48

Cuando se despertó, estaba sentado en la misma silla. Ho estaba a su lado, diciéndole:

—¿Señor Van Bender? ¿Señor Van Bender?

Timothy abrió los ojos. Todavía estaba dormido por el sedante. Sabía que estaba pasando algo importante, pero no podía recordar exactamente qué era. Miró a su alrededor, a los estantes llenos de ordenadores, cientos de ordenadores, y al monitor de plasma que tenía delante, que estaba lleno de unas interminables columnas de dígitos binarios que no se detenían.

—Ya está, señor Van Bender. El procedimiento de copia ha sido un éxito. Se ha transferido una copia exacta de su cerebro a la mente del recipiente.

Ahora Timothy lo recordó todo. El Chico. Iba a convertirse en el Chico. Bajó los ojos y se miró la ropa, y el cuerpo. Llevaba los mismos pantalones de algodón y la misma camisa blanca que se había puesto para cenar. Se miró el brazo… y vio los pelos grises asomando por debajo de la manga de la camisa.

—Pero si todavía soy…

—Es Timothy Van Bender. El Timothy Van Bender cuya línea vital no seguirá adelante.

Timothy miró a su alrededor. Los cientos de ordenadores no dejaban de funcionar.

—¿Dónde está Katherine? ¿Y dónde está…?

—Se han ido al aeropuerto. Han dicho que era muy importante que cogieran un avión. Me han dicho que usted ya sabría por qué y que lo entendería.

Ahora empezó a recordarlo todo. Era el Timothy Van Bender sin suerte. Había otro, con suerte, camino del aeropuerto de San Francisco con su mujer. Miró el reloj. Eran las diez menos cinco. Tricia y el Chico o, mejor dicho, Katherine y Timothy, estarían a punto de embarcar en su vuelo y despegar hacia Nueva York.

—¿Recuerda lo que tiene que hacer ahora, señor Van Bender?

Ho lo miró a través de sus diminutas gafas. Parecía triste, como si lamentara esa parte del plan.

—Sí —dijo él—. Tengo que terminar con esta línea.

—Cuanto antes lo haga —dijo Ho—, más fácil le resultará. Recuerde que está vivo en otro lugar, en estos momentos, respirando en otro cuerpo y conduciendo con su mujer.

—Ya lo sé —dijo Timothy.

—Voy a darle algo —dijo Ho—. Es un sedante. No lo dormirá, pero hará que todo sea más… fácil —sacó otra aguja hipodérmica y la sostuvo en el aire, con la aguja hacia arriba, junto a la cara de Timothy.

Ya estaba un poco atontado del anterior sedante, así que no protestó. Ho le cogió el brazo y le arremangó la camisa. Timothy volvió a notar el pinchazo y el calor a medida que el líquido le entraba en la vena.

—¿Puede levantarse? —preguntó Ho.

Timothy lo intentó. Se apoyó en los brazos y se levantó, tembloroso y desequilibrado.

—¿Sabe lo que tiene que hacer ahora, señor Van Bender?

Timothy asintió. Lo sabía. Miró a su alrededor una última vez, a los ordenadores, al monitor, a la puerta con el cartel de «No pasar».

—Sí —dijo.

Y salió del laboratorio.

Condujo por Sand Hill hacia Palo Alto. Casi esperaba volver a encontrarse con las luces azules y rojas del coche de policía, que el mismo agente lo hiciera parar y tuviera que explicarle que, además del whisky, ahora también estaba bajo los efectos de un suave sedante intravenoso. Sin embargo, las luces jamás aparecieron y siguió conduciendo, con cuidado de mantener la aguja del velocímetro por debajo de cincuenta.

Miró el reloj del salpicadero. Eran las diez y diez. En ese momento, el Chico, o el otro Timothy Van Bender, volaba con Tricia Fountain que, a su vez, era su mujer Katherine, hacia Nueva York. Aquello le nubló la mente. Empezó a marearse. Quizá fuera por la droga que Ho le había dado. Le costaba concentrarse y recordar los acontecimientos de la noche. Había algo que lo preocupaba, una duda que le encogía el estómago y tardó unos segundos en darse cuenta de que, en realidad, era miedo. Tenía miedo de lo que tenía que hacer ahora.

Entendió perfectamente lo que Ho quiso decir cuando le había dicho que cuanto antes lo hiciera, mejor. Cada minuto que permanecía vivo, en su antiguo cuerpo, le alejaba más del otro Timothy Van Bender. Si ponía fin a su línea ahora, empotrándose contra un poste de teléfonos a ochenta por hora o asfixiándose en su garaje, sólo existiría de manera independiente de la otra línea unos minutos. Tenía la tranquilidad de saber que su existencia como un ser que estaba separado del otro Timothy Van Bender era limitada; sólo se limitaba a un trayecto por Sand Hill, un trayecto que era esencialmente insignificante y que había hecho cientos de veces antes.

