen de su mutua mascarada. Cada generación se ríe de la moda antigua, pero sigue religiosamente la nueva. Nos divierte contemplar la indumentaria de Enrique VIII o de la reina Isabel, como si fuera la del rey y la reina de las islas caníbales. Toda vestimenta sin el hombre es penosa o grotesca. Sólo la seria mirada que viene de ella y la vida sincera que contiene frenan la risa y consagran la vestimenta de un pueblo. Si Arlequín es presa de un cólico, su atavío también le sentará bien. Cuando al soldado le alcanza una bala de cañón, los harapos son tan apropiados como la púrpura.
El gusto infantil y salvaje de hombres y mujeres por nuevos modelos conlleva tantas sacudidas y bizqueras caleidoscópicas que permiten descubrir la figura particular que esa generación exige hoy. Los fabricantes han aprendido que este gusto es meramente caprichoso. De dos modelos que difieren sólo en unos pocos hilos más o menos de cierto color, uno se venderá rápidamente y el otro quedará en el estante, aunque con frecuencia ocurre que al cabo de una estación el último esté de moda. En comparación, el tatuaje no es la horrible costumbre que nos dicen que es. No es bárbaro sólo porque la impresión sea subcutánea e inalterable.
No puedo creer que nuestro sistema industrial sea el mejor modo por el que podamos vestirnos. La condición de los obreros se parece cada día más a la de los ingleses y no hay que sorprenderse, ya que, por lo que he oído u observado, el objetivo principal no es que la humanidad esté bien y honestamente vestida, sino, indudablemente, que las corporaciones se enriquezcan. A largo plazo, los hombres sólo dan en el blanco al que apuntan. Por tanto, aunque fallen de inmediato, harían mejor en apuntar a algo elevado.
En cuanto al cobijo, no niego que sea una necesidad de la vida, aunque hay ejemplos de hombres que prescinden de él por largos periodos en países más fríos que este. Samuel Laing dice que «el lapón, con su vestido de piel y con una bolsa de piel que pone sobre su cabeza y hombros, dormirá sobre la nieve noche tras noche, a tal temperatura que acabaría con la vida de quien se expusiera a ella con ropa de lana». Los ha visto dormir así. Con todo, añade: «No son más duros que otros pueblos»[42]. Pero, probablemente, el hombre no haya vivido mucho tiempo en la tierra sin descubrir la conveniencia que supone una casa, las comodidades domésticas, frase que en su origen significó más las satisfacciones de la casa que las de la familia, aunque fueran extremadamente parciales y ocasionales en los climas en que la casa se asocia en nuestro pensamiento principalmente al invierno o la estación lluviosa, y en que durante dos tercios del año, excepto como parasol, es innecesaria. En nuestro clima, en verano, al principio era casi sólo un refugio para la noche. En las gacetas indias, una tienda era el símbolo de un día de marcha y una fila de ellas cortada o pintada en la corteza de un árbol significaba cuántas veces habían acampado. El hombre no fue hecho con miembros tan grandes y robustos para que tratara de estrechar su mundo y cercara con un muro el espacio que le conviniera. Al principio estaba desnudo y a la intemperie, pero, aunque esto era bastante agradable con tiempo sereno y cálido durante el día, la estación lluviosa y el invierno, por no hablar del tórrido sol, tal vez habrían cortado de raíz su raza si no se hubiera aprestado a encontrar el cobijo de una casa. Adán y Eva, según la fábula, llevaron hojas de parra antes que otras ropas. El hombre quería una casa, un lugar cálido, confortable, primero con el calor físico, luego con el calor de los afectos.
Podríamos imaginar el momento en que, en la infancia de la raza humana, un mortal emprendedor reptó hasta un agujero en una roca en busca de cobijo. El mundo empieza de nuevo, en cierto modo, con cada niño, y a este le gusta estar en el exterior, incluso bajo el frío y la lluvia. Como por instinto, juega a tener una casa, así como un caballo. ¿Quién no recuerda el interés con el que, de joven, miraba las rocas inclinadas o la entrada de una cueva? Era la añoranza natural de aquella porción de nuestro ancestro más primitivo que aún sobrevivía en nosotros. Desde la cueva hemos avanzado hasta tejados de hojas de palma, de corteza y ramas, de lino tejido y extenso, de hierba y paja, de maderos y tablillas, de piedras y tejas. Ya no sabemos qué es vivir al aire libre y nuestras vidas son domésticas en más sentidos de los que creemos. Del hogar al campo hay una gran distancia. Tal vez estaría bien que fuéramos a pasar más días y noches sin obstrucción alguna entre nosotros y los cuerpos celestes, que el poeta no hablara tanto bajo techado o el santo no morase allí tanto tiempo. Los pájaros no cantan en las cuevas ni las palomas abrigan su inocencia en los palomares.
Sin embargo, si alguien pretende construir una vivienda, le conviene ejercitar un poco de astucia yanqui, para no encontrarse al fin, en su lugar, con un reformatorio, un laberinto sin ovillo, un museo, un asilo, una prisión o un espléndido mausoleo. Considerad en primer lugar lo absolutamente necesario que resulta un cobijo ligero. He visto a los indios penobscot, en esta ciudad, viviendo en tiendas de fina tela de algodón, mientras la nieve alrededor llegaba a un pie de altura, y pensé que habrían querido que aumentara para impedir el paso del viento. Antes, cuando ganarme la vida honradamente, con libertad para mis propios fines, era una cuestión que me afligía aún más que ahora, ya que por desgracia me he vuelto algo insensible, solía ver una gran caja junto a la vía del tren, de seis pies de largo por tres de ancho, donde los obreros guardaban sus herramientas por la noche, lo que me sugería que cualquier hombre apremiado podría conseguir una por un dólar y, tras taladrar unos pocos agujeros para dejar pasar el aire, meterse en ella cuando lloviera o anocheciera y, ajustada la tapa, tener libertad a su antojo y ser completamente libre. Esto no parecía lo peor, ni una alternativa despreciable en modo alguno. Podríais levantaros tan tarde como quisierais y, a continuación, marcharos sin que el patrón o el casero os persiguieran por la renta. Muchos hombres, acosados hasta la muerte por el pago de la renta de una caja más grande y lujosa, no se habrían muerto de frío en una caja como esa. No bromeo. La economía puede tratarse a la ligera, pero no es posible deshacerse de ella. Una raza ruda y resistente, que solía vivir a la intemperie, construyó aquí en cierta ocasión una cómoda casa casi por completo con los materiales que la naturaleza puso al alcance de su mano. Gookin, que fue superintendente de asuntos indios en la colonia de Massachusetts, escribió en 1674: «Sus mejores casas están cubiertas con esmero, cerradas y cálidas, con cortezas de árbol arrancadas del tronco cuando ha subido la savia y convertidas en escamas bajo la presión de la madera pesada, cuando están verdes… Las más humildes están cubiertas de esteras que fabrican con una especie de enea, y también resultan cerradas y cálidas, pero no tan buenas como las primeras… He visto algunas de sesenta o cien pies de largo y treinta de ancho… A menudo me he alojado en sus tiendas y las he encontrado tan cálidas como las mejores casas inglesas»[43]. Añade que solían estar alfombradas y forradas por dentro con esteras notablemente bordadas y provistas con varios utensilios. Los indios habían progresado hasta el punto de regular el efecto del viento con una estera suspendida sobre un agujero del techo y movida por una cuerda. Esta morada era construida a lo sumo en un día o dos y desmontada y recogida en pocas horas, y toda familia poseía una o su habitación en una de ellas.
En estado salvaje cada familia posee un cobijo tan bueno como el mejor y suficiente para sus necesidades más groseras y elementales; pero creo que tiene sentido decir que, aunque los pájaros tienen sus nidos, los zorros sus madrigueras y los salvajes sus tiendas, en la moderna sociedad civilizada no más de la mitad de las familias posee una casa. En los grandes pueblos y ciudades, donde la civilización prevalece, el número de quienes poseen una casa es una fracción muy pequeña del conjunto. El resto paga un precio anual por esta indumentaria exterior, indispensable en verano e invierno, con la que podría comprarse un poblado de tiendas indias, pero que ahora contribuye a mantenerlo en la pobreza mientras viva. No pretendo insistir aquí en la desventaja del alquiler comparado con la propiedad, pero es evidente que el salvaje posee su casa porque cuesta poco, mientras que el hombre civilizado alquila la suya, por lo general, porque no puede permitirse adquirirla ni puede permitirse, a largo plazo, alquilar una mejor. Se dirá que con el mero pago de esta cantidad el pobre hombre civilizado se asegura una morada que es un palacio comparada con la del salvaje. Una renta anual de veinticinco a cien dólares, según los precios del país, le dan derecho al beneficio de las mejoras de los siglos, espaciosas habitaciones, pintura limpia y papel, una chimenea Rumford, revoques traseros, persianas venecianas, bombas de cobre, cerradura de muelles, un amplio sótano y muchas otras cosas. Pero ¿cómo es que aquel de quien se dice que disfruta de estas cosas es, por lo general, un pobre hombre civilizado, mientras que el salvaje, que no las tiene, es rico como un salvaje? Si se afirma que la civilización es un verdadero avance en la condición del hombre —y yo creo que lo es, aunque sólo el sabio aprovecha sus ventajas—, debe demostrarse que ha producido mejores residencias que no resulten más caras, y el coste de una cosa es la cantidad de lo que llamaré vida que ha de cambiarse por ella, de inmediato o a largo plazo. Una casa en esta vecindad, por término medio, cuesta tal vez ochocientos dólares, y reunir esta suma llevará de diez a quince años de la vida del trabajador, aun sin la carga de una familia —estimando el valor pecuniario del trabajo de cada hombre a un dólar al día, ya que si unos, reciben más, otros reciben menos—, de modo que tendrá que pasar, por lo general, más de la mitad de su vida antes de adquirir su tienda. Si suponemos, en cambio, que paga un alquiler, se tratará sólo de una dudosa elección entre males. ¿Sería sabio el salvaje que cambiara su tienda por un palacio con esas condiciones?
Puede suponerse que reduzco casi toda la ventaja de mantener esta propiedad superflua a un fondo en depósito para el futuro, en lo que concierne al individuo, sobre todo para sufragar los gastos funerales. Pero tal vez un hombre no esté obligado a enterrarse a sí mismo. Esto, sin embargo, señala una importante distinción entre el hombre civilizado y el salvaje; sin duda, se han hecho planes en nuestro provecho al convertir la vida de un pueblo civilizado en una institución, en que la vida del individuo está en gran medida absorbida para preservar y perfeccionar la de la raza. Pero querría mostrar con cuánto sacrificio se obtiene hoy esta ventaja y sugerir que es posible que vivamos para asegurarla sin sufrir desventaja alguna. ¿Qué queréis decir con que el pobre está siempre con vosotros, o con que los padres comieron los agraces y los dientes de los niños sufren la dentera?
«Por mi vida, dice el Señor, que nunca más diréis este refrán en Israel».
«Mías son las almas todas, lo mismo la del padre que la del hijo; mías son, y el alma que pecare, esa perecerá».
