CALENTAR LA CASA

EN octubre fui a vendimiar a los prados del río y me cargué de racimos más preciosos por su belleza y fragancia que como alimento. Admiré también, aunque no los cogí, los arándanos, pequeñas gemas de cera que pendían de las hierbas del prado, perladas y rojas, que el granjero cosecha con un feo rastrillo que deja el suave prado como una maraña, tras tasarlo todo sin escrúpulos en toneladas y dólares y vender los despojos de las vegas en Boston y Nueva York, para que allí se conviertan en mermelada y satisfagan los gustos de los amantes de la naturaleza. Del mismo modo los carniceros arrancan la lengua del bisonte de la pradera, sin consideración con la planta desgarrada y caída. El brillante fruto del agracejo era, de manera parecida, alimento sólo para mis ojos, pero recogí una pequeña cantidad de manzanas silvestres, que el propietario y los viajeros habían despreciado, para cocerlas a fuego lento. Cuando maduraban las castañas juntaba una buena cantidad para el invierno. Era excitante, en esa época, recorrer los entonces ilimitados castañares de Lincoln —ahora duermen el sueño eterno bajo el ferrocarril— con una mochila a la espalda y una vara en la mano para abrir el zurrón, ya que no siempre esperaba a la helada, entre el crujido de las hojas y los sonoros reproches de las ardillas rojas y los arrendajos, a quienes robaba a veces sus castañas medio consumidas, pues estaba seguro de que los zurrones que ellos escogían contenían el mejor fruto. En ocasiones me subía a los árboles y sacudía las ramas. También crecían detrás de mi casa y un enorme árbol que casi la ocultaba era, cuando florecía, un ramo que perfumaba los alrededores, pero las ardillas y los arrendajos se quedaban con casi todo su fruto; los arrendajos acudían en bandadas por la mañana temprano y extraían las castañas de su zurrón antes de que cayeran. Les cedí esos árboles y visité los bosques más lejanos, cubiertos por completo de castaños. Las castañas, mientras había, eran un buen sustituto del pan. Tal vez puedan encontrarse muchos otros. Un día, mientras cavaba en busca de gusanos para cebo, descubrí la glicina (Apios tuberosa) en su vaina, la patata de los aborígenes, una especie de fruto fabuloso, y empecé a dudar si lo había desenterrado y comido en la infancia, como he contado, o lo había soñado. Había visto a menudo su flor aterciopelada, roja y arrugada, sostenida por los tallos de otras plantas, sin reconocerla. Los cultivos casi han acabado con ella. Tiene un gusto dulzón, como el de las patatas escarchadas, y a mí me sabe mejor hervida que asada. Ese tubérculo parece una débil promesa de la naturaleza para criar a sus hijos y alimentarlos aquí en un futuro. En estos días de vacas gordas y ondulantes campos de cereal, esta humilde raíz, que una vez fue el tótem de una tribu india, ha sido olvidada o se la recuerda sólo por su floreciente enredadera, pero dejad que la naturaleza reine de nuevo y los tiernos y exuberantes granos ingleses desaparecerán, probablemente, ante una miríada de enemigos y, sin el cuidado del hombre, el grajo llevará la última semilla de cereal al gran campo de mies del dios de los indios al suroeste, de donde se dice que lo trajo, mientras que la ahora casi extinguida glicina revivirá y florecerá, a pesar de las heladas y la maleza, demostrará que es indígena y asumirá su antigua importancia y dignidad en la dieta de la tribu de cazadores. Alguna Ceres o Minerva india ha de haber sido su inventora y custodia y, cuando se instaure aquí el reino de la poesía, nuestras obras de arte representarán sus hojas y vainas.

A primeros de septiembre vi ya dos o tres pequeños arces volverse escarlatas junto a la laguna, por debajo de donde se separaban los troncos blancos de tres álamos, en la punta de un promontorio, cerca del agua. ¡Ah, cuántas historias contaba ese color! Gradualmente, de semana en semana, se manifestó el carácter de cada árbol y se admiraba reflejado en el espejo liso del lago. Cada mañana, el encargado de esta galería traía una nueva pintura, que se distinguía por una coloración más brillante o armónica de la antigua que colgaba de las paredes.