Sin embargo, cuanto más esperara, más distancia se abriría entre él y el otro Timothy, el Timothy Chico. Tendría más experiencias, como el olor a jazmín que bajaba de las montañas y entraba por la ventana del coche, y más pensamientos, como el que estaba teniendo ahora. Era como si los dos hubieran estado uno al lado del otro, él y el otro Timothy, y la tierra se hubiera abierto y los separara un abismo que cada vez se hacía más grande, y ellos estuvieran cada vez más lejos, cada vez más en su mundo. Cuanto más esperara, más lejos lo llevaría la tierra, y más viviría de forma independiente. Cuanto más esperara, más difícil sería.

Tenía pensado ir directamente a casa y hacerlo, entrar en el garaje, cerrar la puerta, dejar el motor en marcha y dormirse plácidamente, pero entonces bajó la ventanilla y olió el cálido aire de la noche y pensó, ¡qué demonios!, ¿por qué no se tomaba una última copa?

Así que se detuvo en el centro de Palo Alto, delante de la estación de tren, y aparcó frente a la Old Tavern. Le gustaba ir allí porque siempre estaba muy oscuro, te dejaban fumar y olía a puros.

Dejó el coche abierto porque pensó que si se lo iban a robar, que se lo robaran, y caminó los escasos tres metros hasta la puerta.

Era un miércoles por la noche y el ambiente era el típico de una noche laborable: algunos universitarios y varios hombres de negocios con traje que buscaban chicas que no estaban allí. Timothy se acercó a la barra y pidió un whisky. Uno más para el camino. Para el largo camino.

—Aquí tienes, amigo —dijo el camarero. Era un hombre mayor, calvo, con bocio. Le sirvió un vaso de whisky y Timothy se sentó en un taburete.

De repente, hubo una explosión de ruido; detrás de él, un grupo de jóvenes empezaron a reírse por alguna broma y a aplaudir como aprobación etílica. Timothy intentó ignorarlos y concentrarse en lo verdaderamente importante: su whisky. Cogió el vaso y bebió un sorbo, le calentó la garganta y notó el sabor astringente y pensó: «Mi último whisky. Eso está bien».

No dudaba que sería capaz de hacerlo, de terminar el plan que él mismo había diseñado hacía unos días. Sabía que él, sentado en el bar, era el único cabo suelto, lo único que se interponía entre Timothy Van Bender y el éxito. Dentro de unas horas, el Timothy Van Bender con suerte y Tricia Fountain aterrizarían en Nueva York y sabía perfectamente dónde irían, porque es donde él iría: al Four Seasons en la calle Cincuenta y siete de Manhattan, se registrarían y quizás irían al bar a tomar una última copa; después subirían a la habitación y se quedarían dormidos en las preciosas sábanas blancas, el uno en brazos del otro. Una o dos semanas mas tarde, cuando Palo Alto hubiera recuperado la calma, Jay Strauss volvería a la zona de la bahía, iría directamente al Union Bank en la avenida University y sacaría cuatro millones de la cuenta después de la muerte, y entonces empezaría una nueva vida. No tendría que soportar el acecho del gobierno federal, o las demandas de los inversores furiosos, o las preguntas de un detective de Palo Alto que intentaba acusarlo de asesinato, o el acoso por parte del antiguo novio de Tricia con las botas de puntera metálica.

Sencillamente, viviría su vida, al lado de la mujer con la que se había casado hacía veinte años y, juntos, aprovecharían aquella segunda oportunidad.

Se terminó el whisky y dejó el vaso en la barra. Ahora ya se sentía bien, y cansado, y un poco mareado. El camarero le dijo:

—¿Otro?

Pero Timothy negó con la cabeza. Lo dejaría allí, con aquel último y buen sabor en los labios y la calidez en el estómago.

El camarero asintió y le dio la cuenta. Timothy sacó la cartera y extrajo un billete de cien. «¿Por qué no?», pensó.

Se levantó y ya estaba a punto de irse, cuando escuchó una voz detrás de él que dijo:

—¿Timothy Van Bender?

Le resultaba familiar, era una voz ronca y ebria, y se giró para ver quién era. Tardó unos segundos en reconocer la cara: la mata de pelo entre rubio y canoso, sin ningún estilo en particular, la barba de dos días, las bolsas debajo de los ojos y la piel pálida de quien se pasa muchas horas despierto y en bares oscuros como ése.

—¿Timothy Van Bender? ¡Eres tú!

