No podía dormir.
Lo intentó, primero acudiendo a su cita con el señor Dalmore, de veintiún años, luego tomándose un valium y, por último, dejándose caer de espaldas en el colchón, con los zapatos puestos, que le apretaban los tobillos.
En la oscuridad, el espacio vacío de la cama parecía que crecía, como la tinta que va manchando la tela de una camisa, abarcando cada vez más con sus negros tentáculos, amenazando con tragárselo a él y a la cama.
Su mente corría desbocada. Incluso horas después, el corazón todavía le palpitaba con fuerza, aturdido y sorprendido de la fría y despiadada violencia que había surgido de su interior; cómo le había pegado al doctor Ho, el dolor que había sentido en la mano, la patada que le había dado al monitor y que lo había enviado rodando a la otra punta de la sala.
Y había algo más. El engaño en sí mismo. Tan elaborado y tan perfecto. ¿Cuándo había decidido Ho ponerlo en marcha? ¿Cuánto tiempo llevaba planeándolo? ¿Meses? ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Katherine? ¿Cuánto tiempo llevaba jugando con ella, tentándola con la promesa de la vida eterna? ¿Cómo la había convencido para que no hablara de todo ese asunto con el que era su marido desde hacía veinte años?
Era brillante. Hubo un momento, sólo un momento, en que Ho casi lo había convencido. Casi. La improvisada exhibición de ordenadores. No era descaradamente algo propio de la ciencia ficción. Y luego aquellas palabras en la pantalla. Era como si Katherine estuviera allí, al otro lado. ¿Qué había dicho?
«¿Quién crees que soy, Gimpy? Soy yo».
Y aquello era lo más perturbador. ¿Cómo sabía Ho el mote con el que Katherine le llamaba? Quizás ella lo había mencionado alguna vez, accidentalmente, o quizás Ho lo consiguió con preguntas más directas. «Antes de poder ofrecerle la vida eterna, necesitamos saberlo todo sobre su relación con su marido, señora Van Bender». Eso habría bastado.
Y sin embargo… Sin embargo… Incluso en píxeles fosforescentes, las palabras parecían tan reales, tan naturales, tan propias de su mujer. Era exactamente lo que ella habría dicho. Y exactamente como lo habría dicho. Apuntándolo con aquella nariz aguileña y riéndose: «¿Quién crees que soy, Gimpy? Soy yo», como si fuera la persona más estúpida del mundo, pero a la que ella quería de todos modos.
Sí, había sido como si Katherine estuviera allí, hablando con él.
Sin embargo, estaba claro que no podía ser ella. Porque su mujer estaba muerta, y Timothy sabía que no podía recuperarla, independientemente de lo mucho que lo deseara o de lo que estuviera dispuesto a sacrificar.
Cuando por fin consiguió dormirse, soñó con Katherine, con el doctor Ho y sus diminutas gafas, con las estanterías llenas de ordenadores y con el cursor amarillo parpadeando. Fueron unos sueños extraños, fruto del alcohol y, cuando se despertó, se dio cuenta de que estaba bañado en sudor, como si le acabara de pegar otro puñetazo al doctor Ho.