Cuando observo a mis vecinos, los granjeros de Concord, que están al menos tan bien como las demás clases, descubro que la mayoría ha estado trabajando duro veinte, treinta o cuarenta años para convertirse en los auténticos propietarios de sus granjas, las cuales, por lo general, han heredado con gravámenes o han comprado con dinero prestado —y podemos considerar un tercio de ese esfuerzo como el coste de sus casas—, y que, no obstante, aún no han acabado de pagarlas. Es cierto que a veces los gravámenes superan el valor de la granja, de modo que la granja misma se convierte en un gravamen mayor, y aún hay un hombre que la hereda y que, según dice, está al corriente de ello. Al consultar a los tasadores, me sorprende saber que no pueden nombrar a una docena en la ciudad que posea su granja exenta de cargas. Si queréis saber la historia de estas heredades, preguntad en el banco si están hipotecadas. El hombre que ha conseguido pagar su granja con su trabajo es tan raro que los vecinos le señalan. Dudo que haya tres hombres así en Concord. Lo que se ha dicho de los comerciantes, que una gran mayoría, incluso noventa y siete de cada cien, no lo logra, es igualmente cierto de los granjeros. Respecto a los mercaderes, sin embargo, uno de ellos dice oportunamente que sus fracasos no suelen ser auténticos fracasos pecuniarios, sino sólo fracasos en cumplir sus compromisos, porque resulta inconveniente; es decir, es el carácter moral lo que se quiebra. Pero esto plantea un aspecto infinitamente peor del asunto y sugiere, además, que probablemente ni siquiera aquellos tres salvarán su alma, sino que quizá su bancarrota sea más grave que la de quienes fracasan honradamente. La bancarrota y la repudiación son los trampolines desde los que gran parte de nuestra civilización salta y da vueltas de campana, pero el salvaje se mantiene en el rígido tablón del hambre. Sin embargo, la feria de ganado de Middlesex suena aquí anualmente con éclat, como si todas las junturas de la máquina agrícola estuvieran lubricadas.
El granjero se esfuerza en resolver el problema del sustento con una fórmula más complicada que el problema mismo. Para conseguir cordones de zapato especula con manadas de ganado. Con notable habilidad ha puesto su trampa de lazo para cazar la comodidad y la independencia y luego, ya de vuelta, su pierna queda atrapada. Por esta razón es pobre y, por una razón similar, todos somos pobres respecto a mil consuelos salvajes, aunque estemos rodeados de lujos. Como canta Chapman:
La falsa sociedad de los hombres
—Por la grandeza terrenal—
Rarifica en el aire los divinos consuelos.
Y cuando el granjero tiene su casa, puede que no sea más rico sino más pobre por ello y que sea la casa la que lo tenga a él. Creo que esa era una objeción válida planteada por Momo a la casa de Minerva, que no «fuera transportable, a fin de evitar una mala vecindad», y aún puede plantearse, ya que nuestras casas son una propiedad tan aparatosa que a menudo estamos más encerados que alojados en ellas, y la mala vecindad que se ha de evitar es nuestra propia ruindad. Conozco al menos una o dos familias en esta ciudad que, durante casi una generación, han deseado vender su casa en las afueras y mudarse al centro, pero no han sido capaces de cumplirlo y sólo la muerte las liberará.
Por descontado que la mayoría es capaz de poseer o alquilar una casa moderna con todas sus mejoras. Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, no ha mejorado de igual modo los hombres que han de habitarlas. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes. Y si las búsquedas del hombre civilizado no valen más que las del salvaje, si está ocupado la mayor parte de su vida en satisfacer necesidades y comodidades vulgares, ¿por qué deberíamos tener una casa mejor?
¿Y cómo le va a la pobre minoría? Tal vez se vea que, en la misma proporción en que algunos han sido puestos en las circunstancias exteriores por encima del salvaje, otros han sido degradados por debajo de él. El lujo de una clase es compensado por la indigencia de otra. A un lado está el palacio, al otro el asilo y los «pobres silenciosos». Las miríadas que construyeron las pirámides que serían la tumba de los faraones eran alimentadas con ajo y es posible que no fueran decentemente enterradas. El cantero que termina la cornisa del palacio tal vez regrese por la noche a una choza peor que una tienda. Es un error suponer que, en un país donde hay pruebas usuales de civilización, la condición de numerosos habitantes no esté tan degradada como la de los salvajes. Me refiero ahora a los pobres degradados, no a los ricos degradados. Para saber esto no he de mirar más allá de las cabañas que bordean por doquier nuestros ferrocarriles, la última mejora de nuestra civilización, donde veo a diario en mis paseos a seres humanos que viven en tabucos con la puerta abierta todo el invierno, por falta de luz, sin un montón de leña visible, a menudo ni siquiera imaginable, y donde las formas de viejos y jóvenes se contraen por el largo hábito de encogerse permanentemente por el frío y la miseria y se impide el desarrollo de todos sus miembros y facultades. Es justo fijarse en esa clase con cuyo esfuerzo se llevan a cabo las obras que distinguen a esta generación. Tal es también, en mayor o menor grado, la condición de los obreros de todo tipo en Inglaterra, que es el gran asilo del mundo. Podría señalaros Irlanda, marcada como uno de los lugares blancos o ilustrados en el mapa. Contrastad las condiciones físicas de los irlandeses con las de los indios norteamericanos, o de los isleños de los Mares del Sur, o de cualquier otra raza salvaje antes de que se degradara por contacto con el hombre civilizado. Sin embargo, no tengo duda alguna de que los gobernantes de ese pueblo son tan sabios como la media de los gobernantes civilizados. Su condición sólo demuestra la escualidez de la civilización. No necesito referirme ahora a los trabajadores de nuestros estados sureños que producen las materias primas de este país y que son en sí mismos un producto básico del sur. Me limito a aquellos que, según se dice, están en circunstancias moderadas.
La mayoría de los hombres no parece haber considerado nunca lo que es una casa, y resulta en realidad, pero sin necesidad, pobre toda su vida porque piensa que debe vivir como su vecino. ¡Como si alguien estuviera dispuesto a llevar cualquier abrigo confeccionado por el sastre, o, renunciando gradualmente al sombrero de paja o la gorra de piel de marmota, se quejara de los duros tiempos porque no puede permitirse comprar una corona! Es posible inventar una casa aún más conveniente y lujosa que la que tenemos y, sin embargo, admitimos que nadie podría permitirse comprarla. ¿Estudiaremos siempre para obtener más cosas de esta índole y no, en ocasiones, para estar contentos con menos? ¿Enseñarán con gravedad los ciudadanos respetables al joven, con preceptos y ejemplo, la necesidad de proveerse de superfluo calzado brillante, y paraguas, y vacías habitaciones de invitados para vacíos invitados, antes de morir? ¿Por qué no habría de ser nuestro mobiliario tan sencillo como el del árabe o el indio? Cuando pienso en los benefactores de la raza, a quienes hemos encumbrado como mensajeros del cielo, portadores de dones divinos para el hombre, no veo séquito alguno a sus pies ni cargamento de muebles de moda. ¡Y qué si concediera —¿no sería una concesión singular?— que nuestro mobiliario debería ser más complejo que el árabe en la medida en que somos moral e intelectualmente superiores a ellos! En la actualidad nuestras casas están atestadas y sucias con tales enseres, y una buena ama de casa barrería la mayor parte en el hoyo del polvo sin dejar de hacer su trabajo matutino. ¡Trabajo matutino! Por los sonrojos de Aurora y la música de Memnón, ¿cuál debería ser el trabajo matutino del hombre en este mundo? Tenía tres piezas de piedra caliza en mi escritorio, pero me aterró descubrir que había de quitarles el polvo a diario, cuando el mobiliario de mi mente aún no estaba limpio, y las tiré por la ventana con disgusto. ¿Cómo podría tener yo una casa amueblada? Prefiero sentarme al aire libre, porque no hay polvo sobre la hierba, a menos que el hombre haya quebrado el terreno.
Son los amantes del lujo y los disipados los que imponen las modas que el rebaño sigue diligentemente. El viajero que se detiene supuestamente en las mejores casas pronto lo descubre, porque los publicanos le toman por un Sardanápalo, y si renuncia a sí mismo por sus tiernas mercedes se encontrará al instante completamente castrado. Creo que en el vagón de tren nos inclinamos a gastar más en el lujo que en la seguridad y conveniencia, lo cual amenaza con no hacer del vagón nada mejor que un salón moderno, con sus divanes y otomanas y pantallas y otros cien objetos orientales que llevamos al oeste con nosotros, inventados para las damas del harén y los nativos afeminados del Imperio Celeste, el conocimiento de cuyos nombres debería avergonzar a Jonathan[44]. Prefiero sentarme en una calabaza y tenerla toda para mí antes que apretujarme en un cojín de terciopelo. Prefiero transitar por la tierra en un carro de bueyes de libre circulación antes que ir al cielo en el suntuoso vagón de un tren de excursión y respirar la malaria por el camino.
La misma sencillez y desnudez de la vida del hombre en la época primitiva implica al menos esta ventaja, que le deja aún como un residente en la naturaleza. Una vez repuesto con la comida y el sueño, volvía a contemplar su viaje. Moraba, por así decirlo, en una tienda en este mundo y enhebraba los valles o cruzaba las llanuras o escalaba las cimas de las montañas. Pero ¡mirad!, los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas. El hombre que con independencia cogía los frutos cuando tenía hambre se ha convertido en un granjero, y el que buscaba cobijo bajo un árbol, en un casero. Ahora no acampamos ya por una noche, sino que nos hemos establecido en la tierra y hemos olvidado el cielo. Hemos adoptado el cristianismo meramente como un método mejorado de agricultura. Hemos construido para este mundo una mansión familiar y para el siguiente una tumba familiar. Las mejores obras de arte son la expresión de la lucha del hombre para liberarse de esta condición, pero el efecto de nuestro arte sólo consiste en hacer confortable este bajo estado y olvidar el estado superior. En realidad no hay lugar en esta ciudad para una obra de bellas artes, si alguna ha llegado hasta nosotros, porque nuestras vidas, nuestras casas y calles no le proporcionan un pedestal adecuado. No hay un clavo del que colgar un cuadro ni un estante que reciba el busto de un héroe o un santo. Cuando considero cómo se construyen y se pagan, o no se pagan, nuestras casas, y cómo se maneja y mantiene su economía interna, me asombra que el suelo no ceda bajo el visitante mientras admira las fruslerías que hay sobre el mantel y que no caiga al sótano, a un cimiento, aunque terrenal, sólido y cabal. No puedo sino percibir que esta vida, considerada rica y refinada, es algo que se ha pasado por alto y que no obtengo el goce de las bellas artes que la adornan, pues mi atención está por completo atrapada en el salto; recuerdo que el mayor brinco genuino, debido sólo a músculos humanos, es el de ciertos árabes errantes que, según se dice, se elevaron a veinticinco pies del suelo. Sin un apoyo artificial, es seguro que el hombre caerá de nuevo a tierra más allá de esa distancia. La primera pregunta que me siento tentado a plantear al propietario de tan gran impropiedad es: ¿quién te sostiene? ¿Eres uno de los noventa y siete que fracasan o de los tres que triunfan? Responde a estas preguntas y entonces tal vez mire tus bagatelas y las considere ornamentales. El carro delante del caballo no es bello ni útil. Antes de adornar nuestras casas con objetos bellos, las paredes deben estar desnudas, y nuestras vidas deben estar desnudas y un hermoso gobierno de la casa y una hermosa vida deben servir de fundamento: ahora bien, el gusto por lo bello se cultiva sobre todo al aire libre, donde no hay casa ni casero.
El viejo Johnson, en su Providencia maravillosa, al hablar de los primeros colonos de esta ciudad, contemporáneos suyos, nos dice que «se ocultaron en la tierra en busca de su primer refugio bajo una colina y, echando tierra sobre los maderos, hicieron un fuego humeante en la vertiente más elevada». No se «proveyeron de casas», dice, «hasta que la tierra, por la bendición del Señor, produjo pan para alimentarlos», y la cosecha del primer año fue tan ligera que «se vieron obligados a cortar en finas porciones el pan durante una larga temporada»[45]. El secretario de la provincia de Nueva Holanda, escribiendo en holandés, en 1650, para informar a quienes deseaban desembarcar allí, afirma de manera particular que «los que en Nueva Holanda y, en especial, en Nueva Inglaterra carecen de medios al principio para construir granjas según su deseo, cavan un hoyo cuadrado en el suelo a modo de silo, de seis o siete pies de profundidad, tan largo y ancho como creen apropiado, revisten por dentro la tierra con madera en torno al muro y forran la madera con corteza de árboles o algo más que impida que se derrumbe la tierra. Enmaderan este silo con tablas y lo revisten por encima de un cielo raso, levantan un techo de largueros y cubren los largueros con cortezas o césped verde, de modo que pueden vivir secos y cálidos en estas casas con toda su familia durante dos, tres y cuatro años, en el supuesto de que sea posible dividir los silos según el tamaño de la familia. Los hombres ricos y eminentes de Nueva Inglaterra, al comienzo de las colonias, levantaron de esta manera sus primeras casas por dos razones: en primer lugar, para no perder tiempo en la construcción y no estar faltos de comida en la estación siguiente; en segundo lugar, para no desanimar a las pobres gentes trabajadoras que habían traído en gran número desde la patria. En el curso de tres o cuatro años, cuando el país se hubo adaptado a la agricultura, construyeron casas hermosas y gastaron en ellas varios miles»[46].
