Mons
Esta vez estaba bien encarcelado. Y fui admitido en la pistola de los condenados. Una libertad relativa: las puertas de las habitaciones abiertas desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche, y el acceso de los presos unos a las celdas de los otros. Cerca de una veintena de «camaradas», varios de ellos franceses, lo cual me enorgulleció un poco, por cierto.
Permanecí allí cerca de un mes, y aquél fue, materialmente, el momento más feliz de mi cautividad. Y luego, en un vagón celular, hacia… Mons.
La prisión, celular también, de la capital del Hainaut es —debo confesarlo— una cosa bella en lo posible. De ladrillo rojo pálido, casi rosado, por el exterior, este monumento, este verdadero monumento, es blanco de cal y negro de alquitrán por el interior, con arquitecturas sobrias de acero y de hierro. He expresado la especie de admiración causada en mí por la visión —¡oh, la primera visión de aquel «castillo», mío en adelante!— en los versos que se han querido encontrar encantadores del libro Sabiduría, cuya mayor parte de los poemas, por cierto, datan de entonces…
Por mucho tiempo habité el mejor de los castillos.
Al descender del tren fui conducido en coche, siempre celular, hacia aquella casi amable prisión, donde se me recibió con toda sencillez —he de decirlo—; después de lo cual se me invitó —perentoriamente— a tomar un baño, y me fueron llevados unos vestidos muy extraños, consistentes en una gorra de cuero de la forma que pudiera decirse Luis XI, una chaqueta, un chaleco y un pantalón de una tela de cuyo nombre no me acuerdo, verdosa, dura, bastante parecida a un reps muy espeso, muy grosero y en definitiva muy feo, un pañuelo de lana para el cuello, unos calcetines y unos zuecos.
Así disfrazado, se me hizo subir a la celda que me había sido destinada. El mobiliario era somero —pues había vuelto a caer en el caso de los presos ordinarios, mientras esperaba a que tuviesen lugar nuevas gestiones, al efecto de empistolizarme de nuevo— valga el neologismo.
Se completó mi traje con el suplemento de una cogulla de tela azul, destinada a ocultar el rostro de los presos a su paso por los corredores o durante sus paseos por el patio, y de una ancha placa de cobre pintado de negro, aproximadamente en forma de corazón, con mi número en relieve, brillante como el oro más resplandeciente. Debía prenderme aquella insignia, durante cada paseo, en un botón de la chaqueta.
Luego, el barbero del establecimiento me afeitó conforme al reglamento. Yo estaba elegante y guapo, os lo aseguro.
Pero volvamos sobre el mobiliario de la celda.
Una cama-mesa que no se debía desplegar ni hacer sino por la noche, un poco antes de acostarse. Un escabel unido a la pared, un lavabo y una especie de círculo en la pared para los usos íntimos. Un pequeño crucifijo de cobre, con el que yo debía trabar amistad más tarde, completaba aquel lujo somero. ¡Oh, aquel crucifijo!