Las pruebas bastante mediocres aportadas por monseñor Gaume en favor de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma me gustaron poco y no me convirtieron del todo —lo confieso—, a pesar de los esfuerzos del capellán para corroborarlas con sus mejores y más cordiales comentarios.
A este último se le ocurrió entonces una idea suprema, y me dijo:
—Sáltese los capítulos y pase desde luego al sacramento de la Eucaristía.
Y yo leí la centena de páginas consagradas por el buen prelado al sacramento de la Eucaristía.
No sé si aquellas páginas constituyen una obra maestra. Hasta lo dudo. Pero en la situación de espíritu en que yo me encontraba, el profundo tedio en que me sumergía, a pesar de todas las atenciones y de la vida relativamente dichosa que tales atenciones me proporcionaban, y la desesperación de no ser libre, y también la vergüenza de hallarme allí, determinaron, cierta mañanita de junio, después de una noche agridulce que había pasado meditando acerca de la presencia real y la multiplicidad sin número de las hostias, figurada en los santos Evangelios por la multiplicación de los panes y de los peces, todo esto, digo, determinó en mí una extraña revolución, en verdad.
Desde hacía algunos días había colgada en la pared de mi celda, debajo del pequeño crucifijo de cobre semejante a aquel del cual se ha hablado precedentemente, una pequeña imagen litográfica, bastante fea también, del Sagrado Corazón: una prolongada cabeza caballuna de Cristo, un gran busto enflaquecido bajo los amplios pliegues de la túnica, las manos afiladas mostrando el corazón.
Que resplandece y que sangra
como yo debía escribir un poco más adelante, en el libro Sabiduría.
No sé qué o quién me levantó de pronto, me arrojó fuera del lecho, sin que me diese tiempo a vestirme, y me prosternó, deshecho en lágrimas, en sollozos, a los pies del crucifijo y de la imagen supererogatoria, evocadora de la más extraña y, ante mis ojos, de la más sublime devoción de los tiempos modernos de la Iglesia católica.
Sólo a la hora del amanecer, quizá dos horas lo menos después de aquel verdadero pequeño (¿o grande?) milagro moral, pude levantarme; y trajinaba, según el reglamento, dedicado a mis tareas (hacer la cama, barrer la habitación…), cuando el guardián del día entró y me dirigió la frase tradicional:
—¿Todo va bien?
Yo le respondí al punto:
—Dígale al señor capellán que venga.
Éste entraba en mi celda algunos minutos después. Yo le notifiqué mi «conversión».
Lo era de veras. Yo creía, veía, me parecía que sabía, estaba iluminado. Hubiera ido al martirio de buen grado, y tenía, evidentemente, un inmenso arrepentimiento, proporcionado evidentemente por la grandeza del Ofendido, aunque, sin duda, por lo que aprecia mi examen actual, muy exagerado.
Por otra parte, se es hiperbólico cuando se compara.
Y yo soy como la generalidad de los hombres.
El capellán, un hombre de experiencia carcelaria y de seguro acostumbrado a esta clase de conversiones verdaderas o falsas, si bien yo estaba convencido, persuadido de mi sinceridad, me tranquilizó, no obstante, después de haberme felicitado por la gracia recibida, y luego, comoquiera que yo, en mi ardor probablemente indiscreto e imprudente de neófito que el día anterior era víctima de toda incredulidad y de todo pecado, pidiese, implorase confesarme inmediatamente, ante el temor de morir impenitente, según yo mismo decía, él me replicó, sonriendo un poco:
—No tenga ningún temor. Usted ya no está impenitente, se lo aseguro. En cuanto a la absolución y aun a la simple bendición, tenga la bondad de esperar aún algunos días; Dios es paciente, y sabrá hacerle algún nuevo valimiento, él que espera su desquite, después del mal paso de hace tiempo, ¿no es verdad?… ¡Hasta muy pronto, hasta muy pronto; hasta hoy mismo!