Al proceder así, nuestros ancestros mostraron al menos cierta prudencia, como si su principio consistiera en satisfacer las necesidades más urgentes. Pero ¿están ahora satisfechas las necesidades más urgentes? Cuando pienso en adquirir para mí mismo una de nuestras lujosas moradas, me veo impedido porque, por así decirlo, el país aún no se ha adaptado a la cultura humana y todavía estamos obligados a cortar el pan espiritual en rebanadas más finas que las de nuestros antepasados. Ni siquiera en las épocas más rudas se han descuidado los ornamentos arquitectónicos; pero dejemos que nuestras casas estén forradas en principio de belleza donde se ponen en contacto con nuestra vida, como el caparazón del marisco, y no sobrecargadas por ella. ¡Ay, he estado en el interior de una o dos y sé de qué están forradas!
Aunque no hayamos degenerado tanto como para no poder vivir en una cueva o una tienda o vestir pieles, es mejor aceptar las ventajas que ofrece la invención e industria de la humanidad, por cara que resulte su compra. En tal vecindad, las tablas y guijarros, la cal y los ladrillos son más baratos y se obtienen más fácilmente que las cuevas adecuadas, o los leños o cortezas en cantidad suficiente, o incluso la arcilla temperada o las piedras llanas. Hablo al respecto con conocimiento de causa, porque me he familiarizado con el asunto de manera teórica y práctica. Con un poco más de ingenio podemos usar estos materiales para hacernos más ricos que los actuales ricos y convertir nuestra civilización en una bendición. El hombre civilizado es un salvaje más experimentado y sabio. Pero pasemos a mi propio experimento.
A finales de marzo de 1845 pedí prestada un hacha y me encaminé a los bosques de la laguna de Walden, al lugar más próximo en que pretendía construir mi casa y empecé a talar unos altos pinos blancos aflechados, aún jóvenes, para obtener madera. Resulta difícil empezar sin pedir prestado, pero tal vez sea la vía más generosa para permitir que vuestros semejantes sientan cierto interés por vuestra empresa. El dueño del hacha, al entregármela, dijo que era la niña de sus ojos; se la devolví más afilada de lo que estaba. Mi lugar de trabajo era una agradable ladera, cubierta de pinares, a través de los cuales veía la laguna, y un pequeño claro en los bosques de donde surgían pinos y nogales. El hielo de la laguna aún no se había derretido, aunque había algunos espacios abiertos, y tenía un color oscuro y estaba saturado de agua. Durante los días en que trabajé allí hubo algunas ventiscas de nieve, pero casi siempre, cuando volvía por la vía del ferrocarril, de regreso a casa, los dorados taludes de arena se extendían brillantes en la brumosa atmósfera y los raíles brillaban al sol primaveral, y oía a la alondra y al papamoscas y a otros pájaros que ya venían a comenzar otro año con nosotros. Fueron gratos días primaverales en que el invierno del descontento del hombre se derretía como la tierra y la vida que había yacido aletargada comenzaba a estirarse de nuevo. Un día en que mi hacha se había desprendido del mango y tuve que cortar un nogal verde para obtener una cuña, colocada con una piedra y puesto todo a remojo en un charco para que la madera se hinchara, vi una serpiente rayada que se deslizaba en el agua y se posaba en el fondo, al parecer sin inconveniente, mientras estuve allí, más de un cuarto de hora; tal vez porque no había salido por completo de su letargo. Me pareció que por una razón similar los hombres persisten en su actual condición baja y primitiva, pero si sintieran la influencia de la primavera de las primaveras[47] que brota en ellos, por necesidad se elevarían a una vida superior y más etérea. Ya había visto serpientes en las mañanas heladas en mi camino, con parte de su cuerpo aún rígido e inflexible, a la espera de que el sol las deshelara. El primero de abril llovió y se derritió el hielo, y a primera hora del día, que fue muy brumoso, oí a un ganso extraviado a tientas sobre la laguna, que graznaba como si se hubiera perdido o fuera el espíritu de la niebla.
Seguí así varios días cortando y tallando la madera, y también travesaños y pares, todo con mi pequeña hacha, sin muchos pensamientos comunicables ni propios de un escolar, cantando para mí mismo:
Los hombres dicen que saben muchas cosas;
Pero mirad, han tomado alas:
Las artes y las ciencias,
Y mil accesorios;
El viento que sopla
Es cuanto llegan a conocer.
Cuadré las maderas principales a seis pulgadas, corté la mayoría de las tablas por los dos lados y los pares y maderas del suelo por un lado, y dejé las demás con su corteza, de modo que resultaban igual de firmes y más fuertes que las serradas. Cada madero estaba cuidadosamente escopleado o ensamblado a espiga por su tocón, ya que por entonces había pedido prestadas otras herramientas. Mis días en los bosques no eran muy largos; sin embargo, por lo general llevaba mi comida de pan y mantequilla y leía el periódico en que estaba envuelta, a mediodía, sentado entre las verdes ramas de pino que había cortado, y parte de su fragancia alcanzaba mi pan, pues mis manos estaban cubiertas de una espesa capa de resina. Antes de acabar era más amigo que enemigo de los pinos, aunque había talado algunos de ellos, y los conocía mejor. A veces el sonido del hacha atraía a un caminante en el bosque y charlábamos con agrado de las astillas que había hecho.
«Cavé mi silo en la ladera sur de una colina».
A mediados de abril, pues no me apresuraba en mi trabajo, aunque había acabado la mayor parte, mi casa estaba hecha y lista para ser levantada. Había comprado la cabaña de James Collins, un irlandés que trabajaba en el ferrocarril de Fitchburg, por las tablas. La cabaña de James Collins era considerada particularmente hermosa. Cuando fui a verla él no estaba en casa. Caminé por fuera, al principio inadvertido, pues la ventana era profunda y alta. La cabaña era de pequeñas dimensiones, con un tejado puntiagudo y poco más que ver; la suciedad se elevaba a su alrededor a cinco pies como si fuera un montón de estiércol. El tejado era la parte más sólida, aunque en su mayor parte estaba deformado y quebrado por el sol. No había umbral, sino un paso perenne para las gallinas bajo el dintel. La señora C. salió a la puerta y me invitó a verla desde dentro. Al acercarme las gallinas entraron. Estaba oscura y casi todo el suelo estaba sucio; resultaba húmeda, fría y febril, con una tabla aquí y allá que no podría moverse. Encendió una lámpara para mostrarme el interior del tejado y las paredes, y también cómo se extendía el tablado del suelo bajo la cama, y me avisó de que no pisara en el sótano, una especie de agujero polvoriento de dos pies de profundidad. Con sus palabras, había «buenas tablas arriba, y alrededor, y una buena ventana», de dos cristales que hubo en principio, por donde ya sólo pasaba el gato. Había una estufa, una cama y un lugar para sentarse, un niño en la casa en que había nacido, un parasol de seda, un espejo de marco dorado y un patente molinillo nuevo de café clavado a un pedazo de roble; eso era todo. La compra se cerró pronto, porque entretanto James había vuelto. Yo tenía que pagar esa noche cuatro dólares y veinticinco centavos y él tenía que marcharse a las cinco de la mañana siguiente, sin vender nada a nadie más: yo entraría en posesión de todo a las seis. Lo mejor, dijo él, sería estar allí temprano, y anticiparse a ciertas reclamaciones, indistintas pero por completo injustas, con motivo del alquiler del terreno y el combustible. Me aseguró que ese era el único gravamen. A las seis los adelanté a él y a su familia en la carretera. Un gran bulto lo contenía todo —la cama, el molinillo de café, el espejo, las gallinas—, salvo el gato, que se marchó al bosque y se convirtió en un gato salvaje y, según supe después, cayó en una trampa para marmotas, por lo que al fin resultó un gato muerto.
Desmonté la casa esa misma mañana, quitando los clavos, y la trasladé junto a la laguna en pequeñas carretadas, y extendí las tablas sobre la hierba para decolorarlas y alabearlas al sol. Un madrugador zorzal me dedicó una o dos notas mientras avanzaba por el sendero del bosque. Fui informado traicioneramente por un joven, Patrick, de que un vecino, Seely, un irlandés, en los intervalos del transporte transfirió a su bolsillo los clavos, las grapas y los pernos aún tolerables, rectos y útiles; luego, cuando volví, se quedó a pasar el día y contempló la devastación con naturalidad, despreocupado, con pensamientos primaverales, pues, según dijo, escaseaba el trabajo. Estaba allí para representar la condición del espectador y ayudar a convertir este acontecimiento, aparentemente insignificante, en el traslado de los dioses de Troya.
Cavé mi silo en la ladera sur de una colina, donde una marmota había cavado antes su madriguera, entre raíces de zumaque y zarzamora y una ínfima capa de vegetación, de seis pies cuadrados y siete de profundidad, hasta una fina arena donde las patatas no se congelarían en invierno. Dejé los lados para estantes, sin empedrar; al no haber brillado el sol sobre ellos, la arena aún está en su lugar. Llevó dos horas de trabajo. Me agradó en especial roturar el terreno, porque en casi todas las latitudes los hombres cavan en la tierra para lograr una temperatura regular. Bajo la más espléndida casa de la ciudad aún puede hallarse el silo donde los hombres almacenan sus raíces, como antiguamente, y mucho después de que la superestructura haya desaparecido la posteridad observa su mella en la tierra. La casa sigue siendo una suerte de porche a la entrada de una madriguera.
Por fin, a finales de mayo, con la ayuda de algunos de mis conocidos, más bien para aprovechar una ocasión de buena vecindad que por necesidad, levanté el armazón de mi casa. Ningún hombre se ha sentido nunca más honrado que yo por el carácter de sus elevadores. Están destinados, confío, a ayudar a levantar un día estructuras más altas. Empecé a ocupar mi casa el 4 de julio, en cuanto conté con tablas y techado, porque las tablas estaban cuidadosamente biseladas y empalmadas, de modo que resultaran impermeables a la lluvia; pero antes de colocar las tablas, dispuse los cimientos de una chimenea en un extremo y traje dos carretadas de piedras desde la laguna hasta la colina en mis brazos. Construí la chimenea tras emplear la azada en otoño, antes de que el fuego fuera necesario para calentarse, y entretanto hice mi comida en el exterior sobre la tierra, por la mañana temprano; considero que este método resulta en ciertos aspectos más conveniente y agradable que el corriente. Si llovía antes de haber cocido el pan, colocaba unas tablas sobre el fuego y me guarecía allí a contemplar mi hogaza, y pasaba de esta manera unas horas gratas. En aquellos días, en que mis manos estaban muy ocupadas, leí poco, pero los menores recortes de papel que yacían en el suelo, mi asidero o mantel, me proporcionaron tanto entretenimiento como la Ilíada, y de hecho respondieron al mismo propósito.