Las avispas llegaron a millares a mi alojamiento en octubre, como a sus cuarteles de invierno, y se instalaron en mis ventanas y paredes, lo que a veces disuadía a mis visitantes de entrar. Por las mañanas, cuando estaban ateridas de frío, expulsaba a algunas, pero no me preocupaba demasiado por librarme de ellas e incluso consideraba un cumplido que hubieran tomado mi casa como un abrigo confortable. Nunca me molestaron seriamente, aunque compartíamos el dormitorio, y poco a poco fueron desapareciendo, no sé por qué grietas, para evitar el invierno y el frío indescriptible.

Como las avispas, antes de refugiarme en los cuarteles de invierno en noviembre, solía dirigirme a la costa noroeste de Walden que el sol, reflejado por los pinos tea y la orilla pedregosa, convertía en el hogar de la laguna. Es mucho más agradable y sano ser calentado por el sol, mientras sea posible, que por un fuego artificial. Me calenté de este modo con los rescoldos aún resplandecientes que el verano, como un cazador que hubiera partido, había dejado.

«Solía dirigirme a la costa noroeste de Walden…».

Estudié albañilería cuando tuve que construir mi chimenea. Como eran de segunda mano, mis ladrillos requerían una limpieza con la paleta, así que aprendí más de la cuenta sobre las cualidades de ladrillos y paletas. El mortero adherido tenía cincuenta años y decían que aún se endurecería más, pero esa es una de las cosas que a los hombres les gusta repetir, sean o no verdad. Dichos como ese se endurecen y adhieren más firmemente con la edad, de modo que hacen falta muchos golpes de paleta para limpiar a un viejo sabihondo de ellos. Muchas aldeas de Mesopotamia se han levantado con ladrillos de segunda mano de excelente calidad, obtenidos de las ruinas de Babilonia, y el cemento adherido a ellos es más viejo y probablemente más duro. Comoquiera que sea, me sorprendió la dureza del acero que soportaba tantos golpes violentos sin desgastarse. Como mis ladrillos ya habían estado en una chimenea, aunque no había leído en ellos el nombre de Nabucodonosor, escogí todos los ladrillos de fogón que encontré, para ahorrarme tiempo y esfuerzo, y llené los resquicios entre los ladrillos con piedras de la orilla y amasé mi mortero con la arena blanca del mismo sitio. Me demoré mucho en la construcción del hogar, pues era la parte vital de la casa. De hecho, trabajé con tanta deliberación que, aunque comencé a ras de suelo por la mañana, una hilada de ladrillos que se elevaba unas cuantas pulgadas me sirvió de almohada por la noche, aunque no recuerdo haber cogido una tortícolis por ello; mi tortícolis era de mucho antes. Alojé a un poeta durante una quincena por aquel entonces, lo cual me apuró por cuestiones de espacio. Trajo su propia navaja, aunque yo tenía dos, y solíamos limpiarlas clavándolas en la tierra. Compartía conmigo las tareas de la cocina. Me alegraba ver cómo avanzaba gradualmente mi obra, maciza y sólida, y pensé que, si no me apresuraba, duraría mucho tiempo. La chimenea es, hasta cierto punto, una estructura independiente que se levanta sobre el suelo y asciende por la casa hasta los cielos; a veces, incluso, permanece cuando la casa se ha quemado y su importancia e independencia son conocidas. Eso ocurría a finales de verano. Ya estábamos en noviembre.

