ANIMALES DE INVIERNO

CUANDO las lagunas se helaron del todo, no sólo proporcionaron nuevas y más cortas rutas hacia muchos lugares, sino nuevas vistas desde su superficie del paisaje familiar que las rodeaba. Cuando crucé la laguna de Flint cubierta de nieve, aunque a menudo había remado y patinado en ella, me pareció tan inesperadamente ancha y extraña que no podía pensar más que en Baffin’s Bay. Las colinas de Lincoln se alzaban a mi alrededor en el extremo de una llanura nevada, en la que no recordaba haber estado antes, y los pescadores, a una distancia indefinida sobre el hielo, moviéndose lentamente con sus perros lobo, podían pasar por cazadores de focas o esquimales, o con niebla se asemejaban a criaturas fabulosas, y yo no sabía si eran gigantes o pigmeos. Tomé esa ruta cuando fui a dar una conferencia a Lincoln por la tarde y no divisé las huellas del camino ni vi casa alguna entre mi cabaña y la sala de conferencias. En la laguna de Goose, que estaba de camino, moraba una colonia de ratas almizcleras, cuyas madrigueras se levantaban sobre el hielo, aunque no podía verse ninguna fuera de ellas cuando la crucé. Walden, habitualmente sin nieve como las demás o con apenas unas capas superficiales y dispersas, se convertía en un patio donde podía caminar libremente cuando la nieve llegaba a los dos pies en cualquier otra parte y los habitantes de la ciudad quedaban confinados en sus calles. Allí, lejos de las calles y, salvo en contadas excepciones, del cascabel de los trineos, me deslizaba y patinaba como en un vasto recinto de alces bien hollado, rodeado de bosques de robles y solemnes pinos inclinados por la nieve o erizados de carámbanos.

En cuanto a los sonidos de las noches de invierno y, a menudo, de los días de invierno, oía las notas desoladoras, pero melodiosas, de un búho que ululaba indefinidamente lejos, un sonido que la tierra emitiría si fuera pulsada con un plectro adecuado, la verdadera lingua vernacula del bosque de Walden, que llegaría a serme familiar, aunque nunca vi al ave mientras lo pronunciaba. Rara vez abría la puerta en una tarde de invierno sin oírlo: Hoo hoo hoo, hoorer, hoo se oía sonoramente, las primeras tres sílabas acentuadas como how der do o, a veces, sólo hoo hoo. Una noche, a principios del invierno, antes de que la laguna se helara, hacia las nueve, me sobresaltó el sonoro graznido de un ganso y, al asomarme a la puerta, oí el rumor de sus alas como una tempestad en los bosques cuando pasó volando muy bajo, por encima de mi casa. Los gansos atravesaron la laguna hacia Fair Haven, al parecer disuadidos de quedarse por mi luz, y su comodoro graznó a buen ritmo en todo momento. De repente, un búho, inconfundible, muy cerca de mí, con la voz más poderosa y tremenda que yo haya oído a ningún habitante de los bosques, respondió a intervalos regulares al ganso, dispuesto a exponer y disgustar a ese intruso de la bahía de Hudson con la exhibición de una voz de amplitud y volumen nativos, y con su hoo-hoo lo expulsó del horizonte de Concord. ¿Qué te propones al alarmar a estas horas de la noche la ciudadela que me está consagrada? ¿Crees que alguna vez me han cogido dormitando y que no tengo pulmones y laringe como tú? ¡Hoo-hoo, hoo-hoo! Fue una de las discordancias más estremecedoras que yo haya oído jamás. Sin embargo, si tuviéramos buen oído, encontraríamos en ella los elementos de una concordia que estas llanuras nunca han visto ni oído.

También oía los estertores del hielo en la laguna, mi gran compañero de cama en aquella parte de Concord, como si estuviera inquieto en su lecho y quisiera darse la vuelta, molesto por las flatulencias y los malos sueños, o me despertaba el crepitar del suelo con la escarcha, como si alguien hubiera empujado una yunta hasta mi puerta, y por la mañana encontraba una grieta en la tierra de un cuarto de milla de longitud y un tercio de milla de ancho.