Valdría la pena construir aún más deliberadamente de lo que yo lo hice, considerando, por ejemplo, qué cimientos tienen una puerta, una ventana, un silo, un desván en la naturaleza del hombre y acaso sin levantar una superestructura hasta que descubramos una razón para ello mejor que nuestras necesidades temporales. La misma adecuación hay en un hombre que construye su propia casa que en un pájaro que construye su nido. ¿Quién sabe si, en el caso de que los hombres construyeran su morada con sus propias manos y se procuraran comida a sí mismos y a sus familias con suficiente sencillez y honradez, la facultad poética no se desarrollaría universalmente, tal como cantan los pájaros que se ocupan en estos menesteres? Pero, ay, nos gustan los garrapateros y los cuclillos, que ponen sus huevos en los nidos que otros pájaros han construido y no alegran a viajero alguno con sus gorjeantes y desafinadas notas. ¿Renunciaremos siempre en beneficio del carpintero al placer de la construcción? ¿Qué representa la arquitectura en la experiencia del conjunto de los hombres? No me he cruzado nunca en mis paseos con un hombre empeñado en una ocupación tan sencilla y natural como edificar su casa. Pertenecemos a la comunidad. No sólo el sastre es la novena parte de un hombre; otro tanto es el predicador y el comerciante y el granjero. ¿Dónde ha de acabar esta división del trabajo? ¿A qué objetivo sirve al fin? Sin duda otro podría también pensar por mí, pero no es deseable que lo haga hasta el punto de evitar que piense por mí mismo.
Vista aérea de la laguna de Walden.
En verdad, en este país tenemos a los llamados arquitectos, y yo conozco al menos a uno poseído por la idea de que los ornamentos arquitectónicos tienen un núcleo de verdad, una necesidad, y de ahí una belleza, como si se tratara de una revelación para él[48]. Todo esto tal vez esté muy bien desde su punto de vista, pero apenas resulta mejor que el vulgar diletantismo. Como reformador sentimental de la arquitectura, comenzó por la cornisa, no por los cimientos. Se trataba sólo de cómo poner un núcleo de verdad en los ornamentos, de que cada ciruela dulce pudiera tener una almendra o carvi en su interior —aunque afirmo que, en su mayoría, las almendras carecen por completo de azúcar—, y no de cómo el habitante, el morador, podría construir verdaderamente por dentro y por fuera y dejar los ornamentos al cuidado de sí mismos. ¿Qué hombre razonable supondrá que los ornamentos sean algo exterior y de la piel, que la tortuga obtenga su moteado caparazón o el marisco sus visos madrepóricos por un contrato como el que proporcionó a los habitantes de Broadway su iglesia de la Trinidad? No obstante, un hombre no tiene más que ver con el estilo de la arquitectura de su casa que una tortuga con el de su concha, ni al soldado le hace falta ocio para pintar el preciso color de su virtud en su estandarte. El enemigo lo averiguará. Podría palidecer cuando llegara la hora. Este hombre, a mi juicio, se inclinaba sobre la cornisa y susurraba tímidamente su media verdad a sus rudos ocupantes, que la conocían mejor que él. Lo que veo de belleza arquitectónica sé que ha crecido gradualmente de dentro afuera, por las necesidades y carácter del morador, que es el único constructor, por cierta veracidad inconsciente y nobleza, sin pensar en la apariencia; y cualquier belleza adicional de este tipo que haya de producirse estará precedida por una similar belleza inconsciente de la vida. Las casas más interesantes de este país, como sabe el pintor, son las menos pretenciosas, por lo general las humildes cabañas y chozas de troncos de los pobres; es la vida de los habitantes, de las que son la cáscara, y no sólo una peculiaridad en su superficie, lo que las hace pintorescas, e igualmente interesante será el apartamento suburbano del ciudadano, cuando su vida sea tan sencilla y agradable para la imaginación y haya tan poco esfuerzo en pos del efecto en el estilo de su vivienda. Una gran parte de ornamentos arquitectónicos es literalmente hueca y una galerna de septiembre los barrería, como plumas prestadas, sin perjuicio en lo sustancial. Pueden subsistir sin arquitectura los que carecen de olivas y vino en la bodega. ¿Qué ocurriría si se hiciera lo mismo con los ornamentos del estilo en la literatura y los arquitectos de nuestras biblias pasaran tanto tiempo en su cornisa como los arquitectos de nuestras iglesias? Así resultan las belles-lettres y las beaux-arts y sus profesores. Mucho importa a un hombre, en verdad, cómo se inclinan unos pocos palos por encima o por debajo de él y de qué colores está revestido su apartamento. Algo significaría si, en serio, él los inclinara y lo revistiera; pero habiéndose separado el espíritu de su morador, es como si construyera su propio ataúd: la arquitectura del sepulcro, y «carpintero» es sólo otro nombre para «fabricante de ataúdes». Un hombre dice, en su desesperación o indiferencia por la vida: toma un puñado de la tierra que hay a tus pies y pinta tu casa de ese color. ¿Está pensando en su última y estrecha casa? Arroja también un penique a propósito. ¡Qué abundante ocio debe de tener! ¿Por qué cogéis un puñado de suciedad? Haríais mejor en pintar la casa a vuestra imagen; que empalidezca o se sonroje por vuestra causa. ¡Qué empresa, mejorar el estilo de la arquitectura rural! Cuando tengáis preparados mis ornamentos, los luciré.
Antes del invierno construí una chimenea y cubrí de madera las paredes de mi casa, que ya eran impermeables a la lluvia, con imperfectas y jugosas tablas del primer corte del tronco, cuyos bordes tuve que alisar con un cepillo.
Tenía así una casa bien cubierta con tablas de madera y revocada, de diez pies de ancho y quince de largo, y postes de ocho pies, con un desván y un armario, una gran ventana a cada lado, dos ventanucos, una puerta en un extremo y una chimenea de ladrillo al otro lado. El coste exacto de mi casa, pagado el precio acostumbrado por los materiales que usé, pero descontado el trabajo, hecho todo por mí mismo, fue como sigue, y doy los detalles porque muy pocos son capaces de decir con exactitud lo que cuestan sus casas y menos aún, si los hay, el coste separado de los materiales que las componen:
Tablas | 8,03 | 1/2 $, la mayoría toscas |
Tablillas de desecho para el tejado y los laterales | 4,00 | |
Listones | 1,25 | |
Dos ventanas con cristales de segunda mano | 2,43 | |
Mil ladrillos viejos | 4,00 | |
Dos barriles de cal | 2,40 | Era cara |
Cerdas | 0,31 | Más de lo que necesitaba |
Manto de fundición | 0,15 | |
Clavos | 3,90 | |
Bisagras y tornillos | 0,14 | |
Picaporte | 0,10 | |
Tiza | 0,01 | |
Transporte | 1,40 | Cargué buena parte a mi espalda |
Total | 28,12 1/2 $ |
Estos fueron todos los materiales, a excepción de la madera, las piedras y la arena, que reclamé por derecho de ocupación. Tengo también un pequeño cobertizo adjunto de madera, hecho principalmente con el material que quedó tras construir la casa.
Pretendo construirme una casa que supere cualquiera de la calle mayor de Concord en grandeza y lujo, tan pronto como me plazca, y que no me cueste más que esta.
Así descubrí que el estudiante que desea un cobijo puede obtener uno para toda la vida a un precio no superior al del alquiler que paga anualmente. Si parece que me jacto más de lo conveniente, mi excusa es que alardeo de humanidad más que de mí mismo, y mis defectos e incoherencias no afectan a la verdad de mi afirmación. A pesar de la mucha trivialidad e hipocresía —paja que me cuesta separar del grano, pero que lamento como cualquiera—, respiraré libremente y me extenderé al respecto, pues resulta un alivio tanto para el sistema físico como para el moral y estoy resuelto a no convertirme por humildad en el abogado del diablo. Me esforzaré en decir una buena palabra por la verdad. En la Universidad de Cambridge, el alquiler de una habitación de estudiante, que apenas es mayor que la mía, es de treinta dólares al año, aunque la corporación obtuvo la ventaja de construir treinta y dos juntas y bajo un mismo techo, y el ocupante sufre el inconveniente de muchos y ruidosos vecinos y tal vez de estar alojado en el cuarto piso. No puedo sino pensar que, si fuéramos más sabios al respecto, no sólo se necesitaría menos educación, porque, en verdad, ya se habría adquirido más, sino que el gasto pecuniario de conseguir una educación desaparecería en gran medida. Las ventajas que el estudiante requiere en Cambridge o en cualquier otro lugar le cuestan a él o a cualquiera un sacrificio de vida diez veces mayor de lo que supondría una adecuada administración por ambas partes. Las cosas que más dinero cuestan no son las cosas que el estudiante más necesita. La matrícula, por ejemplo, es un punto importante de la tarifa, mientras que la educación más valiosa que consigue al asociarse con sus contemporáneos cultos no tiene cargo alguno. La manera de fundar una universidad consiste, por lo general, en establecer una suscripción de dólares y centavos y luego seguir ciegamente los principios de la división del trabajo hasta su extremo, un principio que nunca debería seguirse más que con circunspección; se convoca a un contratista que lo convierte en un objeto de especulación y emplea a irlandeses u otros obreros para poner los cimientos, mientras que los estudiantes habrán de acomodarse a ello y por tales descuidos pagarán generaciones sucesivas. Creo que sería mejor que esto, para los estudiantes o los que deseen beneficiarse de ello, que pusieran ellos mismos los cimientos. El estudiante que asegura su codiciado ocio y retiro eludiendo sistemáticamente toda tarea necesaria para el hombre, no obtiene sino un ocio innoble e infructuoso y se engaña sobre la única experiencia que puede volver fructífero el ocio. «Pero», dice uno, «¿quieres decir que los estudiantes deberían trabajar con sus manos en lugar de sus cabezas?». No quiero decir eso exactamente, pero quiero decir algo muy parecido a eso; quiero decir que no deberían jugar a la vida o sólo estudiarla, mientras la comunidad les apoya en este juego caro, sino vivirla en serio de principio a fin. ¿Cómo podrían aprender a vivir mejor los jóvenes sino intentando de una vez el experimento de vivir? Les servirá para ejercitar su mente tanto como las matemáticas. Si quisiera que un muchacho supiera algo de las artes y ciencias, por ejemplo, no seguiría el proceder habitual, que consiste en ponerle en compañía de un profesor, donde todo se profesa y practica salvo el arte de la vida: examinar el mundo a través de un telescopio o un microscopio y nunca a simple vista; estudiar química y no aprender cómo se hace su pan, o mecánica, y no saber cómo se gana; descubrir nuevos satélites de Neptuno y no percibir las motas en su ojo, o de qué vagabundo es él mismo un satélite; o ser devorado por los monstruos que pululan a su alrededor, mientras contempla los monstruos en una gota de vinagre. ¿Quién habría avanzado más al cabo de un mes, el muchacho que ha fabricado su navaja con la mena que hubiera extraído y fundido, leyendo cuanto fuera necesario para ello, o el muchacho que hubiera asistido entretanto a las conferencias sobre metalurgia en el instituto y recibido de su padre un cortaplumas Rogers? ¿Quién se cortaría antes los dedos con mayor probabilidad?… ¡Para mi sorpresa, al abandonar la universidad me informaron de que había estudiado navegación! Si me hubiera dado una vuelta por el puerto habría sabido más al respecto. Incluso el estudiante pobre estudia y aprende sólo economía política, mientras que la economía de vivir, que es sinónima de la filosofía, ni siquiera se profesa sinceramente en nuestras universidades. La consecuencia es que, mientras lee a Adam Smith, Ricardo y Say, las deudas de su padre aumentan irremediablemente.
Así como con nuestras universidades ocurre con cien «mejoras modernas»; hay una ilusión sobre ellas: no siempre hay un avance positivo. El diablo sigue exigiendo un interés compuesto hasta el final por su participación inicial y las numerosas inversiones sucesivas. Nuestras invenciones suelen ser hermosos juguetes que distraen la atención de las cosas serias. No son sino medios mejorados para un fin no mejorado, un fin que resultaba demasiado fácil alcanzar, como el ferrocarril que lleva a Boston o Nueva York. Tenemos mucha prisa para construir un telégrafo magnético desde Maine hasta Texas, pero puede ser que Maine y Texas no tengan nada importante que comunicar. Cada una está en el mismo apuro que el hombre que deseaba ser presentado a una distinguida mujer sorda, pero que, ya en su presencia, con el extremo de la trompetilla en su mano, no tenía nada que decir. Como si el principal objetivo fuera hablar rápido y no hablar con sensatez. Ansiamos perforar un túnel bajo el Atlántico y aproximar en unas semanas el viejo al nuevo mundo, pero tal vez las primeras noticias que se filtrarán a través del amplio, aleteante oído americano, sean que la princesa Adelaida tiene la tos ferina. Al cabo, el hombre cuyo caballo trota una milla por minuto no lleva los mensajes más importantes; no es un evangelista, ni se alimenta de langostas y miel silvestre. Dudo que Flying Childers[49] llevara nunca un celemín de grano al molino.