Era Mack Gladwell, un antiguo compañero de Exeter y antiguo miembro de la élite, pero que ahora sólo era un productor musical, para lo que demostraba una dudosa habilidad, y un adicto a la cocaína, para lo que demostraba una gran habilidad. La última vez que Timothy lo había visto había sido en Palm Beach, hacía tres años, cuando Mack lo había invitado a salir por la noche «al estilo Gladwell».

—Hola, Mack —dijo.

—¿Cómo te va, tío? —se llevó el cigarrillo a la boca y dio unos golpes en la espalda—. Veo que esta noche no te has olvidado la cartera —dijo señalando la mano de Timothy—. Hoy no vas a dejártela en casa de ninguna señorita, ¿verdad?

Mack se rió a carcajadas. Era una risa seca y ronca que enseguida se convirtió en tos. Expelió el humo del cigarrillo por las fosas nasales.

—¿Te acuerdas de eso? —preguntó Mack—. En Palm Beach. ¿Qué fue, hace un par de años?

—Tres.

—En menudo lío te metiste. ¿Te acuerdas? La chica llamó a tu mujer. ¿Qué posibilidades hay de que eso suceda? ¡Te dejas la cartera en casa de una zorra y ella va y te sigue la pista y acaba hablando con tu mujer! Joder, es lo más gracioso que he oído en la vida —Mack se rió.

—Sí —dijo Timothy—. Tuvo gracia.

—Pero era buena, ¿eh? —volvió a reírse. Y volvió a toser. Tardó unos segundos en recuperarse. Y entonces, de repente, dijo—: ¿Cómo te va?

—Tirando, ¿y a ti?

—Tirando. Sigo con lo de la música —agitó la mano vagamente, y Timothy no sabía si era para describir su carrera o para apartarse el humo de los ojos.

—¿Qué estás haciendo en la ciudad?

—Bueno, hoy en día el dinero está aquí. Intento reunir unos dólares.

Timothy intentó imaginarse a Mack Gladwell en una habitación llena de inversores de capital riesgo de Sand Hill vendiéndoles una firma discográfica on line. Aquella imagen parecía bastante absurda.

Apoyó una mano en el hombro de Mack. Estaba caliente y sudado. Dijo:

—Tengo que irme, Mack. Me he alegrado mucho de verte.

—Sí, yo también.

Timothy se giró para marcharse.

—¡Eh, espera!

Se detuvo.

—Dime.

—¿Cómo fue la fiesta sorpresa?

Timothy meneó la cabeza.

—¿El qué?

—¿Utilizaron mi parte? ¿Dónde explicaba la historia de la cartera? No sabía si la usarían, porque quizá traería malos recuerdos. Pero era muy divertida, así que me dije: «¡Qué coño! Yo la cuento y que sea lo que Dios quiera».

Timothy miró a Mack.

—¿De qué estás hablando?

—De tu fiesta sorpresa. ¿No te hicieron una fiesta hace unos meses? ¿Por tu cumpleaños?

Timothy meneó la cabeza.

—No. No hubo ninguna fiesta.

—¿Qué te parece? —dijo Mack—. Hija de puta. Bueno, es que una chica vino a Florida a entrevistarme. Ya sabes, con todo el equipo: cámara, micro… Era de la empresa que estaba montando un vídeo para tu fiesta sorpresa. Querían hacer una cosa divertida, con todos tus amigos explicando anécdotas graciosas. Supongo que sabía que habíamos ido juntos al colegio. Me preguntó cuáles eran las historias más memorables que habíamos pasado juntos. Bueno, supongo que ya sabes cuál le expliqué, ¿no?

—La de la noche que me olvidé la cartera.

—Exacto —dijo Mack—. En casa de la zorra. Y ella llamó a tu mujer, que cuando llegaste a casa te envió a un hotel. ¡Es superdivertida! —volvió a reír y luego empezó a toser.

—¿Cómo era?

—¿Quién?

—La chica que te entrevistó. La del vídeo.

—Joder, estaba buenísima. Una chica muy guapa.

—Pero ¿cómo era? —repitió Timothy, un poco insistente.

—Morena, gafas…

—¿Ojos azules?

—Sí, claro… creo.

—¿Cómo se llamaba?

—Ni me acuerdo —dijo Mack—. Yo sólo quiero follármelas, no escuchar la historia de su vida.

Timothy empezó a marearse. Se agarró a la barra para no caer al suelo. Le temblaban las rodillas.

Hacía unos meses Tricia había hablado con Mack Gladwell. No necesitaba los diarios de Katherine. Había investigado toda su vida, sabía todos los detalles importantes, lo tenía todo preparado.

—¿Estás bien? —preguntó Mack—. No tienes buen aspecto —se acercó un poco más.

