IX

Adoro los trajes y me vuelvo loco por los símbolos. Asimismo, a pesar de la absurdidad tanto y tan odiosamente frecuente de las cinco sextas partes de las sentencias decretadas por tales y tales y tales y cuales tribunales, me gusta, a pesar de mi odio a la mala acción, la buena presencia de la gente de justicia (comprendida la guillotina, a falta de otra cosa mejor).

Una toga negra bien llevada, un alzacuello bien colocado, una epitoga, en caso de audiencia, bien puesta seducen a mi espíritu, si no a mí mismo.

Y les rendiré siempre homenaje, como me acogería a las armas por esas cosas —¡perdón!— también de nuestro origen divino: plumas negras o blancas, penachos, plumeros blancos y tricolores, pompones de colores diversos, charreteras comparadas, galones graduados, entorchados y el sencillo botón (en caso de capitulación gloriosa).

También presumo yo de un inmenso respeto hacia la magistratura, y no quiero que se interprete mal mi opinión en este particular.

También tiene —¡a más de su disciplina admirable!— sus insignias, sus galones, sus alzacuellos, que son sus estranguladores (puesto que no hay mejores alzacuellos), y, en una palabra, su bandera, que es el Cristo en la cruz…

Por eso fue por lo que acepté sin maldecirla aquella sentencia justa, indulgente, puesto que, en el fondo, yo merecía el patíbulo.

Pero como había apelado, hube de resignarme, no pudiendo hacer otra cosa ante aquella perspectiva, todavía consoladora… ¡Dieciocho meses!…

Y el día de la apelación resplandeció, si puedo expresarme así.

¡Resplandeció! Porque ¡qué buen tiempo el de aquel día! ¡Qué sol!… Yo, que soy del norte, admiro, deseo poco el sol; me causa náuseas, me aturde, ME CIEGA, y prefiero en absoluto

El invierno claro,

como mi querido y admirado Estéfano Mallarmé.

Para ortografiar judicialmente, a una hora —¿cómo olvidarla?— de la tarde fui conducido una vez más, por el vil medio de locomoción de que se ha tratado más arriba, y mediante el aparato policiaco y casi militar de antes, al palacio de justicia.

Local empapelado. Hubiérase dicho que se trataba del comedor de un hotel de pueblo. Ningún Cristo en la pared, y, a decir verdad, ello resultaba mejor que la caricatura que había en la sala de primera instancia.

Empapelado y con dibujos en la parte superior. ¿Con qué motivos? Lo ignoro. ¿Flores, caza, pesca o fiestas galantes?… Lo ignoro, digo, puesto que me hallaba preocupado por otra cosa… ¡Calla! ¡También!…

El mismo interrogatorio, con ligeras variantes:

—Condenado, levántese.

—Su nombre y apellidos.

—¿Profesión?

—Ha sido usted condenado en virtud del artículo, etcétera.

—Siéntese.

Me siento, a pesar de un exhorto asombroso que me descargaba en buena lógica y se mofaba de aquel bebé de procurador de primera instancia, poniéndole esto bajo la nariz:

«Se ha aplicado al condenado el máximum, y el señor procurador del rey apela a la mínima. ¿Dónde está la ley, señores?».

Y, no obstante una excelente defensa de mi abogado —el mismo que me defendió en primera instancia—, a quien envío desde aquí mis mejores simpatías, se me confirmó la sentencia.