Uno me dice: «Me sorprende que no ahorres dinero; te encanta viajar; deberías coger el coche e ir hoy a Fitchburg y ver el país». Pero yo soy más sabio. He aprendido que el viajero más rápido es el que va a pie. Le digo a mi amigo: supón que probamos quién llegará allí primero. La distancia es de treinta millas; el billete cuesta noventa centavos. Es casi la paga de un día. Recuerdo que las pagas eran de sesenta centavos por día para los trabajadores de esta misma carretera. Bien, yo parto ahora a pie y llego allí antes que anochezca; he viajado a ese paso toda la semana. Entretanto, tú habrás sacado tu billete y llegarás allí mañana a cierta hora, o posiblemente esta tarde, si tienes la suerte de conseguir un trabajo a tiempo. En lugar de ir a Fitchburg, estarás trabajando aquí la mayor parte del día. Y así, aun cuando el ferrocarril diera la vuelta al mundo, creo que iría por delante de ti, y en cuanto a ver el país y obtener experiencia de esta índole, tendría que dejar de tratar contigo.
Tal es la ley universal que ningún hombre puede burlar, y respecto al ferrocarril podríamos decir incluso que es tan ancha como larga. Hacer un ferrocarril alrededor del mundo disponible para toda la humanidad equivale a nivelar toda la superficie del planeta. Los hombres tienen la noción equívoca de que si se aplicaran a la actividad de reunir suficientes capitales y palas, todos viajarían al fin a algún lugar, casi de inmediato y por nada; pero aunque la multitud se precipite a la estación y el conductor grite «¡Todos a bordo!», cuando el humo se disipe y el vapor se condense, se advertirá que sólo viajan unos pocos y que el resto ha sido atropellado y se lo llamará, y será, «un melancólico accidente». Sin duda pueden viajar los que al cabo han conseguido su billete, es decir, si han sobrevivido, pero probablemente habrán perdido entonces su elasticidad y el deseo de viajar. Gastar la mejor parte de la vida en ganar dinero para disfrutar de una dudosa libertad durante la parte menos valiosa, me recuerda al inglés que fue a la India a hacer primero una fortuna para regresar después a Inglaterra y llevar la vida de un poeta. Debería haber subido antes al desván. «¡Cómo!», exclama un millón de irlandeses surgidos de todas las chozas del país, «¿no es algo bueno el ferrocarril que hemos construido?». Sí, respondo, relativamente bueno, es decir, podríais haberlo hecho peor; no obstante, como sois hermanos míos, quisiera que hubierais empleado vuestro tiempo en algo mejor que excavar en esta suciedad.
Antes de acabar mi casa, queriendo ganar diez o doce dólares de un modo honrado y agradable para hacer frente a mis insólitos gastos, planté judías, principalmente, en unos dos acres y medio de tierra ligera y arenosa, pero también patatas, maíz, guisantes y nabos en una pequeña parcela. El lote completo contenía once acres, la mayoría de pinos y nogales, y la temporada anterior se vendió a ocho dólares y ocho centavos el acre. Un granjero dijo que «sólo valía para criar ardillas chillonas». No puse estiércol en esta tierra, pues no era el propietario, sino sólo un ocupante, ni esperaba volver a cultivar tanto, y no la cavé toda de una vez. Extraje varios tocones al arar, que me proporcionaron combustible para mucho tiempo y dejaron amplios círculos de mantillo virgen, fácilmente distinguibles durante el verano por la exuberancia de las judías. La madera seca y en su parte no comerciable de la trasera de mi casa y los leños flotantes de la laguna me suministraron el resto del combustible. Tuve que contratar una yunta y un hombre para arar, aunque yo mismo manejé el arado. Los gastos de mi granja durante la primera estación, en utensilios, semilla, trabajo, etc., fueron 14,72 1/2 $. Me dieron la semilla de maíz. No hay ni que hablar de su coste, a menos que plantéis más de lo necesario. Obtuve doce medidas de judías y dieciocho de patatas, además de algunos guisantes y maíz dulce. El maíz amarillo y los nabos fueron demasiado tardíos. Todo mi ingreso por la granja fue:
23,44 $ | |
Deduciendo los gastos | 14,72 1/2 |
quedan | 8,71 1/2 |
junto al producto consumido y disponible en el momento en que se hizo esta estimación, con valor de 4,50 $, y teniendo en cuenta que la cantidad disponible compensaba de sobra el escaso pasto que no cultivé. Considerándolo bien, es decir, considerando la importancia del alma de un hombre y del presente, a pesar de la corta duración de mi experimento, y en parte a causa de su carácter transitorio, creo que aquel año lo hice mejor que cualquier granjero de Concord.
Al año siguiente lo hice aún mejor, porque removí toda la tierra que necesitaba, en torno a un tercio de acre, y aprendí de la experiencia de los dos años pasados sin sentirme en absoluto intimidado por tantas obras célebres sobre agricultura, como la de Arthur Young, según el cual, si se vive con sencillez y se come la cosecha cultivada y no se cultiva sino lo que se come, y no se cambia esto por una cantidad insuficiente de cosas más lujosas y caras, sólo será preciso cultivar unas pocas varas de tierra y resultará más barato removerla que usar un buey para ararla, y elegir un lugar nuevo periódicamente en vez de abonar el viejo, y se podrá hacer todo el trabajo de la granja necesario, por así decirlo, con la mano izquierda y en ratos perdidos del verano, y así no se estará atado como ahora a un buey, un caballo, una vaca o un cerdo. Deseo hablar sobre este punto imparcialmente, como alguien no interesado en el éxito o fracaso de estos arreglos económicos y sociales. Era más independiente que cualquier granjero de Concord, ya que no estaba anclado a una casa o granja, sino que podía seguir la inclinación de mi genio, que es muy retorcido, a cada momento. Además de estar mejor que los demás, si mi casa hubiera ardido o hubiera perdido mi cosecha habría estado tan bien como antes.
Suelo creer no tanto que los hombres son cuidadores de rebaños como que los rebaños son cuidadores de hombres, pues son más libres. Hombres y bueyes intercambian su trabajo, pero si sólo consideramos el trabajo necesario, se verá que los bueyes llevan gran ventaja, ya que su granja es mucho mayor. El hombre hace parte del trabajo intercambiado en sus seis semanas de forrajear, que no es un juego de niños. Por cierto, ninguna nación que viviera con sencillez en todos los aspectos, es decir, una nación de filósofos, cometería un error tan grande como usar el trabajo de los animales. En verdad, no ha habido ni es probable que haya una nación de filósofos, ni estoy seguro de que fuera deseable que la hubiera. Sin embargo, yo nunca habría domado un caballo o un toro ni lo habría cuidado por el trabajo que pudiera hacer por mí, por miedo a convertirme en un hombre-caballo o en un hombre-rebaño, y si la sociedad parece ganar al hacerlo, ¿estamos seguros de que la ganancia de un hombre no es la pérdida de otro y de que el muchacho del establo tiene el mismo motivo para estar satisfecho que el dueño? Dando por supuesto que algunas obras públicas no se habrían construido sin esta ayuda y concediendo que el hombre comparte esta gloria con el buey y el caballo, ¿se sigue de ello que no podría haber logrado en ese caso obras más dignas de sí mismo? Cuando los hombres comienzan a hacer con su ayuda un trabajo no sólo innecesario o artístico, sino lujoso y ocioso, es inevitable que unos pocos intercambien todo su trabajo con los bueyes o, en otras palabras, que se conviertan en esclavos de los más fuertes. Así, el hombre no sólo trabaja para el animal que hay dentro de él, sino que, como un símbolo de esto, trabaja para el animal que hay fuera. Aunque tenemos muchas sólidas casas de ladrillo o piedra, la prosperidad del granjero aún se mide por el grado en que el granero eclipsa la casa. Se dice que esta ciudad tiene las mayores casas para bueyes, vacas y caballos de los alrededores, y no se queda atrás en cuanto a sus edificios públicos, pero hay muy pocos lugares para la libertad de culto o la libertad de expresión en este país. Si no fuera por su arquitectura, ¿por qué no habrían las naciones de ser recordadas por su capacidad para el pensamiento abstracto? ¡Cuánto más admirable es el Bhagavad-Gita que todas las ruinas de Oriente! Torres y templos son el lujo de los príncipes. Un hombre sencillo e independiente no se somete a príncipe alguno. El genio no es una pertenencia del emperador, ni su material es la plata, el oro o el mármol, excepto en lo insignificante. ¿Con qué fin, decidme, se pica tanta piedra? En Arcadia, cuando estuve allí, no vi piedra picada. Las naciones están poseídas por la desquiciada ambición de perpetuar su memoria por la cantidad de piedra picada que dejan atrás. ¿Y si se tomaran la misma molestia por suavizar y pulir sus modales? Una pieza de buen sentido sería más memorable que un monumento tan alto como la luna. Prefiero ver piedras en su lugar. La grandeza de Tebas era una grandeza vulgar. Más sensato es el muro de piedra que limita el campo de un hombre honrado que la Tebas de cien puertas que se ha alejado del verdadero fin de la vida. La religión y la civilización bárbara y pagana construyen templos espléndidos, pero lo que podríamos llamar cristianismo no. Casi toda la piedra que una nación pica se dedica sólo a su tumba. Se entierra viva. En cuanto a las pirámides, no hay nada por lo que asombrarse tanto como del hecho de que pudiera haber tantos hombres degradados para gastar sus vidas en construir la tumba de un bobo ambicioso, que habría sido más sabio y viril ahogar en el Nilo, y arrojar luego su cuerpo a los perros. Posiblemente podría inventar una excusa para ellos y para él, pero no tengo tiempo. En cuanto a la religión y el amor al arte de los constructores, ocurre lo mismo en todo el mundo, ya se trate de un templo egipcio o del Banco de los Estados Unidos. Cuesta más de lo que vale. La causa principal es la vanidad, ayudada por el amor al ajo, el pan y la mantequilla. El señor Balcom, un joven y prometedor arquitecto, lo diseña al dorso de su Vitrubio, con lápiz duro y regla, y luego entrega la faena a Dobson e Hijos, picapedreros. Mientras los treinta siglos empezaban a bajar la vista hasta allí, la humanidad la subía. En cuanto a vuestras altas torres y monumentos, hubo una vez un loco en esta ciudad que se propuso cavar hasta China, y llegó tan lejos, según dijo, que oía las ollas y teteras chinas, pero no creo que me desvíe de mi camino para admirar el agujero que hizo. A muchos les interesan los monumentos de Oriente y Occidente, saber quién los construyó. Por mi parte, me gustaría saber quiénes, por aquel entonces, no los construyeron, quiénes estaban por encima de la trivialidad. Pero sigamos con mis estadísticas.
Por agrimensura, carpintería y trabajos diarios de otra índole en la ciudad, ya que tenía tantos oficios como dedos, gané 13,34 $. El gasto de comida por ocho meses, es decir, del 4 de julio al 1 de marzo, el tiempo al que corresponde esta estimación, aunque viví allí más de dos años, sin contar patatas, un poco de maíz verde y algunos guisantes que cultivé, ni considerar el valor de lo disponible en la última fecha, fue:
Arroz | 1,73 1/2 $ | |
Melaza | 1,73 | La forma más barata de la sacarina |
Harina de centeno | 1,04 3/4 | |
Harina de maíz | 0,99 3/4 | |
Carne de cerdo | 0,22 | Más barato que el centeno |
Experimentos que fracasaron
Harina de trigo | 0,88 | Cuesta más que la harina de maíz, en dinero y molestias |
Azúcar | 0,80 | |
Manteca de cerdo | 0,65 | |
Manzanas | 0,25 | |
Manzanas secas | 0,22 | |
Batatas | 0,10 | |
Una calabaza | 0,6 | |
Una sandía | 0,2 | |
Sal | 0,3 |
Sí, comí por valor de 8,74 $ en total, pero no confesaría tan desvergonzadamente mi culpa si no supiera que la mayoría de mis lectores es tan culpable como yo y que sus cuentas no resultarían mejores una vez impresas. Al año siguiente me hice en ocasiones con un plato de pescado para comer, y una vez llegué a cazar una marmota que destrozaba mi campo de judías —llevé a cabo su transmigración, como diría un tártaro— y la devoré, en parte para probar; pero aunque me reportó un goce transitorio, a pesar del sabor almizcleño, entendí que ni siquiera el uso prolongado lo convertiría en buena práctica, al margen de lo que podría parecer consumir marmotas aderezadas por el carnicero de la ciudad.