A veces oía a los zorros mientras oteaban la capa de nieve, en las noches de luna, en busca de perdices u otra presa, que ladraban rabiosa y demoniacamente como perros silvestres, como si tratasen de librarse de cierta ansiedad, o buscaran la expresión adecuada, luchando por la luz para ser perros y correr libremente por las calles, pues si tuviéramos las épocas en cuenta, ¿no habría una civilización en marcha entre los animales tanto como entre los hombres? Me parecían hombres rudimentarios, cobijados en madrigueras, que obraban aún a la defensiva, a la espera de su transformación. A veces alguno se acercaba a mi ventana, atraído por la luz, emitía una maldición vulpina y se retiraba.

La ardilla roja (Sciurus hudsonius) solía despertarme al amanecer, paseando por el techo, arriba y abajo, y por los costados de la casa, como si hubiera salido de los bosques con ese propósito. En el transcurso del invierno arrojé media medida de mazorcas de maíz dulce, aún sin madurar, sobre el manto de nieve junto a mi puerta, y me divertí observando los movimientos de los animales a los que atrajo el cebo. En el crepúsculo y por la noche, los conejos acudían regularmente y se daban un festín. Durante el día, las ardillas rojas iban y venían y me proporcionaban el mayor entretenimiento con sus maniobras. Al principio, una de ellas se acercaba cuidadosamente, saliendo de los robles jóvenes, para deslizarse sobre el manto de nieve a tontas y a locas, como una hoja empujada por el viento: ahora unos pasos por aquí, a una velocidad asombrosa y un gran derroche de energía, apresurándose de un modo inconcebible con sus «trotadoras», como si fuera un apuesta, y luego otros pasos por allá, sin avanzar más de media vara de una vez, y luego se detenía con una expresión cómica y daba un salto gratuito, como si todas las miradas del universo estuvieran pendientes de ella —pues todos los movimientos de una ardilla, incluso en los rincones más apartados del bosque, suponen la presencia de un espectador, como los de una bailarina, y pierden más tiempo en el retraso y la circunspección del que les habría llevado recorrer la distancia entera, y nunca vi a una que caminara—, hasta que, de repente, antes de que pudieras decir Jack Robinson, se encaramaba a la copa de un joven pino tea para dar cuerda a su reloj y reprender a todos sus espectadores imaginarios, hablando sola y dirigiéndose a todo el universo al mismo tiempo, por motivos que nunca he adivinado y de los que no creo que ella fuera consciente. Al cabo, llegaba hasta el maíz y, escogiendo una mazorca apropiada, volvía a saltar de la misma manera incierta y trigonométrica hasta el tronco más alto de mi pila de leña, ante mi ventana, donde me miraba cara a cara, y allí se quedaba sentada durante horas, recabando de vez en cuando una nueva mazorca que primero mordía con voracidad y luego arrojaba medio pelada, hasta que, poco a poco, se iba volviendo más exquisita y jugaba con la comida, probando sólo el meollo del maíz, y si la mazorca, que pendía de un extremo que la ardilla agarraba, se le caía en un descuido al suelo, la ardilla la miraba con una cómica expresión de incertidumbre, como si sospechara que la mazorca estuviese viva, sin decidirse a recogerla o tomar otra o marcharse, pensando ahora en el grano y luego prestando atención a lo que el viento traía. De este modo, esa descarada desperdiciaba un montón de mazorcas cada mañana, hasta que, tomando alguna mayor y más rolliza, mucho más grande que ella, y sosteniéndola hábilmente, se adentraba con ella en los bosques, como un tigre con un búfalo, con la misma trayectoria zigzagueante y frecuentes pausas, arrastrando la mazorca como si fuera demasiado pesada para ella y tropezando todo el tiempo, trazando con su caída una diagonal entre la vertical y la horizontal, resuelta a llevársela a toda costa; animalillo singularmente frívolo y caprichoso, se la llevaba hasta donde vivía, tal vez la copa de un pino a cuarenta o cincuenta varas de distancia, y yo encontraba más tarde los granos esparcidos en el bosque en varias direcciones.