El viento del norte había empezado a congelar la laguna, aunque habría de soplar con fuerza muchas semanas para lograrlo, pues es muy profunda. Cuando empecé a encender el fuego por la tarde, antes de haber revocado la casa, la chimenea tiraba muy bien, a causa de las numerosas aberturas de la tablazón. Sin embargo, pasé tardes deliciosas en aquel apartamento frío y aireado, rodeado por rudos maderos de color pardo llenos de nudos y bajo vigas sin descortezar. No me gustó tanto la casa cuando la revoqué, aunque me veo obligado a confesar que era más confortable. ¿No debería cualquier apartamento en el que habite un hombre ser lo bastante alto para crear cierta oscuridad por encima de su cabeza, donde sombras temblorosas pudieran jugar por la tarde entre las vigas? Esas formas son más gratas a la fantasía y la imaginación que las pinturas al fresco o el artesonado más costoso. Podría decir que fue entonces cuando empecé a habitar mi casa, al usarla tanto para calentarme como para cobijarme. Tenía un par de viejos morillos para apilar la leña de hogar y me alegraba ver el hollín que se formaba en la pared de la chimenea que había construido y atizaba el fuego con más derecho y más satisfacción que de costumbre. Mi morada era pequeña y apenas sin eco, pero parecía mayor por ser un apartamento solitario alejado de los vecinos. Todas las atracciones de una casa se concentraban en una habitación; era cocina, dormitorio, sala de estar y despensa, y disfrutaba de cualquier satisfacción que padre o hijo, amo o esclavo, obtienen de vivir en una casa. Catón dice que el padre de familia («patrem familias») ha de tener en su casa de campo «cellam oleariam, vinariam, dolia multa, uti lubeat caritatem expectare, et rei, et virtuti, et gloriae erit», es decir, «una bodega para el vino y el aceite, muchas barricas para que sea grato esperar tiempos difíciles, lo cual redundará en ventaja suya, virtud y gloria». Yo tenía en mi bodega un saco de patatas, dos cuartos de guisantes con gorgojos y, en mi alacena, algo de arroz, un tarro de melaza y un celemín de centeno y maíz.

A veces sueño con una casa más grande y populosa, levantada en una edad de oro con materiales duraderos y sin adornos superfluos, que consista en una sola habitación, una sala enorme, ruda, sustancial, primitiva, sin cielorraso ni revoque, con vigas y juntas al aire que soporten una especie de firmamento inferior sobre nuestra cabeza, útil para guarecerse de la lluvia y la nieve, donde los travesaños maestros se levanten para recibir nuestro homenaje, una vez hayáis rendido reverencia al postrado Saturno de una dinastía más antigua al cruzar el umbral; una casa cavernosa donde tengáis que sostener una antorcha en alto para ver el techo, donde algunos puedan vivir junto al fuego, otros en el hueco de la ventana y otros en asientos, unos a un extremo de la sala, otros al lado opuesto y algunos, si lo prefieren, colgados de las vigas con las arañas; una casa en la que entréis al abrir la puerta exterior, acabada la ceremonia; donde el cansado viajero pueda lavarse y comer y conversar y dormir, sin seguir viaje; el cobijo que os gustaría encontrar en una noche tempestuosa y que contenga lo esencial de una casa y ningún quehacer doméstico, donde pudiéramos contemplar de una vez todos los tesoros de la casa y todo cuanto el hombre necesita cuelgue de su gancho; al mismo tiempo cocina, despensa, sala de estar, dormitorio, almacén y buhardilla; donde encontréis cosas tan necesarias como un barril o una escalera y tan útiles como un aparador, oigáis bullir la caldera y ofrezcáis vuestros respetos al fuego que cocina vuestra cena y al horno que cuece vuestro pan, y los muebles y utensilios necesarios sean el principal ornamento; donde la colada no se haga fuera de casa ni se extinga el fuego ni se enfade el ama de casa y tal vez tengáis que abrir la trampilla de la bodega para que baje el cocinero, y os enteréis de si el suelo es sólido o hueco por debajo de vosotros sin tener que patear. Una casa cuyo interior sea tan despejado y manifiesto como el nido de un pájaro y no podáis ir hasta la puerta y volver a la ventana sin ver a alguno de sus habitantes; donde estar invitado fuera compartir la libertad de la casa sin estar excluidos de siete octavas partes, encerrados en una celda particular donde os digan que os sintáis como en casa, en un confinamiento solitario. Ahora el anfitrión no os admite en su hogar, sino que pide al albañil que construya uno para vosotros en algún rincón, y la hospitalidad es el arte de manteneros a la mayor distancia posible. Hay tanto secreto sobre la cocina como si se hubiera propuesto envenenaros. Sé que he estado en los dominios de muchos hombres, de los que me podrían haber pedido legalmente que saliera, pero no recuerdo haber estado en casa de muchos hombres. En una casa como la que he descrito podría visitar con mis viejas ropas a un rey y a una reina que vivieran allí, si estuviera de paso, pero cómo salir de espaldas de un palacio moderno sería todo lo que yo querría aprender si alguna vez me cogen en uno.

