Quedó con el doctor Ho a las ocho de la tarde en la calle Sand Hill. Timothy fue en coche desde su casa con las ventanillas bajadas. El olor de California del norte en verano, a romero y jazmín, bajaba de las colinas hasta los valles.
Aparcó en el parking de Sand Hill, que ahora estaba vacío, a excepción de algún que otro coche; seguramente de los conserjes y el personal de limpieza. Caminó por debajo de las farolas de sodio, siguiendo el camino de lajas que bordeaba el edificio de oficinas, pasó junto a la escultura del huevo gigante y entró en el edifico 3600. Subió los tres tramos de escaleras, pero sus piernas ya eran viejas y, en el último mes, habían envejecido todavía más. Cuando llegó al tercer piso, se dirigió hacia el despacho 301, la puerta con el cartel de Amber Corp.
Golpeó la puerta con los nudillos, giró el pomo y entró en la consulta del doctor Ho. Volvió a encontrarse con una sala de espera vacía y una zona de recepción oscura. Tampoco había revistas. Ni rastro de ningún paciente que hubiera estado allí, quizá nunca iban. Timothy pensó que aquel doctor era muy extraño.
—¿Doctor Ho? —dijo.
La puerta que comunicaba con la recepción se abrió y ahí estaba el doctor Ho.
—Gracias por venir, señor Van Bender —le indicó que lo siguiera—. Por favor.
Acompañó a Timothy por un pasillo. Se detuvieron ante la puerta con un cartel en el que se leía: «Lab. 1». Ho sacó un juego de llaves del bolsillo y abrió la puerta.
Entraron en el laboratorio. Era un espacio enorme sin ventanas, de unos cuatrocientos metros cuadrados, con el techo expuesto y lleno de cables y conductos de ventilación. En medio de la sala, había dos estaciones de laboratorio, de esmalte negro sobre metal, con fregaderos y boquillas de gas dentadas, como si aquello fuera una clase de química de instituto. En la estación más cercana, había un teclado y dos pantallas gigantes, pantallas de plasma de veintiuna pulgadas con enormes píxeles verdes y amarillos que dibujaban unas líneas muy bien definidas de un código computacional.
Al fondo de la sala, en unos estantes metálicos, Timothy los vio: filas y filas de ordenadores: Dell negros; Sun elegantes y nuevos, del tamaño de una caja de pizza; incluso viejas cajas beige, fósiles de la primera etapa informática. Estaban unos encima de los otros, a veces hasta en montones de tres, que sobresalían de las estanterías; el espacio estaba aprovechado hasta el último centímetro. Era una miseria de alta tecnología: montones incoherentes de CPU, algunas verticales, las otras horizontales, sin seguir ningún orden establecido. Las estanterías iban de pared a pared. Los ordenadores estaban conectados mediante cables Ethernet naranjas, un matorral de cables, que salían enredados de las estanterías e iban a parar a unas placas de conexión, donde cientos de LED verdes parpadeaban, como si sufrieran un ataque epiléptico, creando los unos y los ceros del tráfico informático en un formato incesante y cambiante: verdadero se convierte en falso, falso se convierte en verdadero, miles de veces por segundo.
El zumbido de los ventiladores de los ordenadores, cientos funcionando a la vez, parecía el ruido del agua cayendo por una presa de cemento. Hacía frío. El aire acondicionado debía estar muy fuerte, pensó Timothy, para mantener las máquinas frías, cosa que se añadía al zumbido de los ordenadores.
Al fondo del laboratorio había otra puerta de acero con un letrero que rezaba: «No pasar».
Timothy dijo:
—Quizá usted pueda ayudarme. No hay manera de conectar el sistema de red sin cables en casa.
Ho sonrió.
—De acuerdo —dijo Timothy, cansado ya de intentar ser encantador. Habló con una voz más seria—. Dígame de qué se trata todo esto.
—Se trata de su mujer.
Timothy lo miró fijamente. Era como una llave que entraba en una cerradura. Ahora todo tenía sentido. Le estaba chantajeando. Encajaba: los ciento cincuenta mil dólares que Katherine le había dado al doctor Ho. El suicidio repentino. Y ahora le había hecho venir a aquella oscura oficina por la noche, le hacía comentarios enigmáticos sobre Katherine y ahora iba a pedirle más dinero.
Se preguntó en qué lío se había metido su mujer. ¿Acaso Ho tenía fotografías suyas, algún tipo de pornografía? ¿Había drogas de por medio? ¿Algo peor? ¿Una muerte accidental? ¿Homicidio sin premeditación?
Intentó planear su respuesta. Necesitaba un plan. Y enseguida decidió que jamás parlamentaría con un chantajista, jamás negociaría porque, cuando empiezas, ya no hay final.
—Parece asustado —dijo el doctor Ho—. No lo esté —se acercó a la pantalla que estaba junto a Timothy, y apretó una tecla. El cursor amarillo descendió una fila—. ¿Utiliza ordenadores, señor Van Bender? Por su trabajo, seguro que sí.
—A veces —dijo él. Estaba pensando en otra cosa. Todavía seguía intentando entender el plan de chantaje del doctor Ho. Lo miró desde los distintos ángulos: Katherine con problemas. Katherine suicidándose. ¿Tenía deudas? ¿Por eso necesitaba los doscientos mil dólares? ¿En qué clase de lío se había visto envuelta? ¿Qué clase de secretos no le había contado?
Pero no, era imposible. Katherine era demasiado lista. Aunque se hubiera visto envuelta en algo sucio, jamás hubiera permitido que eso la pusiera en una posición de debilidad. Era demasiado fuerte, demasiado inteligente…
Ho dijo:
—Lo que voy a explicarle debe permanecer en la más estricta confidencialidad. Si alguien descubriera mi trabajo, el trabajo de mi empresa… —se calló—. Sería prematuro —se limitó a decir.
