No debía ser él precisamente aquel crucifijo de mi primera celda de Mons, sino un crucifijo semejante, parecido, por cierto, a todos los que cantificaban todos los locales de aquel vasto penitenciario.
Pero volvamos sobre el mobiliario. Había omitido una pieza, y no la menos importante. Quiero hablar del ayudante o jefe guardián del ala donde yo estaba entonces (los guardianes subalternos ostentaban el título de sargentos, como ya he dicho). Este ayudante, digo, no me había tomado afecto, y si me visitaba con frecuencia no era por verme, sino para inspeccionarme bien. Y se seguían observaciones sin número, y hasta amenazas con el calabozo, a propósito de un átomo de polvo, de un pliegue mal hecho en la manta doblada de mi cama mesa, cuando la cama se convertía en mesa, o de cualquiera otra cosa, a su entender irregular en mi persona: el pañuelo de ordenanza, un botón de la chaqueta que se movía, etc. ¡Lo que me hacía sufrir aquel animal con sus minucias! Por otra parte el buen diablo debía humanizarse más tarde un poco: al menos para conmigo.
¿El alimento? ¡Ah, pardiez! Siempre sopa… de cebada, y los domingos puré de guisantes. Pan de munición y agua a discreción.
El domingo, misa, vísperas y salutación cantadas por los detenidos. Harmonium tocado por una señora de la ciudad, sermones bien hechos por el capellán, hombre encantador del que he conservado el mejor y el más agradecido recuerdo.
La capilla, muy extraordinaria: por el contrario de lo que ocurre en la mayor parte de las prisiones celulares, el altar y sus accesorios se encuentran naturalmente en medio de los boxes destinados a los «fieles», aunque muy altos, en una plataforma en los cuatro rincones donde permanecen los guardianes encargados de la buena compostura y del respeto que se debe al santo lugar…
A esto hacen alusión mis versos de Paralelamente.
… …
Veo encenderse las salutaciones
Desde el fondo de un orificio.
Los patios forman un círculo cuya rotonda central es el cubo de donde irradian en forma de V una decena de muros que encierran otros tantos jardinillos bastante fúnebres. Un guardián permanece en la rotonda y da fuego a los prisioneros, que disponen de una hora para fumar una pipa y pasearse, cada uno por su patio, después de lo cual hay que volver a las celdas en hilera indiana, con las cogullas a la cabeza, hasta el día siguiente a la misma hora.
Pero al cabo de ocho o diez días de este régimen poco agradable, tan confortable y suficiente en el fondo, fui llamado a presencia del director, un hombre encantador también, ya canoso, benévolo y que me fue simpático desde el primer momento.
¡Oh, qué suerte! Se trataba de mi concesión de pistola.
Fui conducido a otro cuerpo del edificio. Mi nueva celda, un poco más grande que la otra, aunque amueblada del mismo modo, salvo la cama, buena, ancha, que permitía la expansión de poder estirarse y que me gustó desde luego.
Sin embargo, sólo era confortable en lo justo. Sobre todo, aquella luz, desde luego suficiente, que se filtraba a través de los barrotes horizontales, aunque procedía de demasiado alto y embarrando —es cosa de decirlo, aun con riesgo de las dos repeticiones— el horizonte. Pero ¡qué felicidad acostarse por fin en una cama propiamente dicha! ¡Qué felicidad la de aquella aparente, aunque modesta, de antiguo modesta, pero cómoda habitación, en otro tiempo —¡ay!— conyugal, con su cama «en el centro»!
Hay que saber contentarse con poco, sobre todo en la prisión, y como toda idea de mujer me estaba prohibida por fuerza, por fuerza hube de resignarme.
Y fue lo que hice.
Pedí libros. Se me permitió disponer de toda una biblioteca. Diccionarios clásicos, un Shakespeare en inglés que leí entero (¡disponía de tanto tiempo!). Preciosas notas de Johnson y de todos los comentadores ingleses, alemanes y otros me ayudaron a comprender bien al inmenso poeta que, a pesar de todo, nunca me hizo olvidar a Racine, ni tampoco a Fénelon, ni a La Fontaine, sin prescindir de Corneille y Victor Hugo, Lamartine y Musset. ¡Y nada de periódicos!
Sin embargo, no me limitaba a estas distracciones.
Inventé un juego.
Consistía en masticar papel haciendo dos bolitas, suponer dos adversarios, A y B, disparar aquellos proyectiles alternativamente contra un blanco que era el ventanillo de la celda y marcar lealmente los golpes.
Doble placer. Primero, el de perder o ganar. ¡Lo que A detestaba a B, B se lo devolvía tan bien! Luego, temer el paso del ayudante o de un alguacil. ¡O, entonces, el del mismo director!
Verdad es que a éste le temía menos.