Parece como si el mismo lenguaje de nuestros salones perdiera todo su nervio y degenerase en mera palabrería, con nuestras vidas ajenas a sus símbolos y sus metáforas y tropos tan forzados como si hubieran venido en un montacargas; en otras palabras, el salón está muy lejos de la cocina y el taller. Por lo común, la cena es sólo la parábola de la cena, como si sólo el salvaje viviera lo suficientemente cerca de la naturaleza y la verdad como para pedirles prestado un tropo. ¿Cómo podría el escolar que vive en el Territorio del Noroeste o en la Isla de Man decir lo que es parlamentario en la cocina?

Sin embargo, sólo uno o dos de mis invitados fueron lo bastante osados como para quedarse y comer gachas conmigo; cuando vieron que se aproximaba la crisis tocaron retirada apresuradamente, como si la casa hubiera temblado hasta los cimientos. Pero ha resistido muchas gachas.

No la revoqué hasta que empezó a helar. Traje arena más blanca y limpia para este propósito de la orilla opuesta de la laguna en el bote, un medio de transporte que me habría tentado a ir mucho más lejos si hubiera sido necesario. Mientras tanto, había cubierto mi casa de tejas de madera por todas partes. Al poner los listones me alegré de ser capaz de clavar los clavos de un martillazo y mi ambición era llevar el revoque desde el bote hasta la pared limpia y rápidamente. Recuerdo la historia de un tipo presumido que, bien vestido, solía haraganear por la ciudad y dar consejos a los trabajadores. Atreviéndose un día a sustituir las palabras por los hechos, se arremangó los puños, tomó una paleta de revocar sin tapujos, con una mirada complaciente a los listones, hizo un gesto osado hacia delante e, inmediatamente, para su completo desconcierto, recibió todo el contenido en su pechera almidonada. Admiré otra vez la economía y conveniencia del revoque, que de un modo tan eficaz evita el frío y deja un acabado encantador, y aprendí los diversos accidentes a los que se expone el revocador. Me sorprendió ver lo sedientos que estaban los ladrillos, que se empaparon de toda la humedad de mi revoque antes de que lo alisara, y la cantidad de cubos de agua que hacen falta para bautizar un nuevo hogar. El invierno anterior había preparado una pequeña cantidad de cal quemando las conchas del Unio fluviatilis, en los que nuestro río abunda, sólo por experimentar, así que sabía de dónde provenían mis materiales. Podría haber obtenido buena piedra caliza a una milla o dos y haberla quemado yo mismo, si me hubiera preocupado por eso.