—¿Me está chantajeando, doctor Ho?
Éste se rió.
—Dios santo, no —se quitó las diminutas gafas; bueno, virtualmente se las arrancó de la piel. Le dejaron una marca roja en la ceja. Se frotó las cuencas de los ojos. Los párpados hicieron una especie de chasquido mientras él se los frotaba. Ahora, con los ojos rojos e hinchados, volvió a ponerse las gafas—. Viendo las cosas retrospectivamente, entiendo que piense eso, pero no es así. No es lo que hago. Para nada.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
Ho se giró y le dio la espalda. Se acercó a las estanterías. Tenía a Timothy a unos escasos seis metros, pero tenía que gritar para que éste lo oyera, con todo el ruido de los ventiladores.
—Trescientas cincuentas máquinas. Nada espectacular. Sólo componentes normales. Algunos rápidos, otros lentos. Cuando nos cae uno en las manos, sencillamente lo enchufamos. Si uno falla, lo tiramos. Son demasiado baratos como para preocuparnos.
Ho recorrió un cable Ethernet con las manos, ausente, como un hombre que acaricia el pelo de su mujer.
—Esto es Amber Corp: unos cientos de ordenadores. La fundé hace cuatro años. Surgió de las investigaciones que he estado realizando, más o menos desde… —se quedó pensativo y luego se rió—. En realidad, desde siempre. Llevo haciendo esto desde que tengo conciencia.
Apartó la mano del cable casi a regañadientes y se volvió a girar hacia Timothy.
—Reuní a un grupo de inversores, hombres como usted, señor Van Bender. Hombres adinerados. Hombres que pudieran apreciar la promesa de lo que estoy desarrollando. Por razones que ahora le explicaré, ellos preferirían mantenerse en el anonimato. Algo muy poco habitual en las empresas de capital riesgo de Sand Hill.
Timothy se preguntó: «Si no se trata de chantaje, ¿de qué se trata?». Y entonces lo comprendió. Ese chino le estaba intentando vender un plan de negocios. ¿Era posible que estuviera tratando de que invirtiera en su empresa? ¿Estaba recurriendo a su esposa muerta como punto de partida? Aquel episodio, aquella reunión por la tarde, la cita siniestra por la noche, ¿era posible que sólo fuera una toma de contacto, una solución desesperada de un empresario ávido de capital?
Ho continuó:
—Mi compañía es pionera en el desarrollo de una tecnología bastante interesante. Una especie de tecnología de seguridad. Como debe saber, los ordenadores suelen fallar. Y cuando fallan, desgraciadamente es posible perder datos vitales. Por eso, empresas como la suya, por ejemplo, han incorporado una política de copias de seguridad. Hacen una copia de todos sus datos de modo que, si sucede algo terrible, puede recuperar la información y seguir trabajando. En el peor de los casos, quizá pierda un día de trabajo. Es un engorro, lógicamente, pero es mejor que perder un año de trabajo. Es mejor que perder los datos de los clientes, la correspondencia, las transacciones financieras, el software. Seguro que lo entiende.
Timothy asintió. Lo entendía. Desde que habían instalado el sistema de copias de seguridad automatizado, el disco duro de todos los ordenadores de Osiris se copiaba cada noche y los datos se almacenaban en un disco óptico. Una vez a la semana, el Chico cogía el disco y se lo llevaba a casa para tenerlo a salvo. Si se produjera un incendio o un terremoto, una posibilidad más que factible en el norte de California, y el edificio del Banco de América desapareciera, Osiris podría volver a empezar. A menos, claro, que todos los que trabajaban en la empresa murieran en la tragedia. Lo que era el menor problema del sistema de copia de seguridad que había diseñado Tran, aunque también era el mayor.
—Si lo entiende —dijo Ho—, entonces podrá apreciar lo que estoy a punto de explicarle. Es muy sencillo. Usted —señaló la frente de Timothy—, su mente, su cerebro, sus recuerdos, su personalidad… usted —agitó las manos frente al pecho de Timothy—, es un programa informático.
Hizo una pausa. Lo miró para comprobar si entendía las implicaciones de aquella afirmación. La cara de Timothy permanecía impasible.
—Bueno, un programa informático exactamente, no. No es idéntico. Los ordenadores son binarios, por supuesto, a base de unos y ceros, se encienden y se apagan. Eso fue una decisión arbitraria de los primeros diseñadores informáticos, un artefacto de la tecnología de los transistores de los años cuarenta. Pero no hay ningún motivo por el que los ordenadores deban ser binarios. De hecho, podemos diseñar un ordenador perfectamente bueno, que sea mucho más rápido y que, de paso, use escalas móviles, y no sólo encendido y apagado, sino muy encendido o ligeramente encendido o algo apagado. Así es como funciona su cerebro, señor Van Bender. El ritmo de neuronas que se mueven es como una escala móvil. Muy deprisa significa una cosa, y muy despacio significa otra.
Timothy estaba a punto de interrumpirlo, de dar por zanjada la conversación como si se tratara de un trabajador de un banco, de decirle lo fascinante que era todo aquello, pero que tenía que irse y perfeccionar su último hobby: emborracharse solo en casa. Ho debió darse cuenta, debió percibir que estaba perdiendo a su público, de modo que dio la campanada, allí mismo. Más tarde, Timothy pensó que el doctor Ho era realmente bueno en las tomas de contacto.
—Lo que intento decirle —explicó por fin— es que hice una copia de seguridad de su mujer.