Timothy lo apartó.

—¡Oye, tío, tranquilo! —dijo Mack.

Timothy salió tambaleándose del bar al cálido aire de la noche, que olía a jazmín y romero.

Ahora iba a sesenta por hora por Sand Hill, de vuelta al despacho de Ho. «Que la poli me siga, si quiere», pensó. Los faros de los coches con los que se cruzaba dejaban rastros luminosos en su visión, como los aviones en el cielo. ¿Qué tipo de droga le había dado Ho? Intentó poner en orden todos los datos que tenía pero, cada vez que se centraba en uno, los demás se perdían. No podía concentrarse. ¿Cuándo había conocido a Tricia? Se había presentado a la entrevista de trabajo hacía seis meses. Intentó retroceder en el tiempo y recordar la historia que le había explicado. ¿Licenciada en UCLA? ¿Nativa de Los Ángeles? Timothy no había verificado ninguna referencia, ni siquiera comprobó si se había licenciado en la universidad. ¿Era posible que Tricia Fountain no fuera una estúpida secretaria sino una astuta farsante? ¿Tenía planeado todo esto desde el principio, desde antes de conocerlo?

No, había sido el Chico. Claro, el Chico. Él era el cerebro que había detrás de todo aquello. Tenía la mente analítica, capaz de valorar el asunto desde todas las perspectivas. Era más listo que Timothy; siempre lo había sabido. Y había sido él quien había llevado a Tricia a Osiris. Dijo haberla conocido en la cafetería de Stanford una tarde y haberle sugerido que se presentara al puesto de secretaria. Y ahora dentro de unos días el Chico entraría en el Union Bank y reclamaría los cuatro millones de Timothy. Un bonito cheque por un simple trabajo de actor.

Intentó pensar. La primera apuesta contra el yen, ¿no había sido idea del Chico? Y sabía cómo reaccionaría Timothy ante las primeras pérdidas: con las bravuconadas de un jugador y la confianza de un estúpido. ¿Cuál era el plan? Desequilibrarlo, hundirlo en la desesperación, tentarlo con Tricia, que siempre estaba tan disponible, «demasiado disponible», se dijo ahora Timothy. ¿Por qué iba a querer una chica de veintitrés años a un hombre como él? Se había estado engañando todo ese tiempo.

Sin embargo, no acababa de encajarlo. Ahora ya conocía las partes importantes de la trama: Tricia no era Katherine, claro que no. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Tricia era Tricia. Lo habían planeado todo hasta el más mínimo detalle; incluso habían volado al otro lado del país para entrevistar a los viejos conocidos de Timothy para tener toda la información. Había sido una Katherine muy convincente, pero no era Katherine.

¿Y eso en qué convertía al doctor Ho? Casi lo habían convencido: que Tricia era Katherine, que su esposa estaba enferma, y que grabaron una copia de Katherine en el cuerpo de Tricia; y luego que habían grabado otra versión de él mismo en la mente del Chico. Era ridículo, por supuesto. Pero se lo había creído. Sabían que Timothy era un tecnófobo y que caería en la trampa de los ordenadores. Habían estado a punto de convencerlo de irse a casa y asfixiarse en su garaje, y así Tricia y el Chico se quedarían con su dinero. Habían estado a punto.

Entró con el coche en el parking del 3600 de Sand Hill. Metió la mano debajo del asiento y abrió el maletero. Bajó del coche, lo rodeó y sacó una herramienta de hierro del maletero. Lo cerró y se dirigió al despacho del doctor Ho. Ahora obtendría unas cuantas respuestas.

Subió los tres tramos de escaleras con los zapatos golpeando el cemento a un ritmo vertiginoso e irregular. Le dolían las rodillas. Subió más deprisa, rodeando las escaleras, con la herramienta en forma de ele en una mano y la otra apoyada en la barandilla, echando su cuerpo hacia delante en aquella escalera espiral.

Llegó al despacho 301. La puerta estaba cerrada. Estaba sin aliento y mareado, por el whisky o por la droga de Ho. Levantó la pierna buena y dio una patada a la puerta de contrachapado de madera barato. La abrió.

Entró corriendo. La sala estaba oscura y vacía. Había varias sombras en la pared: sillas que esperaban a pacientes que nunca vinieron, que nunca vendrían. Al otro lado, la recepción estaba vacía.

—¡Ho! —gritó Timothy—. ¿Dónde está?

No esperó ninguna respuesta y, directamente, atravesó la oscuridad y se dirigió hacia la puerta que conducía al pasillo. Cogió el pomo y la abrió.

—¡Ho!

Las luces del pasillo estaban apagadas; sólo estaban encendidas las de emergencia, que bastaban para que el conserje pasara el aspirador.

