En V…, ciudad gentil en extremo, casi vosguiense, donde fui internado bajo la inculpación de amenazas condicionadas contra mi madre, crimen, según el Código Penal, castigado con la muerte —con los puños cortados y los pies descalzos…—. ¡Oh mamá!
¡Oh mamá, en efecto! Perdóname esta sola frase:
—¡Si no vienes a visitarnos, ME mato!
Unos belgas atroces que habían acaparado tu confianza no me denunciaron, después de mi queja, al tribunal de V…—G… procurador, a propósito de un allanamiento de morada por los citados belgas, domiciliados, después de varios incendios en diversos lugares, en C… por A… departamentos de Las Ardenas.
Si bien un día recibí una asignación, y al cabo de ocho días comparecimos ante el tribunal de primera instancia del distrito.
El camino —¿diré el calvario? ¡No!— fue encantador. Una mujer casada y su marido y yo, a más de un perro que ladraba a los cuervos encaramados en la rama más alta, íbamos atormentados en lo que se llama vulgarmente un carromato al que el uso.
En el boulevard de Gantes
intitula buggy.
El Lyon d’Or —El Lyon d’Or nos acogió, caballo y todo. Luego fuimos al tribunal. Aquel marido y su señora eran dos testigos de mi descargo.
La más linda trinidad de jueces que he visto en mi delictuosa y criminal especie de vida.
El presidente se llama Adán. Su asesor de la derecha se llama María. He olvidado —y pido perdón por ello— el nombre del otro asesor, que, por una derogación rogatoria, me sirvió de juez de instrucción.
Pero recuerdo —¡oh, sí!— el nombre del procurador de la República:
«G…».
Además, acerca de él he hecho unos versos para un volumen calificado de Invectivas, para aparecer en casa de mi enemigo natural, León Vanier, 19, pretil de San Miguel.
Entramos en el palacio de justicia de aquella minúscula subprefectura, y admiramos la soberbia nulidad arquitectónica, rara avis en aquella época de pretensiones de todo orden.
Admiramos también la no menor nulidad del señor G…, procurador de la República, radical, celoso, aunque, según me han dicho, clerical, católico, y también, según parece, librepensador y una especie de —¡musa mía!— de alcornoque.
Júzguesele.
El archiconocido mobiliario de no importa qué tribunal: de encina, con papel pintado de oscuro, cortinas del mismo matiz y tres señores con togas negras y alzacuellos blancos. A la izquierda, una mesa con el procurador detrás, también vestido como se ha dicho, más un gorro con galones de oro generalmente sobre la cabeza, hacia atrás, provocativo.
Comenzó la audiencia por unas frioleras, vagabundos, cazadores furtivos, ladronzuelos, etc. Cuando me llegó la vez, se hizo una especie de silencio en el auditorio, bastante numeroso aquel día. En la región era yo una especie de señor —a más de tener una reputación bastante detestable—, un Rais abribonado por varios Edgard Poe que hubieran complicado su ron y su ajenjo y Picon: tal era yo en la imaginación pasadera de mis vecinos de campaña que habían acudido a la ciudad para ver cómo juzgaban al «Parisiense».
El interrogatorio fue lo que son todas estas formalidades. Pero a la requisitoria le faltó lo que se llama moderación. Si yo hubiera sido un Herodes fundido con un Heliogábalo los enormes epítetos no habrían volado más abundantes desde los labios de G…, con quien temo que las abejas del Himeto no habrían tenido nunca nada que ver. Yo era «el más infame de los hombres, el azote del país, que había llegado para deshonrar aquellas campiñas». (Esto ocurría en Las Ardenas, y G… es auvernés). «No sé cómo calificar a este individuo, y renuncio a buscar una expresión que refleje todo mi horror; ya la encontraré más adelante en este asunto relativamente poco importante». (¡Venga usted acá, querido!). Tales fueron algunas de las flores de su ramillete… De verdad, de buen sentido, y nada de preguntas. Y concluía con el máximum que es —¡leed el código!— la muerte. El tribunal me aplicó el mínimum.
No puedo aquí ni podré nunca en ninguna otra parte dar las gracias a aquellos señores o lo que quiera que sean, ni tampoco quizá vituperarlos, puesto que yo era un inocente complicado, es la verdad, por los más plausibles falsos testimonios. Por lo menos, debo reconocer que, como suele decirse, en este caso pusieron todo cuanto estuvo de su parte. Además, su buena voluntad —y sus considerados— «vista la excelente actitud del acusado durante la audiencia», y, en una palabra, el beneficio de las circunstancias atenuantes reconocidas, todo ello me aminoró la idea de la prisión, y les conservo un agradecimiento del cual estamos en paz.
La prisión de V… es muy pequeña. Los barrotes son de madera pintada de negro. Se jugaba al chito con el carcelero. Allí se permanece poco —un mes justo más un día, según creo—, cuando la pena ha de prolongarse en otra parte. Había en mi época un cuervo familiar, ronco enemigo de los poco melodiosos gatos del establecimiento, que, a causa de las incongruencias en las cubetas donde se vertían las lejías, fue muerto de un tiro de carabina por el «patrón», que hizo excelente caldo. He relatado este hecho con todo detalle en mis Memorias de un viudo.
En aquella prisión tan bonachona yo estaba encargado de arreglarlo todo, limpiar el polvo y barrer. A propósito de esto, el carcelero me dijo un día que yo «no había nacido para aquel trabajo» —el hombre era del Norte—, y añadió que me hallaba más fuerte en la escritura que en la pintura.
(Bueno es decir que yo tenía ya en el país una reputación de «escritor»).
También era requerido todas las tardes para que recitase en el dormitorio el Pater Noster y el Ave María, y parecía ser que yo lo hacía mucho mejor que mi antecesor con este empleo. ¡Pardiez! Y sin demasiado trabajo, por cierto.
Un capellán procedente de Falaise, una aldea vecina de la que se habla en La Débâcle, de Emilio Zola, y que había sido misionero en China y enterrado vivo nos decía la misa todos los domingos. Su sermón hebdomadario, lleno de anécdotas y muy gracioso, con ese simpático acento un poco inglés de Las Arderías, terminaba con un apretón de manos a través de los barrotes, de madera como los otros, correspondientes a los tres o cuatro presos que éramos.
Aquello duró un mes, al cabo del cual, pagada mi multa (¡500 francos!), salí en compañía del carcelero, con el que bebí algunas botellas de cierto vinillo de Voucq acerca del cual nada tengo que decir, en una taberna de al lado que se llamaba El buen rincón y merecía esta denominación.