Luego llegaban los grajos, cuyos gritos discordantes se oían con antelación conforme iban apareciendo cautelosamente a un octavo de milla de distancia y, de una manera furtiva y solapada, revoloteaban de un árbol en otro, cada vez más cerca, y picoteaban los granos que las ardillas habían dejado caer. Posados en las ramas de un pino tea, trataban de tragar apresuradamente un grano demasiado grande para sus gargantas y se atragantaban y, con grandes esfuerzos, lograban vomitarlo, y pasaban toda una hora tratando de partirlo con repetidos golpes de sus picos. Eran ladrones manifiestos y yo no les tenía demasiado respeto, pero las ardillas, algo tímidas al principio, seguían con su tarea como si tomaran lo que les correspondía.

Luego llegaban los paros en bandadas y cogían las migajas que las ardillas habían dejado caer, volaban a la rama más cercana y, colocándolas entre sus garras, las golpeaban con sus pequeños picos, como si fueran un insecto en su caparazón, hasta que quedaban lo suficientemente reducidas para sus estrechas gargantas. Una pequeña bandada de estos paros acudía todos los días a picotear en mi leñero o las migajas de mi puerta y emitía sus notas tenues, sueltas y balbucientes, como el tintineo de carámbanos en la hierba, que a veces sonaban alegremente day day day o, rara vez, en los días de primavera, como un agudo y estival phe be en el bosque. Eran tan familiares que uno de ellos se posó en una brazada de leña que estaba transportando y picoteó en las astillas sin temor. Una vez se posó un gorrión en mi hombro durante un instante, mientras yo estaba cavando en un jardín de la ciudad, y me sentí más distinguido por ello que por cualquier charretera que hubiera podido llevar. Las ardillas llegaron también a resultarme muy familiares y, en ocasiones, pasaban por encima de mi zapato si ese era el camino más corto.

Cuando la tierra aún no estaba cubierta del todo y, de nuevo, hacia el final del invierno, cuando la nieve se fundía en mi ladera meridional y sobre mi leñero, las perdices salían de los bosques por la mañana y por la tarde para comer. Por dondequiera que caminemos en los bosques, la perdiz levanta el vuelo con un zumbido de alas y sacude la nieve de las hojas y las ramas secas en lo alto, que se cierne entre los rayos del sol como un polvo dorado, pues el invierno no arredra a esta ave intrépida. Con frecuencia la sepulta la nevada y se dice que «a veces se sumerge de un plumazo en la nieve reciente, donde permanece oculta uno o dos días». Yo solía sorprenderlas también en campo abierto, donde acudían al atardecer desde los bosques para «injertar» los manzanos silvestres. Acuden regularmente cada tarde a determinados árboles, donde el astuto cazador las espera, y los huertos distantes junto a los bosques lo acusan. Me alegra que la perdiz encuentre su alimento, en cualquier caso. Es el pájaro propio de la naturaleza que vive de retoños y dieta líquida.

En las oscuras mañanas o en las breves tardes de invierno, oía a veces a una jauría de sabuesos que rastreaba los bosques con gruñidos y gañidos, incapaz de resistir el instinto de la caza, y a intervalos la nota del cuerno del cazador, que probaba que el hombre estaba en las proximidades. Los bosques resuenan y, sin embargo, ningún zorro irrumpe en el claro de la laguna ni la jauría persigue a su Acteón. Tal vez, por la tarde, viera a los cazadores regresar con una sola cola colgando de su trineo por todo trofeo, camino de la posada. Me han contado que si el zorro se hubiera quedado en el seno de la tierra helada, habría estado a salvo, y no le habría alcanzado sabueso alguno si hubiera corrido en línea recta; pero, habiendo dejado atrás a sus perseguidores, se detiene a descansar hasta que los oye llegar y, cuando corre, traza círculos alrededor de sus viejas madrigueras, donde los cazadores le esperan. A veces, sin embargo, corre muchas varas a lo largo de un muro y luego salta al otro lado, como si supiera que el agua no conservará su olor. Un cazador me dijo que vio una vez a un zorro perseguido por los sabuesos saltar a la laguna de Walden cuando el hielo estaba cubierto de charcos superficiales, recorrerla en parte y volver a la misma orilla. Los sabuesos llegaron, pero perdieron el rastro. A veces, una jauría de caza pasaba junto a mi puerta sin mirarme, como afectada por una especie de locura que no le permitía distraerse de su propósito. Describía vueltas en círculo hasta que daba con las huellas de un zorro, pues un buen sabueso lo dejará todo por seguirla. Un día llegó un hombre a mi cabaña desde Lexington en busca de su sabueso, que había seguido durante mucho tiempo una pista y llevaba cazando solo una semana. Me temo que lo que le dije no lo volvió más sabio, pues cada vez que intentaba responder a sus preguntas me interrumpía para preguntarme: «¿Qué hace usted aquí?». Había perdido un perro y encontrado a un hombre.