¿Dónde estaba ese hombre diminuto? Era imposible que hubiera podido vaciar el despacho en tan poco tiempo. Él se había marchado hacía… ¿Cuánto tiempo había pasado? Miró el reloj. Hacía menos de una hora. No, Ho tenía que seguir allí, metido en su despacho, quizás escondido debajo de la mesa.

—¡Sé que está aquí, Ho! —gritó Timothy.

Avanzó por el pasillo, arrastrando la herramienta por el suelo enmoquetado, hasta que llegó al despacho de Ho. Intentó girar el pomo. Cerrada.

—¿Doctor Ho? —Timothy habló más bajo, fingiendo estar calmado, mostrándose razonable—. Sé que está aquí, doctor. Abra la puerta, por favor. Sólo quiero hablar con usted. Creo que ha habido un malentendido —llamó con los nudillos—. ¿Doctor?

Esperó una respuesta. Pero no obtuvo ninguna.

Se le acabaron las ganas de ser razonable. Levantó la herramienta por encima de la cabeza y la clavó en la puerta. Al bajar, la punta chocó contra el protector del fluorescente del techo y lo hizo caer. El extremo recto se descolgó, le hizo un corte en la mejilla a Timothy y cayo al suelo. El corte era profundo y empezó a sangrar. La pieza de hierro se clavó en la puerta de madera.

—¿Doctor? —mantuvo la voz calmada, a pesar de la herramienta, la puerta destrozada y la herida en la mejilla. Arrancó la herramienta de la puerta y le dio una patada a la madera. La atravesó con el pie, pero la puerta siguió firme en su marco.

Se quedó durante unos segundos en aquella postura tan ridícula, con un pie en el pasillo y el otro en el despacho de Ho, como un fantasma que estuviera atravesando la pared.

—¿Ho? —dijo. Tenía la boca pegada a la puerta. Podía respirar su propio aliento cálido, una extraña mezcla de whisky, saliva y sangre. Giró la herramienta y utilizó la parte del mango para golpear la puerta, de modo que consiguió hacer un agujero más grande. Se asomó e intentó localizar al doctor Ho, pero el despacho estaba a oscuras.

Metió un brazo e intentó alcanzar el pomo por la parte de dentro. Giró el codo, encontró el pestillo y lo descorrió. Cruzó la puerta, entró en la habitación y encendió las luces.

Miró a su alrededor. Ningún doctor. Los muebles seguían allí: una mesa de acero que ocupaba gran parte del despacho, una librería y paneles baratos en las paredes. Sin embargo, las pilas de papeles que hasta ahora cubrían el suelo, amontonados de una forma que sólo Ho entendía, habían desaparecido. No había ni rastro de carpetas. De informes médicos. De los informes de Katherine Van Bender. No había ninguna prueba de que ella hubiera acudido a un hombre llamado doctor Ho.

Timothy miró la pared que había detrás de la mesa del doctor Ho. Los certificados médicos enmarcados, que un día tranquilizaron a Timothy acerca de las credenciales de ese individuo, habían desaparecido. Ahora sólo quedaban dos pequeños clavos, apenas visibles, clavados en la pared, como si fueran dos clavos en el corazón de Timothy.

Se acercó a la mesa de Ho. Sabía que estaría vacía pero, de todos modos, quiso asegurarse; de modo que empezó a abrir los cajones uno tras otro, sacándolos de los raíles. Vacíos. Ningún papel. Ningún documento. Sólo polvo, clips y unos cuantos bolígrafos.

—Hijo de puta —dijo en voz baja, solo en aquella habitación vacía. Se giró y salió del despacho. Avanzó por el pasillo y se dirigió al Laboratorio 1.

Se detuvo frente a la puerta y respiró hondo. Todavía había una remota posibilidad de que Ho estuviera allí. Quizás el doctor estaba vaciando el despacho, eliminando cualquier rastro que lo relacionara con aquella trampa, cuando había escuchado entrar a Timothy y se había escondido en el laboratorio. Quizás estaba ahí dentro ahora mismo, a escasos metros de él, detrás de aquella puerta, escondiéndose e intentando pensar deprisa, buscando una salida, tratando de elaborar otra compleja explicación, una serie de palabras tranquilizadoras. ¿Y por qué no? ¿Por qué no iba Ho a intentarlo? Ese hombre lo había engañado todo ese tiempo. Había preparado una complicada y ridícula historia que Timothy había aceptado, y de buena gana además. ¿Por qué iba Ho a cambiar sus planes ahora, a medio camino? Si Timothy entraba en el laboratorio y se encontraba con el doctor escondido, ese diminuto hombre seguramente se inventaría otra historia, una historia más para convencerlo de que podía tener lo que quisiera, todo, si lo escuchaba un momento…