Aunque poco pueda inferirse de esta partida, la ropa y ciertos gastos incidentales de estas mismas fechas ascendieron a:
8,40 3/4 $ | |
Aceite y ciertos utensilios domésticos | 2,00 |
Así que todos los gastos pecuniarios, salvo por el lavado y zurcido, que en su mayor parte se hicieron fuera de casa, y cuyas facturas aún no se han recibido —y estas son todas y más que todas las maneras de las que necesariamente se gasta el dinero en esta parte del mundo—, fueron:
Casa | 28,12 1/2 $ |
Granja, un año | 14,72 1/2 |
Comida, ocho meses | 8,74 |
Ropa, etc., ocho meses | 8,40 3/4 |
Aceite, etc., ocho meses | 2,00 |
Total | 61,99 3/4 $ |
Me dirijo ahora a aquellos de mis lectores que tienen que ganarse la vida. Para ello, obtuve de mis cosechas:
23,44 $ | |
Ganado como jornal | 13,34 |
Total | 36,78 $ |
lo cual, sustraído de la suma de los gastos, deja por un lado un saldo de 25,21 3/4 $ —que son casi los medios con que empecé y la cantidad de los gastos en que incurrimos— y, por otro, junto al ocio y la independencia y la salud así asegurados, una casa confortable para mí mientras quisiera ocuparla.
Estas estadísticas, aunque parezcan accidentales y, por tanto, poco instructivas, al ser completas tienen también cierto valor. No recibí nada de lo que no haya dado cuenta. Resulta de la estimación anterior que mi comida me costó en dinero en torno a veintisiete centavos por semana. Fue, durante casi dos años, harina de centeno y de maíz sin levadura, patatas, arroz, un poco de carne de cerdo salada, melaza y sal, y para beber, agua. Era adecuado que viviera sobre todo de arroz quien tanto amaba la filosofía de la India. Para responder a las objeciones de algunos inveterados cavilosos, puedo decir también que si comí fuera en ocasiones, como siempre había hecho y confío en poder seguir haciendo, fue con frecuencia en detrimento de mis arreglos domésticos. Pero si comer fuera es, como digo, un elemento constante, apenas afecta a una afirmación relativa como esta.
En mis dos años de experiencia aprendí que costaría increíblemente poco obtener el sustento necesario, incluso en esta latitud; que un hombre podría llevar una dieta tan sencilla como los animales y, sin embargo, conservar la salud y la fuerza. Hice una comida satisfactoria, satisfactoria en varios aspectos, tan sólo con un plato de verdolaga (Portulaca oleracea) que recogí en mi maizal, herví y sazoné. Doy el latín por lo sabroso del nombre trivial. ¿Qué más podría desear un hombre razonable, en tiempos de paz, en un mediodía cualquiera, que un número suficiente de espigas de maíz verde hervidas con sal? Aun la escasa variedad a la que me acostumbré fue una concesión a las exigencias del apetito y no de la salud. Sin embargo, los hombres han llegado al punto de pasar hambre a menudo no por falta de lo necesario, sino por falta de lujos, y conozco a una buena mujer que cree que su hijo perdió la vida porque sólo bebía agua.
El lector advertirá que estoy tratando la cuestión desde un punto de vista económico, antes que dietético, y no se atreverá a poner a prueba mi condición abstemia a menos que cuente con una despensa bien provista.
Al principio hice el pan con pura harina de maíz y sal, auténticos panes de maíz que cocía al fuego en el exterior sobre una tablilla o al extremo de una madera serrada al construir mi casa, pero solía resultar ahumado y con sabor a pino. Lo intenté también con harina de trigo y, al cabo, encontré una mezcla de centeno y harina de maíz de lo más conveniente y agradable. Con el tiempo frío no era poco entretenimiento cocer sucesivamente pequeñas barras, vigilándolas y volviéndolas con tanto cuidado como haría un egipcio con sus huevos incubados. Fueron un auténtico fruto cereal que hice madurar y brindaban a mis sentidos una fragancia que trataba de mantener en lo posible envolviéndolos en paños, similar a la de otros nobles frutos. Llevé a cabo un estudio del antiguo e indispensable arte de hacer pan, consultando las autoridades que se ofrecían, de vuelta a los días primitivos y a la primera invención del ácimo, cuando tras la aspereza de frutos secos y carnes los hombres alcanzaron la suavidad y el refinamiento de esta dieta, viajando gradualmente en mis estudios a través del accidente de la masa agria que, según se supone, enseñó el proceso de la fermentación, y a través de varias fermentaciones posteriores, hasta que llegué al «buen, dulce, sano pan», el sustento de la vida. La levadura, que algunos consideran el alma del pan, el spiritus que llena su tejido celular, religiosamente preservada como el fuego vestal —una preciosa botellita, supongo, traída en el Mayflower, hizo el negocio de América y su influencia aún se yergue, hincha y extiende en oleadas cereales sobre la tierra—, este germen lo conseguí regular y fielmente en la ciudad, hasta que una mañana olvidé las reglas y escaldé mi levadura; accidente por el que descubrí que ni siquiera esta era indispensable —porque mis descubrimientos no eran por proceso sintético, sino analítico—, por lo que desde entonces he prescindido de ella alegremente, aunque la mayoría de las amas de casa me aseguraron con gravedad que no podría haber un pan sano y fiable sin levadura, y las personas mayores profetizaron una rápida decadencia de las fuerzas vitales. Sin embargo, descubro que no es un ingrediente esencial y, tras prescindir de él durante un año, aún estoy en la tierra de los vivos; me alegra escapar a la trivialidad de llevar una botellita en el bolsillo que a veces se abre y descarga su contenido para mi disgusto. Resulta más sencillo y respetable prescindir de ella. El hombre es un animal que, más que ningún otro, puede adaptarse a todos los climas y circunstancias. No puse sal, soda u otro ácido o alcalino en mi pan. Parecía que lo elaboraba según la receta que dio Marco Porcio Catón dos siglos antes de Cristo. «Panem depsticium sic facito. Manus mortariumque bene lavato. Farinam in mortarium indito, aquæ paulatim addito, subigitoque pulchre. Ubi bene subegeris, defingito, coquitoque sub testu». Lo que quiere decir: «Haz así el pan amasado. Lava bien tus manos y el mortero. Pon la masa en el mortero, añade agua gradualmente y amásalo por completo. Una vez bien amasado, moldéalo y cuécelo con una tapa», es decir, en una marmita. Ni una palabra sobre levadura. Pero no siempre usé este sustento de la vida. En cierta ocasión, debido a lo vacío de mi monedero, no vi ni un ápice por más de un mes.
Cualquier habitante de Nueva Inglaterra podría fácilmente plantar sus propios cereales en esta tierra de centeno y maíz y no depender al respecto de mercados remotos y fluctuantes. Sin embargo, tan lejos estamos de la sencillez e independencia que, en Concord, raramente se vende en las tiendas maíz fresco y dulce, y apenas nadie usa maíz molido o en forma aún más basta. Suele ocurrir que el granjero eche a su rebaño y cerdos el grano de su propia cosecha y compre harina de trigo, la cual, a mayor coste en la tienda, no es tan sana como aquel. Vi que podía fácilmente obtener una medida o dos de centeno y maíz, porque el primero crece en la tierra más pobre y el último no exige la mejor, y molerlos en un molinillo de mano y pasar sin arroz ni carne de cerdo; si debía tener un poco de dulce concentrado, descubrí experimentando que podía elaborar una melaza muy buena de calabaza o remolacha y supe que necesitaba sólo unos pocos arces para obtenerlo con mayor facilidad, y mientras estos crecían podía usar varios sustitutos junto a los nombrados, «porque», como cantaron los antepasados:
Podemos hacer licor para endulzar nuestros labios
De calabazas y chirivías y astillas de nogal[50].
Por último, en cuanto a la sal, el más vulgar de los víveres, obtenerla puede ser un buen motivo para visitar la costa; si prescindiera de ella por completo, probablemente bebería menos agua. Por lo que sé, los indios nunca se afanaron por buscarla.
Así pude evitar todo comercio y trueque en lo que respecta a mi alimento y, tras tener un cobijo, sólo me quedaría conseguir ropa y combustible. Los pantalones que ahora llevo fueron tejidos por la familia de un granjero; a Dios gracias aún hay virtud en el hombre, porque creo que la caída del granjero en obrero es tan grande y memorable como la del hombre en granjero, y en un país nuevo, el combustible es un inconveniente. En cuanto al hábitat, si no me fuera permitido aún colonizar, podría comprar un acre al mismo precio por el que se vendió la tierra que cultivé, es decir, ocho dólares y ocho centavos. Pero tal como fue, consideré que aumentaba el valor de la tierra al ocuparla.
Hay cierta clase de incrédulos que a veces me preguntan cosas como si creo que puedo vivir sólo de comida vegetal y, por llegar de una vez a la raíz del asunto —porque la raíz es la fe—, estoy acostumbrado a responder que podría vivir de clavos de tablón. Si no pueden comprender esto, no podrán comprender demasiado de lo que tengo que decir. Por mi parte, me alegra saber que se han intentado experimentos de esta clase; como un joven que intentó vivir durante dos semanas de espigas de maíz duro y crudo, usando sus dientes como mortero. La tribu de las ardillas lo intentó y lo logró. La raza humana está interesada en estos experimentos, aunque se alarmen unas cuantas mujeres viejas que están incapacitadas para ello o que poseen sus tercios en molinos.