Mientras tanto, la laguna se había ido cubriendo de una fina capa en las calas más sombrías y menos profundas, días e incluso semanas antes de la helada general. La primera capa de hielo es especialmente interesante y perfecta: dura, oscura y transparente, ofrece la mejor oportunidad para examinar el fondo donde es superficial, pues podemos tumbarnos por completo sobre el hielo, de una pulgada de espesor, como un insecto patinador sobre la superficie del agua, y estudiar a placer el fondo, a dos o tres pulgadas de distancia, como una imagen tras una lente, con el agua necesariamente calmada. Hay muchos surcos en la arena donde alguna criatura ha pasado una y otra vez sobre sus huellas y, en cuanto a pecios, está plagado de los capullos de oruga hechos de diminutos granos de cuarzo blanco. Tal vez hayan sido esos capullos los que marcaran la arena, pues algunos yacen en los surcos, aunque son demasiado profundos y anchos para ellos. Pero el hielo mismo es el objeto de mayor interés, aunque debéis aprovechar la primera oportunidad para estudiarlo. Si lo examináis detenidamente por la mañana, tras la helada, descubriréis que la mayor parte de las burbujas, que al principio parecían estar en su interior, se encuentra bajo la superficie y que otras muchas ascienden continuamente del fondo. Mientras el hielo es relativamente sólido y oscuro, podéis ver el agua a través suyo. Las burbujas tienen un diámetro de un ochentavo a una octava parte de pulgada, son claras y hermosas, y veis vuestra cara reflejada en ellas a través del hielo. Habrá treinta o cuarenta por cada pulgada cuadrada. Hay también, en el interior del lucio, pequeñas burbujas oblongas y perpendiculares de media pulgada de longitud, conos agudos con el ápice levantado o, más a menudo, si el hielo es reciente, burbujas contiguas completamente esféricas, como una sarta de cuentas. Las que se encuentran en el interior del hielo no son tan numerosas ni obvias como las que están debajo. A veces arrojaba piedras para probar la resistencia del hielo y aquellas que lo rompían introducían el aire consigo, lo que formaba grandes y conspicuas burbujas blancas por debajo. Un día en que volví al mismo lugar cuarenta y ocho horas después, descubrí que aquellas grandes burbujas no se habían alterado, aunque la capa de hielo tenía una pulgada más, como podía ver con claridad por la hendidura en el borde de un témpano. Como los dos días anteriores habían sido muy cálidos, como un verano indio, el hielo ya no era transparente y mostraba el color verde oscuro del agua y el fondo, opaco y blancuzco o gris, aunque dos veces más espeso, no era tan resistente como antes, pues las burbujas de aire se habían expandido con el calor y borboteban juntas, perdiendo su regularidad; ya no estaban contiguas, sino que parecían monedas de plata arrojadas desde una bolsa, una encima de otra, en espesos copos, como si ocuparan pequeñas grietas. Había desaparecido la belleza del hielo y era demasiado tarde para estudiar el fondo. Curioso por saber qué posición ocuparían mis grandes burbujas en la nueva capa de hielo, rompí un témpano que contenía una de medio tamaño y le di la vuelta. La nueva capa se había formado alrededor y por debajo de la burbuja, de modo que se había quedado entre las dos capas. Estaba casi por completo en la capa inferior, pero muy cerca de la superior, y era plana o ligeramente lenticular, con el borde redondeado, un cuarto de pulgada de profundidad por cuatro pulgadas de diámetro, y me sorprendió descubrir, justo debajo de la burbuja, que el hielo se había derretido con gran regularidad en forma de un plato invertido, hasta una extensión de cinco octavos de pulgada en el centro, dejando una leve separación entre el agua y la burbuja de apenas una octava de pulgada; en muchos lugares, las pequeñas burbujas, con esa separación, habían estallado hacia abajo y probablemente no hubiera hielo por debajo de las grandes burbujas, que tenían un pie de diámetro. Deduje que el infinito número de diminutas burbujas que había visto al principio bajo la superficie del hielo se había helado de la misma manera y que cada una, según su tamaño, había obrado como un espejo ustorio por debajo del hielo para fundirlo y corromperlo. Esas son las pequeñas carabinas de aire comprimido que contribuyen a que el hielo cruja y estalle.

