Todo el mundo sabe lo que es estar en la pistola. Mediante fianza puede hacerse que llegue alimento y bebida (¡oh, muy poco!) de fuera; se goza de un lecho adecuado, de una silla o de un escabel y de otros deleites. Pero la cautividad, en los casos graves como el mío, continúa siendo estrecha, y la vigilancia tan severa como para los prisioneros a quienes su pobreza o la naturaleza de su delito envuelve en el horror completamente desnudo del Reglamento. Así es que la celda que yo ocupaba en un edificio aparte no se abría más que una hora al día para que yo diese un paseo solitario por un patio embaldosado, hosco y triste.
Por encima del muro que había delante de mi ventana (yo poseía una verdadera ventana, provista, por supuesto, de largos y espesos barrotes), en el fondo del tan triste patio donde se abatía, si puedo expresarme así, mi tedio mortal, veía —estábamos en agosto— cómo se balanceaba la cima de hojas, voluptuosamente temblorosas, de cualquier elevado álamo de un square o de un boulevard vecino. Al mismo tiempo llegaban hasta mí rumores lejanos, debilitados, de una fiesta (Bruselas es la ciudad más bonachonamente reidora y bromista que conozco). Y, a este respecto, he aquí los versos que se encuentran en Sabiduría:
… …
Un pájaro en el árbol que se ve.
Canta su queja.
… …
Este apacible rumor
llega de la ciudad.
… …
¿Qué has hecho, ¡oh, tú!, qué has hecho,
Llorando sin cesar?
¿Qué has hecho, ¡oh, tú!, qué has hecho
De tu juventud?
… …
Veía también, espectáculo igualmente melancólico, hacer de centinela, paseándose a ras del muro, por supuesto por el interior (¿y por qué por el interior?), a un cazador explorador, con sombrero de seda con plumas de gallo, túnica de color verde oscuro, creo, y pantalón gris, que parecía aburrirse de firme durante las dos horas que correspondían a su turno.
Y a pesar de ser relevado y sustituido, su sucesor no presentía más que él ni que su predecesor los síntomas de un entusiasmo demasiado vivo ante el cumplimiento de aquella tan absurda consigna. Los buenos muchachos parecían decirse: «¿Para qué pasearse así, con un fusil al hombro y una mochila a la espalda, para vigilar y matar, si es necesario, a unos pobres diablos que están tan bien recluidos y encerrados ya medio muertos?».
Pero yo tenía otras distracciones, de las cuales la principal consistía en comunicarme con mi «vecino», un notario. El alfabeto fonético, propiamente dicho, fue entonces ampliamente empleado por nosotros. ¿Lo conocen ustedes, siquiera de oídas? Consiste en dar sobre un muro un golpe para la A, o, por el contrario, un golpe para la Z, o de otro modo, y así sucesivamente. ¡Cuántos pequeños goces robados así, sazonados con el temor de ser sorprendidos por el ayudante, un hombre bastante bueno, por cierto, al que dejaba casi indiferente la Función!
Por fin llegó el día de la audiencia.
Risum teneatis.