La rabia se apoderó de Timothy. Quería matar a Ho, o como se llamara en realidad ese estafador. Había estado a punto de convencerlo para que se quitara la vida. Ho, el Chico y Tricia habían planeado una detallada trama, diabólica y absurda a partes iguales. Habían utilizado a Katherine, lo habían manipulado a él, habían explotado sus puntos débiles, habían hecho que los defectos de su personalidad se volvieran contra él…

Alargó la mano para abrir la puerta. Estaba preparado para romperla. Quería hundir la herramienta de hierro con todas sus fuerzas en la madera. Quería escuchar el crujido provocado por su furia. Quería ver volar astillas, que la puerta se partiera en dos y abrirla de una patada, aterrorizando a Ho mientras él entraba en el laboratorio como un ángel vengador.

Accionó el pomo. Se quedó un poco decepcionado cuando éste giró sin problemas. Sintió que se deshinchaba, que la rabia lo vaciaba.

—¿Doctor Ho? —preguntó en voz baja.

La habitación estaba helada, con el aire acondicionado a tope. El ruido de los ventiladores de los ordenadores llenaba todo el espacio. Las estanterías llenas de máquinas parpadeaban con luces sin vida, como un escuadrón de autómatas: mudos, sin cerebro ni conciencia. Sólo luces sin sentido. Sólo atrezo.

—¿Doctor? —dijo, aunque ahora se preguntaba si Ho realmente se habría ido. Quizá Timothy no lo había visto. Quizá se habían cruzado en el parking pero, dado su estado debido a las drogas, no lo había visto.

Intentó recuperar la furia una vez más. Quería destruir a Ho, golpearlo hasta dejarlo inconsciente, matarlo. Pero el doctor estaba escondido, tal vez ni siquiera estuviera entre aquellas paredes. Así que Timothy decidió destruir lo que más podía apreciar el doctor. Con dos zancadas, alcanzó los estantes y levantó el hierro. Gritó; un aullido inarticulado de rabia, parecido al de un animal. El sonido resonó en las paredes y en el techo. Esperaba que el golpe rompiera plástico y cristal, pero el hierro golpeó directamente uno de los estantes metálicos, lo que le transmitió un fuerte y doloroso temblor por el brazo. Volvió a levantar el hierro, esta vez apuntando mejor, y destrozó un ordenador beige. Gritó:

—¡Qué te jodan, Ho! —el ordenador se rompió como un huevo. Lo volvió a golpear—. ¡Qué te jodan!

Timothy manejaba el hierro rítmicamente, lo hundía en un ordenador de plástico, lo destrozaba y volvía a levantar el hierro.

—¡Qué te jodan! ¡Qué te jodan! ¡Qué te jodan! —gritó. Agarró una estantería y la agitó con todas sus fuerzas. Estaba atornillada al suelo, pero las bisagras empezaron a ceder, y él siguió agitándola, con más fuerza, hasta que se soltó y la empujó, provocando que cayera sobre la estantería de al lado en un efecto dominó. La caída arrancó los cables de los enchufes y los ordenadores empezaron a resbalar hacia el suelo. Timothy tiró la última estantería y se ensañó con lo que parecía la pieza principal: una caja negra metálica que había en el centro, llena de luces parpadeantes y de la que salían numerosos cables. Cuando la golpeó, esperaba algo más, una especie de espectáculo pirotécnico, o al menos algunas chispas y un poco de humo. Sin embargo, el hierro abolló la caja como si fuera el capó de un coche. Se oyó un ruido metálico y luego las luces sencillamente se apagaron sin protestar. Ni chispas. Ni humo.

Timothy dejó los ordenadores y se dirigió hacia la parte trasera del laboratorio, hacia la puerta metálica con el cartel de «No pasar». ¿Era posible que Ho estuviera escondido en el segundo laboratorio? ¿Podría ser ése su último refugio?

Se quedó de pie frente a la puerta, frente a la habitación donde Ho le había garantizado que se producía la magia: donde se transferían los cerebros, se grababan mentes y se digitalizaban, se codificaban y se guardaban personalidades. Era la habitación que contenía el misterioso equipo, la tecnología tan secreta que nadie podía ver, ni siquiera los individuos que se sometían al procedimiento.

Mientras estaba allí de pie frente a la puerta con la mano en el pomo, le vino una imagen a la cabeza: la puerta se abría y él entraba… a una habitación vacía. Sólo suelos de cemento y techos altos. Ni rastro de máquinas, ordenadores o equipos de alta tecnología para transferir cerebros. Sólo un espacio vacío, alquilado a once dólares el metro cuadrado, con los gastos incluidos. El precio de la trampa. Un despacho vacío en Sand Hill. Nada más. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

—¿Estás aquí, Ho? —gritó Timothy desde el otro lado de la puerta.