Al cabo el invierno entró en serio, justo cuando había terminado de revocar mis paredes, y el viento empezó a ulular alrededor de la casa como si no hubiera tenido permiso para hacerlo hasta entonces. Noche tras noche, los gansos iban llegando lentamente en la oscuridad con estruendo y rumor de alas, incluso después de que la tierra estuviera cubierta de nieve, y algunos se posaban en Walden y otros seguían, sobrevolando los bosques, hacia Fair Haven, con destino a México. Muchas veces, al volver de la ciudad a las diez o las once de la noche, oía los pasos de una bandada de gansos, o de patos, sobre las hojas secas de los bosques junto a una charca de la laguna, detrás de mi morada, a la que habían acudido en busca de alimento, y el tenue graznar o parpar de su guía mientras se apresuraban. En 1845 Walden se heló enteramente por primera vez la noche del 22 de diciembre, habiéndose helado la laguna de Flint y otras lagunas someras y el río diez o más días antes; en 1846 el 16; en 1849 hacia el 31 y en 1850 hacia el 27 de diciembre; en 1852 el 5 de enero; en 1853 el 31 de diciembre. La nieve cubría la tierra desde el 25 de noviembre y me había rodeado, repentinamente, el paisaje de invierno. Me replegué aún más en mi concha y me esforcé por mantener un fuego brillante tanto dentro de mi casa como en mi pecho. Mi ocupación fuera de casa era recoger madera seca en el bosque y traerla en mis manos o a hombros, y a veces arrastré un pino muerto bajo cada brazo hasta mi cobertizo. Un viejo seto del bosque que había visto días mejores fue una buena presa para mí. Lo sacrifiqué a Vulcano, pues había dejado de servir al dios Término. ¡La cena de un hombre que acaba de estar en la nieve para cazar —no, para robar, diríais— el combustible con el que cocinarla es un acontecimiento mucho más interesante! Su pan y su carne son dulces. Hay suficientes haces de leña seca en los bosques de la mayoría de nuestras ciudades para abastecer muchos fuegos, aunque no calientan en ninguno, y algunos piensan que impiden el crecimiento del bosque joven. También estaba la madera a la deriva en la laguna. En verano había descubierto una balsa de troncos de pino tea sin descortezar, atados por los irlandeses cuando construían el ferrocarril. La había arrastrado casi por completo a la orilla. Empapada durante dos años y puesta a secar durante seis meses, se conservaba perfectamente, aunque estaba lejos de haberse secado del todo. Un día de invierno me divertí empujándola poco a poco por la laguna, casi media milla, patinando detrás con el extremo de un tronco de quince pies al hombro y el otro extremo en el hielo; también até varios troncos con una tira de abedul y, con una larga pértiga de aliso que tenía un gancho en el cabo, los arrastré. Aunque completamente empapados y casi tan pesados como el plomo, no sólo ardieron largo tiempo, sino que calentaron mucho, incluso llegué a pensar que habían ardido mejor por estar empapados, como si la pez, rodeada por el agua, ardiera más que en una lámpara.

En su relación de los habitantes de los límites forestales de Inglaterra, Gilpin dice que «la antigua ley forestal consideraba las intrusiones furtivas y las casas y cercados levantados en los límites del bosque graves perjuicios que se castigaban severamente con el nombre de purprestures, como actos tendentes ad terrorem ferarum — ad nocumentum forestæ, etc.», al espanto del venado y en detrimento del bosque[104]. Pero yo estaba interesado en la conservación de la carne de venado y del privilegio de cortar leña en el bosque más que los cazadores y los leñadores y tanto como si yo fuera el propio señor; si alguna parte se quemaba, aunque la quemara yo por accidente, me apenaba con una pena que duraba más y era más inconsolable que la de los propietarios; me apenaba que los propietarios mismos talaran el bosque. Querría que nuestros granjeros, cuando talan el bosque, sintieran algo del espanto que los antiguos romanos sentían cuando tenían que abrir un claro o dejar que entrara la luz en un soto consagrado (lucum conlucare), es decir, que creyeran que está consagrado a un dios. Los romanos hacían un sacrificio expiatorio y rezaban: quienquiera que seas, dios o diosa, a quien este soto está consagrado, sé propicio a mí mismo, a mi familia y a mis hijos, etc.