Mi mobiliario, del cual una parte la hice yo mismo y el resto no me costó nada de lo que no haya rendido cuentas, consistía en una cama, una mesa, un pupitre, tres sillas, un espejo de tres pulgadas de diámetro, un par de tenacillas y morillos, una olla, una cacerola, una sartén de freír, un cazo, un lavabo, dos cuchillos y tenedores, tres platos, una taza, una cuchara, una jarra para el aceite, otra para la melaza y una lámpara lacada. Nadie es tan pobre como para tener que sentarse en una calabaza. Eso es vagancia. Hay un montón de sillas como a mí me gustan, disponibles en los desvanes de la ciudad. ¡Mobiliario! Gracias a Dios, puedo sentarme y sostenerme sin la ayuda de un almacén de muebles. ¿Qué hombre, salvo un filósofo, no se avergonzaría de ver su mobiliario empaquetado en un carro y recorrer el país expuesto a la luz del cielo y a las miradas de los hombres, una miserable relación de cajas vacías? Tal es el mobiliario de Spaulding. Al inspeccionar tal carga, nunca podría decir si pertenecía a un hombre rico o pobre; el propietario siempre resultaría menesteroso. En efecto, cuantas más cosas similares poseáis, más pobres seréis. Cada carga parece como si encerrara el contenido de una docena de chozas, y si una choza es pobre, aquel será doce veces más pobre. Decidme, ¿para qué nos mudamos, sino para librarnos de nuestro mobiliario, de nuestras exuviæ, para ir de este mundo, al cabo, a otro recién amueblado y dejar que este se queme? Ocurre lo mismo que si todos los trastos fueran enganchados al cinturón de un hombre y este no pudiera moverse por el abrupto país en que están trazadas nuestras líneas sin arrastrarlos, sin arrastrar su trampa[51]. Fue un zorro afortunado el que dejó su cola en la trampa. La rata almizclera roerá su tercera pata para librarse. No es de extrañar que el hombre haya perdido su elasticidad. ¡Cuán a menudo se halla en un punto muerto! «Señor, si puedo atreverme a preguntarlo, ¿qué quiere decir en un punto muerto?». Si sois observadores, cuandoquiera que encontréis a un hombre, veréis cuanto posee, ay, y mucho que finge repudiar, tras él, incluso su mobiliario de cocina y todas las baratijas que salva y no quema, y parecerá estar uncido a ello y avanzar cuanto pueda. Creo que está en un punto muerto el hombre que ha atravesado un agujero o portillo por el que su carga de muebles no puede seguirle. No puedo sino sentir compasión cuando oigo hablar a un hombre acicalado y de aspecto fornido, aparentemente libre, ceñido y dispuesto, sobre si su «mobiliario» está o no asegurado. «Pero ¿qué haré con mis muebles?». Mi alegre mariposa queda atrapada entonces en una telaraña. Incluso aquellos que parecían no tenerlos, si preguntáis, veréis que tienen algo almacenado en el granero de alguien. Considero hoy a Inglaterra como un anciano caballero que viaja con mucho equipaje, baratijas que ha acumulado tras un largo cuidado doméstico y que no tiene el valor de quemar: un gran baúl, un pequeño baúl, una sombrerera y un fardo. Desechad al menos los tres primeros. Superaría hoy la capacidad de un hombre sano levantar su cama y andar, y yo aconsejaría al enfermo, por cierto, que se levantara y echase a correr. Cuando me he topado con un inmigrante que se tambaleaba bajo un fardo que contenía todo lo suyo —similar a un enorme lobanillo que le hubiera crecido en la nuca—, le he compadecido, no porque eso fuera todo lo suyo, sino porque tenía que llevar todo eso. Si he de arrastrar mi trampa, me cuidaré de que sea ligera y no me pellizque en una parte vital. Pero tal vez sería de sabios no meter ahí la zarpa.
Observaré, a propósito, que no me cuestan nada las cortinas, ya que no tengo curiosos a los que evitar salvo el sol y la luna, y me gusta que miren adentro. La luna no agriará la leche ni pudrirá mi carne, ni el sol estropeará mis muebles o desvairá la alfombra, y si a veces resulta un amigo demasiado caluroso, considero mejor economía retirarme tras alguna cortina provista por la naturaleza antes que añadir un solo artículo a los detalles de la casa. Una dama me ofreció una vez una estera, pero como no tenía espacio dentro de la casa, ni tiempo dentro o fuera para sacudirla, la rehusé, pues prefería limpiarme los pies en el césped frente a la puerta. Es mejor evitar los comienzos del mal.
No hace mucho asistí a la subasta de los efectos de un diácono, porque su vida no había estado falta de ellos:
El mal que hacen los hombres les sobrevive[52].
Como de costumbre, casi todo eran fruslerías que había empezado a acumular en vida de su padre. Entre otras cosas había una tenia seca. Ahora, tras yacer medio siglo en su desván y otros agujeros polvorientos, tales cosas no se quemaban; en lugar de acabar en una hoguera, o en su destrucción purificadora, lo hacían en una subasta o aumento. Los vecinos se reunieron ávidamente para verlas, comprarlas y transportarlas cuidadosamente a sus desvanes y polvorientos agujeros, para que yacieran allí hasta que sus bienes fueran liquidados, y entonces vuelta a empezar. Cuando un hombre muere, patea el polvo.
Tal vez podríamos imitar con provecho las costumbres de ciertas naciones salvajes, ya que al menos parecen librarse del desánimo anualmente; tienen la idea de ello, tengan o no su realidad. ¿No estaría bien que celebráramos tal «festival» o «fiesta de primicias», como era la costumbre de los indios muclasse, según Bartram? «Cuando un poblado celebra su festival», dice, «tras haberse provisto de nuevos vestidos, nuevas cazuelas, sartenes y otros utensilios domésticos y muebles, reúnen todas sus ropas gastadas y otras cosas desechables, barren y limpian la suciedad de sus casas, las cuadras y todo el poblado, y la arrojan con el grano sobrante y las demás viejas provisiones a un solo montón para que el fuego lo consuma. Tras haber ingerido la medicina y ayunado por tres días, se extingue todo el fuego en el poblado. Durante este ayuno, se abstienen de satisfacer cualquier apetito y pasión. Se proclama una amnistía general; todos los malhechores pueden regresar a su poblado».
«A la mañana del cuarto día, el sumo sacerdote produce un nuevo fuego frotando madera seca en la plaza pública, y se suministra a cada habitación del poblado esta llama nueva y pura».
Luego se deleitan con el nuevo maíz y los frutos y bailan y cantan durante tres días, «y los cuatro días siguientes reciben visitas y disfrutan con sus amigos de los poblados vecinos, que se han purificado y preparado de manera similar»[53].
Los mejicanos practicaban también cierta purificación cada cincuenta y dos años, con la creencia de que era el momento de que el mundo llegara a un fin.
No conozco un sacramento más verdadero que este, es decir, tal como el diccionario lo define, «signo exterior y visible de una gracia interior y espiritual», y no tengo duda alguna de que fueron inspirados originalmente por el cielo al obrar así, aunque no tengan registro bíblico alguno de la revelación.
Durante más de cinco años me mantuve así sólo con el trabajo de mis manos y descubrí que con trabajar unas seis semanas al año podía sufragar todos los gastos de la vida. En invierno, y casi siempre en verano, estaba libre y tranquilo para estudiar. He intentado mantener una escuela a conciencia, y descubrí que mis gastos estaban en proporción, o más bien fuera de proporción, con mis ingresos, porque estaba obligado a vestir y enseñar, por no hablar de pensar y creer, de manera adecuada, y perdía mi tiempo por añadidura. Como no enseñaba en beneficio de mis conciudadanos, sino sólo como medio de vida, resultó un fracaso. He intentado el comercio, pero descubrí que tardaría diez años en ponerme en camino y que entonces iría probablemente por el camino del diablo. Me asustó realmente que entonces pudiera estar haciendo lo que se llama un buen negocio. Cuando por vez primera me preocupé por lo que podía hacer para vivir, teniendo en mente, para probar mi ingenuidad, cierta triste experiencia de conformarme a los deseos de los amigos, pensé frecuente y seriamente en recoger gayubas; seguramente podría hacerlo y su pequeño provecho habría bastado —porque mi mayor habilidad ha sido necesitar poco— por el poco capital requerido, por la escasa distracción de mi humor habitual, pensé ridículamente. Mientras mis conocidos se dedicaban sin vacilar al comercio u otras profesiones, consideraba esta ocupación similar a la suya; recorrer las colinas en verano para recoger las bayas que me salieran al paso y después disponer de ellas sin cuidado; cuidar, por tanto, los rebaños de Admeto. También soñaba que podría reunir las hierbas silvestres o llevar siemprevivas a los aldeanos que quisieran recordar los bosques, incluso hasta la ciudad, a carretadas. Pero he aprendido desde entonces que el comercio maldice todo lo que toca y que, aun cuando comercies con mensajes del cielo, la maldición del comercio afecta al negocio.
Como prefería unas cosas a otras y valoraba especialmente mi libertad, y como podía resultarme difícil y, con todo, tener éxito, no deseaba por el momento malgastar mi tiempo en adquirir ricas alfombras u otro hermoso mobiliario, o delicada cocina, o una casa de estilo griego o gótico. Si hay alguien a quien no le suponga interrupción alguna adquirir estas cosas y que sepa cómo usarlas una vez adquiridas, le cedo la búsqueda. Algunos son «industriosos» y parecen amar el trabajo por sí mismo, o tal vez porque los aparta de un perjuicio mayor; a estos por ahora no tengo nada que decirles. A los que no sabrían qué hacer con más ocio del que ahora disfrutan, les aconsejaría que trabajaran con redoblada dureza, que trabajaran hasta que hubieran pagado por sí mismos y obtenido su carta de libertad. En cuanto a mí, descubrí que la ocupación de un jornalero era la más independiente, en especial porque exigía sólo treinta o cuarenta días al año para subsistir. El día del jornalero acaba cuando se oculta el sol y entonces es libre de dedicarse a su búsqueda elegida, independiente de su trabajo; pero su contratante, que especula de mes en mes, no conoce tregua de un extremo al otro del año.
En resumen, estoy convencido, tanto por fe como por experiencia, de que mantenerse en esta tierra no es una dificultad sino un pasatiempo, si vivimos sencilla y sabiamente, así como las búsquedas de las naciones más sencillas son aún los juegos de las más artificiales. No es necesario que un hombre gane su pan con el sudor de su frente, a menos que sude con mayor facilidad que yo.
Un joven a quien conozco, que ha heredado unos acres, me dijo que debería vivir como yo lo hacía si tuviera los medios. No quisiera que nadie adoptara mi modo de vida por causa alguna, pues además de que antes de que lo hubiera aprendido podría haber hallado otro para mí mismo, deseo que haya tantas personas diferentes en el mundo como sea posible; pero quisiera que cada uno fuera muy cuidadoso en descubrir y seguir su propio camino, y no el de su padre o el de su madre o el de su vecino. El joven puede construir o cultivar o navegar, que nada le impida hacer lo que me dice que desearía hacer. Somos sabios sólo por un punto matemático, como el marinero o el esclavo fugitivo que conservan a la vista la estrella polar, pero esa es suficiente guía para toda la vida. Puede que no lleguemos a puerto en el periodo previsto, pero mantendríamos el rumbo.
Sin duda, en este caso, lo que es cierto para uno aún es más cierto para mil, como una casa grande no es más cara que una pequeña en proporción a su tamaño, ya que un techo puede cubrir, un sótano abarcar y un muro separar varios apartamentos. Por mi parte, prefiero una morada solitaria. Además, por lo general, si vosotros lo construís todo resultará más barato que convencer a otro de la ventaja de una medianera y, una vez hecha, para que fuera mucho más barata habría de ser delgada, y el otro podría ser un mal vecino y no reparar su lado. La única cooperación posible resulta muy parcial y superficial, y la escasa cooperación auténtica que hay es como si no la hubiera, pues su armonía es inaudible para los hombres. Si un hombre tiene fe, cooperará con igual fe en todas partes; si no tiene fe, seguirá viviendo como el resto del mundo con quienquiera que se junte. Cooperar, tanto en el sentido supremo como en el ínfimo, significa ganarnos la vida juntos. Hace poco oí proponer que dos jóvenes viajaran juntos por el mundo, el uno sin dinero, ganando sus recursos sobre la marcha, al pie del mástil y ante el arado, el otro con una letra de cambio en el bolsillo. Era fácil ver que no podrían ser por mucho tiempo compañeros o cooperar, ya que uno no operaba en absoluto. Se separarían en la primera crisis interesante de sus aventuras. Sobre todo, como he sugerido, el hombre que va solo puede comenzar hoy, pero el que viaja con otro debe esperar a que esté preparado, y puede transcurrir mucho tiempo antes de que partan.
He oído decir a algunos de mis conciudadanos que todo esto es muy egoísta. Confieso que hasta ahora he consentido muy poco en empresas filantrópicas. He hecho ciertos sacrificios por sentido del deber y, entre otros, he sacrificado también este placer. Hay algunos que han tratado por todos los medios de persuadirme para que me hiciera cargo de alguna familia pobre de la ciudad; si no tuviera nada que hacer —pues el diablo encuentra empleo al ocioso— podría probar con un pasatiempo como ese. Sin embargo, cuando he pensado en consentir en ello, e imponer a su cielo cierta obligación por mantener a personas pobres en todos los aspectos de manera tan confortable como a mí mismo, e incluso he llegado a hacerles el ofrecimiento, todos han preferido sin dudarlo seguir siendo pobres. Mientras los hombres y mujeres de mi ciudad se dedican de muchas maneras al bien de sus semejantes, espero que uno pueda reservarse para otros y menos humanos propósitos. Debéis tener el genio para la caridad, así como para cualquier otra cosa. En cuanto a hacer el bien, esta es una de esas profesiones saturadas. Además, la he probado bastante y, por extraño que parezca, estoy satisfecho de que no concuerde con mi constitución. Probablemente no debería renunciar consciente y deliberadamente a mi vocación particular por hacer el bien que la sociedad exige de mí, para salvar al universo de la aniquilación, y creo que una firmeza similar pero infinitamente mayor en otra parte es lo que ahora lo preserva. No me interpondría entre un hombre y su genio, y a aquel que hace su trabajo, que yo rehúso, con todo su corazón y alma y vida, le diría: persevera, aun cuando el mundo, como es lo más probable, lo llame hacer el mal.
