Y el digno, el muy digno hombre de Dios me dejó tranquilo.
Yo me acogí a su sistema, y me resigné, mientras oraba.
Mientras oraba a través de mis lágrimas, a través de las sonrisas, como un niño, como un criminal redimido; mientras oraba —¡oh!— con las dos rodillas en el suelo, con las dos manos juntas, con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis energías, con arreglo a mi catecismo resucitado…
¡Cuánto reflexioné sobre la esencia y aun sobre la evolución del fenómeno que se operaba en mí! ¿Por qué? ¿Cómo?
¡Y poseía aquellos ardores, aquellas disposiciones, como se diría en nuestra odiosa época! ¡Qué bueno, qué sencillo, qué pequeño era yo!
¡Y qué ignorante!
«Domine, noverim té!»
¡Qué candor de monaguillo, qué gracia de viejo —y de joven— entonces, pecador convertido, pasando de orgulloso a humillado, trocado de hombre violento en un cordero!
Renuncié desde entonces a toda lectura «profana». Shakespeare, entre otro, ya leído y releído en su idioma a fuerza de diccionario, y, por último, aprendido de memoria, por decirlo así. Y me sumergí en los Maistre, en los Augusto Nicolás más especiales…
Sin embargo, oponía tímidas objeciones que el capellán refutaba, mejor o peor, admirablemente para mí, en aquella época.
—¿Y los animales, después de la muerte? No se mencionan en los libros sagrados…
—Querido amigo mío, si los libros sagrados no hablan tampoco de las hijas de Adán, por ejemplo, es porque ello resultaría superfluo. Además, siendo Dios infinitamente bondadoso, sólo ha creado a las bestias para su bien, al mismo tiempo que para el nuestro.
—¿Y el infierno eterno?
—Dios es la infinita justicia, y si castiga eternamente es porque tiene sus razones para hacerlo, razones precedentes, ante las cuales nuestro único derecho consiste en inclinarse ante ellas, aun sin conocerlas. Porque, en efecto, las penas eternas constituyen una especie de misterio… Por más que no, puesto que el dogma no las incluye en esta categoría…
Y así sucesivamente.
El gran día de la confesión, tan esperado, tan impacientemente deseado, llegó por fin.
Fue larga, detallada hasta el infinito, aquella confesión, la primera que hacía desde la renovación de mi primera comunión. Torpezas sensuales, sobre todo, pecados de ira, pecados de intemperancia, éstos numerosos también, pecados de mentirillas, de vagos y como inconscientes embustes; pecados sensuales, insisto…
El sacerdote de vez en cuando me ayudaba en las confesiones, siempre un poco penosas en tales casos, del extraño neófito que yo era.
Entre otras preguntas, me formuló ésta, en un tono reposado y nada asombroso ni asombrado:
—¿Nunca ha sido usted cruel con los animales?