Es admirable cuánto valor se deposita en la madera incluso en esta época y en este nuevo país, un valor más permanente y universal que el del oro. A pesar de todos nuestros descubrimientos e invenciones, nadie pasa por alto una pila de leña. Es tan preciosa para nosotros como lo fue para nuestros ancestros sajones o normandos. Si ellos construían sus arcos con madera, nosotros la usamos para la culata de nuestro fusil. Hace más de treinta años, Michaux decía que el precio de la leña en Nueva York y Filadelfia «equivale casi y, a veces, supera al de la mejor madera de París, aunque esa inmensa capital requiere anualmente más de trescientas mil cuerdas y está rodeada en trescientas millas a la redonda por campos de cultivo»[105]. En nuestra ciudad el precio de la leña sube continuamente y la única pregunta es cuánto más elevado será este año que el pasado. Los mecánicos y comerciantes que vienen en persona al bosque con este único propósito asistirán invariablemente a la subasta de madera e, incluso, pagarán un precio elevado por el privilegio de rebuscar después del leñador. Hace muchos años que los hombres recurren al bosque para conseguir combustible y materiales para el arte; el habitante de Nueva Inglaterra y el de Nueva Holanda, el parisino y el celta, el granero y Robin Hood, Godoy Blake y Harry Gill[106], en la mayor parte del mundo el príncipe y el campesino, el escolar y el salvaje requieren por igual unas cuantas varas del bosque para calentarse y cocinar su comida. Yo tampoco podría pasarme sin ellas.

Todos los hombres miran con afecto su pila de leña. A mí me gustaba tener la mía ante mi ventana y, cuantas más astillas me recordaran mi grata tarea, mejor. Tenía una vieja hacha que nadie había reclamado y con la que, a ratos, en los días de invierno, en la parte soleada de mi casa, jugaba con los tocones que había extraído de mi campo de judías. Como mi mentor me profetizó cuando estaba arando, esos tocones me calentaron dos veces, la primera cuando los partí y la segunda cuando estaban en el fuego; ningún otro combustible daría más calor. En cuanto al hacha, me aconsejaron que fuera al herrero del pueblo para «botarla», pero yo me lo salté a él, le puse un mango de nogal de los bosques y me las arreglé con ella. Si estaba roma, al menos estaba bien sujeta.

La resina de pino era un gran tesoro. Es interesante recordar cuánto alimento para el fuego se oculta aún en las entrañas de la tierra. Años antes solía ir a «inspeccionar» alguna ladera desnuda donde se había levantado un bosque de pinos tea y desenterraba sus raíces. Eran casi indestructibles. Tocones de treinta o cuarenta años, al menos, aún sanos en el centro, aunque la albura se había convertido en un molde vegetal, como se ve en las costras de la espesa corteza que forman un anillo a ras de tierra a cuatro o cinco pulgadas del corazón. Podríais explorar esta mina con hacha y pala y seguir la reserva medular, amarilla como el sebo vacuno, como si hubierais dado con una veta de oro, hasta las profundidades de la tierra. Sin embargo, solía encender mi fuego con las hojas secas del bosque, que había amontonado en mi cobertizo antes de que llegaran las nieves. Los leñadores, cuando acampan en el bosque, encienden sus fogatas con el verde nogal cuidadosamente cortado. Una vez tuve un fuego semejante. Cuando los habitantes de la ciudad prendían sus fuegos más allá del horizonte, yo también advertía a los habitantes salvajes del valle de Walden, con el hilo de humo de mi chimenea, que estaba despierto.

Humo de alas ligeras, ave de Icaria,

Que fundes tus alones al remontarte,

Alondra sin canto y mensajero de la mañana,

Que rodeas las aldeas como si fueran tu nido,

O también sueño fugitivo y forma sombría

De una visión de medianoche que te recoges en tus faldas;

Velas de noche las estrellas y de día

Oscureces la luz y empañas el sol;

Sube, incienso mío, desde este hogar,

Y pide a los dioses que perdonen esta llama clara.

