Yo salía del antiguo Gato Negro, hoy El Mirlitón —¡transiciones!—, una tarde al anochecer, abandonando las delicias de Salis y del entonces persona grata León Bloy, el tigre del buen Dios y el gato del buen diablo, y de María Krysinska y de tantos amables monstruos, después de algunas libaciones ¿prolongadas en extremo? ¡No! Pero quizá…
Abandoné, pues, aquellas delicias, y como vivía cerca de la Bastilla, frente a una parada de coches no distante, me dirigía hacia mi domicilio, todavía filial…
Pero ¿qué diablo me impulsó a convidar con un solo y último ajenjo a los demás?
Después de las absorciones, apareció un error en la cuenta, y creí que debía reclamar —mucho y muy alto— mi derecho.
Y llamé a un guardia que me llevó inmediatamente al puesto —y no con demasiada amabilidad.
Allí fui recibido por el sub-brigadier o su superior, que ordenó me quitasen la corbata, la pipa —y el portamonedas.
No dormí: compañero de un borracho que hacía pipí y caca durante todo el tiempo en el lugar interno destinado a estas necesidades.
Y a las nueve de la mañana, los «agentes» que habían pasado la noche sirviéndonos agua en un cubilete de estaño, nos libertaron diciéndonos:
—Si no hubieran bebido ustedes más que esto, no estarían aquí.
Y, a las nueve (cerca de doce horas de penoso insomnio), fui llamado por mi nombre precedido por la palabra señor a presencia del señor comisario de policía (cuyo nombre, a pesar de ser muy conocido en aquellos lugares, se me ha olvidado), domiciliado en la calle de Bochard-de-Saron.
Aquel «magistrado» no me dijo nada: mi nombre quedó inscrito en un registro, y se entregó un recibo al agente que me había detenido la víspera.
Por fin, salí de entre aquellas picaras manos.
¿Para siempre?