Un viejo cazador taciturno que solía venir a bañarse en Walden una vez al año, cuando el agua estaba más cálida, y me visitaba en esas ocasiones, me dijo que años atrás había cogido su fusil una tarde y salido de excursión al bosque de Walden. Mientras caminaba por la carretera de Wayland, oyó el gañido de los sabuesos que se acercaban y, de inmediato, un zorro saltó por encima del muro a la carretera y, rápido como el pensamiento, saltó por encima del otro muro, de modo que su rápida bala no lo alcanzó. Detrás de él llegaron un viejo sabueso y sus tres cachorros en plena persecución, cazando por su cuenta, y desaparecieron en los bosques. Avanzada la tarde, mientras descansaba en los espesos bosques al sur de Walden, oyó a lo lejos la voz de los sabuesos, hacia Fair Haven, que aún perseguían al zorro, y sus ladridos de caza, que hacían resonar el bosque, se acercaban cada vez más, ahora desde Well-Meadow, ahora desde la granja de Baker. Durante mucho tiempo estuvo alerta, atento a su música, tan dulce para los oídos de un cazador, cuando, de repente, apareció el zorro, atravesando aquellas solemnes veredas a paso ligero, amortiguado su sonido por el simpático crujir de las hojas, rápido y tranquilo, guardando las distancias y dejando atrás a sus perseguidores. De un salto se subió a una roca de los bosques y se mantuvo erguido y atento, de espaldas al cazador. Por un momento, la compasión retuvo su arma, pero fue un estado de ánimo pasajero y, tan rápido como el pensamiento, apuntó y ¡bang! El zorro rodó por la roca y cayó muerto al suelo. El cazador se mantuvo en su sitio y oyó a los sabuesos que se aproximaban, mientras los bosques cercanos resonaban hasta la última vereda con su gañido demoniaco. Al cabo, el viejo sabueso irrumpió a la vista con el hocico en el suelo y, olisqueando el aire como si estuviera poseído, corrió directamente hacia la roca; pero al ver al zorro muerto se detuvo de un brinco, mudo de asombro, y dio vueltas en silencio a su alrededor. Uno tras otro llegaron sus cachorros y, como a su madre, los absorbían el silencio y el misterio. Entonces el cazador se adelantó hasta ponerse en medio y el misterio quedó resuelto. Esperaron en silencio mientras despellejaba al zorro, olisquearon la cola un rato y terminaron por volver a los bosques. Aquella tarde un hacendado de Weston llegó a la cabaña del cazador de Concord para preguntar por sus sabuesos y le contó que llevaban una semana cazando por su cuenta, tras salir de los bosques de Weston. El cazador de Concord le dijo lo que sabía y le ofreció la piel, pero el otro rehusó y se marchó. No encontró a sus sabuesos aquella noche, pero al día siguiente se enteró de que habían cruzado el río y habían pasado la noche en una granja, de la que, tras alimentarse, habían partido por la mañana temprano.

El cazador que me lo contó podía recordar a un tal Sam Nutting, que solía cazar osos en las rocas de Fair Haven y cambiar sus pieles por ron en la ciudad de Concord, y que le había contado que había visto allí a un alce. Nutting tenía un famoso sabueso que se llamaba Burgoyne —lo pronunciaba Bugine—, que mi informante solía pedirle prestado. En el diario de un viejo comerciante de su ciudad, que también era capitán, empleado municipal y representante, encuentro la siguiente entrada: «18 de enero de 1742-3: John Melven, crédito por un zorro gris, 0 libras, 2 chelines, 3 peniques». Ahora ya no quedan zorros grises. En su libro de cuentas, el 7 de febrero de 1743, Hezekiah Stratton tiene de crédito «por media piel de gato 0 libras, 1 chelín, 4 peniques y medio»; por supuesto un gato montes, pues Stratton había sido sargento en las antiguas guerras con Francia y no habría recibido crédito por una caza menos noble. También se daba crédito a cuenta de pieles de ciervo, que se vendían todos los días. Un hombre aún conserva los cuernos del último ciervo muerto en su vecindad y otro me contó los detalles de la caza en que su tío había participado. Los cazadores formaban aquí una numerosa y alegre multitud. Recuerdo bien a un flaco Nimrod que podía recoger una hoja al lado del camino y tocar con ella una melodía más salvaje y melodiosa, si mi memoria me ayuda, que la del cuerno de caza.