Intentó girar el pomo, pero estaba bloqueado. Cogió el hierro, lo levantó por encima de la cabeza y golpeó la puerta del laboratorio. Sin embargo, a diferencia de las demás, ésta era de metal y no acusó el golpe. Lo intentó otra vez. El hierro había dejado una señal, pero la puerta seguía en su sitio.

—¡Ho, déjame entrar! —gritó Timothy, golpeando la puerta con el hierro—. ¡Déjame entrar!

Golpeó una y otra vez la puerta metálica, en el mismo punto, con la esperanza de agujerearla, de encontrar un punto débil, de cruzar al otro lado. Sin embargo, la puerta absorbía cada golpe con firmeza y sólo emitía un ruido seco.

—¡Ho! —gritó Timothy todavía más alto—. ¡Déjame entrar!

Se preparó para un último golpe, levantó el hierro por encima de la cabeza, se tensó y lo golpeó contra la puerta. El hierro provocó un ruido metálico, pero la puerta no se abrió.

—Maldito seas, Ho —dijo, pero esta vez lo dijo en voz baja. Estaba agotado. Sin fuerzas.

Tiró el hierro al suelo. Resonó una vez más al chocar contra el suelo de cemento.

Timothy se giró y salió del despacho.

Como no sabía qué hacer, se fue a casa. Tricia y el Chico le habían engañado. Habían contratado a Ho, lo habían instalado en Sand Hill, y le habían engatusado haciéndole creer que Ho contaba con el respaldo de inversores de capital riesgo. Le habían comprado ordenadores de pega y le habían alquilado aquel despacho vacío. Y seguro que ahora ellos, igual que el hombre chino que se había hecho pasar por Ho, habían desaparecido; seguramente habían ido a Nueva York, o puede que a algún otro sitio, más lejos. Algún día, el Chico y Tricia volverían a Palo Alto a recuperar el dinero de Timothy, pero parecía poco probable que él se quedara para darles la bienvenida.

Seguramente, estaría en la cárcel, acusado de asesinar a su mujer o de cometer fraude financiero. Timothy le explicaría a la policía y al juez que lo habían engañado, que él creía que su mujer Katherine había vuelto a su lado, en el cuerpo de su secretaria Tricia, y seguro que ellos pondrían los ojos en blanco y dirían que estaba intentando alegar enajenación mental para rebajar la pena.

Quizás, ante su insistencia, la policía fuera al despacho de Sand Hill que Ho había ocupado y lo encontrara vacío. Seguramente, habrían desaparecido hasta los ordenadores y el hombre que se había hecho pasar por el brillante doctor chino estaría en algún rincón del planeta disfrutando de su parte de los cuatro millones de dólares.

Timothy quería sentarse y pensar, intentar comprenderlo todo, pero el alcohol y las drogas le nublaban la mente.

Condujo el BMW por las tranquilas calles de Palo Alto. El reloj del salpicadero decía que eran las doce de la noche. Las casas de Waverly Drive estaban a oscuras y todas las puertas cerradas. La gente no saldría hasta la mañana siguiente, cuando hubiera salido el sol y fuera la hora de volver a ganar dinero.

Aparcó en la entrada y la gravilla crujió debajo de las ruedas. Subió por el camino de pizarra, acompañado por el ruido de los grillos veraniegos, pasó junto a las plantas decorativas que se balanceaban al ritmo de la suave brisa y junto al viejo albaricoquero. Se detuvo frente a la puerta principal. Estaba ligeramente abierta, no la habían acabado de cerrar. La empujó con suavidad y, con un crujido, se abrió.

Por un momento, pensó que el novio melenudo de Tricia estaría en casa, esperándolo con una navaja. ¿O él también formaba parte del plan de Tricia? ¿Sería sólo un actor contratado para hacer un papel, para acosar a Timothy hasta el punto de convencerlo de que la única salida era hacer una copia de su cerebro y transferirla a otro cuerpo? ¿O era un cabo suelto, un error fuera de control, un auténtico exnovio que se había entrometido en el preciso plan de Tricia y había obligado a los farsantes a improvisar sobre la marcha?

Timothy entró en el recibidor y encendió la luz. En el pasillo no había nadie.

Quizá no hubiera nadie en casa. Quizás él había salido muy rápido de casa por la tarde y se había olvidado de cerrar bien. Estaba borracho y emocionado por poner en marcha su plan, por llevar al Chico, una vez sedado, al despacho de Ho y empezar con la transformación.

