Sí; a partir de aquel día fue —hay que decirlo— «como ninguno». Nadie me habría insultado sin que yo no lo hubiese perdonado, o, todo lo más, le hubiera hecho notar —y no sentir, como lo haría hoy— su error; nadie me habría mirado sin que yo le hubiese replicado con una oración interior por la salvación de su alma, seguida de esta jaculatoria latina:
Vade retro!
¡Sí! Desde aquel día de la Asunción hasta el día de mi literal y material y como física «liberación» fui feliz.
¡Sí!
Pensad en ello: sentirse inocente, creérselo, tener la seguridad de serlo… ¡Inocente! ¡Pensad en ello!
Y yo navegaba en aquella especie de navecilla —en aquel «barco», como blasfemaría el sucio espíritu contemporáneo— hasta el dieciséis de enero del setenta y cinco, como un Don Quijote, más engañado aún, al partir… hacia otros molinos de viento.
Navegaba así hacia mi «liberación», que no se realizó sino en aquel húmedo día de enero.
La víspera se me entregó el reloj (tuve uno y aun varios por aquella época, y también los he tenido después), mi cartera, provista de algunos billetes de banco, de la cual tenía igualmente la costumbre de ser el portador, mi camisa con su cuello postizo y unos inciertos trajes elegantes.
Acompañado de mamá, después de efectuado el registro, después de estrechar las manos de los empleados de la oficina, y también, con antelación, las del capellán, el director y los guardianes, salí de aquella «caja» casi acojinada, y nos encaminamos hacia la estación de Mons. Entre mamá y yo iban dos gendarmes con gorra de pelo sobre sus cabezas imberbes.
Y he aquí que partimos para Francia, donde, como es costumbre y de justicia, la gendarmería, con el sombrero de batalla que se conoce, nos recogió de manos de la joven guardia civil, barbada Kατα πεφαλην, de que nos hemos ocupado anteriormente.
Nuestro ejército nacional de la orden nos recibió (digo y repito nos, porque éramos varios los franceses liberados y expulsados: unos asesinos, unos ladrones y yo) sin gran cordialidad. En cuanto a lo que a mí concierne, después de haber declinado (¿por qué no conjugado?) mi nombre, apellidos y calidad, obtuve del brigadier, compatriota mío, una acogida tan entusiasta, alentadora y «hasta activa», ¿no?
—Sobre todo, no vuelva usted por allá.
—No, mi brigadier…
¡Douai! Mi madre, que fue conmigo hasta el final tan abnegada, tan buena, ¡tan clemente!, me acompañaba, como he dicho antes. ¡Douai! ¡Ciudad santa!
Donde nació Desbordes-Valmore a la sombra de Nuestra Señora de allá, la cual es recordada siempre entre tanto tedio y tantas preocupaciones parisienses —¡y cuántos pisos, la pobre mujer!—… ¡Douai y tu carillón, tierno y ladrón!…
—Barquero —dice Lisette…
—Turlutú, Gayant que pee,
Turlutú, por el ojo de su culo.
¡Adiós, Douai!