A medianoche, cuando había luna, me encontraba a veces en mi camino con sabuesos que merodeaban en los bosques y que se deslizaban furtivamente a mi paso, como temerosos, y permanecían silenciosos entre los arbustos hasta que me alejaba.

Las ardillas y los ratones de campo se disputaban mi reserva de nueces. Había muchos pinos tea alrededor de mi casa, de una a cuatro pulgadas de diámetro, roídos por los ratones el invierno anterior, un invierno noruego para ellos, pues había nevado continua y abundantemente y se habían visto obligados a incluir grandes proporciones de corteza de pino en su dieta. Los árboles parecían vivos y florecientes a mitad de verano, habiendo crecido más de un pie alguno de ellos, aunque estaban completamente descortezados, pero al invierno siguiente, sin excepción, murieron. Es asombroso que a un mero ratón se le permita cenar todo un árbol, royéndolo alrededor en lugar de hacerlo en vertical; tal vez sea necesario para reducir el espesor de estos árboles, que tienden a ensancharse demasiado.

Las liebres (Lepus americanus) eran muy familiares. Una se cobijó debajo de mi casa durante todo el invierno, separada de mí sólo por el entarimado, y cada mañana me sobresaltaba con su apresurada partida cuando yo me levantaba: tap, tap, tap, golpeándose la cabeza con las tablas del suelo en su apresuramiento. Solían acudir a mi puerta, en la oscuridad, a mordisquear las mondaduras de patatas que yo había arrojado y se parecían tanto al color de la tierra que apenas podía distinguírselas. A veces, en el crepúsculo, perdía de vista y volvía a divisar a una de ellas, sentada inmóvil bajo mi ventana. Cuando abría la puerta por la tarde, salían chillando y brincando. De cerca me movían a compasión. Una tarde, una de ellas se sentó en mi puerta a dos pasos de mí, temblando de miedo al principio, pero incapaz de moverse; un pobre animal magro y huesudo, con las orejas gachas y la nariz afilada, una cola corta y mandíbulas delgadas. Parecía como si la naturaleza ya no albergara la semilla de sangre más noble y se encontrara en las últimas. Sus grandes ojos parecían jóvenes y enfermos, casi hidrópicos. Dio un paso y, de repente, echó a correr de un elástico salto sobre la capa de nieve, estirando su cuerpo y sus miembros hasta una graciosa longitud, y pronto puso el bosque de por medio: el animal salvaje afirmaba su vigor y la dignidad de la naturaleza. Su esbeltez no carecía de razón. Así era la naturaleza. (Lepus, levipes, de pies ligeros, piensan algunos).

¿Qué sería del campo sin conejos ni perdices? Están entre los productos animales más sencillos e indígenas; familias venerables y antiguas conocidas desde la antigüedad hasta los tiempos modernos, la apariencia y la sustancia de la naturaleza, los aliados más cercanos de las hojas y la tierra y entre ellos mismos; unos dotados de pies y las otras de alas. No es probable que tomemos por una criatura salvaje al conejo o la perdiz que salen corriendo, sino como criaturas naturales, tan previsibles como las crepitantes hojas. La perdiz y el conejo prosperarán, como verdaderos nativos del suelo, cualesquiera que sean las revoluciones que tengan lugar. Si se talara el bosque, los retoños y arbustos que brotaran les proporcionarían cobijo y serían más numerosos que nunca. Será un país muy pobre el que no albergue una liebre. Nuestros bosques contienen a ambos y podemos ver a la perdiz y al conejo pasear alrededor de cualquier tremedal, rodeados de cercados de ramas y trampas de crin de caballo tendidas por los vaqueros.