Jesús, ¿cómo te las arreglaste para conquistarme? ¡Ah!
Una mañana, el buen director en persona entró en mi celda.
—Pobre amigo mío —me dijo—, le traigo una mala noticia. ¡Tenga valor! Lea.
Era una hoja de papel timbrado, la copia del juicio de separación de cuerpos y de bienes, tan merecida (la de cuerpos, y quizá también la de bienes, aunque tan dura de soportar), y que había acordado el Tribunal del Sena. Caí de espaldas sobre mi pobre lecho deshecho en llanto.
Un apretón de manos y un golpe en el hombro dado por el director me devolvieron, no obstante, un poco de valor, y, transcurrida una hora o dos desde el desarrollo de aquella escena, comencé a decir a mi alguacil rogase al señor capellán que fuese a hablar conmigo.
Llegó éste y le pedí un catecismo. En seguida me entregó el de perseverancia de monseñor Gaume.
Soy literato, y me gusta la corrección, la sutileza y toda la cocina del estilo, como de derecho y por deber. Estas correcciones, estas sutilezas las tomo, las sorbo, si queréis. Y siento horror hacia toda vulgaridad escrita.
Pero a pesar de un arte deplorable en lo que se refiere a la escritura y de una sintaxis apenas viva, monseñor Gaume fue para mí, podrido de orgullo, de sintaxis y de parisiense estupidez, el apóstol.