Sin embargo, había algo raro. Timothy miró la mesa del recibidor. Estaba vacía. La escultura abstracta de mármol blanca que Katherine había comprado en Big Sur estaba allí por la tarde, pero ahora había desaparecido.

Cerró la puerta de casa y corrió el pestillo. Al final del pasillo había luz. Avanzó hacia la luz, hacia la cocina.

En el suelo, en medio de un charco de sangre, estaba Tricia, acurrucada de lado, con su elegante vestido negro. A su lado, estaba la escultura, manchada con sangre y pelo. Timothy la miró de cerca. La parte trasera de la cabeza estaba oscura y húmeda.

Retrocedió. El mareo que no lo había abandonado en toda la noche se intensificó y lo desequilibró como si caminara sobre una cuerda en el aire. Se tambaleó hacia atrás y se agarró a la mesa de la cocina para no caerse.

Aquello no tenía sentido. Tricia Fountain lo había engañado, formaba parte del plan para destruirlo. ¿Qué hacía en el suelo de su cocina, asesinada?

Se agarró la cabeza e intentó pensar, como si apretándose la frente evitara que se le escaparan las ideas: las imágenes del Chico drogado en su sofá, de él y Tricia haciendo el amor, y de Katherine aplastada contra las rocas del acantilado de Big Sur, con el pelo flotando en el agua, alrededor de su cabeza.

Al principio, no la oyó, y creyó que sólo eran los ruidos que oía en su cabeza, pero luego ella volvió a decir algo. Timothy bajó la mirada y vio que Tricia tenía los ojos abiertos, lo estaba mirando fijamente y movía los labios; estaba diciéndole algo, suspirándole algo.

Se agachó junto a ella, y se empapó las rodillas de sangre; notó cómo la tela iba absorbiendo el líquido rojo y la mancha se iba extendiendo hasta el muslo.

—¿Qué? —dijo.

Ella susurró otra vez, pero él no podía escucharla. Sólo era aire y el ruido seco de los labios abriéndose y cerrándose.

Se acercó todavía más.

—Timothy —dijo ella—. Lo siento mucho.

—¿Quién ha sido? —le preguntó él. Apoyó la mano en su hombro, que el vestido negro de seda dejaba al descubierto, y tocó su suave piel, la piel que había acariciado la noche anterior, y le sorprendió lo fría que estaba.

—Lo siento mucho —repitió ella.

—Tricia… —dijo él.

Ella intentó sonreír.

—Tricia… no…

—Basta —dijo Timothy—. Déjalo ya.

—Te quiero, Gimpy.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Jay. Y…

De repente dejó de respirar. Sus ojos cristalinos miraban, sin vida, el suelo cubierto de sangre.

Timothy se levantó. Ahora tenía los pantalones manchados de sangre de Tricia y, cuando cruzó la cocina, dejó huellas rojas por todo el suelo. Fue hasta el teléfono y descolgó. Estaba a punto de llamar a la policía, para que vinieran y le ayudaran, pero entonces se dio cuenta de que, en el momento que los agentes entraran por la puerta y vieran a su novia muerta y con la cabeza abierta en el suelo de la cocina, Timothy podía despedirse de su libertad. Dejó el teléfono en su sitio. Vio que había dejado huellas ensangrentadas en el auricular, pero ya no importaba. No tenía escapatoria.

Se sentó en una silla, la misma silla en la que hacía más de una década que se sentaba cuando su mujer y él cenaban, e intentó pensar, limpiar la niebla que le aprisionaba el cerebro, entenderlo todo.

Si Tricia estaba aquí, muerta en el suelo de su casa, no estaba volando con Jay Strauss hacia Nueva York. Y eso sólo podía significar una cosa: que era prescindible para el Chico; que éste la había traicionado y la había matado. Otro cabo suelto elegantemente atado por la mente matemática del Chico: más dinero para él, una persona menos que sabía la verdad, un asesinato más que le colgaba a Timothy Van Bender.

Miró el cuerpo sin vida de Tricia. Incluso con aquella horrible herida, seguía siendo preciosa, y no pudo evitar admirar sus largas y esbeltas piernas, sobre las cuales se arrapaba el vestido de seda y que estaban semiabiertas encima del charco de su propia sangre.

Una parte de él sintió lástima por ella, porque el Chico la hubiera engañado de aquella manera, porque hubiera confiado en él y él la hubiera traicionado. Sólo era una chica joven. En otro lugar y en otro momento, habría aprendido de la experiencia, igual que todas las jóvenes traicionadas por los hombres, y se habría hecho más fuerte. Sin embargo, esta vez no. No tendría una segunda oportunidad para aprender la más desalmada lección de la vida.