Estoy lejos de suponer que mi caso sea peculiar; sin duda, muchos de mis lectores harían una defensa similar. En cuanto a hacer algo —no comprometeré a mis vecinos para que lo llamen bueno—, no vacilo en decir que podrían contratarme; en cuanto a qué, es el contratante quien debe averiguarlo. El bien que hago, en el sentido común de esa palabra, debe apartarse de mi senda principal y en su mayor parte no debe ser intencionado. Los hombres dicen, prácticamente: empezad donde estéis y tal como sois, sin tratar de dignificaros, y ocupaos en hacer el bien con anticipada amabilidad. Si hubiera de predicar de este modo, antes diría: proponeos ser buenos. Como si el sol debiera detenerse tras haber llevado sus fuegos hasta el esplendor de una luna o una estrella de la sexta magnitud, y seguir como un Robin Goodfellow, asomado a cada ventana campestre, inspirando a los lunáticos y pudriendo las carnes y haciendo visible la oscuridad, en lugar de aumentar firmemente su genial calor y beneficencia hasta ser tan brillante que ningún mortal pueda mirarlo a la cara, y luego, y también entretanto, rodear el mundo por su órbita, haciendo el bien, o mejor, como una filosofía más cierta ha descubierto, con el mundo en su órbita al tiempo que se hace bueno. Cuando Faetón, deseando probar su origen celeste por su beneficencia, se hizo por un día con el carro del sol y lo condujo fuera del camino trillado, quemó varios bloques de casas en las calles inferiores del cielo y abrasó la superficie de la tierra, secó todas las fuentes y produjo el gran desierto del Sáhara, hasta que al fin Júpiter lo derribó sobre la tierra con un rayo y el sol, apenado con su muerte, dejó de brillar durante un año.
No hay peor olor que el que brota de la bondad corrompida. Es la humana, la divina carroña. Si supiera con certeza que un hombre viene a mi casa con el propósito consciente de hacerme bien, correría por mi vida como ante ese viento de los desiertos africanos llamado simún, que llena de polvo la boca, la nariz, los oídos y los ojos hasta asfixiaros, por temor a contraer algo de ese bien y que parte de su virus se mezclara con mi sangre. No, en este caso preferiría sufrir el mal de manera natural. Un hombre no es un buen hombre para mí porque me alimente si paso hambre, o me caliente si siento frío, o me saque de una zanja si llego a caer en ella. Puedo mostraros un terranova que hará otro tanto. La filantropía no es el amor por el prójimo en el sentido más amplio. Howard[54] fue sin duda un hombre muy amable y digno a su manera, y tiene su recompensa; pero, en comparación, ¿qué son cien Howards para nosotros si su filantropía no nos ayuda en nuestra mejor condición, cuando más merecemos ser ayudados? Nunca he sabido de una reunión filantrópica en que se propusiera sinceramente hacer algún bien por mí o por mis semejantes.
Los jesuitas se vieron frustrados por aquellos indios que, quemándose en la hoguera, sugerían nuevos modos de tortura a sus atormentadores. Al estar por encima del sufrimiento físico, a veces ocurría que estaban por encima del consuelo que los misioneros pudieran brindarles, y la ley de obrar como quieras que obren contigo resultó menos persuasiva para los oídos de aquellos a los que, por su parte, no les importaba cómo obraban con ellos, que amaban a sus enemigos de manera insólita y estaban muy cerca de perdonarles abiertamente cuanto hicieron.
Estad seguros de que dais a los pobres la ayuda que más necesitan, aunque sea vuestro ejemplo lo que dejáis atrás. Si dais dinero, os gastáis con él, y no sólo se lo entregáis. A veces cometemos curiosos errores. A menudo el pobre no está tan aterido y hambriento como sucio y harapiento y embrutecido. En parte es por gusto, no sólo por su desgracia. Si le dais dinero, tal vez compre más harapos. Solía compadecer a los torpes obreros irlandeses que cortaban el hielo en la laguna, con las ropas míseras y jironadas, mientras yo tiritaba en mis prendas limpias y a la moda, hasta que un día crudo y frío uno que se había caído al agua vino a mi casa a calentarse, y vi cómo se quitaba tres pares de pantalones y dos pares de medias antes de llegar a la piel, y aunque, en efecto, estuvieran sucios y andrajosos, podía permitirse rehusar las prendas extra que yo le ofrecía, pues tenía tantas intra. Esta zambullida era lo que necesitaba. Entonces empecé a compadecerme de mí mismo y advertí que habría más caridad en concederme a mí una camisa de franela antes que a él toda una tienda de ropa barata. Hay mil podando las ramas del mal por uno que golpea en la raíz, y puede que aquel que otorgue la mayor cantidad de tiempo y dinero a los necesitados sea el que más haga con su modo de vida para producir la miseria que trata de aliviar en vano. Sería como el piadoso dueño de esclavos que dedica las ganancias del décimo esclavo a comprar la libertad de un domingo para los demás. Algunos muestran su amabilidad con los pobres empleándolos en sus cocinas. ¿No serían más amables si se emplearan allí a sí mismos? Os jactáis de gastar la décima parte de vuestros ingresos en la caridad; tal vez deberíais gastar las nueve décimas partes y acabar con ella. La sociedad recupera entonces sólo una décima parte de la propiedad. ¿Se debe a la generosidad del que la posee o a la negligencia de los oficiales de justicia?
La filantropía es casi la única virtud suficientemente apreciada por la humanidad. Mejor dicho, está muy sobrestimada, y se sobrestima por nuestro egoísmo. Un hombre pobre y robusto, en un día soleado, aquí, en Concord, elogió ante mí a un conciudadano porque, según decía, era amable con los pobres; quería decir con él mismo. Los tíos y tías amables de la raza son más apreciados que sus verdaderos padres y madres espirituales. Una vez oí a un reverendo conferenciante en Inglaterra, un hombre de saber e inteligencia, que, tras enumerar a los próceres científicos, literarios y políticos, Shakespeare, Bacon, Cromwell, Milton, Newton y otros, habló a continuación de los héroes cristianos, a quienes, como si su profesión se lo exigiera, elevó a un lugar muy por encima de los demás, como los mayores entre los grandes. Eran Penn, Howard y la señora Fry. Cualquiera se dará cuenta de la falsedad e hipocresía que hay en ello. Los últimos no eran los mejores hombres y mujeres de Inglaterra; sólo eran, tal vez, sus mejores filántropos.
No sustraería nada del elogio que se debe a la filantropía, sino que sólo exijo justicia para todos los que son una bendición para la humanidad por su vida y trabajo. No valoro principalmente la rectitud y benevolencia de un hombre, que es, por así decirlo, su tronco y hojas. Aquellas plantas de cuyo marchito verdor hacemos tisana para el enfermo no tienen sino un uso humilde y son las más empleadas por los curanderos. Quiero la flor y el fruto de un hombre, que cierta fragancia flote desde él hasta mí y cierta sazón dé sabor a nuestro trato. Su bondad no debe ser un acto parcial y transitorio, sino una constante superfluencia, que no le cueste nada y de la que no sea consciente. Esta es una caridad que oculta una multitud de pecados. Con demasiada frecuencia, el filántropo rodea a la humanidad con el recuerdo de sus propias cuitas desechadas, como una atmósfera, y lo llama simpatía. Deberíamos impartir nuestro coraje y no nuestra desesperación, nuestra salud y bienestar y no nuestra enfermedad, y cuidarnos de que esta no se extienda por contagio. ¿De qué llanuras sureñas viene la voz del lamento? ¿En qué latitudes vive el pagano a quien iluminaríamos? ¿Quién es ese hombre intemperante y brutal al que queremos redimir? Si algo aflige a un hombre, de modo que no realiza sus funciones, si tiene un dolor en sus entrañas —pues esa es la sede de la simpatía—, en seguida se propone reformar el mundo. Siendo él mismo un microcosmos, descubre, y es un descubrimiento verdadero, y es él quien debe hacerlo, que el mundo ha estado comiendo manzanas verdes; a sus ojos, de hecho, el mundo mismo es una gran manzana verde, y siente el peligro horrible de que los hijos de los hombres la muerdan antes de que madure; de inmediato su drástica filantropía busca al esquimal y al patagón y abarca a los populosos pueblos indios y chinos, y así, con unos pocos años de actividad filantrópica, usado entretanto por las potencias para sus propios fines, sin duda, se cura de su dispepsia, el globo adquiere un desvaído rubor en una o ambas mejillas, como si empezara a madurar, y la vida pierde su crudeza, y vivir, una vez más, resulta dulce y sano. No he soñado nunca con una atrocidad mayor que la que yo he cometido. Nunca he conocido, ni conoceré, a un hombre peor que yo mismo.
Creo que lo que entristece así a un reformador no es su simpatía por sus semejantes desanimados, sino, aunque se trate del santísimo hijo de Dios, su aflicción particular. Dejad que esta se enderece, que la primavera llegue hasta él, que la mañana ascienda sobre su lecho, y abandonará a sus generosos compañeros sin disculpa. Mi excusa para no hablar contra el uso del tabaco es que nunca lo he mascado; ese es un castigo que deben cumplir los mascadores de tabaco reformados, aunque hay bastantes cosas que he mascado contra las que podría hablar. Si alguna vez os embaucan con estas filantropías, no dejéis que vuestra mano izquierda sepa lo que hace la derecha, pues no vale la pena que lo sepa. Rescatad al que se ahoga y ataos los cordones de los zapatos. Tomaos vuestro tiempo y emprended algún trabajo libre.
Nuestros modales se han corrompido por la comunicación con los santos. Nuestros salterios resuenan con una melodiosa maldición de Dios y siempre la resisten. Se diría que incluso los profetas y redentores preferían consolar los temores a confirmar las esperanzas del hombre. En ninguna parte hay registrada una sencilla e irreprensible satisfacción por el don de la vida, una memorable alabanza de Dios. Toda salud y éxito me beneficia, por lejana y apartada que pueda parecer; toda enfermedad y fracaso me entristece y perjudica, por mucha simpatía que pueda tener conmigo o yo con ello. Si vamos, por tanto, a restablecer la humanidad con medios verdaderamente indios, botánicos, magnéticos o naturales, en primer lugar seamos tan sencillos y buenos como la naturaleza, despejemos las nubes que se ciernen sobre nuestra frente y llenemos nuestros poros con un poco de vida. No sigáis siendo un supervisor del pobre, tratad de convertiros en uno de los próceres del mundo.
Leo en el Gulistan, o Jardín de las Flores, del jeque Sadi de Shiraz, que «preguntaron a un sabio, y dijeron: de los muchos árboles célebres que el Dios Supremo ha creado excelsos y umbrosos, ninguno es llamado azad, o libre, salvo el ciprés, que no da fruto; ¿qué misterio hay en ello? Él replicó: cada uno tiene su fruto apropiado y su estación señalada, durante la cual se renueva y florece, y en cuya ausencia se seca y marchita; el ciprés no está expuesto a ninguno de tales estados y siempre florece; de esta naturaleza son los azads, o religiosos independientes. No fijéis vuestro corazón en lo transitorio, pues el Dijlah, o Tigris, seguirá fluyendo a través de Bagdad cuando la raza de los califas se haya extinguido: si tu mano está llena, sé generoso como la palma datilera, pero si no tienes nada que dar, sé un azad, u hombre libre, como el ciprés».