La madera verde y resistente, recién cortada, aunque la usaba poco, respondía mejor que ninguna otra a mi propósito. A veces dejaba un buen fuego cuando salía a pasear en las tardes de invierno y, cuando volvía, tres o cuatro horas después, seguía ardiendo, resplandeciente. Mi casa no se quedaba vacía aunque me fuera. Era como si dejara en ella a una jovial ama de llaves. Allí vivíamos el fuego y yo, y mi ama de llaves era digna de confianza. Un día, sin embargo, mientras cortaba leña, pensé que debía mirar por la ventana y ver si la casa no se había incendiado; fue la única vez, que yo recuerde, que sentí cierta preocupación al respecto, así que miré y vi que una centella había caído en mi cama: entré y la apagué cuando había quemado una extensión tan grande como mi mano. Pero mi casa estaba en una situación tan soleada y abrigada, y su techo era tan bajo, que podía dejar que se apagara el fuego a mitad de casi cualquier día de invierno.

Los topos anidaron en mi bodega y mordisquearon una de cada tres patatas; incluso se prepararon un cómodo lecho con algunas cerdas que habían sobrado después de revocar y papel de estraza. Los animales salvajes aman la comodidad y el calor tanto como el hombre y sobreviven al invierno porque toman muchas precauciones. Algunos de mis amigos hablaban como si yo hubiera ido a los bosques con el propósito de congelarme. El animal se prepara un lecho que calienta con su cuerpo en un lugar abrigado, pero el hombre, tras descubrir el fuego, encierra cierta cantidad de aire en un apartamento espacioso y lo calienta, en lugar de quitárselo a sí mismo, y hace que su lecho, en el que puede moverse sin la ropa más incómoda, mantenga el verano en medio del invierno, y gracias a las ventanas alberga la luz y con una lámpara prolonga el día. De este modo, da un paso o dos más allá del instinto y ahorra algo de tiempo para las bellas artes. Cuando me exponía durante mucho tiempo a las más duras ráfagas, todo mi cuerpo empezaba a mostrarse torpe y, al llegar a la caldeada atmósfera de mi casa, recobraba en seguida mis fuerzas y prolongaba mi vida. La casa más lujosa tiene poco de lo que jactarse al respecto y no tenemos por qué preocuparnos por especular cómo será destruida la raza humana. Sería fácil cortar sus hilos en cualquier momento con una sutil ráfaga del norte. Seguimos datando los días con los viernes fríos y las grandes nevadas; un viernes algo más frío o algo más de nieve pondrían fin a la existencia del hombre sobre la tierra.

En el invierno siguiente usé una pequeña estufa por economía, puesto que el bosque no era mío, aunque no mantuve el fuego tan bien como en la chimenea. Cocinar ya no era, en su mayor parte, un proceso poético, sino químico. Pronto olvidaremos, en estos días de estufas, que solíamos asar patatas en las cenizas, como los indios. La estufa no sólo ocupa la habitación y perfuma la casa, sino que oculta el fuego, y sentí que había perdido un compañero. Siempre podéis ver un rostro en las llamas. El trabajador, mirando el fuego al atardecer, purifica sus pensamientos de los desechos y la terrenalidad que han acumulado durante el día. Pero yo ya no podía sentarme a mirar el fuego y las palabras oportunas de un poeta acudían a mí con fuerza renovada:

No me faltes nunca, llama brillante.

Tan querida, imagen de la vida, íntima simpatía.

¿Qué, salvo mis esperanzas, se alza tan brillante?

¿Qué, salvo mi fortuna, se hundió tanto en la noche?

¿Por qué has sido desterrada de nuestro hogar y nuestra sala,

Tú, bienvenida y querida por todos?

¿Era tu existencia tan fantástica

Para la luz común de nuestra vida, que es tan torpe?

¿Conversaba misteriosamente tu brillante fulgor

Con nuestras almas afines? ¿Guardaba secretos terribles?

Estamos a salvo y somos fuertes, pues ahora nos sentamos

Junto a un hogar donde no revolotean oscuras sombras,

Donde nada nos alegra ni entristece, sino un fuego

Que calienta pies y manos. Y no aspira a más.

Junto a su montón macizo y útil

El presente se sienta y duerme,

Sin temor a los fantasmas que pueblan el pasado.

Con nosotros conversa el fuego junto a la luz desigual del viejo bosque[107].